São Paulo, en la actualidad
Mika pegó la nariz a la ventanilla del avión. Suspiró de forma entrecortada. Treinta por ciento eran nervios; setenta, excitación. Limpió su propio vaho condensado con la manga del suéter. Era de noche y llovía, pero ya se divisaban los contornos de aquella ciudad que se extendía más allá del horizonte. São Paulo era un continente entero de cemento y cristal. Los rascacielos apiñados formaban cordilleras. Emergían a cada cual más esbelto, labrándose un hueco a codazos entre el resto, y se estiraban hacia las nubes.
La voz del comandante sonó por megafonía. Pidió al personal de cabina que se preparase para tomar tierra y a los pasajeros que se asegurasen de que sus asientos estaban erguidos y sus cinturones, abrochados. Mika siguió mirando sin perder detalle. Podía distinguir las personas minúsculas yendo de aquí para allá como sedimentos llevados por el viento, acariciar las cimas de hormigón. No había espacio para jardines o estanques. Según las zonas, las azoteas de las casas ricas con helipuerto daban paso a los tejados de uralita de las favelas.
Se preguntó cuál de ellas sería Monte Luz, la comunidad del extrarradio que su amigo Purone y los demás miembros del colectivo artístico Boa Mistura estaban embrujando con sus pinturas. Aquellos cinco jóvenes madrileños, que se habían hecho un hueco en la élite internacional de la creatividad tras firmar impactantes murales en cuatro continentes, se encontraban decorando las calles de una favela por iniciativa de un mecenas brasileño que aún creía en el poder inspirador del arte urbano para mejorar la sociedad. Si no hubiera sido por ellos, no estaría en aquel avión. Fue Purone quien, cuando le contó que habían recibido ese encargo, le sugirió que São Paulo también era el mejor sitio del mundo para encontrar trabajo. Tres años después de obtener el grado en Publicidad y Relaciones Públicas, aún seguía enviando currículums y haciendo entrevistas, persiguiendo un puesto digno acorde con su preparación, por lo que le pareció una gran idea saltar el charco y abrir un nuevo frente.
Apenas había pasado un mes desde aquel día. Recordó cuando regresó a casa y se metió en internet. Su amigo estaba en lo cierto. Según afirmaban los foros y la página del consulado, en Brasil había empleo de sobra. Los sectores de servicios, turismo y recursos humanos estaban en auge y precisaban mano de obra cualificada. Sólo necesito hacer las maletas, pensó entonces con un hormigueo en el estómago.
Mientras escuchaba cómo se abría el tren de aterrizaje bajo sus pies, no pudo evitar sonreír. En verdad se encontraba comenzando una nueva y apasionante andadura. Volvió a pegar la nariz al cristal. Estaba frío. Apoyó también los pómulos sonrosados, primero uno, luego el otro, para calmar un repentino ardor.
Desde que aterrizó en el aeropuerto de Guarulhos le golpeó el caos que envolvía el día a día de los veinte millones de paulistas. El falso silencio que había respirado en el interior del avión fue sustituido por el estruendo de la tromba de agua, la publicidad que arrojaban las pantallas de televisión en las áreas comerciales de la terminal y las voces de aquéllos que le ofrecían hotel, vehículos de alquiler y cambio de divisas. En condiciones normales aquel barullo le habría energizado, pero estaba rota por el vuelo y confundida por el cambio horario —había hecho dos largas escalas para conseguir un billete más económico— y no veía el momento de echarse a dormir en una cama.
Mañana será otro día, el primero de mi nueva vida. Ahora sólo quiero que mi maleta salga de una maldita vez por esa cinta…
Cruzó la aduana y se plantó en mitad de la zona pública. Eran las diez de la noche, pero estaba abarrotada. Se detuvo entre la multitud y miró a ambos lados. Había algo, más allá del ruido, que la desazonaba. No lograba identificarlo. Le habían advertido de que São Paulo era una ciudad agresiva, incluso peligrosa si se cruzaban determinadas líneas, pero no era eso lo que le preocupaba. Quizá fuera la lluvia. Había imaginado un Brasil siempre soleado. Lo cierto es que percibía un temblor en el ambiente, como el nerviosismo que los animales destilan antes de un cataclismo.
Odiaba sentirse vulnerable.
Una cama, eso era todo lo que necesitaba.
Y cuanto antes. Ya no se soportaba ni a sí misma.
Buscó la forma de llegar a Villa Madalena, un barrio céntrico en el que había reservado alojamiento para moverse con fluidez los primeros días. Podía ir en taxi, pero estaba a más de veinte kilómetros del aeropuerto y llevaba el dinero justo para aguantar unos días hasta que comenzase a trabajar. Pronto localizó una línea de autobús que no le dejaría lejos de la pousada. Dudó. Estaba tan cansada… Por otro lado, a la mañana siguiente tenía concertada la cita en la oficina comercial de la embajada, de la que confiaba salir con una oferta laboral firme…
Seamos prudentes. Autobús.
Pero cuando tiró de su repleta bolsa de viaje hacia donde marcaban los indicadores luminosos, terminó de romperse una rueda que se había rajado en la bodega del avión.
—¡Se acabó! —gritó, sacando todo su genio ante la mirada de otros viajeros.
Arrastró la bolsa hacia las puertas de salida a la calle, pasó bajo una marquesina que desaguaba torrentes de lluvia y en unos segundos estaba montada en un Peugeot que salió disparado del aparcamiento con los limpiaparabrisas desaforados y el aire acondicionado en modo huracán.
Cruzaron urbanizaciones residenciales en construcción. Grúas, grúas. Iluminadas como las norias de un inmenso parque de atracciones. Levantó la vista. Le llamó la atención la cantidad de helicópteros que trazaban insolentes líneas rectas en el cielo. Policiales, supuso. Los mosquitos de la nueva jungla.
A pesar de su tamaño, São Paulo era una ciudad joven. Su desarrollo apenas comenzó cien años atrás, cuando los hacendados locales vieron en el café una alternativa a la denostada caña de azúcar. A partir de entonces creció y creció, más en población que en infraestructuras, y dio lugar a las hacinadas favelas y al congestionado centro en el que el taxi se internaba sorteando obras y atascos.
—¿Ha venido de vacaciones? —se lanzó a preguntar el conductor, un hombre de mediana edad y piel oscura.
Vestía una camiseta sin mangas con el logotipo de Metallica que dejaba ver los numerosos tatuajes que cubrían sus brazos. Se esmeraba en hablarle de forma pausada para que ella le comprendiera, una fórmula aparentemente ingenua pero que daba buen resultado con los turistas de lengua castellana.
—A trabajar —contestó Mika en perfecto portugués.
—¿Habla mi idioma?
—Viví varios años en Mozambique.
—¡Qué legal! ¿Qué hacía allí?
—Mi padre estuvo destinado en Maputo. Es una larga historia.
—Me alegra que usted haya escogido Brasil. Cada día recojo a europeos que vienen aquí buscando lo que les falta allí. Antes ocurría al contrario.
—El mundo está cambiando.
—¡Y tanto! Fíjese en él.
Señaló una valla publicitaria en la que aparecía un hombre con una arrolladora sonrisa. A su lado, unas siglas: CoCo; y la leyenda: BUSCA EL ORO QUE HAY EN TI.
—¿Es un político?
—De momento no, pero dele tiempo. Es Gabriel Collor, el hombre más rico de Brasil. Dicen que pronto se convertirá en el más rico del planeta.
—¿Y le llaman CoCo?
—Es por Collor Corporation —aclaró el taxista—, un conglomerado de empresas. ¡Creo que a lo único que no se dedica es al fútbol! ¿En qué trabaja usted exactamente?
—Exactamente en nada. —Mika sonrió y cruzó una mirada a través del retrovisor—. Estudié una carrera pero aún no he tenido mi primer empleo serio.
—Es muy joven.
—Ya han pasado tres años desde que me licencié… —murmuró, como si se lo estuviera recordando a sí misma.
—¿Tanto? Si no puede tener más de veintidós.
—Veinticinco.
—No está mal tomarse las cosas con calma. Ya sabe lo que dicen: quien vive apurado, muere apurado. Tendríamos que disfrutar de la jubilación al principio de la vida laboral, cuando todavía andamos con ganas de samba.
—En realidad he estado dedicada al deporte.
¿Por qué tengo que justificarme?
—¿Fútbol?
—Kárate.
—¡Qué legal! No sabía que hubiera karatekas tan guapas fuera de la película Kill Bill.
La verdad es que Mika no respondía físicamente a su perfil de mujer cinturón negro segundo dan con la que es mejor no meterse porque atesora el mayor índice de victorias del circuito nacional. Su padre, que fue quien le inició en el arte marcial, se refería a ella como «mi pantera». Pero con sus cincuenta kilos, siempre controlados para no saltar de categoría por el peso, más parecía un cervatillo que un peligroso felino. Desprendía una sensualidad de la que carecían otras deportistas de su gimnasio. Quizá fuera por cómo miraba desde detrás del flequillo, oscuro y cortado de forma desigual; o por la ropa un tanto hippy que mostraba sin reparos buena parte de su cuerpo tallado con cincel por una genética generosa y las horas de insaciable entrenamiento.
—Muchas gracias por el cumplido. —Se recolocó sobre el hombro un tirante caído—. Veo que los brasileños dejan corta su fama.
El taxista rió con complicidad.
—No quería importunarla.
—No lo ha hecho.
—¿En serio puede alguien dedicarse a ese deporte en España?
—Ya no.
—Pero ¿llegó a competir en campeonatos importantes?
—Con la selección española. Varias veces.
—¡Qué legal!
Mika concluyó que aquella expresión repetida expresaba admiración.
—No sé si es tan legal. He dejado escapar en tres ocasiones la medalla de los juegos europeos; la última, antes de la pasada Navidad.
Estaba en un taxi a diez mil kilómetros de casa. No era un mal confesionario.
—Una lástima.
—O una suerte. Aquella derrota también influyó en la decisión de mudarme aquí.
—¿Le dieron una buena paliza?
Mika sonrió por la ternura que destilaba aquella pregunta.
—Me la di yo misma.
—¡No puedo creer que se golpease sin querer!
—Me refería a que… No sé por qué le estoy contando todo esto.
—Puede contarme lo que quiera. A mí también me gustaría saber kárate o cualquier otra arte marcial. Me vendría muy bien en esta ciudad.
—¿De verdad es para tanto lo que cuentan sobre la delincuencia?
El taxista levantó el dedo índice para anunciar una declaración de peso.
—Los paulistas padecemos dos lacras que nos impiden ser libres: la delincuencia y el tráfico. No podemos movernos a la hora que queremos ni por donde queremos. Hemos de evitar coincidir con estos insoportables atascos —señaló a la interminable fila que de repente tenían delante—, pero sobre todo debemos evitar que nos entren las prisas y la tentación de tomar un atajo. La mitad de las calles están prohibidas.
—¿Debo asustarme?
—¡Qué va! ¡Esta ciudad es una delicia! Está llena de hombres que se arrojarán a sus pies y la tratarán como a la reina del carnaval. Tan sólo sea consciente de que el mayor peligro está en el interior de los vehículos. Entre el personal de seguridad, las cámaras y las alambradas que rodean muchos edificios, es raro que alguien entre a robar en las casas ricas. Pero si circula por la calle equivocada después del anochecer, puede encontrarse con un Kaláshnikov cortándole el camino.
—¿Le ha ocurrido a usted?
—Cuando pueda, vaya en metro.
—¡Y me lo dice un taxista!
—Las cosas son como son. El metro es seguro, limpio, rápido y barato, pero tiene pocas líneas y hay muchos sitios a los que no llega. Para eso estamos nosotros. Al final, en São Paulo todos encontramos nuestro hueco.
Quizá sea verdad que he venido al sitio adecuado…
Al cabo de un rato, el conductor señaló más allá del parabrisas tintado.
—Estamos entrando en su barrio.
Mika bajó la ventanilla. Había dejado de llover. El escenario había mutado de repente. Circulaban por una calle empinada, flanqueada por edificios de dos plantas color pastel.
Aparte de estar bien situado, Villa Madalena era el enclave bohemio por excelencia. Una montaña rusa de boutiques de autor y locales nocturnos. Le encantaron las fotos que vio en internet, pero más aún le atrajo su historia. Antes de recibir su nombre actual —que provenía de la hija de un potentado de la colonia que compró los terrenos en los tiempos de bonanza del café—, fue bautizada como «Villa de los Harapos» por las cabañas de sus primeros pobladores indígenas, mudados a las colinas que se elevaban a un lado del río Pinheiros para aislarse de los jesuitas afincados en el centro de la ciudad. Hoy, pensó Mika, aquellos harapos han sido sustituidos por las creaciones de los modistos más alternativos. No era una mala inspiración.
Un lugar ideal para reinventarse.
Echó un vistazo rápido. La zona parecía cualquier cosa menos intimidante. Había gente diversa en terrazas comiendo torreznos troceados y bebiendo botellas mágnum de cerveza: reponedores de un supermercado estirando un descanso, yuppies de ambos sexos rematando una cena de empresa, musculosos que iban y venían del gimnasio nocturno y ancianas asomadas al fresco tras el chaparrón.
Mika habría querido unirse a cualquiera de aquellos grupos, pero lo que en aquel momento necesitaba era dormir. Cerrar los ojos, aparcar en la tierra de los sueños las frustraciones que traía consigo y despertar en un mundo nuevo. Vacío de derrotas. Lleno de posibilidades.
Cerrar los ojos…
Mientras caían los párpados le sacudió un grito del taxista.
—¿Qué ocurre?
—¡Se ha ido la luz!
Dio un fuerte volantazo. Mika se agarró al reposacabezas del copiloto para no vencerse hacia la puerta, pero aun así rozó con el hombro la hebilla metálica del cinturón de seguridad que no llevaba puesto. Tras dos violentas sacudidas se estrellaron de lado contra una fila de coches aparcados.
—¡Mierda! —rabió el taxista, llevándose la mano a la frente con gesto de dolor—. ¿Está usted bien?
—¡Sí! ¿Qué ha pasado?
—¡He esquivado a esa moto! ¡Se me echaba encima!
Una scooter yacía a las ruedas de una camioneta. Su conductor se levantaba tambaleante. El taxista seguía apretándose la frente. Le sangraba una ceja. Mika estaba conmocionada. Más frenazos. Pitidos. Gritos.
Salió del vehículo. De pie sobre la calzada, aún agarrada al marco de la puerta, miró a su alrededor.
El barrio entero estaba a oscuras.
Los semáforos, las farolas, las luces de los bares y restaurantes, de los escaparates, de las ventanas y terrazas. Todo se había apagado de pronto. Sólo funcionaban los faros de los vehículos, como luciérnagas en mitad de un bosque sin luna, lo que acrecentaba aún más la confusión. Cegaban en las distancias cortas y no alumbraban lo suficiente en las largas. Se apelotonaban en los cruces ciegos.
Mika se asomó al interior del taxi.
—¿Está usted bien?
—¿Por qué ha tenido que tocarme a mí? —se lamentaba el conductor.
—¿Qué puedo hacer?
—¡Coja su maleta y váyase! ¡Dios, no paro de sangrar!
Mika no sabía qué hacer.
Fue hacia la parte trasera del vehículo pisando cristales. Abrió el maletero y sacó la bolsa. Volvió a asomarse. Ni siquiera le había pagado el viaje.
—Al menos deje que…
—¡Lárguese de una vez y ahórreme el papeleo! ¿Quiere que me echen de la empresa por haber chocado mientras llevaba a una turista?
Mika arrastró sobre los cristales la bolsa de viaje de una sola rueda. No sabía hacia dónde tirar. En la negrura, apenas distinguía un puñado de figuras saliendo en tropel de los bares, maldiciendo, asustadas. Una mujer pedía ayuda porque acababan de darle un tirón. Cuando otros se acercaron para asistirla le entró un ataque de pánico; no quería que nadie la tocara. Todo era confusión. El barrio se había infestado de espectros. Mika apretó contra su cuerpo el pequeño bolso en el que llevaba la documentación y la cartera.
Respira hondo y concéntrate, no puedes quedarte aquí parada…
Se acercó a un grupo numeroso que se aglomeraba en la parte más alta de la calle. Una vez arriba, se introdujo a codazos entre la multitud hasta que se situó en primera fila. Estaba en la cima de un morro, uno de los cerros que se alzaban junto a la cuenca del río. Parecía puesto allí a modo de mirador. Agarró con fuerza la bolsa de viaje para que no se despeñase y la arrastrase consigo hacia el barranco. Permanecer allí era peligroso, pero Mika no podía apartarse de la sobrecogedora vista panorámica de la ciudad…
De la ciudad a oscuras.
El apagón no se limitaba al barrio. Todos los edificios de São Paulo, todas sus plazas y estadios se estremecían en el valle carente de luz.
Ni una ventana iluminada en los rascacielos, ni un simple destello en las calles interminables. Desde lo alto se respiraba la ansiedad de las personas atrapadas en los ascensores; la confusión de los hospitales que preparaban a toda prisa sus generadores para restablecer la asistencia a los quirófanos; el grito de las bocas del metro, que escupían viajeros aterrados mientras terminaban de tragar los ríos de la tormenta.
Más pitidos, más confusión.
Veinte millones de personas sumidas en la negrura.
Alrededor de Mika, la gente comenzó a especular de forma atropellada.
—¿Veis algo en el cielo?
—¿Qué vamos a ver aparte de nubes?
—¡Ovnis!
—¡No digas sandeces!
—¿Y las luces intermitentes que se avistaron en el último apagón de México? Me enviaron el vídeo de YouTube y estaba clarísimo.
—¿Qué estaba clarísimo?
—Ha tenido que ser un atentado —argüía otro—. He oído la explosión.
—¿Qué explosión? ¡No ha habido ninguna explosión!
—O un rayo —opinaba una mujer—, como el que le voló el dedo al Cristo Redentor.
—¡La tormenta no era eléctrica!
—Una tormenta solar. Eso es lo que ha sido…
—Qué idiotez —saltó un individuo con el torso desnudo—. ¿Dónde está el sol?
—No hace falta que lo veas, puede actuar sobre todo el planeta sin que te enteres.
—Si fuera una tormenta solar, tampoco funcionarían los faros de los vehículos —declaró un hombre enjuto que parecía ilustrado en esos temas, a juzgar por la explicación que comenzó a desgranar en mitad de la creciente polémica.
Mika temía, más que por la causa del apagón, porque alguno de aquellos exaltados le empujase sin pretenderlo al fondo del barranco. Se disponía a dar media vuelta para marcharse de allí cuando ocurrió algo que le encogió el corazón.
En lo alto de un rascacielos situado en el centro de la ciudad se encendió una estrella.
—Madre mía… —murmuró con la boca literalmente abierta.
Una estrella de siete larguísimas puntas que rasgó el cielo negro, quebrando la oscuridad.
Los rayos se proyectaban desde la azotea en un plano horizontal, un tanto inclinados hacia abajo como las varas de una sombrilla. Al partir de un punto tan alto, sobrevolaban todo el centro de la ciudad sin encontrar obstáculos y terminaban impactando en laderas y zonas elevadas de diferentes barrios de las afueras.
Mika intentó divisar qué artilugio producía aquella luz, tan potente que podía verse desde kilómetros de distancia. Era difícil distinguirlo, por el contraste de la estrella con la oscuridad absoluta sobre la que había prendido. Tenía que tratarse de siete cañones como los que utilizaban algunas discotecas, pero sus rayos resultaban muchísimo más anchos e intensos. Tanto que más que focos parecían cilindros sólidos, blancos inmaculados y de perfectos contornos.
—¡Están iluminando las favelas! —exclamó alguien de pronto, fragmentando el silencio sepulcral que se había apoderado de la ciudad.
—¡Es cierto, fijaos! —confirmó otro, y comenzó a señalar aquí y allá hacia donde apuntaban los rayos—. Paraisópolis, Brasilândia, Heliópolis…
Las áreas alumbradas por la estrella eran conocidas comunidades del extrarradio. Un indigno cinturón para el floreciente centro de la ciudad.
Las siempre oscuras favelas…
Por una noche, eran ellas las que brillaban.