Olivia se separó un momento del resto y lanzó su rosa al agua. Dejó que el viento acariciara su rostro y se llevara mar adentro sus palabras; el mismo viento que minutos antes había acompañado las cenizas de Ricardo Boix en su travesía desde aquel promontorio hasta el Mediterráneo.
Los familiares y amigos de quien fue su jefe se habían dispersado ya. Aquel sol radiante y luminoso de principios de abril les había invitado a perderse un rato por la costa. Sólo un grupo de cinco personas aguardó paciente a que Olivia se despidiera de Boix.
Regresó junto a ellos con una sonrisa y agradeció la mano de Javier ayudándola a sortear un peñasco. Después ya no la soltó.
Las otras dos parejas también iban de la mano.
Mientras la rubia pellizcaba el trasero al chico moderno de las gafas de pasta, provocando que diera un respingo; la chica de pelo rojo susurraba algo al oído del hombre elegante del traje oscuro, arrancando en él una carcajada.
Los seis disfrutaron de un agradable paseo por los escarpados acantilados del cabo de Creus, mientras la brisa marina les susurraba al oído mensajes de felicidad en clave.
En ese momento, Olivia abrió el sobre que Edna le había dado tras la ceremonia. Lo había encontrado mezclado con los libros de su padre, dirigido a Olivia. Lo abrió con la emoción de quien espera encontrar un importante mensaje, una confesión o una petición póstuma.
Era una sencilla postal con una pecera y dos peces de colores dentro. Detrás sólo una frase con la perfecta caligrafía de Ricardo:
«Somos como un pez sumergido en el agua que se lamenta de que no tiene nada que beber».