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—Ahora soy yo el que ha de irse —anunció Adam mientras hacía cálculos sobre su reloj de pulsera Hublot Big Bang.

El sol que se filtraba por la ventana hizo brillar la cerámica negra de la correa. Era una edición limitada patrocinada por Depeche Mode en beneficio de Charity: Water, una ONG destinada a concienciar sobre el problema del agua. A Mika le gustaba la música de la banda y había visto la fiesta de presentación del reloj en los periódicos digitales que devoraba por las noches en su iPad. Jamás pensó que conocería a alguien que comprase ese tipo de artículos exclusivos. ¿Realmente lo hacía por caridad y conciencia social? ¿O más bien por esnobismo? Adam parecía desfilar por esa difusa línea. Cayera del lado que cayera, como había detectado nada más verle entrar en el apartamento, no pertenecía al mundo real.

—Tengo un evento a las cuatro y aún faltan varias cosas por preparar. ¿Lo ves? Ya te he dicho antes que vivo por mi empresa. Es una novia celosa que ni siquiera me deja terminar una conversación.

Llevaban más de una hora hablando, pero no había sido un verdadero diálogo. Él apenas había dicho una palabra, aunque lo cierto es que sabía escuchar. Debe de ser algo que se aprende con la edad, pensó Mika.

—No te preocupes. Ya te has ocupado bastante de mí.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Adam mientras colocaba con cuidado los dos vasos en el fregadero, tan limpio que parecía seguir en la tienda de cocinas—. Puedo dejarte en cualquier sitio.

—No te desvíes por mí, ya me las apañaré.

—Si lo que quieres es perderme de vista, lo cual es más que lógico, llamaré a un taxista de confianza para que te lleve.

¿Por qué tengo tanta prisa?, se preguntó Mika. Estar en ese apartamento era como yacer en un fumadero de opio. Sabía que afuera le esperaba el caos, una ciudad entera acechando como una horda de zombis. De nuevo los interrogantes, la ansiedad, los fotogramas de la favela: ruido, regueros fecales, cristales, quemazón en los pómulos por los casquillos al rojo. Los narcos acechando, siguiendo su rastro. ¡Quiero opio, más opio, deja que me quede aquí! O, mejor…

—¿Puedo ir contigo?

—¿Conmigo?

—Lo siento, no debería haberlo dicho. Es sólo que, hasta que me informen del hospital en el que está Purone… La verdad es que no quiero estar sola.

—Claro que puedes venir.

Adam mostró un tipo de sonrisa que había guardado hasta ese momento. No tanto de sorpresa como de grata sorpresa. Ese toque de espontaneidad le hacía parecer aún más atractivo.

¿De verdad estoy pensando en eso? Estoy trastornada…

—Hazme antes un último favor: acompáñame a mi pousada para que me cambie de ropa.

La que llevaba puesta le producía picor, aversión. El polvo, las gotas de sangre de la nariz del traficante en su pernera.

—Desde luego.

—Y una ducha. Te juro que serán cinco minutos.

La recepcionista la observó con recelo mientras se acercaba al mostrador. Mika pensó que podía ser debido al deportivo del que se acababa de apear, a su lamentable aspecto o a las dos cosas juntas. Pero había otra razón.

—Un policía ha dejado esto para usted —le informó la joven.

—¿Un… policía?

Le dio una tarjeta. Mika puso la misma cara con la que contemplaría un tumor en una radiografía.

João Baptista

Investigador

Grupo de Operaciones Especiales (GOE).

Policía Civil de São Paulo

Sobre la dirección y el teléfono figuraba el logotipo del GOE: un escudo con la cabeza de un tigre y dos fusiles de asalto propio de un batallón de la guerra de Vietnam.

Permaneció unos segundos sin apartar la vista del pequeño papel, como si entre líneas escondiese un secreto cifrado.

—Ha pasado por aquí a primera hora de la mañana —apuntó la recepcionista.

—¿Ha dicho qué quería?

—Sólo que se pusiera en contacto con él cuanto antes.

Mika sacó del bolsillo el smartphone que le había dado Adam, pero no llegó a marcar. Pensó en Purone, en los dos traficantes a los que…

Culpable, víctima.

Culpable, víctima.

Recordó las advertencias de Mamá Santa sobre los agentes corruptos que actuaban como tentáculos de los narcos; también Adam había insinuado algo en el mismo sentido. La gran urbe le engullía… salvo cuando estaba con él.

Cogió la llave de su habitación y subió a hacer aquello a lo que había ido: ducha y ropa limpia.

Ya llamaría más tarde.

Decidió no contarle a Adam la visita del policía. Condujeron bajo un sol abrasador dirección noroeste hasta el barrio de Pacaembu. La zona desprendía un aroma muy diferente al que Mika esperaba encontrar. Era caótica pero también verde, y un tanto familiar. Nada que ver con el parque empresarial donde se elevaba la oficina comercial de la embajada, ni con el resto de las pretenciosas áreas colindantes al río Pinheiros que vio desde el tren.

—¿A qué te dedicas? —preguntó, sin imaginar por dónde iban a ir los tiros: prensas industriales, montajes eléctricos, envasado de cosmética…

—A crear.

—¿Y qué creas?

—Todo.

—¿Cómo que todo?

Adam giró el volante y detuvo el coche frente a una verja.

—Ahí tienes a mi celosa novia.

Escudriñó a través de los barrotes. Entre los árboles de un jardín salvaje se alzaba una imponente mansión. El portón de hierro se abrió con el ritmo pausado de una reverencia, invitándoles a adentrarse por un camino de gravilla.

Un agente de seguridad ataviado con chaleco antibalas salió de la cabina blindada, se asomó por la ventanilla para escrutar el asiento del copiloto y saludó de forma amistosa. Siguieron adelante, serpenteando entre floridos hibiscos y plantas de la gloria, hasta una plazoleta adoquinada a los pies de un palacete de época.

No había logotipos ni grandes carteles. Sólo una placa metálica en la que apenas se distinguían siete letras: CREATIO.

—¿Es el nombre de tu empresa?

Adam asintió y añadió:

—Como te he dicho, nos dedicamos a crear.

Bajaron del coche. Mika permaneció unos segundos contemplando el edificio. Era… diferente. Colonial pero también neoclásico, salpicado de otros elementos ajenos a ambos estilos, como unas grotescas gárgolas en forma de bestia alada que se dedicaban tanto a cubrir los desagües como a espantar a los malos espíritus que osaban acercarse por allí.

—Es una locura arquitectónica de principios del siglo XX.

—No se parece a nada.

—Eso es lo que la hace especial. Lo llaman «corriente ecléctica», por la inspiración de distintas épocas. Fue la residencia de un magnate del café. En aquel momento querían aparentar ser los más cosmopolitas y nos dejaron joyas como ésta.

—Y los anexos, ¿los has construido tú?

Señaló unos modernos pabellones de hierro y cristal que asomaban por la parte de atrás. Su extrema limpieza (el reflejo del sol apenas permitía su contemplación) contrastaba con la piedra añeja del palacete.

Adam asintió y explicó con un toque de nostalgia:

—A medida que fuimos creciendo me vi obligado a ampliar. Por fortuna, en los jardines originarios había sitio de sobra. Deja que te lo enseñe por dentro.

Cruzaron la puerta y el asombro de Mika fue aún mayor. El gran recibidor y las estancias adyacentes conservaban muebles originales renacentistas, Luis XV, ingleses de estilo Sheraton y Chippendale… Pero lo más curioso era que entre ellos se habían integrado mesas de trabajo equipadas con los sistemas informáticos más avanzados, interconectados como en una instalación gubernamental de los servicios secretos. En las paredes, junto a lienzos impresionistas, colgaban pantallas planas con fotografías en alta definición de desiertos y planetas.

Para acabar el collage, por todos los rincones se repartían otros elementos que no se correspondían ni con la imagen de época ni con la de ultrainnovación; más bien aportaban a la empresa un toque juvenil acorde con su imperecedero espíritu emprendedor. Trípodes con grandes cartulinas llenas de anotaciones, consolas de videojuegos frente a pufs de todos los colores para que se relajasen los trabajadores… Cuando te estalle la cabeza, debían de pensar, haz estallar marcianos.

Lo curioso es que la mezcla no resultaba agobiante. Loca quizá, y embriagadora.

Una vez procesó la estética combinada de las instalaciones, Mika se fijó con detalle en los empleados. Habría medio centenar, la mayoría en la treintena y cortados por el mismo patrón. Tanto ellos como ellas vestían ropa con un toque de última tendencia que también se apreciaba en los complementos y en los peinados. No levantaban la vista de sus pantallas de ordenador o de los dossiers que cubrían las mesas de reunión. Más que concentrados, parecían encomendados a su trabajo, ofrecidos a él como vírgenes sacerdotisas a un dios antiguo. Cierto era que muchos escuchaban música con auriculares, pero a Mika le sorprendió que ninguno se volviese para cotillear sobre la repentina acompañante del jefe.

Mientras Adam hablaba con la recepcionista sobre unas visitas que estaban a punto de llegar, se detuvo a contemplar a un extraño ser que se paraba a hablar con unos y otros trabajadores. Era un hombre de edad similar a la de Adam, muy delgado, con el pelo gris liso como una tabla y ataviado con un jersey fino blanco de cuello cisne y americana granate estrecha. Parecía mentira que fuera capaz de ir tan compuesto con el calor que azotaba la calle.

—Es el Capitán Nemo —le informó Adam—. Mi lugarteniente.

—No es mal apodo —pensó Mika en voz alta mientras volvía a fijarse en la gran sala de trabajo y detectaba el gran parecido con el puente de mando del Nautilus, a medio camino entre lo gótico y lo futurista.

Adam levantó el brazo para saludarlo. El Capitán Nemo les contempló a ambos durante unos segundos con una expresión tan peculiar como su atuendo y volvió a concentrarse en sus cosas.

—Es un gran tipo —comentó sin que pareciera una frase hecha—. Ha estado a mi lado desde que monté la empresa.

—El alias… ¿se lo pusiste tú o ya venía de serie?

—Eres un poco joven, pero si recuerdas la película Veinte mil leguas de viaje submarino sabrás que el capitán Nemo era un científico tan culto como sombrío que escondía su identidad tras ese nombre sacado de la Odisea. Así es él.

—¿Quieres decir que tu ayudante es un gran científico o que oculta su verdadera identidad?

—Ambas cosas.

—Y tú, ¿qué ocultas?

—Al parecer, ya has despertado por completo —eludió él con sorna.

Adam la condujo a través del salón principal. De ahí pasaron a un gabinete sin puerta que albergaba una barra de bar, junto a un ventanal que daba al jardín. Estaba a disposición de los trabajadores, al igual que los pufs y las consolas. No había botellas de alcohol. Sí de refresco, de bebidas energéticas, máquina de café y varios tipos de té.

—¿Qué te apetece?

—Después de haber desayunado ron, no sé qué puedo tomar ahora para que no decaiga la fiesta.

—Deja que te prepare un zumo de zanahoria con jengibre.

Mika se sentó en un taburete alto y observó con atención cómo Adam sacaba la hortaliza de una neverita y la depositaba en el jarro de una batidora. Añadió una manzana partida en dos y cortó las láminas del tallo picante que daban el toque especial. Seguía un protocolo televisivo, sólo le faltaba ir narrando en voz alta cada paso. Llenó un vaso, recogió con el dedo la gota que se derramaba y se lo llevó a la boca. Dio el visto bueno con un movimiento curvo de sus ojos y llenó otro vaso que ofreció a Mika.

Mientras ella lo probaba, notando el efecto sanador al deslizarse por su garganta, Adam acercó otro taburete.

Sus rodillas se tocaban.

—¿Qué hacen tus empleados exactamente? —preguntó Mika, apartando sus piernas unos centímetros.

—Intentan parecerse a Dios.

—¿Cómo?

—Dios fue el primer creativo de la historia. Inventó el mundo desde la nada, lo mismo que nosotros tratamos de hacer para nuestros clientes. Damos forma a cualquier cosa que nos piden: desde una silla con dos patas hasta una democracia para un país totalitario.

—Me tomas el pelo —exclamó Mika, soltando una leve risa.

—Hablo totalmente en serio. En este momento tenemos el encargo de un trust empresarial de occidente que quiere instaurar una democracia en un país africano cuyo régimen dista mucho de seguir las pautas de igualdad y libertad. Por suerte, nuestros clientes son conscientes de que para conseguirlo no basta con colocar una urna en cada barrio y repartir unas papeletas con casillas para marcar tu candidato favorito. Por eso han acudido a nosotros. Hay que hacer un estudio en profundidad del momento histórico, económico, religioso y cultural que atraviesa el país y buscar la solución óptima para esa situación concreta. Muchas veces, el ser humano se empeña en aplicar soluciones estándar a problemas que cree similares, sin darse cuenta de que no hay ningún problema igual que otro. Cada taza de té es diferente de la anterior, dicen los budistas; y si es idéntica, serás tú el que habrás cambiado.

—Así que fabricáis tanto prototipos físicos como ideas —concluyó Mika fascinada—. ¿Qué clase de preparación hay que tener para dedicarse a esto?

La pregunta encerraba una clara intención. Cualquiera soñaría con trabajar en un lugar así.

—No hay requisitos específicos. Entre mi gente encontrarás ingenieros, diseñadores gráficos, informáticos, electricistas, economistas, arquitectos, abogados… El verdadero secreto no es tanto la diversidad como la transversalidad.

—¿Qué quieres decir?

—Que todos aplican sus respectivos conocimientos y facultades a campos que no les son específicos.

—Por eso trabajan mezclados en los mismos espacios.

—Aquí no hay despachos individuales. Las salas cerradas se utilizan para reuniones o entrevistas y, como ves, tienen separadores de cristal.

—Entonces ¿tampoco hay jefes?

No pudo eludir otra leve risa.

—Sí que hay directores para cada proyecto, pero no están ahí para marcar líneas de trabajo ni dar órdenes. Más bien sirven para fijar algunas restricciones creativas. Nuestra política es dejar que afloren las pasiones personales, porque son un motor inmejorable, pero alguien tiene que poner un límite y decir «hasta aquí se puede llegar». En cualquier caso, mis empleados tienen pista libre. Fomentamos la cultura del «no pidas permiso, pide perdón» y todos tiran hacia delante como si les fuera la vida en ello.

Señaló un folio sujeto con alfileres a una pared. En él habían escrito con rotulador verde fosforito: «Sé caballo, no carroza».

—Aquí todos somos caballos —sentenció Adam.

—Nunca había oído nada igual…

—No hay nada igual. —Sonrió—. Por eso nos pagan tanto.

Bebieron al unísono de sus respectivos zumos. Mika notó que se le quedaba la marca anaranjada sobre el labio superior. Cuando lo limpió con la lengua, él la contempló sin rubor.

—¿Qué tipo de evento tenéis hoy?

—Una muestra colectiva de «presentaciones de ascensor».

—Perdona de nuevo mi ignorancia, pero no sé lo que es.

—Microdiscursos de menos de tres minutos sobre un proyecto creativo inventado. Es un modelo importado de Silicon Valley. Allí, los emprendedores que van en busca de mecenas han que ser capaces de captar la atención de un posible inversor en el tiempo que un ascensor tarda en llegar al bajo; condensar su idea y limitarse a explicar sólo lo que tiene de revolucionaria. De ahí el nombre del ejercicio. Una vez al mes, todos mis empleados se juntan en la sala de usos múltiples y aquellos a los que les toca intervenir sueltan su presentación, cuanto más loca mejor. No buscamos proyectos vendibles en el mercado real. Lo importante es su originalidad y que sean capaces de defenderlos sin exceder el tiempo.

—Me parece interesantísimo…

—Bueno, la verdad es que unos días estamos más ocurrentes que otros, pero lo importante es lanzarse, buscar lo nuevo, aquello que nadie ha imaginado antes. Te aseguro que es un ejercicio fantástico para después aplicarlo a los verdaderos proyectos que nos encargan los clientes. Las perlas creativas suelen surgir de las ideas más descabelladas.

—Si se trata de presentar ideas descabelladas, quizá me lance a contaros cómo rijo mi vida últimamente —bromeó Mika con un toque trágico en la voz—. Aunque son demasiadas locuras como para hacer un resumen de tres minutos.

—Estás a tiempo de subirte al estrado y probar.

—No creo que mis penas le interesen a nadie.

Frotó sus ojos en señal de agotamiento. Cada vez que bajaba la guardia caía sobre sus espaldas lo ocurrido el día anterior. Sacó el móvil y lo miró de forma disimulada para ver si había algún mensaje del consulado sobre Purone. El buzón estaba vacío. Le aterraba pensar en los posibles motivos de la tardanza.

—Tengo que atender a unos clientes que han venido a presenciar el evento —se excusó él—. Ya lo sabes por tu carrera: el marketing manda hoy en día.

—Bastante te he distraído ya. —Mika se levantó del taburete—. Yo, si no te importa, aprovecharé para hacer una llamada.

—Arriba estarás más tranquila. Antes te he dicho que no hay despachos, pero yo sí que tengo una habitación… para las noches que me quedo a dormir aquí.

—Que son muchas, a juzgar por cómo tienes la casa.

—¿Qué insinúas?

—Que he tenido que llegar yo para arrugarte las sábanas.

Mika se arrepintió al momento de haber dicho eso, que sonó escandalosamente a flirteo. Él no pareció inmutarse. Subieron una escalera curva. Sentados en los escalones entre el segundo y el tercer piso, dos hombres y dos mujeres ataviados con la misma ropa con la que acudirían a un concierto indie comentaban los gráficos que acababan de garabatear en un cuaderno. Una de ellas dirigió a Mika una mirada censuradora y cuchicheó algo con la que tenía al lado.