5

Pasaron un rato haciendo cábalas acerca del origen del tuit y la identidad del muerto.

—Parece un aviso —dedujo Arkoh.

—¿Aviso de qué? —preguntó Derko, que no dejaba de grabar con su cámara.

—Si pone día primero, quizá sea porque habrá un día segundo.

—Suena a asesino en serie.

—Eso es lo que se comenta en Twitter —confirmó rDick—. La red echa humo.

—No sé si después de lo de anoche estoy para asesinos en serie —murmuró Mika.

—Ven conmigo —salió al paso Purone, levantándose del poyete—, te enseñaré dónde estamos viviendo y te presentaré a nuestra madre adoptiva.

—La que te llama coxinha.

—Ja-ja-ja. Anda vamos, que está a cinco minutos.

—Ten cuidado, que puede que me instale con vosotros. Ya te he dicho que estoy buscando alojamiento.

—Tú misma, pero el baño no tiene techo y dormimos en cinco colchones que han echado en nuestro honor en el suelo de un garaje. Eso sí, comodísimos…

Atravesaron la calle llevándose el magenta en los zapatos, ya que el propio pavimento también formaba parte de la obra pictórica. Se introdujeron por un entramado de callejuelas cada vez más estrechas hasta que salieron a una plazoleta. Purone le hablaba de lo que estaban viviendo. En un momento dado, Mika se quedó paralizada.

—¿Qué ocurre?

Junto a un murete se acurrucaba un muchacho armado con una pistola ametralladora.

Durante unos instantes, Mika quiso creer que era de juguete, pero al momento recordó las palabras de Mamá Santa.

En Brasil todo es real.

Estaba allí atrincherado para cubrir el avance de otros que se aproximaban, agachados como un comando de mercenarios, por las calles situadas más abajo.

Caminaron en silencio hacia atrás, pero no pudieron evitar que el chico se percatase de su presencia. Se volvió con brusquedad y les apuntó. Purone hizo un movimiento rápido para apartar a Mika de la dirección del cañón. La empujó detrás del saliente de una pared con la mano en la que llevaba un par de pinceles grandes.

Al muchacho debieron de parecerle un arma.

La ráfaga rasgó el aire.

Esta vez no se trataba del reventón de un tubo de escape.

Mika soltó un grito desgarrador mientras su amigo caía desplomado hacia atrás.

—¡Nooo…!

La detonación produjo un efecto dominó que aceleró lo que estaba por llegar. En tan sólo unos segundos, la favela se convirtió en un infierno. Disparos, humo, jóvenes precedidos de sus fusiles de asalto y pistolas automáticas saliendo de todos los rincones. No había policía; debía de tratarse de escuadrones rivales. Era imposible adivinar cuál pertenecía a un bando y cuál a otro. Encaramados a los tejados de cemento y uralita, con sus camisetas de baloncesto y la cara tapada con pañuelos de colores vivos, parecían simples pandilleros juveniles a los que acababan de entregar un arma. Pero corrían por las escaleras buscando ángulos de tiro y propinando culatazos a quienes se asomaban a mirar con una sangre fría impropia de los novatos. Cuando se encontraban frente a frente en una calle disparaban unos contra otros a cuerpo descubierto, confiando acertar primero.

Mika estaba paralizada por el terror, viendo cómo el muchacho vaciaba cargadores por encima del murete. Cuando logró sobreponerse se estiró desde el rincón en el que se había protegido, agarró a Purone por los pies y, haciendo un esfuerzo descomunal, lo arrastró hacia sí.

Tenía un agujero de bala en la pierna.

—No te preocupes, no te preocupes… —repetía nerviosa bajo el estruendo mientras sacaba el fular que llevaba en el bolso y le hacía un torniquete.

Apretó con todas sus fuerzas. Purone no emitió un solo quejido. Tenía la cabeza vuelta hacia el lado opuesto.

—Dime algo, por favor…

Se inclinó sobre él y comprobó que otro disparo le había alcanzado en la cabeza. Tenía el pómulo derecho destrozado y el ojo cubierto de sangre.

—¡Dios, no!

No respiraba. Presionó su pecho intentando reanimarle; acercó la oreja a su boca. Nada. Era ella la que tiritaba; ella, la que tenía el corazón desbocado.

Pensó en llamar a los demás para que viniesen a ayudarla. En cuanto sacó el teléfono del bolso, el pandillero, como llevado por una suerte de intuición, se volvió y descerrajó otra ráfaga. Mika se resguardó a tiempo pero, al hacerlo, el móvil se le escapó de la mano y fue a caer entre una reja del precario sistema de alcantarillado que recorría la favela.

Directo al fondo.

Entre el barro que formaban el polvo y el agua sucia teñida de sangre.

Entró en estado de shock. Le costaba respirar. Su garganta emitía un sonido agónico. A su lado, tendido en el suelo, el cuerpo inerte de Purone.

—No te mueras…

Cuando reunió el valor suficiente para asomarse comprobó que el pandillero había desaparecido. Temblorosa, se lanzó a abrazar a su amigo. El tiempo se detuvo. Los disparos sonaban amortiguados. Intentó darle todo su calor, insuficiente calor, hasta que aceptó que ya no estaba con ella. Suspiró de forma entrecortada. Haciendo un último esfuerzo lo apoyó en la pared de la forma más digna posible y le besó en el lado de la cara por el que no chorreaba sangre.

¿Qué podía hacer?

Tenía que salir de allí, pero no quería abandonar su cuerpo. No era capaz de pensar. Necesitaba ayuda. Quería volver sobre sus pasos para reunirse con los compañeros de Boa Mistura y regresar juntos a buscarlo, pero la zona a su espalda estaba infestada de miembros de la guerrilla urbana, a juzgar por el intercambio de fuego que se oía y el humo que se elevaba sobre los tejados. Miró a un lado y otro.

He de decidir algo rápido, decidir, decidir… ¡Vamos, Mika!

Pensó que lo mejor sería esperar a que todo pasase, pero oyó voces en una calle próxima y se puso en pie de un salto. Miró a un lado y otro buscando un sitio al que dirigirse para no echar a correr sin más por el laberinto.

Mamá Santa…

Eso es lo que haría: descender hasta la chabola de la sacerdotisa.

Se arrodilló en el suelo e intentó con todo su empeño sacar el teléfono móvil de la alcantarilla, pero la reja oxidada estaba sellada con cemento y no había hueco suficiente para introducir la mano.

Las voces se acercaban.

¡Tengo que irme ya!

Fue a dedicar una última mirada a su amigo, pero se obligó a no hacerlo. Cruzó su bolso a modo de bandolera para no perderlo y aceleró cuesta abajo por las vielas.

Mientras corría, llegó a dudar si aquello estaba ocurriendo de verdad: aterrizar en São Paulo, el apagón, la estrella, la oficina comercial, la favela, el tiroteo… Se detuvo en el cruce de dos calles más abiertas por las que incluso podían transitar los vehículos y sonrió como una demente pensando que todo era un sueño, que en cualquier momento despertaría en Madrid la víspera del campeonato europeo de kárate, antes de haber perdido, antes de decidir embarcarse en aquel viaje. Pero entonces olió la pólvora y el agua estancada y la comida hirviendo en fuegos de butano y supo que todo era real. En los sueños carecemos de olfato, había oído decir a su padre años atrás.

Una ráfaga de ametralladora la sacó de su ensoñación. Habían disparado desde una ventana entreabierta situada sobre su cabeza. El destinatario de los proyectiles se puso a cubierto in extremis detrás de un destartalado Volkswagen escarabajo que, por la cantidad de agujeros que atesoraba la chapa, debía de haber servido de parapeto en varias batallas. Mika se cobijó tras una pila de neumáticos. ¿Qué dirección tomar? ¿De qué bando tenía que protegerse? El de la ventana se detuvo a desencasquillar y el otro aprovechó para asomarse sobre el techo del vehículo al tiempo que retraía la corredera para insertar un cartucho en la recámara y daba la réplica con una serie rápida de disparos. Su oponente cayó envuelto en sangre y cristales y Mika soltó un grito que reveló su escondite.

El de la pistola, un chico alto y flaco con la cabeza afeitada y una gran perilla, corrió hacia ella, le retorció el brazo por la espalda y la arrastró hacia un callejón. Mika trató de resistirse, pero le abandonaron las fuerzas cuando el chico volvió a vaciar medio cargador junto a su oreja y ella oyó tan próximo el baile del percutor, el golpeteo de la aguja retráctil sobre el fulminante del culote, los casquillos despedidos.

No era la primera vez que tenía cerca un arma. Su padre solía ir al campo de tiro durante los períodos de entrenamiento y alguna vez lo había acompañado. Pero aquello era diferente. No se trataba de agujerear una silueta de papel, ni llevaba orejeras antirruido para los oídos.

El narco siguió caminando hacia atrás por la callejuela tirando de Mika hasta que llegó al extremo opuesto. Allí les esperaba un chico negro obeso en bermudas, con la espalda desnuda pegada a la pared junto a la esquina.

—¡No me seas trucho cagado y tira para fuera! —gritó el de la perilla.

—¡Sal tú, corajoso! ¡El del tejado anda calzado con una automática del ejército!

—¡Pues como vengan por la entrada de la calle nos van a freír!

—¡Y qué quieres que haga, foder!

—¡Úsala a ella!

—¿Qué?

El de la perilla empujó a Mika contra el otro, que la apretó contra su cuerpo seboso y le apoyó la boca del revólver en la cabeza. Para entonces, Mika parecía una muñeca de trapo.

—¡Malditas burguesas estrechas que venís aquí a comprar droga y no sabéis ni merda! —escupió el obeso—. ¡Te vas a enterar de cómo es la vida de la favela!

—¡Yo no he venido a comprar droga! —saltó la joven por inercia.

—¡Calla, puta!

—¡Sal de una vez y acaba con ese desgraciado! —le urgió el otro—. ¡Y aguanta a la chica contra tu pecho sin soltarla hasta que llegues! ¿Has entendido?

Mika se dio cuenta de que iban a utilizarla como escudo. No era la forma en la que había previsto morir.

Cerró los ojos.

Mi burbuja…

Se concentró para visualizar la dimensión paralela en la que se sumergía justo antes de los combates de kárate. Sé que estás ahí, dijo para sí; Purone ha sido capaz de pintar una burbuja de color en mitad de este caos, yo también puedo encontrar la mía, mi burbuja de vacío, necesito abstraerme un segundo, tomar conciencia de mis músculos y articulaciones…

Notaba en su rostro el sudor del pandillero que la aprisionaba, el cual, a punto de doblar la esquina para lanzarse hacia la casa donde estaba el francotirador, traspiraba como una manguera. El de la perilla se había vuelto hacia el extremo opuesto de la callejuela. Permanecía allí, rodilla en suelo, dispuesto a volarle la cabeza a cualquiera que asomase.

Proyecta tu masa corporal en un solo impacto, siguió diciendo Mika para sí, en uno solo, como la estocada de una catana…

Oyó un clic en su cerebro.

A una velocidad insospechada liberó el brazo izquierdo y propinó a su captor un puñetazo en el pómulo. A pesar de la capa de grasa que le cubría la cara oyó cómo crujía el hueso. Fue suficiente para que aquél le soltara el otro brazo. Ya libre, con un balanceo estudiado se inclinó sobre su pierna derecha y con la izquierda le atizó a la altura de las bermudas una patada brutal que, a pesar de su peso, lo desplazó lo suficiente para ponerlo al descubierto. Antes de que hubiera podido reaccionar, el tirador del tejado atravesó su cuerpo obeso con una ráfaga certera.

El de la perilla se volvió, pero lo único que tuvo tiempo de ver antes de perder el conocimiento fue el otro talón de Mika estampándose contra su arco nasal.

Mika respiró hondo. Contempló los dos cuerpos tirados en el suelo. Le sorprendía estar tan serena. Tal vez había perdido el juicio… No. Era muy consciente de lo que había hecho: sobrevivir. Eso no estaba reñido con el espíritu del bushido, con el camino del guerrero que llevaba años recorriendo. Era como si toda su vida hubiera estado preparándose para ese momento. Nunca imaginó lo que podían dar de sí sus entrenamientos, ni que algún día llegaría a utilizarlos en ese sentido.

—Bendito Yemanyá… —oyó que decía alguien—. ¿Qué ha pasado, mi niña?

Se volvió. Era Mamá Santa, asomada bajo su aparatoso turbante. Hasta entonces no se había dado cuenta de que estaba frente a su puerta.

Se fijaron al unísono en los dos cuerpos. Uno a los pies de Mika con la cara ensangrentada. El otro en la confluencia con la calleja adyacente, con el pecho cosido a disparos.

—Yo no… Ellos…

—¡Entra rápido!

Se dispuso a abrir la puerta de chapa, pero Mika sólo pensaba en huir lo más lejos posible. Le aterraba que alguien que la viera entrar, o la propia santera, avisase a los narcos y enviasen a un escuadrón entero para capturarla.

Sin pensarlo dos veces, se encaramó a un murete desde el que saltó a un balconcillo de la casa de enfrente.

—¿Adónde vas? —gritó Mamá Santa—. ¡Te van a matar!

Mika ya no la oía. Se sujetó al alero del tejado y siguió trepando, con tan mala suerte que la cinta del bolso que llevaba cruzado se enganchó en el hierro de un pilar que sobresalía de la fachada. Tiró de él y logró recuperarlo, pero se desestabilizó y a punto estuvo de caer. Alargó el brazo para asirse a un canalón, apoyó el pie en un agujero abierto en los ladrillos y terminó de impulsarse hacia arriba. Cuando logró llegar a la azotea, pasó a gatas de una casa a otra, cuidando de no enredarse en los cables y los alambres que mantenían erguidas las antenas.

Metro a metro, alejándose de aquel lugar fatídico.

Al poco se asomó a otra calle un tanto apartada del tiroteo.

Miró abajo.

No pienses en la altura…

Saltó.

Cayó al suelo y rodó sobre la gravilla. Cuando iba a levantarse, un deportivo plateado giró una esquina y se precipitó sobre ella. Frenó a menos de un palmo de su cuerpo tembloroso, dejando marcas de caucho en el asfalto y un fuerte olor a quemado. Mika, recomponiéndose después del golpe y el susto, se levantó y miró a través del parabrisas tintado lo justo para comprobar que quien conducía era un hombre rubio de unos cincuenta años que, al igual que su deslumbrante vehículo, estaba fuera de lugar en aquel infierno.

Se deslizó sobre el capó para no perder ni un solo segundo, abrió la puerta del copiloto y se lanzó al interior cerrando tras de sí.

—¿Quién eres tú? —preguntó el hombre, sujetando el volante con ambas manos.

—¿Está blindado? Por favor, no me eche…

Los ojos azules del hombre seguían abiertos. El verde grisáceo de los de Mika se empañaba suplicando compasión.

—Ponte el cinturón.

Despertó a los cuatrocientos caballos del Aston Martin con un solo pisotón y salió disparado calle abajo. Mika se preguntó si había sido buena idea subir a aquel coche. Esquivaron sacos de obra, furgonetas aparcadas, pasaron rozando algunas casas. Ella se agarraba al asiento. Los disparos se oían cada vez más lejanos. Al tercer giro propio del Rally de Montecarlo comprendió que no era ni la primera ni la décima vez que aquel hombre conducía por allí. Más que tranquilizarse, cuando aflojó la tensión se desinfló por completo.

En una confluencia de calles, el conductor hizo derrapar el vehículo y lo detuvo en seco. Les envolvió una nube de polvo. Mika, sabiéndose apartada de la batalla campal, rompió a llorar.

—Dime quién eres —volvió a preguntar él sin enternecerse. Mika no podía hablar, se frotaba los ojos con las manos sucias de polvo y sangre, formando una máscara trágica al mezclarlos con sus lágrimas—. ¿Hablas portugués? —Ella afirmó con la cabeza y él continuó interrogándole con la misma frialdad—. Dime algo o baja ahora mismo del coche.

—Han matado a Purone —acertó por fin a contestar entre sollozos—. Y yo he… Yo he…

—¿Quién es Purone?

—Había venido a verle…

—¿Es un camello? —le presionó—. ¿Tienes un novio camello?

—No es ningún camello…

Apenas podía hablar.

—Entonces habíais venido a comprar droga, ¿es eso?

—¡No! Era un amigo que llegó hace días para pintar unas calles en un proyecto solidario —soltó de un tirón—. Y ahora él ha muerto y yo también he… Yo…

No era capaz de pronunciar con palabras lo que acababa de hacer.

—¡Maldita sea! ¿Cómo se os ocurre?

—¡Tengo que volver para avisar a los otros! —Reventó en un nuevo llanto desconsolado—. ¡Está tirado en el suelo! ¡No puedo dejar su cuerpo allí! Lléveme con ellos, por favor…

—Eso es imposible.

—No puedo dejarlo, no puedo…

Sintió que poco a poco perdía el conocimiento. Había soportado demasiado, el acogedor sillón de cuero le abrazaba, no podía más, se encontraba junto a aquel hombre cuya colonia mezcla de enebro y canela inundaba el vehículo, le gustaba aquella fragancia, arriesgada y firme como un funambulista, que penetraba en su cerebro y la cogía en brazos y la transportaba a algún lugar lejano.

No puedo…

dejarlo…

allí…