El ómnibus 8542-10 parecía una cámara colectiva de incineración. La goma de los apoyabrazos y la tela acrílica de los asientos se adherían a la piel. Mika soportaba con paciencia el largo trayecto y las sucesivas paradas, precedidas de frenazos que le impedían hacer una siesta rápida. Con la cabeza apoyada en la ventanilla, quieta como un reptil en plena canícula, notaba cómo las gotas de sudor iban surgiendo en el nacimiento de su abundante mata de pelo hasta que, cuando habían adquirido la dimensión suficiente, se proyectaban en una rápida carrera por sus sienes, sus pómulos y, las más avezadas, por la comisura de sus labios.
Cerró los ojos y de nuevo, como ya le ocurrió mientras el avión de Iberia desplegaba el tren de aterrizaje, pensó en la tarde que Purone le animó a embarcarse en aquella aventura…
Acababa de terminar el campeonato europeo de kárate, había dejado escapar la medalla por tercera edición consecutiva y estaba desolada. En aquella ocasión también acudió a ver a su amigo para que le diera un abrazo. Purone y ella se querían de forma relajada. Disfrutaban discutiendo, pero ambos sabían qué tecla pulsar para que el otro encontrase consuelo cuando la vida apretaba.
Se apeó del taxi en la estrecha calle San Hermenegildo, a un paso del rótulo: BOA MISTURA, ROCKING SINCE 2001.
El estudio ocupaba la planta baja de un antiguo edificio de Malasaña. Conservaba grandes ventanales y puertas de madera y cristal que llevaban allí desde la inauguración del primer negocio. Incluso perduraba un cartel centenario que decía FÁBRICA DE PEPINOS. Un rincón especial para aquel grupo de creativos que decían de sí mismos ser cinco cabezas, diez manos y un solo corazón.
A pesar de su juventud, estaban en la cresta de la ola. Comenzaron pintando murales en su barrio, pasaron unos años formándose en la universidad y cultivando todo tipo de disciplinas plásticas y, casi sin darse cuenta, se consolidaron como uno de los colectivos artísticos mejor valorados del globo. Su fusión del diseño gráfico, la ilustración, la fotografía y la arquitectura les habían aportado una visión amplia que hacía que nada se les pusiera por delante. Aunque lo que había asombrado al mundo eran sus descomunales intervenciones pictóricas en espacios urbanos de Argelia, Sudáfrica, Panamá, Georgia… En esos proyectos desplegaban toda la creatividad, el compromiso social y la sensibilidad que les convertía en unos artistas únicos.
El nombre Boa Mistura —«buena mezcla» en portugués— hacía referencia a la diversidad de estudios y puntos de vista, fundidos en favor de un resultado único. Javi Pahg era arquitecto; a pesar de su risueño aspecto infantil, tenía la cabeza amueblada con precisas mediciones. Pablo Arkoh y Juan Derko se habían licenciado en Bellas Artes; el primero aportaba un toque de serenidad al grupo mientras, resguardado tras sus grandes gafas, buscaba nuevas visiones del mundo; el segundo, espigado y visceral, abría de par en par sus imposibles ojos verdes cada vez que vislumbraba una idea inexplorada. Rubén rDick, el mayor de todos, era ingeniero de caminos, pero su sendero había discurrido entre aerosoles y, en su caso, también entre los finos pinceles que le llevaban a presidir importantes exposiciones. Purone se había licenciado en Publicidad, como Mika (se conocieron en la cafetería de la facultad); era feliz por naturaleza, despistado como los grandes genios y su mejor amigo.
Empujó la puerta y saludó con la mano.
—¡Hola! —contestó Derko, dibujando una limpia sonrisa desde el portátil que tecleaba sobre la gran mesa común de trabajo.
Pahg y Arkoh le dedicaron un movimiento de cabeza y un guiño. Llevaban mascarillas y, de cara a la pared, retocaban un cartón pluma en el que habían dibujado un corazón del que germinaba un árbol, entrelazadas ramas y arterias.
Mika recorrió el estudio con la mirada buscando a su amigo. Aquel lugar le resultaba embriagador, y no sólo por el olor a barniz. Era perfecto para aislarse del mundo. Había botes de pintura en los alféizares de las ventanas, llenos y vacíos, fotografías, autorretratos de los miembros del colectivo elaborados con mil técnicas diferentes, un televisor de antenas y un tablero de ping-pong que en ocasiones usaban como mesa de taller. Todo estaba moteado de color, como un mercado de flores: manos, camisetas, el suelo, en el cual se abría una trampilla que conducía a un pequeño plató. En mitad del bohemio desorden, bocetos que parecían salidos de la mano de Da Vinci adquirían vida en folios sueltos, en libretas Moleskine, en la portada de una revista de interiorismo.
—¡Qué haces tú aquí! —exclamó Purone desde la estancia contigua.
Apareció en compañía de rDick por un hueco en el que reposaba un piano antiguo cubierto, como todo lo demás, de aerosoles y botes repletos de pinceles.
—No quería molestar.
—¡Tú nunca molestas, karateka! ¿Qué tal ha ido?
—No muy bien.
—Vaya…
—El tobillo —explicó, encogiéndose de hombros.
Se refería a un esguince que se había hecho la víspera del combate, al pisar una rama mientras practicaba katas en el parque de El Retiro.
—¿Te ha mermado mucho?
—Eso no habría sido tan malo. Ya había luchado antes con lesiones más graves.
—Entonces ¿qué ha pasado?
—Me he retirado antes de empezar la semifinal.
Tras unos segundos de duelo, le preguntó si quería algo de beber.
—Si tienes una cerveza… Se acabó el régimen por esta temporada.
Sacó dos latas de San Miguel de una nevera y salió con Mika a la calle para hablar tranquilos. Se apoyaron en un coche aparcado. Ella no pudo evitar derramar una lágrima.
—Pero ¡bueno! —exclamó Purone con ternura.
—Perdóname, nunca me había comportado así.
—Pues has escogido el lugar ideal para hacerlo —le sosegó mientras sacaba del bolsillo un pañuelo de papel—. Yo lloro cada vez que se me tuerce una línea. ¿Quieres hablar del combate?
Ella negó con la cabeza.
—No es sólo eso. Está siendo una temporada de mucha tensión. He recibido dos correos rechazándome para unos trabajos que tenía seguros.
—Vaya…
—Será mejor pensar en esas cosas que se dicen por ahí: que es en los momentos críticos cuando surgen las grandes oportunidades. Lo que pasa es que en mi caso están tardando mucho y me estoy viniendo abajo. Fíjate lo que me ha pasado hoy: me he vencido a mí misma, he preferido retirarme antes que ser derrotada. Yo no soy así…
—También dicen que hay que aprovechar los palos que nos da la vida para reaccionar.
—¿A qué te refieres exactamente?
—A que en un momento u otro, todos necesitamos un cambio. Lo difícil es convencernos de que somos capaces de reinventarnos.
—Cada día resulta más difícil cambiar —se lamentó Mika.
Bebió un trago con resignación. Purone la contempló mientras pensaba qué decir.
—¿No te has planteado salir fuera?
—¿Fuera?
—Buscar trabajo en el extranjero.
—No sé… He pasado media vida saltando de un país a otro con mi padre y… —Hizo una pausa—. Pensaba que ahora tocaba otra cosa.
—¡Vente a Brasil!
—¿Qué dices? ¿Por qué Brasil?
—Ya sabes que nosotros vamos a pasar un mes en São Paulo pintando en la favela, pero tú podrías plantearte buscar trabajo allí de forma permanente.
—Estás loco.
—Tú sí que estás loca por no contemplarlo. São Paulo es la mayor urbe de Sudamérica y está en plena expansión económica. Allí se afincan todos los emprendedores y las empresas emergentes. Es el eje de innovación del continente; el equivalente a San Francisco en Norteamérica o a Tel Aviv en Oriente Próximo.
—No me tientes, que estoy muy vulnerable.
—Además, hablas portugués mejor que Adriana Lima.
—Podías haber dicho que soy más guapa que ella.
—Eso también.
—Gracias, eres un encanto.
—En serio, sólo depende de ti. Puedo pasarte mis contactos de la embajada. Seguro que conocen a quien lleve las relaciones comerciales.
Una repentina emoción.
—¿De verdad me estás sugiriendo que vaya a trabajar a Brasil?
—Y no sólo a trabajar. —Purone dio un trago a su cerveza—. El Amazonas, esas calas rodeadas de dunas… Métete en internet. Hay miles de kilómetros de playas desiertas. ¿Dónde puedes encontrar hoy en día playas desiertas? En un tiempo podrías dejar São Paulo y buscar otra empresa en algún rincón más tranquilo…
Un mes después de aquella charla, apoyada en la ventanilla del horno-ómnibus 8542-10, Mika se sorprendió a sí misma tarareando la bossa brasileña que Purone hizo sonar en su portátil cuando, cogidos del hombro, volvieron a entrar en el estudio.
Tardó más de dos horas en llegar a Monte Luz. La favela estaba situada en el extrarradio norte de la ciudad. En São Paulo, las comunidades menos favorecidas trazaban un círculo alrededor de los barrios del centro. No era como en Río de Janeiro, donde las zonas adineradas y las más necesitadas se fundían unas con otras dando lugar a cambios bruscos de escenario con tan sólo girar una esquina.
Monte Luz estaba levantada en una colina, a bastante más altitud que el centro. Por ello, cuando Mika se apeó en la parada que le indicó el chófer y se acercó al borde del barranco, obtuvo una visión panorámica parecida a la que había contemplado la noche anterior desde el morro de Villa Madalena. Era como observar desde la playa un mar agitado. Las hileras de rascacielos eran olas, una tras otra hasta perderse en el horizonte.
El auténtico impacto le sobrevino al girar sobre sí misma. Desde donde se encontraba y hasta la cima de la colina no había un solo centímetro cuadrado de suelo que no estuviera cubierto con las precarias edificaciones de la favela. Una colmena de ladrillo y chapa.
¿Cómo voy a encontrar a Purone en este laberinto?
Echó a andar hacia arriba por una escalinata sinuosa que se abría hueco con dificultad entre las apiñadas chabolas. Pensaba que en cualquier momento tendría que dar marcha atrás por carecer de salida, pero siempre surgía otro camino por el cual seguir subiendo. El interior de la colmena incluso disponía de una red de callejuelas por las que circulaban peatones y vehículos.
Si era recomendable pasar desapercibida en cualquier barrio de la capital, mucho más discreta debía mostrarse allí. Pero no podía evitar detener los ojos en cada rincón, como una turista en la capilla Sixtina. Se había transportado a otro mundo. ¿Debía tener miedo? ¿Por qué? La mayor parte de los pobladores de las favelas eran inmigrantes desterrados a estos asentamientos prestados. Bastante duro debía de resultarles luchar contra la pobreza, como para además arrastrar el estigma que les convertía en potenciales criminales.
Consideraciones sociales aparte, lo más prudente habría sido regresar a la pousada, olvidar el cambio horario y meterse en la cama. Pero tiraba de ella el hechizo de lo desconocido, aquel canto de sirena que se filtraba por las ventanas sin cristal y la ropa tendida y hacía tirabuzones entre el cableado eléctrico que colgaba enmarañado sobre su cabeza.
Sentía como si su mente se hubiera vaciado con sólo alejarse de España y necesitase rellenarla con información fresca. Las casas estaban levantadas sin ningún criterio, con vocación de aguantar… ¿cuánto tiempo? Tal vez una sola noche. ¿Acaso no pensaban los habitantes de Monte Luz, a cada puesta de sol, que al día siguiente cambiarían las cosas? Esa promesa les había conducido a la urbe, huyendo de una selva indómita que desde la distancia se revelaba el jardín del edén. Sintió un escalofrío sólo de pensar que a ella pudiera ocurrirle lo mismo. Había depositado todas sus esperanzas en aquel viaje.
Quería crear una nueva Mika.
Caminó de forma mecánica buscando preguntar a alguien que le inspirase confianza. Pasó por delante de pequeños talleres, esquivando las miradas de los hombres que sostenían llaves inglesas con sus manos negras por la grasa. Se cruzó con una anciana cargada de bolsas de plátanos y colegiales ocultos bajo grandes mochilas. Cada vez más personas desocupadas, apoyadas en los quicios de las puertas. Comenzó a obsesionarle la idea de que su camiseta tuviera demasiado escote, aunque las mujeres que veía iban casi desnudas, con tirantes, pantalones cortos y hawaianas.
No sentía miedo, pero era consciente de que iba internándose más y más en el núcleo duro de la favela. A cada paso veía menos locales comerciales. De pronto se sintió vigilada. Niños que no levantaban un palmo del suelo le observaban desde las azoteas, aferrados a unas precarias cometas. Había oído que, a través de códigos encriptados en la forma de hacerlas volar, informaban a los traficantes de la presencia de la policía o de extraños que supusieran cualquier tipo de amenaza.
Le oprimió un creciente…
Silencio.
No tenía ni idea de cómo regresar a la parada del autobús, pero tampoco quería pensar en ello. Había superado una especie de punto de no retorno, por lo que más le valía llegar cuanto antes a su destino.
Se cruzó con una pareja de mujeres jóvenes que se ofrecieron a ayudarle. Mika les explicó lo que buscaba y ellas señalaron hacia la cima.
—Más arriba, a la derecha.
Más callejuelas, más laberinto.
Purone, dónde demonios estás…
Al poco llegó a una calle pintada por completo de azul celeste y supo que las mujeres no iban descaminadas. Estaba desierta, pero sin duda formaba parte de la intervención artística de sus amigos.
Paredes, suelo, puertas y ventanas de las casas, tubos de desagüe, tejadillos… todo monocromo. Sobre el azul, en las distintas superficies irregulares, habían estampado unas letras blancas aparentemente deformes pero trazadas con tan estudiada perspectiva que, desde un punto concreto al principio de la calle, hacían que se leyera una palabra completa como si estuviera escrita en el aire. Era tan perfecta la ejecución que a Mika le pareció estar contemplando una fotografía sobre la que se habían añadido las letras con un programa de edición digital. Según le había explicado Purone en su día, en cada una de las cinco calles escogidas para el proyecto tenían previsto escribir una palabra inspiradora diferente. En aquel caso podía leerse: BELLEZA.
Durante unos segundos quiso creer que le estaba lanzando un guiño. Nunca habían tenido una relación más allá de la amistad, y quizá por eso le echaba piropos cada dos por tres con la mayor naturalidad.
Fue entonces cuando oyó…
¿Un disparo?
Intentó tranquilizarse pensando que había sido el estallido de un tubo de escape en cualquiera de los talleres de las calles vecinas. Aun así, comenzó a descender sobre sus pasos tratando de calmar sus nervios, acelerando más de lo que permitía el firme irregular. La primera vez que levantó la vista del suelo para decidir por dónde seguir, pisó mal en un escalón que tenía roto el borde.
Soltó un grito sordo.
Maldito esguince…
Se sentó en un poyete para analizar la gravedad de la torcedura. Apenas había comenzado a masajearlo, se abrió la puerta de chapa de la casa situada al otro lado de la callejuela. El chirrido que produjo al raspar la piedra del suelo le provocó un estremecimiento.
Se asomó una mujer de edad indefinida, tal vez entre cuarenta y cincuenta años. Era más baja que ella y despedía un aire excéntrico. Vestía un turbante y una túnica blanca fruncida en la cintura con una cuerda. De su cuello colgaban dos collares de conchas que chocaban entre sí a cada movimiento.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Me he torcido el tobillo.
—Me refiero a qué haces en la comunidad.
—Busco a unos amigos.
—¿Tienes amigos en Monte Luz?
—Son unos artistas españoles que llevan unos cuantos días alojados en el barrio.
Le acercó un papel con la dirección que llevaba apuntada. Mientras lo leía y asentía Mika se fijó en que la mujer iba descalza. En la calle, un reguero turbio se abría paso entre sacos de obra. El interior de la casa parecía estar algo mejor.
—Pasa, no te quedes ahí.
—Pero…
—Que pases de una vez.
Mika echó un vistazo arriba y abajo de la callejuela. Se había esfumado todo signo de vida. Resurgió en su interior la sensación que percibió en el aeropuerto al poco de aterrizar, aquel nerviosismo preapocalíptico. La detonación perduraba en su mente como un eco. ¿Qué podía hacer? Sumisa, cojeó hacia el interior.
Estaba casi a oscuras. Apenas se distinguía el contorno de los muebles gracias a la luz que se filtraba a través de la ventana de la habitación contigua, que parecía ser la cocina.
—Siento molestarla, me ha parecido oír…
—¿Cómo te llamas?
—Mika.
—Yo soy Mamá Santa. Voy a traer algo para curarte en condiciones.
¿Qué clase de nombre era ése? ¿Y qué era eso de que le iba a curar?
—No hace falta…
—Si Yemanyá te ha traído aquí —le interrumpió—, lo quiera o no estoy obligada a actuar en consecuencia.
—¿Quién es Yemanyá?
—Siéntate en ese sillón.
Dio media vuelta y se dirigió con parsimonia a la cocina, donde comenzó a abrir y cerrar armarios.
Mika se dejó caer en el orejero, junto a una mesa grande de madera con pedazos de tela vaquera y utensilios para coser. Repasó la estancia. Anclado en la pared, un televisor plano junto a una fotografía enmarcada de una ciudad costera. En un rincón, una cómoda. Sobre ella reposaban los más variados objetos, colocados con un orden milimetrado.
Entornó los ojos para verlos mejor. Había platillos de diferentes tamaños con polvos de colores, un mechón de pelo, conchas, pulseras y colgantes de hierro con símbolos extraños, piedras de río y llamativos minerales, tarros, diminutas muñecas de paja, alfileres, velas, una daga en forma de rayo…
No era una cómoda.
Era un altar.
Se le secó la garganta. Cuando se documentó para el viaje leyó algunas cosas sobre el candomblé, la religión animista afrobrasileña extendida por todo el país. Estaba claro que no se trataba de un vestigio del pasado esclavista reducido a folclore. Ya en el avión ojeó un periódico que, en portada, daba cobertura a una investigación relacionada con aquellas prácticas. Habían aparecido siete cráneos humanos frente a varios consulados y templos mormónicos que, según mostraba la grabación de las cámaras de seguridad, había depositado allí una mujer con aspecto de pitonisa. No pertenecían a muertos recientes, aclaraba el periodista quitándole importancia, apostando a que aquella excentricidad formaría parte de algún ritual para aumentar el poder de algún cliente. Setenta millones de brasileños acudían a ceremonias de candomblé con asiduidad. Seguro que la mayor parte de ellas no eran tan extremas, pero a Mika le estremeció pensar que a la primera de cambio había ido a parar al hogar de una mãe-de-santo, como llamaban a sus sacerdotisas.
Estaba a punto de levantarse para salir de allí cuando la mujer regresó con un bote de limpiador de zapatos en la mano.
—¿Has visto mi bella ciudad? —Señaló la foto enmarcada y se paró a contemplarla con orgullo—. Salvador de Bahía. Capital da Alegría, como la llamaban los portugueses por nuestras enormes fiestas. Aunque también la llamaban Roma Negra, por ser la metrópoli fuera de África con mayor porcentaje de negros. ¡De ahí mi color oscuro, y por eso te voy a untar a ti de betún!
Se arrodilló delante de Mika y colocó en el suelo el bote, que afortunadamente resultó contener un mejunje blanquecino. Le quitó la deportiva y el calcetín y se afanó en un extraño masaje. Mika la dejó hacer. Aquella mujer desprendía un hálito maternal al que consintió aferrarse durante un rato.
—Antes de sentarme a su puerta he oído algo —comentó.
—¿A qué te refieres?
—Un disparo.
—Habrá sido un tubo de escape.
—Eso quería pensar yo, pero…
Los dedos de la santera iniciaron una extraña danza sobre el tobillo.
—De vez en cuando se oyen ráfagas aisladas en las zonas prohibidas, pero los narcos llevan tranquilos una temporada. De otra forma, tus amigos no habrían podido venir a pintar, y mucho menos instalarse en una casa.
—¿Tienen mucho poder los narcos en Monte Luz? Creía que a estas alturas…
—¿Dónde te crees que estás, mi niña? En esta favela hay gente que trabaja duro en pos de la libertad y de la paz, buscando alternativas saludables para los jóvenes, pero no se crea un mundo mejor de un día para otro. El Estado prefirió apartar la vista del extrarradio y el narcotráfico ocupó su lugar. Fueron los cárteles los que se encargaron de suministrar agua, luz y gas a los vecinos, y desde entonces nos tiranizan exigiéndonos impuestos, cooperación y silencio.
—¿La policía no hace nada?
—La policía lleva tiempo quedándose en la comisaría de abajo, de ahí esta calma chicha. Ten en cuenta que muchos agentes terminan convirtiéndose en tentáculos de los traficantes. En este mundo decadente, lo más fácil y rentable es venderse al mejor postor. Pero…
—¿Pero?
—Tarde o temprano alguien le volará la cabeza a un agente corrupto y comenzarán de nuevo las redadas. Además, dicen que ha regresado un jefe de la droga que quiere quitarle el puesto al comando que controla la zona. ¡Hace falta tener valor para eso! Aunque a éste parece que le sobra. Hace años le acusaron de robar un furgón de armas que estaban siendo transportadas para la producción de Tropa de élite.
—¿Qué es eso?
—Una película.
—¿Rodaron con armas reales?
—En Brasil, mi niña, todo es real.
Le soltó los dedos del pie, tirando de ellos uno por uno, e hizo girar despacio el tobillo.
—¡Esto ya está!
Mika comprobó con extrañeza que no le dolía.
—Muchas gracias.
—Quédate a comer. Prepararé feijoada, una receta baiana para chuparse los dedos. Frijoles negros, lengua de cerdo…
—He de ir a buscar a mi amigo. Si pudiera decirme dónde encontrarlo…
—Esta mañana estaban pintando cerca de aquí, pero no deberías salir todavía.
—Antes me ha dicho que la cosa estaba tranquila.
—Estar tranquila en la favela no es lo mismo que estar tranquila donde tú vives. Ese disparo habrá salido de un fusil de asalto que llevará colgado del cuello un adolescente drogado.
—¿No había sido un tubo de escape?
—Dales tiempo a que arreglen lo que haya podido pasar —concluyó con paciencia—. Aquí estás bien. Puedo encender el televisor.
¿Para qué?, se preguntó. ¿Para oír cómo siguen especulando sobre conspiraciones relacionadas con el apagón y la estrella? Era lógico que su alma de pantera sintiera ese temblor en el ambiente. ¿Qué demonios le pasaba al mundo?
Sintió una creciente ansiedad. Las figuras demoníacas del candomblé adquirieron vida, comenzaron a desperezarse sobre la cómoda.
Necesitaba abrazarse a su amigo Purone.
—Prefiero ir ahora —resolvió, levantándose como un resorte.
—De acuerdo, mi niña. Yemanyá te trajo y Yemanyá te lleva.
La acompañó a la puerta para darle algunas indicaciones. Mika se despidió y enfiló hacia donde le había dicho. Parecía fácil, pero una vez se sumergió de nuevo en el laberinto comenzaron las dudas. Al cabo de cinco minutos estaba convencida de que se había equivocado en algún cruce. Llegó a una zona más abierta y echó a andar por una calzada con coches aparcados, hasta una curva llena de basura desde la que se obtenía cierta perspectiva de las callejuelas situadas más abajo.
Se asomó. A un lado vio un edificio grande con aspecto de almacén; y no lejos de él…
El corazón comenzó a latir a toda prisa. Allí estaban Purone y sus compañeros de Boa Mistura: Pahg, Arkoh, Derko y rDick. Pintando otra calle, esta vez de magenta, una nueva burbuja de color frente a la desesperanza, al tiempo que perfilaban las letras blancas en perspectiva para imprimir una nueva leyenda: DULZURA.
Sintió una profunda emoción. Estaban juntos en el otro extremo del mundo.
Se les veía en su salsa. Amaban trabajar de aquella forma, durmiendo en casas particulares para fundirse con los escenarios de sus intervenciones, entregándose en cuerpo y alma a proyectos socialmente comprometidos. Era la forma de seguir cultivando su espíritu más bohemio y solidario mientras, en su día a día en el estudio de Madrid, trabajaban otro tipo de encargos de diseño para diferentes empresas e instituciones que les proveían del dinero necesario para salir adelante.
Estaba claro que además de ser unos genios para crear sus obras, también lo eran para conectar con la gente. Un nutrido grupo de niños saltaba a su alrededor, ayudándoles a remover los botes de pintura e incluso a pasar el rodillo rosa sobre cada elemento de la calle: paredes, puertas, persianas, bordillos, aleros.
Mientras Mika se decidía entre gritar su nombre o bajar sin avisar para darle una sorpresa, Purone levantó la cabeza, se quitó las gafas de sol y la miró, entornando los ojos. Había adelgazado desde la última vez que se vieron en Madrid. Su cuerpo robusto, sin muscular en exceso, revelaba una mayor esbeltez y se mostraba de pronto proporcionado, cual canon renacentista, con su metro ochenta y cinco. La tupida barba rasurada, la piel tostada tras varios días pintando a la intemperie y, sobre todo, el brillo que desprendían sus ojos por estar haciendo aquello que amaba, terminaban de perfilar un atractivo personal del que Mika se sintió orgullosa.
Sonrió y agitó la mano. Él dio unos pasos para apartarse del resto, como si buscase cierta intimidad en mitad de la algarabía. Cuando se convenció de que era ella dio un grito que debió de oírse en toda la favela.
—¡Estás aquí!
—¡He venido!
Le indicó que bajase por una ladera de tierra en la que habían excavado unos escalones. Todo el grupo dejó la faena para recibirla. La chavalería también le dio la bienvenida levantando las palmas tintadas, como si la conocieran de toda la vida. Purone se adelantó para abrazarla, pero se echó hacia atrás en el último momento.
—¡Te voy a manchar de pintura!
—¡Da igual, ven aquí!
Sí, constató Mika al sentirse rodeada por sus brazos, ciertamente necesitaba este estrujón.
Los niños saltaban alrededor de su nueva huésped. Los otros cuatro miembros de Boa Mistura se acercaron para besarla.
—Es genial veros en acción —comentó dirigiéndose a todos. Habían formado un corrillo a su alrededor y la contemplaban sonrientes—. De verdad me parece mentira, después de tantos años pasando por vuestro estudio, viendo fotos de las obras que habíais pintado aquí y allá…
—¡Lo que parece mentira es que hayas venido! —exclamó Pahg entre risas—. Apareces de repente, saludando tan normal como cuando entras en el estudio.
—Nuestra querida Miss-Me-Gusta-Beber-Cerveza-Cuando-No-Tengo-Competición aceptará una lata fría, ¿no? —bromeó rDick.
Sacaron unas Bohemia de una neverita portátil y se sentaron en un murete.
—¿Y el apagón no impidió que el avión aterrizara? —preguntó Derko.
Antes de que Mika empezara a explicarse, le enfocó con una cámara como si estuviera haciéndole una entrevista. A ella no le sorprendió. Sabía que Derko filmaba cada paso de los proyectos artísticos del colectivo y tomaba declaraciones de la gente con la que compartían sus experiencias. Así disponían de material gráfico, además de las fotografías, para montar cortos documentales.
—Desviaron muchos aviones a Río —contestó ella después de dar un trago largo—, pero yo tuve tiempo de llegar para verlo todo en primera persona.
—Fue impresionante —dijo Purone.
—Sí que lo fue.
—Una obra de arte.
Mika rió.
—No sé si diría tanto como eso. Fue tremendo, pero arte, lo que se dice arte…
—¿Cómo que no? Pintaron en el cielo una especie de… despertar. Podría sacarle un millón de significados a esa estrella. Quienes hayan hecho eso son unos verdaderos genios. Utilizar el cielo negro como un lienzo…
—¡Brindemos por ellos! —exclamó Pahg, alzando su lata de cerveza.
—Saúde! —gritaron al unísono rDick y Arkoh.
—Os veo muy integrados.
—Es fácil integrarse aquí —dijo Purone—. La gente brilla, tiene luz propia. Son un ejemplo en mitad de este mundo deprimido.
—Vosotros sí que brilláis. Mirad lo que estáis haciendo.
Señaló la calle chorreante de color.
—Se merecen esto y mucho más.
—He pasado por otra de las calles que habéis pintado. La azul celeste con la palabra «belleza».
—Son cinco en total: «belleza», «firmeza», «amor», «dulzura» y «orgullo». Luego te llevaré a verlas todas. La gente de la comunidad está encantada, nos lo están poniendo muy fácil y nos ayudan mucho, ¿verdad? —preguntó con cariño a un par de niños que se habían sentado en el suelo frente a ellos—. Hemos titulado el proyecto Luz nas vielas. Así llaman aquí a estas diminutas callejuelas que sirven de conectores en el tejido urbano.
Hablaron un buen rato de aquel trabajo y de proyectos futuros. Purone le contó que con aquella actuación querían crear una serie llamada Crossroads, nuevas performances de arte urbano participativo para intervenir en comunidades desfavorecidas empleando el arte como herramienta de inspiración y cambio. Cuando le preguntaron a Mika sobre sus planes laborales, les reprodujo la conversación que había mantenido en la oficina comercial.
—En este país todo marcha a otro ritmo —le consoló Arkoh—, no tienes que obsesionarte. Y si necesitas un lugar barato para vivir podemos preguntar a nuestra gente de aquí.
—Gracias, tengo mucha suerte de…
Se detuvo. Estaba emocionada de verdad.
—¿Sabes cómo llama nuestra madre adoptiva a tu amigo Purone? —saltó Pahg con su sonrisa habitual, refiriéndose a la dueña de la casa donde estaban alojados—. Coxinha!
—¿Qué quiere decir?
—¡Muslo de pollo! —Rió mientras señalaba los gemelos de Purone, que tenía muy desarrollados porque, según decía él, de pequeño siempre caminaba de puntillas.
—Pero ¡qué es esto! —se alarmó rDick.
—¿Qué pasa? —preguntó Mika, que no estaba para muchos sobresaltos.
—Vaya tuit más sobrado.
rDick mantenía los ojos pegados a la pantalla del móvil. Administraba un perfil de Twitter llamado @boamistura a través del cual enviaba a los seguidores del colectivo información y fotos a tiempo real de sus obras.
—Por la cara que ha puesto, seguro que se trata de un spam porno —bromeó Arkoh.
Su compañero acentuó el gesto de perplejidad.
—A mí no me parece ningún spam. Está viralizándose como un rayo. Toda la red está hablando de ello.
—Déjame verlo —le pidió Purone, estirando el brazo para que le pasase el móvil.
rDick se lo mostró. Los demás también se inclinaron para mirarlo.
—¡Joder! —saltó Pahg al verlo.
El mensaje provenía de un perfil con un nombre nada convencional, compuesto sólo de números y signos: @123456¿7?. Era el primer tuit que su autor remitía pero, como decía rDick, toda la red social estaba reenviándolo y comentándolo. No era para menos. Se componía de un hashtag con la leyenda #DíaPrimero como único texto y de una fotografía que mostraba el rostro de un hombre.
Un hombre… muerto.
—¿Es un cadáver de verdad? —saltó Mika.
Tenía los ojos abiertos, pero su expresión no dejaba lugar a dudas. La lengua hinchada sobresaliendo de la boca y, sobre todo, el color azulado de ponzoña que había adquirido la piel.
¿Quién era esa persona?
¿Y qué era eso de día primero?