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A las 6.41 horas, el sol proyectó sus primeros rayos sobre las cimas de los rascacielos.

En ese mismo instante se apagó la estrella y se restableció el servicio eléctrico en toda la ciudad.

Mika hizo una inspiración rápida y permaneció expectante.

Pasó un minuto. Las bombillas seguían encendidas.

Todo había acabado.

La recepcionista detuvo el motor del grupo electrógeno. El repentino silencio fue tan liberador como la vuelta a la normalidad.

Intercambió una mirada con los otros huéspedes, que también habían pasado la noche en vela. Ninguno dijo nada. Se levantaron con claros gestos de alivio y arrastraron los pies hacia sus habitaciones.

Mika se arrojó sobre la cama y volvió a mirar el reloj.

—No puedo creerlo… La reunión.

Había quedado a las nueve en punto en la oficina comercial de la embajada. Después de lo ocurrido, no sería extraño que cancelasen las citas del día, pero no podía arriesgarse a no acudir y que anulasen su expediente de empleo. Tampoco podía llamar para preguntar, ya que tenían un horario de atención al público restringido y si, esperaba a que abriesen las líneas, ya no llegaría a la reunión a tiempo.

Ni siquiera deshizo la maleta, salvo para sacar el neceser y algo de ropa para cambiarse. Se dio una ducha y bajó a desayunar zumo de papaya y la tarta de zanahoria que la cocinera de la pousada, intentando aparentar tranquilidad, se afanaba en cortar en porciones idénticas que colocaba en una vajilla floreada.

A pesar de la hora temprana, hacía mucho calor. El sol recalentaba el pavimento húmedo. Aquello se parecía más al Brasil que había imaginado.

Antes de salir se dio un último repaso en el espejo de la recepción. Hasta que le cogiese el pulso a la ciudad, lo importante era no llamar la atención. Remiró los pantalones pitillo con bolsillos laterales de campaña, las Nike negras y la camiseta de tirantes que dejaba al aire sus hombros atléticos. Puede valer. Gafas de sol retro y sin joyas —nunca llevaba, ni siquiera reloj—. Todo bien… salvo un detalle. Cogió un fular para tapar el escote cuando llegase a la oficina comercial. Hasta ese momento lo guardaría en el bolso.

Consultó el mapa para buscar el camino más corto. Siguiendo los consejos del taxista que le trajo desde el aeropuerto, y para no seguir tirando de sus escasas reservas sin necesidad, se decidió por una combinación de metro y tren urbano. Era cierto que, comparado con otras grandes urbes, apenas había líneas, pero la zona de Brooklin Novo a la que se dirigía —cerca de la flamante Villa Olimpia en la que buscaban un hueco las empresas que querían aparentar prosperidad— estaba bien provista de paradas.

Trazó la ruta con el dedo sobre el mapa do transporte metropolitano: línea 2 Verde hasta Consolação, enlace con la 4 Amarela hasta Pinheiros, cambio a la 9 Esmeralda hacia el sur… Aquella combinación le llevaba casi hasta la puerta de la oficina por tres reales, poco más de un euro.

Genial. Allá voy.

Mientras caminaba hacia la estación de Villa Madalena miraba de reojo al cielo una y otra vez. Aunque el mundo hubiese vuelto a girar —al menos eso querían creer todos—, no podía quitarse de la cabeza el sobrecogedor estallido de luz en la oscuridad. Se sintió un poco sola, huérfana en el fin del mundo.

Era el momento de llamar a su padre.

Siempre habían tenido una bonita y estrecha relación. Su madre murió de cáncer cuando Mika era una niña y Saúl Salvador —así se llamaba él— se ocupó de cuidarla. Era militar, pero tras enviudar abandonó la carrera castrense para dedicarse a la seguridad privada de empresas españolas en el extranjero, normalmente en zonas en conflicto. Nunca faltaban ofertas de trabajo para un exoficial del ejército sin reparos ni problemas de movilidad.

Mika nunca le echó en cara ese vuelco vital, a todas luces extremo e incluso peligroso. Consideraba que, lejos de dejarse vencer por la tristeza, Saúl sacó pecho y buscó nuevos horizontes en los que sólo pervivieran los buenos recuerdos. Y lo más importante: la llevó consigo en todo momento, de un país a otro, ocupándose personalmente de su educación hasta que Mika comenzó los estudios universitarios en Madrid y se instaló en un piso compartido con dos compañeras de clase.

Estos últimos fueron los años de sedentarismo en los que, mientras cursaba el grado, se dedicó en cuerpo y alma al kárate que desde niña había practicado a diario con Saúl, maestro de las artes marciales. Los años en los que interrumpió el periplo por el globo…, que ahora recomenzaba por sí misma.

Desde hacía unos meses, su padre trabajaba en una planta petrolífera en Libia, por lo que se veían muy poco. A Mika le apetecía contarle la experiencia casi mística que le supuso el contemplar con sus propios ojos el advenimiento de la estrella. Explicarle las sensaciones que había vivido durante el apagón. Decirle: y después de todo aquí estoy, en mitad de una rúa de locos, bajo un sol capaz de disolver la nube de contaminación y lluvia contenida, tan fuerte que quema a través de la ropa y me recarga las baterías.

Saltó el contestador.

No dejó mensaje, ya volvería a intentarlo más tarde. La última vez que hablaron fue siete días antes de su partida. Saúl también estaba contento por el paso que había dado. Le alegraba comprobar que su pantera se parecía a él cada día más. ¡Benditos apetitos nómadas! ¡Apátridas no, mejor ciudadanos del mundo!

Desde hacía algún tiempo, Saúl tenía pareja. Se llamaba Sol y era una simpática ingeniera informática con la que Mika se llevaba muy bien. En los pocos ratos que pasaban juntas (cuando iban de visita a España), Sol se esforzaba en hacerla reír. Su ya madura intuición femenina le decía que Mika —como todo el mundo— necesitaba cariño, aunque aparentase estar siempre tan segura de sí misma y mostrase esa fortaleza que le llevaba a enfrentarse a cualquier injusticia con la valentía de una moderna Juana de Arco.

Sol también le había apoyado en su decisión. La víspera de coger el avión le envió un cariñoso mail en el que le decía que podía contar con el apoyo de sus cachorros. Así llamaba a los alumnos que tenía repartidos por todo el mundo. Jóvenes hackers informáticos que habían asistido a sus cursos por internet sobre programación avanzada, con los que había compartido conocimientos en los límites de la legalidad y que le profesaban fidelidad eterna. Más de uno vivía en São Paulo, lo cual no era de extrañar dado que la ciudad se había convertido en uno de los centros mundiales de la tecnología. «Mis cachorros me adoran, puedes pedirles lo que quieras», le había confiado a Mika con complicidad. Ésta le creyó. Sol era extremadamente inteligente y muy generosa. Y tan freak como ellos.

Tras una hora de conexiones y esperas en andenes abarrotados, llegó a la oficina comercial. Se trataba de una pequeña sede en un lujoso edificio construido frente a un parque.

—Enseguida avisamos al señor Cortés —dijo, solícita, una secretaria.

Empezaba bien. Su contacto, el jefe adjunto del Departamento de Promoción encargado de la gestión de currículums y enlace con empresas que requerían trabajadores bilingües, estaba allí. Le pidieron que esperase en la entrada. Dos sofás y una estantería llena de folletos: los mejores vinos de Rioja, el mejor aceite de oliva de Puente Genil, empresas de telefonía, moda. Marca España.

Diez minutos después salió a recibirle un hombre de aspecto juvenil, con la corbata aflojada y la camisa remangada hasta los codos. Por lo que Mika había visto durante su paseo ferroviario desde la pousada, mucha gente en São Paulo mantenía una fachada de vitalidad con independencia de su edad. Sin duda se debía al energético sol que para entonces ya imponía su ley desde lo alto.

—Después de lo que ocurrió anoche no esperaba que vinieras —le confesó Cortés con una voz atiplada que no se correspondía con su físico.

Mika notó cómo repasaba algunos puntos de su fisonomía que, bien lo sabía ella, concentraban la mayor parte de su atractivo. Pelo abundante, cortado desigual de forma que algunos mechones escondían sus ojos verdes, grises según la luz; expresión seria, no arisca sino más bien misteriosa; los labios carnosos que había heredado de su madre, delineados para mandar un beso al aire, como en aquella antigua foto que llevaba siempre consigo. Estaba acostumbrada a que los hombres la mirasen de esa forma, así que le dejó hacerlo durante un segundo y medio antes de contestar:

—Yo tampoco contaba con que hoy estuviese abierta la oficina.

—Estoy conmocionado. Mira que he visto cosas desde que llegué a este bendito país, pero como lo de ayer… Aún sigo destemplado por la vuelta que me dio el estómago. Pero ¿quién demonios ha hecho eso? Mi mujer se puso a gritar como una histérica en el balcón. Creía que se iba a tirar.

—He pasado la noche pegada al televisor, pero no he sacado nada en claro.

—Ni tú, ni nadie. Siguen dándole vueltas y más vueltas, sin rumbo alguno. Eso es lo que más asusta. Lo que no entiendo es cómo no ha habido cientos de muertos. Entre las incidencias en los hospitales, los ataques de pánico y los alucinados que se lanzaban en tropel a las calles invocando a sus espíritus… Y al amanecer, ¡tatachán! Sale el sol, se apaga la estrella y todo vuelve a funcionar a la perfección, como si alguien hubiese pulsado un botón. No puedo decir que esté tranquilo, pero la verdad es que fue algo… —Cambió su tono socarrón por otro más delicado que no se correspondía con su discurso y añadió—: Mágico.

—Sí —asintió Mika pensativa, recordando la visión entre demoníaca y angelical que disfrutó desde el morro de la antigua Villa de los Harapos—. Tuvo algo de mágico.

—¡Bien, el caso es que aquí estás! —recapituló Cortés mientras comenzaba a pasar hojas del expediente que había sacado de un armario metálico.

Mika reconoció, impresos en papel, algunos de los mails que habían intercambiado durante las semanas previas. También estaba su currículum. La foto en blanco y negro resultaba horrible. Parecía que tuviera manchas en la cara.

—Pues sí, aquí estoy.

—Eso es que tienes muchas ganas de trabajar.

—Empezaría ahora mismo.

—Siguen las cosas mal por España, ¿no?

—El trabajo no está mal, está imposible. Y en cuanto al resto de los asuntos como la educación, la política, la cultura… —Le salió la vena indignada que afloraba cuando le daban cancha—. Todo genera la misma sensación de inestabilidad. ¿Cómo podría explicarlo? Moverte ahora por Madrid es como caminar por esa casa oscura de las ferias que tenía en el suelo rodillos giratorios y planchas oscilantes.

Cortés sonrió.

—Pero tú no eres de las que se derrumban por un par de rodillos.

Mika se acordó de su padre.

—Me han enseñado a mantenerme erguida.

—Te refieres al kárate, supongo —anotó mientras releía la información que había recopilado—. Al parecer, eres un arma de destrucción masiva.

A Mika no le hizo gracia el chiste, pero se abstuvo de verter comentario alguno. Volvió la cabeza hacia el montón de expedientes del que había extraído el suyo. ¿Serían los demás demandantes de empleo tan jóvenes como ella? En realidad, no era tan joven. ¿Cómo que no? Estaba nerviosa. Recordó la noche que entró en la página del Consulado de Brasil y consultó los requisitos que el gobierno exigía a quienes solicitaban un permiso de trabajo. Se desinfló al leer que era necesario disponer de una oferta laboral previa, pero en la misma embajada le recomendaron viajar al país con un visado de turista y barajar sobre el terreno las diferentes opciones. Todo resulta muy fácil si te presentas en persona a los empresarios, le habían dicho.

—Tengo más material para adjuntar a mi currículum —comentó sacando pecho.

—¿A qué te refieres exactamente?

—Alguna carta de recomendación y el proyecto de fin de carrera.

—¿De qué iba?

—De utilizar los fundamentos de las relaciones públicas comerciales para favorecer la comunicación entre los estados de diferentes tradiciones culturales y crecer en objetivos comunes. Ya sabe: Estados Unidos-Irán… Cosas así.

Cortés rió.

¿Qué le hace tanta gracia?

—Seguro que será muy útil para conocerte mejor. ¿Lo tienes aquí?

—Está todo archivado en mi ordenador, pero puedo enviárselo hoy mismo a su correo. Pensaba imprimirlo a mi llegada, pero con lo que ocurrió anoche…

—No te preocupes, ahora te paso mi nueva dirección de mail.

—¿No es la misma a la que mandé el currículum?

—Ya sabes cómo va esto —le confió, ufano—; en cuanto cambias de puesto, a hacer nuevas tarjetas.

—Enhorabuena.

—Es poca cosa. Me libero del sobrenombre de «adjunto» que me ha acompañado estos años y paso a ser jefe del Departamento de Promoción. Ya sabes, más responsabilidades y más objetivos a cumplir a cambio de cuatro euros extras. Pero ¡ya vale de hablar de mí; eres tú la que comienza una nueva aventura!

—También tengo…

Se detuvo a pensar.

—No te cortes, que en esta lucha vale todo. Supongo que como en el ring. —Rió.

Se llama «tatami», corrigió Mika mentalmente. Y en el tatami no vale todo; de hecho, mejor nos iría si en los negocios se respetaran un diez por ciento de las normas que regulan los combates de kárate.

—No sé si le servirá de algo o si será una salida de tono. Son comentarios breves que comencé a escribir desde que fui a vivir a Madrid. Como si fueran posts para un blog, pero que nunca he llegado a publicar. Es… No sé cómo explicarlo, mi visión de la situación actual del mundo.

—¡Indignaos! Pero ¡si tenemos aquí a una visionaria!

Eres idiota.

—Olvídelo.

—No, te digo en serio que me interesa. Seguro que son opiniones frescas.

—Sólo son pensamientos sobre los peligros y las necesidades de las explosiones económicas —se esforzó en explicarle Mika. Al fin y al cabo, de aquel hombre dependía su futuro laboral—. No puedo evitar preocuparme por ello, después de haberlo vivido en mis carnes y en las de mis amigos. Aquí está ocurriendo eso, ¿no? Una fantasía parecida a la de España. Más nos valdría aprender unos de otros.

—Visiones de la realidad clarividentes y sin adulterar —repuso Cortés, asintiendo con complacencia—. Eso es lo que hace falta en Brasil, sí señora. Puedo asegurarte que vas acumulando boletos para pasarte por la piedra a todos ésos.

Señaló la montaña de peticiones de trabajo, consciente de la altura que había alcanzado en los últimos tiempos y de su privilegiada posición para ayudar a unos o a otros. Lo que Mika no comprendía era cómo alguien como él ocupaba ese puesto.

—Qué bien —se limitó a decir.

Cortés cerró la carpeta de golpe y bebió un sorbo de café de un vaso de plástico.

—De todas formas, es un poco complicado.

—¿Qué es complicado?

—Lo que has dicho antes sobre empezar ahora mismo. Hasta después del carnaval no podremos ayudarte.

—¿Cómo dice?

—Puedes tutearme, yo lo estoy haciendo.

—Gracias, pero…

—No me digas que no contabas con que dentro de dos semanas empieza la fiesta.

—Ni lo había pensado.

La verdad es que se había tomado al pie de la letra las frases del tipo «podrás empezar a trabajar de inmediato» que Cortés había utilizado en sus correos. Qué ingenua… Se avergonzó de sí misma. Estaba claro que la expresión «de inmediato» tenía un sentido muy diferente según el lado del charco donde se pronunciaba.

—Sinceramente, estos días previos a la fiesta no son un buen momento para proponer entrevistas personales. Los empresarios están por cerrar asuntos y no por abrir otros nuevos. Y después de lo de ayer, ¡qué te voy a decir! Hasta que se aclare el tema del apagón y de la maldita estrella, la gente no querrá saber nada de otra cosa. —Mika dibujó una expresión de intensa gravedad—. ¡No te rasgues las vestiduras, mujer, que tampoco es para tanto! Así tendrás tiempo de aclimatarte. El visado de turista tiene validez para tres meses y tú acabas de llegar, ¿no?

—Anoche, justo antes de…

—El carnaval paraliza el país —se justificó con un tono más amable—. Entre las escuelas de samba que te machacan la cabeza con sus ensayos y la gente que huye de vacaciones… Pero no te preocupes. Moveré tu currículum y seleccionaré lo que más te pueda interesar. Te prometo que te avisaré en cuanto pase este lío.

—Gracias.

—De momento puedes enviarme el nuevo material para que le eche un vistazo. —Le ofreció su recién estrenada tarjeta. Embaixada da Espanha; escudo nacional; suave textura satinada—. ¿Dónde te hospedas?

Mika pensó que, con el panorama que le pintaba, tendría que ir buscando otro alojamiento más económico.

—Ya le incluiré en el correo mis señas definitivas. De momento, yo también le dejo mi tarjeta.

Metió la mano en el bolso y rebuscó el taco que había impreso en una copistería la víspera de su partida. Soltó la goma y le entregó la primera. Al sacarla le pareció precaria, burdamente diseñada y de cartón corriente, pero ya era tarde.

—Era simple curiosidad —dijo el nuevo jefe del Departamento de Promoción mientras la dejaba sobre la mesa sin leerla—. Con tener tu dirección de mail nos es suficiente. En cualquier caso —terminó, poniéndose de pie y tocándole el brazo con paternalismo—, ésta es tu casa.

Mika se dirigió hacia la salida. Ascensor, veinte pisos hacia abajo. Cruzó el parque. Vagó durante un rato entre centros comerciales. Se paró frente a unos músicos callejeros que entonaban canciones de telenovela con un altavoz conectado a un generador que hacía más ruido que ellos. Jet lag. Sentada en un banco, se le cerraban los ojos. No quiero dormir, si caigo ahora mañana estaré igual o peor. Jet lag. Delicia!, le piropearon dos ratas de gimnasio con aspecto de rapero. Se tocó el cuello, los hombros descubiertos salvo por el hilo de la camiseta. ¿El fular? Llevaba toda la mañana guardado en el bolso. Ni siquiera se lo había puesto durante la entrevista.

De repente se escondió el sol.

Un estremecimiento.

Otra vez no, por favor…

Miró al cielo. Era sólo una nube. Una gran nube negra de tormenta.

Me voy a esa favela para visitar a Purone.

Se le ocurrió de golpe, al espabilarse con el susto.

Era el plan ideal para aguantar en pie el resto del día: buscar la comunidad de Monte Luz donde su amigo estaba pintando con sus cuatro compañeros del colectivo artístico Boa Mistura.

Tenía ganas de darle una sorpresa; además, después de la charla en la oficina comercial necesitaba un fuerte abrazo.

Se acercó a una marquesina de la red pública de transporte metropolitano y, comparando la maraña de líneas con el plano fotocopiado de la ciudad que llevaba consigo, escogió la mejor combinación para desplazarse hasta allí.