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Despertó sobresaltada.

Miró a ambos lados.

Estaba echada en una cama. No era su habitación de la pousada. Tampoco un hospital. En ese período de transición entre el sueño y la vigilia, le asaltó un pensamiento que le estremeció. Apartó la manta que le tapaba y le sosegó comprobar que aún vestía sus ropas: el pantalón de campaña con elástico en los tobillos, la camiseta de tirantes. Todo estaba en su sitio, salvo las deportivas. Se inclinó y comprobó que alguien las había colocado a los pies de la cama con la escrupulosidad de un mayordomo. También le habían quitado los calcetines. Ese detalle hizo que se sintiera indefensa. Notó polvo en las manos, en el cuello, magulladuras en los hombros. No la habían lavado, mejor así. Se sentó en el colchón y le sobrevino un mareo. Tal vez le habían administrado algún medicamento.

Recordó de forma gradual lo ocurrido en la favela. Los pensamientos retornaron a su mente de forma aleatoria —por llamar «aleatorio» a aquello cuyo sentido no alcanzaba a vislumbrar—. En primer lugar le asaltó la imagen del deportivo plateado de aquel hombre que a buen seguro también era el propietario de esa enorme cama. ¿Por qué le había llevado allí? El que condujera un coche de doscientos mil euros no le convertía en un santo; más bien al contrario. Quizá fuera un psicópata que, harto de poseer todo lo que podía comprar, necesitaba idear juegos sucesivos y ella se había convertido en su nueva muñeca.

Estoy perdiendo la cabeza. De haber querido hacerme daño no habría doblado la manta con tanto mimo sobre mi cuerpo.

Por un instante le resultó enternecedor, pero el eco de los casquillos golpeando contra el suelo le arrancó del bucle. Reprodujo la hiriente imagen de las bermudas hawaianas del traficante salpicadas de sangre y todo lo demás pasó a segundo plano.

La sangre…

Se tapó la boca para no gritar. La expresión de Purone mientras se desplomaba hacia atrás con un agujero de bala en la cara ocupó cada rincón de su cerebro.

Comenzó a temblar, pero se obligó a reaccionar. Tenía que salir de allí, pero antes llamaría a los chicos de Boa Mistura para saber si estaban bien y si habían encontrado el cuerpo de su compañero.

Saltó de la cama y se dirigió hacia el bolso, que colgaba del respaldo de una silla. Mientras buscaba el móvil recordó que se le cayó en la alcantarilla al refugiarse de la segunda ráfaga del pandillero. Se le vino el mundo encima cuando se percató de que tampoco estaba el pasaporte.

Al poco se dio cuenta.

Debió de caerse cuando se me enganchó la cinta del bolso en aquel hierro, al encaramarme al tejado frente a casa de Mamá Santa para salir huyendo…

Estaba incomunicada. Sin documentación. Una náufraga en mitad de un océano de violencia.

Respiró hondo y se decidió a inspeccionar la casa, su sanatorio o su jaula, aún estaba por decidir.

—¿Hola?

Advirtió varias veces de su presencia, pero nadie contestó.

Caminó a pasos lentos sobre la tarima oscura. Unos paneles correderos separaban el dormitorio del resto de la vivienda, que se exhibía luminosa y diáfana. Tendría unos setenta metros cuadrados y estaba diseñada a modo de loft. Un solo espacio con el hormigón de columnas y pilares a la vista, rodeado de estanterías repletas de libros y objetos exóticos. Apenas había muebles. Un gran sofá enfrentado a una pantalla de televisión y, formando otro ambiente, una alfombra circular con dos cojines a modo de jaima y una mesita baja en la que reposaba una bandeja metálica con una tetera y un juego de vasos de cristal tallado. Cerca de la puerta de entrada se alzaba una isleta para cocinar, con dos taburetes.

Todo estaba colocado de tal modo que parecía no usarse. Mika supuso que aquel hombre vivía solo. Repasó las estanterías buscando marcos de fotos que le aportasen cualquier información sobre la vida de su salvador-raptor. No había ninguna. Ni un brochazo íntimo, salvo aquellos objetos originarios de antiguas civilizaciones que no desvelaban gran cosa. A sus ojos, bien podían pertenecer a cualquier despersonalizado museo. Se disponía a dar media vuelta, pero uno de ellos le atrajo de forma especial.

Desprendía un magnetismo casi físico.

Era una estatuilla negra, quizá de basalto. Mediría poco más de un palmo de altura. Representaba una especie de sacerdote que sujetaba una tabla con caracteres pictográficos de algún alfabeto ancestral. Se asemejaba al egipcio, al igual que el estilo de los ropajes, la perilla y el tocado. Pero la pequeña figura miraba de frente, firme sobre los grandes dedos de sus pies, y exhibía una confusa sonrisa nada faraónica.

Como llevada por una suerte de hechizo, estiró el brazo y cogió la figura. Al instante, un calambre eléctrico le subió hasta el codo y tuvo que soltarla. Habría impactado contra el suelo de no haber sido porque reaccionó como el felino que llevaba dentro. Con un movimiento rápido la asió de nuevo en el aire y, sin perder un segundo, la dejó sobre el estante del que la había cogido.

¿Qué estoy haciendo aquí?

¿Acaso podía marcharse? Se acercó a la puerta y comprobó con inquietud que estaba cerrada con llave. Comenzó a faltarle el aire.

Cruzó la estancia a grandes pasos hacia una de las tres ventanas del apartamento, pero estaba sellada. La contigua tampoco tenía manilla. Nerviosa, pasó por encima de la mesita baja para probar con la última. Volcó los vasos y la tetera formando un estruendo, se irguió sobre el sofá y, aquélla sí, se abrió. Los ruidos de la ciudad inundaron la estancia. Estaba en el centro de São Paulo. El sol estallaba a un palmo. No podía salir por allí, debía de tratarse cuando menos de un piso treinta.

Sacó medio cuerpo al exterior. El viento le golpeó la cara como si se hubiera alzado en la proa de un velero. Miró a ambos lados y no tardó en reconocer el edificio. Se encontraba en lo alto del emblemático Copan, la construcción en la que el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer había volcado su ángel. Levantado medio siglo atrás en el corazón de la ciudad, sus treinta y siete plantas y más de mil viviendas, sumadas a su sensual morfología en forma de ola, lo habían convertido en un icono del país.

El repentino ruido, el viento y la luz intensa acrecentaron su ansiedad. Cerró la ventana de golpe y trató de recomponer con dificultad el ritmo de su respiración. Entonces vio, en un rincón, una mesa de cristal y patas metálicas. Sobre ella aguardaba un portátil.

No lo dudó.

Se acercó y levantó la tapa. Eso era lo que necesitaba, conectarse a internet y buscar información sobre la batalla campal que había vivido en Monte Luz.

También entraría en su cuenta de correo y enviaría dos mensajes: uno a su padre, para decirle que todo seguía bien —no era incierto del todo, al menos estaba viva—; y otro dirigido a sí misma a fin de dejar constancia escrita de su extraña situación, explicando que había despertado de forma misteriosa en aquel loft del edificio Copan y describiendo con detalle a su supuesto dueño. De momento no tenía por qué alertar a nadie pero le consolaba pensar que, si las cosas se ponían feas, la policía encontraría de inmediato esa información al investigar su buzón de correo.

Pulsó la tecla de encendido y respiró al comprobar que carecía de contraseña. También había conexión.

—Al menos algo me sale bien… —murmuró en voz alta para liberar tensión.

Pinchó el icono de Google Chrome y buscó la página web de un periódico local. La portada del diario Folha de São Paulo estaba copada por artículos sobre el apagón y la estrella, que seguían multiplicándose por doquier ante la falta de respuestas de la policía y los servicios de inteligencia sobre la autoría de aquel extraño atentado. A renglón seguido, bajo el titular: «Ajusticiamiento en Monte Luz», se recopilaba información fresca sobre lo ocurrido en la favela. Fresca…

e inesperada.

Mika se quedó de una pieza al enterarse de que los medios relacionaban la reyerta con el muerto cuya fotografía había sido distribuida por Twitter. La misma que había visto poco antes de que todo comenzase, mientras inocentemente tomaba una cerveza con sus amigos de Boa Mistura.

No… es… posible.

Según relataba el redactor, el repulsivo rostro azulado con la lengua hinchada que los morbosos de medio mundo habían contemplado a través de la red social pertenecía al criminal apodado Poderosinho, líder desde hacía varios años del Comando Brasil Poderoso, una de las dos bandas de narcos que controlaban la favela. Su cuerpo había aparecido en un sillón de su propia casa, enclavada en la zona más alta del barrio, por lo que el autor tenía que haber sido un sicario de la banda rival con los arrojos de internarse allí tras sortear los dispositivos de seguridad que rodeaban a la víctima. Los lugartenientes de Poderosinho no esperaron a confirmar la hipótesis. En cuanto descubrieron el cadáver, dieron rienda suelta a su ansia de venganza al tiempo que asestaron un golpe de efecto para afianzar su supremacía en la comunidad.

Pero aún faltaba algo por dilucidar: el significado del hashtag #DíaPrimero que acompañaba a la fotografía. ¿Quiere ello decir que habrá un día segundo con un nuevo asesinato?, se preguntaba el periodista.

Era el mismo interrogante que Arkoh, uno de los componentes de Boa Mistura, había lanzado al aire cuando vieron el tuit por primera vez. Lo que ni siquiera imaginaron era que el cadáver estaba a un paso de donde se encontraban; y mucho menos que cinco minutos más tarde sus vidas cambiarían para siempre.

Todavía sin dar crédito a lo que estaba leyendo, siguió adelante hasta terminar el reportaje, que incluía los distantes puntos de vista de varias personalidades. El redactor confirmaba que en el enfrentamiento habían caído decenas de sicarios de ambos escuadrones —¿por qué no mencionaba la muerte de Purone?, ¿acaso la consideraba una más?—, pero advertía que la masacre no terminaba con los problemas. La policía, que llevaba tiempo sin intervenir en la favela por un acuerdo tácito con los traficantes, se había visto obligada a entrar de una vez por todas, y lo había hecho acompañada del máximo despliegue militar, incluidos los blindados.

Permaneció unos segundos con los ojos estampados en la pantalla sin leer una palabra.

¿Qué tenía que ver ella con ese conflicto?

¿Qué tenía que ver su amigo del alma?

El disparo en la cara, sangre en su camiseta, sobre la pintura magenta…

Accedió a su cuenta de correo para escribir sin más demoras los dos mails que había previsto enviar, pero antes chequeó el buzón de entrada. Había un mensaje nuevo, procedente de una dirección desconocida. Estaba compuesta por varias letras escogidas de forma aleatoria:

lcmytepyafyh¿d?@gmail.com

Lo más probable es que fuera un spam que había esquivado los filtros. Cuando se disponía a mandarlo a la papelera se fijó en el asunto:

No me elimines a mí también

Cantaba a virus por los cuatro costados pero, después de lo que había pasado, algo en el tono de aquella frase le impedía pulsar la techa de borrado.

Llevada por un último impulso, se decidió a abrirlo.

Clic.

Una tonelada de plomo le golpeó la cabeza.

Tuvo que leerlo tres veces. Decía:

Purone = Daño colateral.

¿Hasta dónde llegarías para cambiar el mundo?