No podía apartar los ojos de aquellas diez palabras, arcanas, diabólicas. ¿Qué clase de juego era ése? ¿Qué insinuaba el encabezamiento «No me elimines a mí también»? La estaban acusando…
La cabeza le hervía. Tenía que ser cosa de alguno de los compañeros de Purone. Era el estilo Boa Mistura: innovador, sutil, aunque nunca les había visto utilizar la innovación y la sutileza en beneficio de la crueldad. ¿De verdad pensaban que ella había provocado la agresión del pandillero, que no había hecho lo suficiente para salvar a su amigo, que había huido dejando su cuerpo tirado? ¡Quiso regresar a avisarles, pero el hombre del coche se negó a dar media vuelta!
Intentó buscar conexiones y no saltar ningún detalle. «Daño colateral.» «… cambiar el mundo». Se le ocurrió que podían referirse a algo que ella dijo una tarde, en plena explosión del movimiento 15M, en el estudio de Madrid. Discutieron sobre los destrozos sufridos por los comerciantes y comparó a la sociedad aletargada con aquellos que callaban ante la contemplación del Holocausto judío o, lo que era peor, con las propias víctimas que se dejaban exterminar sin apenas ofrecer resistencia. Aquel día se mostró inclinada hacia una postura más radical de lo que era habitual en ella. Arengó: Lancémonos contra las bayonetas. Tal vez ahora la acusaban de haber lanzado a Purone contra la pistola ametralladora del pandillero… ¡Cómo podían pensar eso! ¡Aquélla no era su guerra!
Se estaba volviendo loca.
No… Más bien estaba muy cuerda. Tanto como para construir esa tesis absurda con tal de arrinconar la única e ineludible realidad: fueron los narcos quienes le enviaron el mail. Había matado a dos de ellos. Y Mamá Santa, la extraña santera, lo había contemplado todo.
Pero ¿cómo podía el Comando Brasil Poderoso conocer su dirección de correo electrónico?
Desgraciadamente, tardó un triste segundo en encontrar una respuesta: por las malditas tarjetas de visita que debieron de salir volando del bolso cuando tiró de él al trepar a la azotea, en el mismo momento en que perdió el pasaporte.
Corrió a confirmar esa dolorosa tesis, rogando que todo fuera una falsa alarma. Se asomó al bolso. Del taco de tarjetas que trajo de España, al cual soltó la goma cuando entregó la primera a su contacto de la oficina comercial, sólo quedaban tres o cuatro sueltas.
He dejado un sendero de migas de pan con mis datos por toda la favela…
Faltaba una cosa por esclarecer: ¿de dónde habían sacado el nombre de Purone? Pero tras otro instante de confusión, concluyó que les habría bastado con robar la cartera al cadáver.
Más desazón. Más angustia.
Aquel mensaje cifrado era una advertencia.
Peor aún, una sentencia de muerte.
En ese momento oyó ruidos al otro lado de la puerta.
El corazón le dio un vuelco. Intentó cerrar en condiciones su cuenta de correo para no dejar pistas de las páginas que había visitado, pero no tuvo tiempo. Se limitó a bajar la tapa y separarse de la mesa de forma apresurada.
Cuando él entró, la encontró en mitad del salón.
De pie.
Descalza.
Se observaron durante unos segundos.
Como había supuesto, era el mismo hombre que conducía el Aston Martin. Unos cincuenta años bien llevados, rubio, de porte esbelto, mandíbula fuerte, hombros anchos… Tan perfecto que no parecía real. Tampoco tenía pinta de psicópata. Vestía un pantalón blanco de pinzas cortado por los tobillos que dejaba a la vista unos zapatos marrones impecables y una camisa azul clara remangada hasta los codos.
Cerró la puerta y dio una vuelta a la llave desde dentro. El giro lento del bombín sonó a cadena perpetua. Mika aguantó firme, esperando a que él pronunciase la primera palabra.
—¿Cómo te encuentras?
—¿Quién eres? —repreguntó ella en tono imperativo y tuteándolo.
—Me llamo Adam Green.
—¿No eres brasileño?
—En São Paulo caben todas las nacionalidades.
—¿Por qué me has traído aquí?
—Te desmayaste en mi coche.
—¿No pudiste llevarme a un hospital?
—No estabas enferma ni herida. Sólo agotada.
—¿Y a la policía?
—La policía no es la solución.
—¿Y a mi pousada?
—No tengo ni idea de dónde te alojas. Busqué en tu bolso, pero no encontré ninguna llave.
—¿Hurgaste entre mis cosas?
—Desde luego que sí.
Hubo unos segundos de pausa. Adam, que aún no se había movido de la entrada, se quitó los zapatos, los arrinconó en el suelo junto a la puerta y caminó descalzo hacia la isleta de la cocina. Roto todo formalismo, seguía pareciendo uno de esos modelos maduros de ropa náutica que salían en las revistas.
—¿Puedo irme?
—Cuando quieras. Pero has de saber que ya me he ocupado de todo.
—¿De qué te has ocupado?
—Lo único inteligible que dijiste en el coche es que habían disparado a tu amigo.
—¿Qué has podido hacer tú al respecto? —preguntó Mika con inquietud.
—He ido al consulado para asegurarme de que tenían conocimiento de lo ocurrido y ya me han informado.
—¿Saben algo de…?
—Los otros cuatro se encuentran bien.
—Oh, Dios, menos mal…
—Deben de estar terminando las declaraciones en la policía. Supongo que en cualquier momento los mandarán de vuelta a España.
—A ellos… y al cuerpo de Purone, ¿no? Dime por favor que lo han encontrado.
—¿Cómo que al cuerpo?
—Su… cadáver.
Adam se tomó un segundo antes de revelarle:
—Tu amigo Purone no está muerto.
No está muerto…
—¿Qué?
El corazón desbocado. Le dolían los latidos. Estaba tan nerviosa que ni siquiera era capaz de mostrar alegría.
—Está ingresado en algún hospital de la ciudad, aunque no han podido concretarme en cuál. Los responsables de las unidades de pacificación no se aclaran. Pero no te preocupes. Este desbarajuste de información es normal en situaciones como la que se vivió ayer.
Comenzó a temblar. Grandes lágrimas se derramaron por su cara.
—Yo misma vi el disparo en la cabeza, lo tuve entre mis brazos… ¡Oh, Dios! ¿Cuándo me dirán dónde está?
—En cuanto la gente del consulado sepa algo te llamarán a este teléfono.
Le acercó un smartphone de última generación.
—¿Y esto?
—Tenía que dejar un número para que pudieran localizarte, y cuando curioseé entre tus cosas vi que no llevabas móvil. Por eso les di éste. Espero que no te importe.
—¿Cómo va a importarme? Perdí el mío en el tiroteo…
—No te preocupes, es de mi empresa y puedes utilizarlo para lo que quieras. Tiene tarifa plana internacional, conexión a internet, están descargadas las redes sociales y cualquier otra aplicación que necesites. ¡Ah! También te he introducido mi número, por si necesitas algo. Ya sabes, Adam —le recordó.
—Muchas gracias, estoy abrumada.
—Es lo menos que podía hacer después de lo que has pasado.
Mika perdió la mirada en la reluciente pantalla. Tenía como fondo la fotografía en macro de unas hojas verdes con gotas de lluvia.
—Me tortura pensar que los compañeros de Purone crean que lo abandoné en pleno tiroteo a sabiendas de que estaba vivo.
—Todo se aclarará pronto, Mika.
—¿Cómo sabes mi nombre? —saltó ella, buscando cualquier excusa para enojarse. Al igual que su físico, todo lo que rodeaba a aquel hombre le parecía demasiado perfecto. Se sentía obligada a ponerse en guardia.
Él arqueó las cejas en dirección al bolso.
—No creo que mienta la tarjeta de embarque que aún guardas por ahí. ¿Te importa que me sirva un vaso de ron? —preguntó de pronto, señalando una botella dorada de Ultra Premium Zacapa.
—Haz lo que quieras, estás en tu casa.
—¿Te apetece acompañarme? Tal vez no sea un mal desayuno para un día como éste.
—¿Qué quieres celebrar? —espetó con desgana.
—No se trata de celebrar nada. Llevo horas de aquí para allá y tengo sed. Además, sí que deberías sentirte de enhorabuena. Inexplicablemente, no tienes ni un rasguño.
—No sé cómo puedes ser tan insensible.
—Entiendo que estés afectada y confusa después de lo que le ha ocurrido a tu amigo, pero…
—¿Afectada y confusa? —le cortó—. ¡Eso no resume ni un uno por ciento de lo que siento!
—Iba a decir que debes ser consciente de la segunda oportunidad que te ha deparado el destino. La vida es injusta con algunos pero, en tu caso, la tragedia ha terminado casi antes de empezar.
Se lanzó hacia el ordenador y lo abrió con furia.
—¡Mira el correo que he recibido y dime si todo ha terminado! —Tecleó de forma apresurada hasta que la pantalla volvió a mostrar aquel pavoroso mensaje y lo leyó en voz alta—. «Purone = Daño colateral. ¿Hasta dónde llegarías para cambiar el mundo?». ¿Qué quiere decir esto? ¿Y por qué me lo envían a mí? ¡He llegado a pensar que tengo a un escuadrón de narcos ansiosos por ejecutarme!
—Hasta dónde llegarías… —murmuró Adam para sí—. Es una pregunta que todos deberíamos formularnos al menos una vez en la vida.
Mika dio unos pasos por el loft tratando de calmarse.
—Y tú, ¿qué quieres de mí?
—¿A qué te refieres?
—Me tienes recluida en tu casa.
—¿Lo dices por la puerta de entrada?
—Mientras estabas fuera la dejaste cerrada y lo primero que has hecho al entrar es cerrarla de nuevo.
Adam estiró el brazo para coger una nota que reposaba sobre la isleta y que Mika no había llegado a ver. Se la mostró. En ella le explicaba que, por motivos de seguridad, convenía cerrar con dos vueltas, sobre todo si se encontraba dentro de la vivienda. Los experimentados ladrones de la urbe abrían cualquier cerrojo con una tarjeta de crédito y lo peor que podía ocurrir era que te cruzases con ellos en mitad de la faena. Terminaba diciendo que había un juego de llaves en el primer cajón.
Mika hizo un gesto con el que pretendía pedir disculpas. Estaba claro que era ella la trastornada. Se paró a examinar la situación de forma objetiva: aquel hombre la había sacado del infierno en el que se había convertido la favela, la había acogido en su casa sin conocerla y se estaba portando como un caballero.
—Te agradezco mucho lo que has hecho por mí —dijo por fin, más calmada—. Pero tengo que irme. Quiero pasar cuanto antes por la policía.
—De no ser imprescindible, yo no lo haría. Esto no es tu país.
—Pero ¡yo lo vi todo! La cara de ese chico, sus ropas, su arma. Quiero que lo identifiquen y que pague por lo que hizo.
Sintió un estremecimiento al recordar que ella sería la primera que tendría que rendir cuentas. Empujó al gordo de las bermudas para exponerlo al francotirador y le aplastó el arco nasal al de la perilla.
Fue en defensa propia…
Adam pareció leer sus dudas.
—Yo mismo te llevaré a donde quieras —se ofreció con paciencia—. Pero antes, si no es mucho pedir, deja que me siente cinco minutos y moje mis labios con ese fluido mágico. ¿Sigues sin querer compartir un trago conmigo?
Mika respiró hondo y se encaramó a uno de los taburetes altos de la isleta. La atenazaba una angustiosa urgencia pero, al fin y al cabo, no podía hacer otra cosa salvo esperar la llamada del consulado. Hasta entonces, su único objetivo había de ser tranquilizarse, volver a pensar con claridad, recuperar el autocontrol que la caracterizaba.
—Que sea doble. Oh, Dios, voy a perder la cabeza.
Adam cogió la botella y dos vasos de cristal grueso que colocó con cuidado sobre la encimera metálica. Cuando quitó el tapón, la caña de azúcar cultivada en las tierras volcánicas de Guatemala y la miel virgen de una sola prensada inundaron la estancia.
—¿Qué has sentido al despertar? —preguntó mientras servía.
—¿Te refieres al pavor de abrir los ojos en la cama de un desconocido?
—Estas cuatro paredes pueden llegar a resultarme tan extrañas como a ti. Paso la mayor parte del tiempo en la empresa.
—Pues es una lástima —dijo ella tratando de mostrarse amable—. Este piso es precioso. Un poco…
—Puedes decir lo que quieras.
—Pequeño. —Sonrió, liberando tensión—. Pensaba que los grandes empresarios vivían en grandes mansiones.
—¿Por qué supones que soy un gran empresario?
—Con tu coche, o gran empresario o gran delincuente. Y prefiero pensar que se trata de lo primero. O rico heredero, claro.
Él soltó una carcajada. Le acercó uno de los vasos e hizo un amago de brindis.
—En São Paulo, los grandes chalets son difíciles de proteger. Demasiadas vías de entrada. Como alternativa, los promotores inventaron las mansiones flotantes, unos rascacielos que parecen oficinas pero que son viviendas de ultralujo de hasta mil metros de superficie. Imagínalo: una por planta con piscina, gimnasio, sala de cine… Y lo más importante, con un solo acceso en el portal. Basta con colocar media docena de guardas armados con metralletas y una tanqueta a dos turnos y garantizas la seguridad de veinte plantas de máximo lujo.
—Mi padre tendría mucho trabajo aquí.
—¿A qué se dedica?
—A la seguridad privada. Ahora está en Libia.
—Ya… —murmuró, perdiéndose en sus pensamientos.
—Pero tú, según veo, ni mansión flotante ni mansión rasante.
—Digamos que no me identifico con ninguna de las dos. En realidad, cada día me identifico con menos cosas de este mundo. Fíjate en este edificio, ¡el gran Copan! Me encantaba esta colmena y ahora… La fachada se está viniendo abajo y nadie se decide a arreglarla. La comisión de vecinos aduce que vivimos en un monumento nacional y los políticos responden que se trata de un condominio privado. —Se detuvo unos segundos, un tanto disperso, antes de retomar—. ¿Qué hace tu padre en Libia?
—¿Cómo?
—Que para quién trabaja.
—Para una petrolera. Es el jefe de seguridad de la planta. Le contrataron después de los ataques terroristas de hace dos años. ¿Por qué te interesa?
—Eres una persona curiosa. Tu familia, tu… tatuaje.
Un escalofrío le recorrió de arriba abajo. Era cierto que tenía el tatuaje de una letra japonesa sobre la cadera derecha. Le costó más de una discusión con su padre y una infección que tardó tres meses en curar, pero nunca se había arrepentido de lucirlo… hasta aquel momento.
—No pretendo incomodarte —siguió Adam—. Lo vi al echarte sobre la cama. Entiende que tuve que subirte en brazos desde el garaje.
Ella acercó el licor a sus labios y asintió.
—Es el kanji de la palabra «samurái» —le explicó, refiriéndose al sinograma japonés que decidió estampar en su piel para no olvidar el camino del guerrero.
—Lo conozco bien. Mi empresa se ha regido desde el primer día por los preceptos del bushido: el honor, la lealtad…
—Mencionas mucho a tu empresa.
—Es lo único que tengo. Lo único verdaderamente mío.
Mika estiró hacia abajo su camiseta de forma instintiva sobre la zona del tatuaje y le preguntó:
—¿No tienes mujer? ¿Hijos?
Negó con la cabeza. Corrigió de inmediato un mohín triste y se fijó en la mesita baja con la bandeja metálica sobre la que Mika había volcado la tetera y los vasos.
—Necesitaba abrir la ventana y me entraron las prisas —se excusó ella.
Adam señaló el sofá.
—¿Nos sentamos?
A Mika le pareció inapropiado, pero no podía soportar seguir guardando para ella sola los fotogramas de la favela. Así que se deshizo de toda prevención, se dejó abrazar por los cojines de lana fría y le habló a aquel hombre que olía a enebro acerca de su amistad con Purone, de su último fracaso en la competición de kárate y de la decisión de romper con todo y volar al otro extremo del mundo a buscar trabajo.
De pronto, una pregunta salió de su boca sin haberla pensado.
—Adam, ¿qué estabas haciendo en Monte Luz cuando me recogiste en tu coche?
En ese momento sonó un móvil.
Él se excusó y fue a hablar al otro extremo del loft.