El cuarto privado era muy similar al apartamento del edificio Copan, no tanto por la decoración como por la ausencia de enseres personales. Ni una instantánea en Copacabana con unos amigos, ni una placa conmemorativa o un diploma. Junto a un tragaluz circular que asomaba a una terraza, estiraba sus brazos tentadores un sofá cama de diseño italiano cubierto por un edredón de plumas. En el lado opuesto reposaba la mesa de despacho originaria de la vivienda, tras la que era fácil imaginar a su primer propietario rellenando columnas de débito y crédito impregnadas de aroma a café.
Lo primero que hizo Mika cuando se quedó sola fue llamar a Sol, la pareja de su padre. Era una persona lo bastante cercana como para contarle lo ocurrido, pero no tanto como para que le diera por abanderar la típica cruzada «vuelve a España de inmediato», algo que no iba a hacer sin su amigo Purone.
Jamás volveré a abandonarte.
Además, Sol tenía el perfil exacto que necesitaba: una programadora informática que podía ayudarle a rastrear el ordenador desde el cual le habían remitido el perverso correo electrónico.
Salió a hablar a la terraza, que rodeaba por completo la tercera —y última— planta del palacete. Desde allí se veían con claridad los techos de los dos modernos pabellones anexos y las extensas superficies del jardín que, aun después de haber sido mutilado para albergar las ampliaciones, seguía conservando la frondosidad que lo convertía en el pulmón del barrio. Mientras caminaba en círculo, pasando la mano por la balaustrada y la coronilla de las gárgolas, Mika le contó a Sol con pelos y señales todo lo ocurrido desde su llegada.
—¿Me estás diciendo que después de lo de «Purone = Daño colateral» ponía, sin más, «¿Hasta dónde llegarías para cambiar el mundo?»? —preguntó aquélla con un tono aún más agudo que el suyo habitual.
—Exactamente eso.
—Da miedo.
—Dímelo a mí.
—Y estás allí sola…
—Te ruego que no le digas nada de esto a mi padre.
—Me pones en un compromiso, Mika.
—No quiero que me bombardee a llamadas. Yo misma se lo contaré cuando se aclare todo.
—Es normal que quiera bombardearte a llamadas y a lo que sea. Si fueras mi hija iría ahora mismo a traerte de los pelos.
—Sabes perfectamente que si regreso a casa con la cabeza gacha, jamás volveré a levantarla. Me quedaré aquí hasta que Purone se ponga bien. Mi padre pensaría de la misma manera que yo.
—Qué me vas a decir. Fue él quien te enseñó a ser así.
Hubo unos segundos de silencio.
—No te me pongas sentimental —le dijo Mika con sincero cariño—. Sólo te pido que me eches una mano en esto, por favor.
—Si lo que pretendes es averiguar el lugar desde el que se ha enviado un correo —accedió por fin con aire docente—, puedes hacerlo analizando el código fuente.
—Tendrás que partir de algo más básico…
—¿Tienes ahí el portátil?
—No.
—Pues coge algo para apuntar.
Volvió a entrar en la estancia para buscar en su bolso. Encontró un bolígrafo corto traído de algún hotel. Papel, papel… Miró a ambos lados. ¿Tan sofisticada era aquella empresa que no iba a haber un triste taco de posits?
Se inclinó con cierto reparo hacia la parte interior de la mesa. Tenía dos columnas de cajones a ambos lados del hueco para las piernas. Dudó unos segundos.
«¿Sigues ahí?», sonó al otro lado del teléfono.
Pidió a Sol que le diera un momento y se lanzó a abrir el primero de la izquierda.
Estaba vacío, salvo por unas muestras de colonia y de crema hidratante. Qué presumido, pensó. Probó con el segundo, en el que encontró el sobre de una vieja tienda de revelado de fotografías. En el tercer cajón había un taco de folios.
—Ya estoy.
—Lo primero que tienes que saber es que un mensaje de correo consta de dos partes —le explicó Sol—: El cuerpo, que contiene el texto, y la cabecera, que es donde figura la información técnica. La forma de extraerla depende de si tienes una cuenta de Yahoo, Outlook…
—Gmail.
—De acuerdo… —Caviló durante unos segundos y comenzó a dictar—: Abre el mensaje, haz clic sobre el triángulo que aparece junto a la opción reply, selecciona show original en el menú y se abrirá una ventana con la cabecera del código fuente. Una vez lo tengas, bájate alguna aplicación del tipo Email Header Tracer. Aunque ahora que lo pienso, creo que Gmail oculta la IP y sólo muestra la dirección de sus servidores. En ese caso…
—Sol, espera —le cortó Mika, dejando de apuntar.
—¿Qué ocurre?
—¿Puedes hacerlo tú?
—Si no tienes ningún inconveniente en darme la contraseña de tu buzón…
Lo hizo sin reserva alguna. También le pidió que guardase aquel número de teléfono brasileño, dado que su móvil se había perdido en las profundidades fecales de la favela.
Al cabo de cinco minutos, Sol le devolvió la llamada.
—Viene de Noruega.
—¿Qué?
—O eso quieren que creamos. Tengo los supuestos parámetros de longitud y latitud, aunque algo me dice que realmente no procede de allí. El remitente habrá usado algún sistema de desvío, pero analizar eso me llevará un poco más de tiempo. No te preocupes. Rastrearé la ruta completa de ese correo del demonio y te avisaré en cuanto lo tenga.
Mika se sentó en el borde del sofá cama con el teléfono apagado en la mano.
Delante de ella, la mesa de despacho.
En su interior, pensó de repente, el sobre con las fotos de la tienda de revelado.
Miró hacia la puerta. ¿Cómo iba a hacer eso?
¿Qué me lo impide?
Corrió hacia el cajón, como si el fisgonear a toda prisa le exonerase de responsabilidad, cogió el sobre y extrajo las fotos que había en su interior. Eran alrededor de una docena y estaban tomadas en la selva.
En la selva amazónica, supuso.
No eran fotos artísticas, con grandes atardeceres a contraluz entre los troncos o macros de un insecto libando un fruto. Desprendían un halo de familia. Fotos de instantes cotidianos en la vida de un grupo de indígenas. Vestían ropas occidentales, pero sus facciones conservaban la pureza de las tribus no contactadas. Una mujer sentada a la puerta de una cabaña se afanaba en coser el bajo de un pantalón mientras un niño tumbado en una hamaca de cuerda jugaba con un guacamayo. Un hombre se acercaba a un embarcadero haciendo equilibrios sobre una balsa cargada de sacos. En la última, Adam posaba con una pareja. Los tres abrazados en mitad de la foresta, con barro a sus pies y una envidiable serenidad en el rostro.
Aunque Adam se conservaba bien, se notaba que habían pasado varios años desde que disparó aquel carrete. Parecía un joven misionero.
¿Quién eres, Adam Green?
Dejó las fotografías en su cajón y se tumbó en el sofá cama. Apoyó la cabeza en el rulo de plumas. Lo normal habría sido quedarse dormida. Estaba tan cansada… Pero se lo impedía el ruido de la batidora que estaba haciendo puré con sus neuronas. De pronto, sólo podía pensar en la risita de la empleada con la que se había cruzado en la escalera.
Imaginó su propia estampa. Evitando a la policía. ¡Evitando a la policía! Derrumbada en el sofá cama de un millonario tan misterioso como atractivo.
¿Cómo que atractivo? ¿Ya estás otra vez?
Sin esperar a que Adam regresase, salió de la habitación —la puerta estaba abierta, nada de cerrojos— y fue en su busca.
Bajó la escalera y cruzó las salas de trabajo hasta que llegó a la entrada. Preguntó a la recepcionista, que se esforzaba en controlar la sonrisa para no humillar con la blancura de sus dientes, uno de ellos mínimamente montado sobre otro para dejar patente que no eran de porcelana. Así eran todos en aquel lugar: precavidamente imperfectos.
—Está en la fábrica —le informó.
Se refería al primer pabellón levantado detrás del palacete. Le mostró un atajo sobre un plano de evacuación para incendios y le entregó una acreditación, similar a una tarjeta de crédito blanca con el nombre de la empresa. Siguiendo sus instrucciones, Mika caminó hasta una puerta de emergencia, cruzó un pasillo, apartó unas cortinas de grueso plástico transparente y se vio dentro de una verdadera fábrica… de utopías.
Allí era donde elaboraban los prototipos físicos que después presentaban a los clientes. Como había dicho Adam, aparte de marcas y otros proyectos de naturaleza intelectual, también creaban objetos tangibles. Las paredes, como las de una gran galería de arte moderno, estaban pobladas de expositores que albergaban aquellos que habían hecho a Creatio merecedora de su prestigio: muebles de diseño, accesorios para móviles —fundas y dispositivos inalámbricos— que en su momento fueron revolucionarios, electrodomésticos que se habían incorporado al acervo popular e incluso piezas que mejoraron el rendimiento de algunas armas del ejército en condiciones extremas.
Creamos todo, había dicho él.
Al parecer, era verdad.
La nave tenía separadores para delimitar pequeños talleres en los que saltaban chispas y virutas de madera. En uno de ellos estaban puliendo metales y en otro probaban componentes eléctricos en barriles de agua como si se tratase del laboratorio de un científico loco. Resultaba curioso ver cómo los trabajadores ataviados con mono de mecánico debatían con los profesionales a los que Adam se había referido: no sólo ingenieros, sino también médicos, licenciados en Derecho, financieros, todos ellos prensando sus cerebros para destilar gotas de conocimiento en los tornos.
Se le acercó un guarda de seguridad y le advirtió de que había entrado en un área restringida.
—He venido con el señor Green —se defendió Mika sin amilanarse. Sacó del bolsillo la tarjeta y se la mostró con un espontáneo gesto de detective—. ¿Podría llevarme con él?
El guarda la condujo al espacio que utilizaban como salón de usos múltiples. Como era de esperar, no se trataba del habitual espacio oscuro con moqueta y sillones con agujeros de cigarro. Era un florido invernadero construido en el segundo pabellón, cubierto por unos cristales móviles ahumados que tamizaban la luz.
El personal de mantenimiento colocaba sillas en disposición curva frente a un estrado sobre el que aguardaban un equipo de sonido y una pantalla para proyecciones. Distribuidos por el suelo, entre las plantas, había cubos llenos de hielo con bebidas no alcohólicas. En un extremo, dos empleados de un catering preparaban un ágape ligero a base de quiche de verduras, tallos de apio rellenos de pulpa de cangrejo y caviar de berenjena.
Mika recorrió con la mirada el invernadero buscando a Adam. Los que tenían que subir esa tarde al escenario para exponer sus respectivas presentaciones de ascensor ya andaban por allí. Unos, sentados en el suelo con el portátil sobre el regazo, terminaban de montar sus power point; otros ensayaban sus discursos cronómetro en mano. También estaba el grupo que vio en la escalera del palacete cuando subió a la habitación de Adam. Habían abandonado el halo enigmático y hablaban en voz alta. Mika se estremeció al comprobar que discutían sobre la incursión de las UPP —Unidades de Policía Pacificadora— en la favela de Monte Luz.
—Tendrían que haber entrado mucho antes —se quejaba de forma vehemente uno de los varones, muy delgado y con flequillo y bigote cortados a lo Clark Gable—. Al final han tenido que asesinar a ese bastardo para que todo estalle.
—También han intervenido en las favelas conflictivas de Río —añadió el otro, más bajo y con el pelo rizado aclarado por el sol—. Al menos los pasmados del gobierno han aprovechado la inercia.
—Ya lo he oído en el noticiario.
—¿Has visto las imágenes de Cajú?
Se refería a la favela de la zona portuaria, que había sido tomada a tiro limpio por los agentes del Batallón de Operaciones Especiales, el bastión de valor y legalidad policial al que sólo accedía la élite capaz de superar su adiestramiento extremo.
—¡Cómo me gustan esos tíos! Con su uniforme negro recién planchado como si estuvieran en un simulacro, pero con balas bien reales… A ver si el mundo se entera de una vez de que esto es peor que el zoco de Bagdad.
Alzó un fusil imaginario.
—Yo también lo he visto y ha sido espeluznante.
Hablaba una de las dos mujeres, una bióloga resguardada tras unas gafas ochenteras que le cubrían media cara.
—Pero ¿qué dices? Ha sido genial.
—No me parece muy genial que le hayan volado una mano a ésa cría.
—¿Qué cría?
—¿No has dicho que habías visto las imágenes en televisión?
—Diréis que soy duro —siguió el del bigote—, pero el fin sí justifica los medios. Cuando terminen de pacificar Cajú y… ¿Cómo se llama la que está al lado?
—Barreira do Vasco —apuntó el otro.
—Eso es. Cuando acaben con esas dos seguro que por fin se lanzan a pacificar el Complexo da Maré. Ya vale de narcotraficantes y de milicias parapoliciales. Si hacía falta un empujón como el de Monte Luz para hacer reaccionar al gobierno, bienvenido sea. Para tener favelas en paz hemos de asumir los daños colaterales.
Daños colaterales…
Mika no lo soportó más.
—¿A cualquier precio? —intervino.
Se volvieron hacia ella, frunciendo el ceño pero sin cuestionar su presencia allí.
—¿Qué quieres decir?
—Que cuál es el precio personal que estarías dispuesto a pagar por la pacificación. ¿Una hija tuya, como la niña que ha salido en las noticias? Un sistema que acepta daños colaterales humanos no es legítimo.
—¿Por qué? —preguntó alguien a su espalda.
Mika reconoció al instante al propietario de aquella voz. Se volvió. Era Adam, que se acercaba acompañado del Capitán Nemo.
Se sostuvieron la mirada unos segundos.
—Porque no —contestó ella.
—Eso no es una respuesta. Al menos no en esta empresa.
—Es lo lógico.
—Lo lógico tampoco es una contestación válida. Y menos aún hablando de seres humanos. Somos cualquier cosa menos lógicos.
El grupo de trabajadores les contemplaba con expectación.
—¿Qué esperáis que diga? —saltó Mika—. Es vuestro evento de discursitos, no el mío.
—Fuiste tú quien se metió en mi coche. Dos veces.
Sabía que Adam estaba poniéndola a prueba. No quería darle ese gusto, pero le resultaba difícil resistirse. Demasiada indignación acumulada. Y tras lo ocurrido en Monte Luz… A cada minuto que pasaba se esfumaban más posibilidades de volver a ver a Purone con vida. Seguro que aquellos niñatos con su envidiable trabajo y sus camisetas alternativas no habían pisado una favela en su vida. No estaba por la labor de darse por vencida en el primer asalto.
—No es legítimo porque una vida humana merece el cambio de toda estrategia —declaró—. Porque somos miles de millones de personas en este mundo, y lo único que esperamos de nuestros dirigentes es que piensen en cada uno de nosotros como el más importante de todos. Yo no soy ninguna experta en política, pero durante mi preparación como deportista he estudiado a fondo El arte de la guerra, el libro que escribió Sun Tzu hace dos mil quinientos años. Y en él afirmaba que la suprema habilidad de un general es someter al enemigo sin librar combate y, sobre todo… —Se detuvo y miró al del bigote— sin daños colaterales. Sun Tzu decía que un gobierno iracundo nunca debería congregar a un ejército, ya que un país destruido no puede recuperarse y mucho menos podrá revivir a sus muertos. El uso excesivo de la fuerza contradice la pacificación, que es la quintaesencia del proyecto original de vuestro gobierno en las favelas.
»Y no hablo sólo de las vidas que las tanquetas se llevan por delante. También estoy segura de que cuando termine esa campaña que llamáis “de pacificación”, los policías retirarán sus vehículos blindados y la gente de las favelas quedará de nuevo a merced de los narcos, que rebrotarán. Porque ahora mataréis a todos los actuales, pero no terminaréis con el espíritu humano corrompido que se respira allí. No basta con limpiar, hay que regenerar.
Necesitaba tomar aire, como si hubiese cruzado una piscina buceando.
—Eres una caja de sorpresas —dijo Adam.
—No creas que se me ha ocurrido a mí. Esta mañana, leyendo un periódico digital en tu casa… —Al instante se arrepintió de haber dicho eso, por cómo habría podido sonar a los empleados. Observó un leve movimiento de la ceja derecha del Capitán Nemo y prosiguió sin darle más vueltas—. La responsable de la Red Comunitaria Contra la Violencia decía que estos sistemas sólo son una forma más de controlar al pobre y no resuelven la exclusión social, que es la base del crimen que se pretende combatir. Yo también creo que un plan basado en mantener indefinidamente la ocupación armada está condenado al fracaso.
—¿Y qué propones a cambio?
—Combatir la desconfianza que los habitantes de las favelas muestran frente a las unidades de pacificación. Invertir en salud, educación, deporte y generar fuentes de ingresos para sus habitantes. Enseñarles el camino, pero no llevarlos de la mano. Han de saber que las instituciones confían en ellos, en todo lo bueno que tienen para aportar, que la entrada repentina del Estado en sus comunidades es para garantizar su derecho a la seguridad y no para convertirlos en víctimas.
»Vi niños en el tiroteo —concluyó—. No tendrían más de doce años y ya actuaban como soldados. ¿Cómo no van a idealizar a los traficantes? Ellos tienen novias, joyas, zapatillas, un carro legal… Les dan un arma y se convierten en dioses. A esos niños no hay que matarlos; hay que cultivarlos. Tenéis que lograr que broten por sí mismos como una flor de loto, con todo su esplendor en las aguas más turbias.
Todos los que estaban allí permanecieron callados durante unos segundos.
—No ha sido exactamente una presentación de ascensor, pero podría decirse que has superado el ejercicio —dijo Adam.
Mika se tornó aún más seria de lo que estaba.
—El coma de Purone no forma parte de un ejercicio.
—Mi pequeño cisne blanco… —susurró Adam de forma condescendiente.
¿Cisne blanco?
¿Por qué habría dicho eso? Mika pensó que podían reprocharle todo menos fragilidad. Sintió la necesidad de marcharse. Ella no formaba parte de aquel submarino de fantasía. En aquel momento debía limitarse a estar preparada, con ambos pies en el suelo, para recibir la llamada del cónsul. Agradeció a Adam sus atenciones y le preguntó dónde podía coger un taxi.
—Te llevará el chófer de la empresa —dispuso.
El guarda asintió y escoltó a la invitada en dirección a la calle.
En dirección al mundo real.