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En la mente de Mika pugnaban por hacerse un hueco una difusa paz, desconcierto, ansiedad… Ni siquiera podía asegurar que lo que estaba viviendo era real. Alguien acababa de sugerir que el apagón respondía a la llegada de seres extraterrestres, y aquella imagen bien parecía sacada de una película de Spielberg. Bella y épica, pero al mismo tiempo alarmante y turbadora. A medida que pasaban los minutos, las posibilidades más funestas iban tomando forma. Imaginaba una legión de terroristas con un interruptor en la mano, preparados para detonar la estrella y llevarse por delante a los veinte millones de habitantes de São Paulo… y a ella misma. Recién aterrizada.

¿De verdad voy a acabar así?

Lo que más le alarmaba a corto plazo era desvanecerse por la falta de sueño y la excitación y caer despeñada barranco abajo. Necesitaba encontrar como fuera su pousada, cubrirse con una sábana y despertar al día siguiente, cuando el sol hubiese derrocado el gobierno marcial de la estrella.

Leyó las señas en voz alta confiando que alguien le indicase cómo llegar. Los que la rodeaban, tan angustiados como enganchados a la adictiva contemplación de los cilindros de luz, no le hacían el menor caso. Parecían haber sido ya abducidos por las eventuales criaturas espaciales. Tras dar un último grito reclamando atención, un joven se ofreció a acompañarla. Una vez memorizó sus indicaciones, Mika le rehusó con maestría, echó una última mirada a la estrella y se separó del grupo.

Subió y bajó las empinadas cuestas, entre personas desorientadas que sollozaban en la oscuridad y vehículos que, a falta de avanzar, no dejaban de tocar el claxon. Le resultaba imposible adaptar los ojos a la negrura, ya que cada dos por tres le cegaban las linternas de los vecinos del barrio, empeñados en alumbrarle la cara para ver quién era la loca que se acercaba arrastrando semejante bulto.

Pasado un buen rato, con el tobillo dolorido por haber despertado una lesión reciente y el pelo calado primero por la lluvia y después por el sudor, se pegó a un poste —casi encaramándose a él— para comprobar si el nombre de la calle se correspondía con el que traía garabateado en su libreta de viaje.

Rua Harmonia.

Por fin…

Escudriñó un portal en el que habían colocado unas velas.

Pousada do Vento.

Había llegado.

Tuvo que contener las lágrimas que afloraron de puro agotamiento. La garganta dañada por el esfuerzo le raspaba al respirar. ¿Cuántos kilos de ropa, zapatos, botes y libros llevaba en aquella maleta? ¡Ni que se fuera a vivir a una isla desierta! Por fortuna, el edificio destilaba un acogedor ambiente de oasis, ideal para desembarcar después de la tempestad. Era un antiguo caserón familiar reconvertido en hostal que preservaba el encanto original a cambio de renunciar a otras prestaciones de los hoteles convencionales.

Cruzó un pasillo oscuro flanqueado por un abrevadero que seguía estando allí desde los tiempos en que la planta baja era una cuadra, ahora lleno de agua cristalina surcada por dos carpas anaranjadas. Se asomó a la recepción. Por todas las estanterías habían repartido velas que, además de iluminar, pintaban la estancia de magia. En la sala próxima donde se servían los desayunos, un estruendoso grupo electrógeno dotaba de corriente a un televisor que a duras penas se hacía oír sobre el ruido.

Mika saludó a la encargada e hizo el gesto de taparse los oídos mientras le entregaba su pasaporte.

—Al menos podemos seguir las noticias que emiten desde Río y los canales extranjeros —se justificó aquélla.

—¿Se sabe ya lo que ha ocurrido?

La chica, que no tendría más de dieciocho años, le contestó con una mueca indefinida y se dedicó a preparar la ficha de ingreso.

Se sentó en un taburete de bar en la salita del televisor. Otros cinco huéspedes que habían bajado de sus habitaciones le saludaron de forma cómplice. Al fin y al cabo, todos eran prisioneros de la oscuridad. Uno de ellos se había apropiado del mando a distancia. Lo mantenía a media altura, rebuscando por los diferentes canales cualquier nueva información. Nadie quería reconocerlo, pero la posibilidad de que el apagón y la estrella formasen parte de un acto terrorista que todavía hubiera de deparar nuevas sorpresas les sumía en un profundo abatimiento.

La NBC americana retransmitía en directo imágenes tomadas desde los helicópteros que sobrevolaban el rascacielos del que provenían los cañones de luz. Trataban de acercarse lo máximo posible a la azotea para conseguir los mejores planos. Para entonces ya había sido ocupada por un grupo de élite de la policía. Parecía desierta, pero no dejaban de subir patrullas pertrechadas con la equipación de asalto.

A la espera de que las instituciones hiciesen públicos los detalles sobre lo que hubieran podido encontrar allí arriba, el corresponsal de la cadena buscaba paralelismos con otros grandes apagones del pasado, intentando a duras penas quitar hierro a lo que estaba ocurriendo.

«Algunos de ustedes recordarán el apagón de Nueva York en 1965, por colapso de la red eléctrica. En aquel momento aún no se cernía sobre la ciudad la sombra del fanatismo religioso, por lo que la ciudadanía se lo tomó con calma, aprovechó bien la oscuridad y nueve meses después se dio una de las tasas de nacimientos más altas de la historia. O el ocurrido en Lima en 2006 durante la celebración del cumpleaños del alcalde Gustavo Sierra Ortiz, cuando un globo aerostático chocó contra una torre de alta tensión y dejó a oscuras a medio millón de personas. Pero no hace falta viajar tan lejos, ni en el tiempo ni en el espacio. En este mismo país, el 10 de noviembre de 2009, la tormenta que azotó la subestación eléctrica de la represa de Itaipú, situada en Foz do Iguaçu, provocó una disminución en una línea de transmisión y dejó sin luz a dieciocho estados.

»Fallos humanos, averías en los equipos, sobrecargas, cortocircuitos… Desde que el mundo depende de la electricidad, muchos son los motivos que han sumido al hombre en la oscuridad. Pero más imperioso que buscar las causas de este apagón es encontrar respuestas sobre esos misteriosos focos que iluminan las favelas.

»¿Quién ha dibujado esa estrella en la oscuridad?

»¿Y para qué?».

El huésped que blandía el mando a distancia se paseó por otros canales. Estaba como ido, apenas se paraba a comprobar el contenido de las emisiones.

—¡Bastante asustados estamos ya como para que nos metan más miedo en el cuerpo! —saltó de pronto en un borroso inglés.

—Son ellos los que están aterrados —dijo otro desde una esquina, manteniendo una calma fingida—. Se supone que los medios siempre disponen de información fresca, pero éstos no saben nada.

—Usted, que acaba de llegar, ¿lo ha visto en persona? —le preguntó el primero a Mika. Ella asintió—. Yo prefiero no salir a la calle. Quién sabe si no habrán dispersado algún producto químico.

—Le ruego que se ahorre esas tonterías —le recriminó el otro hombre.

El del mando se volvió hacia él.

—Quizá usted quiera creer que esa estrella es inofensiva, pero yo estoy seguro de que los tiros van por otra parte.

—No hable de tiros, por favor —intervino una mujer mayor con aire de ejecutiva que había permanecido callada hasta entonces.

El del mando, hastiado, comenzó a cambiar de canal como si estuviera loco. Cuando pulsó el botón con el número 6, en el que estaba sintonizada la cadena TV Brasil, se reclinó sobre su butaca dándole una tregua al obsesivo zapping.

En un plató de los estudios de Río de Janeiro, la conocida presentadora del noticiario nocturno Eloísa Meneghel presidía un debate al que habían invitado a cuatro personas siguiendo el esquema habitual: dos políticos de diferentes tendencias, el responsable de una ONG de corte social y un catedrático de universidad al que habían convocado para aportar rigor científico al programa —este último con cara de haber sido sacado de la cama—. Todos ellos, sentados frente a la cámara en una mesa con forma de media luna, se ocupaban de desmenuzar la información que iban recibiendo desde São Paulo. A su espalda, una enorme pantalla proyectaba en directo las imágenes que remitía el helicóptero de la cadena.

«¿Podemos hablar de conspiración?», lanzaba al ruedo la presentadora, abriendo un nuevo frente de análisis mucho más inquietante que las meras averías a las que hacían alusión en la otra cadena.

«¿Conspiración?», se alarmaba el representante del Partido de los Trabajadores, gobernante en la región.

«Recuerde el apagón provocado en Argentina durante el Proceso de Reorganización Nacional. Los militares dejaron sin suministro eléctrico a Ledesma para capturar estudiantes y sindicalistas involucrados con la guerrilla y otras facciones de izquierda».

«En cualquier caso creo que es pronto para aventurarse».

«¿Cómo que es pronto? —saltó el portavoz de la oposición—. ¿Acaso no están viendo lo mismo que yo? —Se volvió airado para señalar la estrella, que brillaba impactante en mitad de la gran pantalla—. No estamos hablando de una torre de alta tensión desplomada por el peso de un nido de cigüeñas, sino de una acción provocada. Más aún, una acción perfectamente madurada y para la que no se ha reparado en gastos. Eso que vemos ahí no son cañones de xenón de cuatro kilovatios como los que alumbran el cielo de Cannes el día del festival. —Hizo una pausa para regodearse en sus deberes bien hechos—. Es algo mucho más sofisticado. Algo que busca un objetivo concreto».

«¿Qué objetivo?», preguntó la presentadora.

«Aún no lo sabemos, eso es lo indignante. —Miró de soslayo a su opositor—. ¿Por qué la policía no dice de una vez qué han encontrado en esa azotea? Hay treinta agentes rebuscando en el nudo de focos».

«¿Desde cuándo la jefatura de policía ha de publicar cada paso que dan sus investigadores?», se defendió el portavoz gubernamental.

«Mire a las cámaras y jure a los televidentes que usted tampoco sabe nada de lo ocurrido», le retó el opositor.

«Esto es increíble… —rió con sorna el político—. Corrijo: viniendo de usted es de lo más creíble».

«En lo que todos estamos de acuerdo es en que se trata de una acción provocada por el hombre —retomó Eloísa Meneghel—. Podemos archivar las especulaciones sobre visitas extraterrestres y las llamadas “luces sísmicas” de las que se hablaba al principio de la noche, ¿verdad, doctor?».

La presentadora dio paso al hombre situado en el extremo a su derecha. Según rezaba el rótulo que pusieron a pie de pantalla, era un catedrático de Geofísica General de la Universidad Estatal de Campinas.

«No soy quién para pronunciarme sobre cuestiones alienígenas, pero sí para ratificar que esta estrella no tiene nada que ver con esas luces que se dejan ver en el cielo preconizando los grandes terremotos, ni con ningún otro fenómeno natural. Aquí no hay fricciones en la falla, ni gas radón, ni nubes de hoyos-p liberados por esfuerzos sísmicos. Lo que tenemos ante nuestros ojos, como ha dicho el compañero —señaló cordial al contertulio de la oposición—, es un artilugio manufacturado».

«¿Y quién puede fabricar algo así salvo el propio gobierno? —intervino por fin el responsable de la ONG, un ecologista recalcitrante—. No tengo ni idea de qué querrán conseguir con ese aparato, pero visto el castigo que infligen a nuestro entorno con tal de enriquecer a las clases dirigentes, podemos esperar cualquier cosa…».

Paulatinamente, Mika fue dejando de escuchar las divagaciones en las que se sumían los contertulios, encaminadas a llenar minutos de emisión ante la falta de novedades reales. Tenía un sueño terrible, pero ninguna intención de irse a dormir en aquellas circunstancias. Si los siete cañones que iluminaban las favelas tenían que acabar explotando porque se trataba del primer estadio de un sofisticado acto terrorista —una posibilidad que los medios ni siquiera se atrevían a comentar para no alimentar el caos—, que le pillase despierta. Así que siguió sentada en el taburete, viendo a los helicópteros revolotear como polillas alrededor de la inquietante luz, mientras en su mente resonaban las preguntas que había formulado el corresponsal de la NBC:

¿Quién ha dibujado esa estrella en la oscuridad?

¿Y para qué?