Aquella mañana, Olivia llegó tarde a la editorial. Cuando sonó la alarma de su móvil, no pudo resistirse a la tentación de alargar el momento unos minutos más. Javier dormía a su lado. Una sonrisa delataba su sueño plácido y Olivia venció el deseo de acurrucarse de nuevo en sus brazos. En vez de eso, se levantó con sigilo para no despertarle y se metió en la ducha. El recuerdo de todo lo ocurrido la noche anterior hizo que un escalofrío de placer recorriera su cuerpo mientras el agua tibia intentaba en vano borrar las huellas. Habían dormido muy poco y hecho el amor varias veces, pero lejos de estar cansada, se sentía vital y feliz.
Antes de salir de aquel piso, buscó algo en su escritorio para escribirle un mensaje. Encontró un taco de post-its amarillos y enganchó una nota en el espejo del lavabo: «Que tengas un feliz día. Olivia».
Apenas había amanecido y todavía tenía presente la persecución de la noche anterior; sin embargo, a esas horas, el barrio del Borne comenzaba a despertarse con el trajín de personas que caminaban apresuradas a sus trabajos y Olivia se sintió segura. La alegría que le invadía por dentro era incompatible con cualquier sentimiento de miedo o angustia.
Caminó hasta Vía Laietana para coger el autobús, y una vez acomodada en su asiento se abandonó a un estado de ensoñación. Con la mirada perdida en la ventanilla, sus pensamientos la arrastraron a la noche anterior, reviviendo cada caricia, cada frase, cada secuencia; reinterpretando palabras, gestos, reacciones… Varios suspiros escaparon de sus labios, dibujados con una sonrisa que no se alteró ni siquiera cuando se percató de que se había pasado de parada.
Nada más llegar a la editorial, la recepcionista la recibió con un sobre a su atención. Aquella carta no tenía remitente, pero Olivia adivinó al momento de quién se trataba. Los rayitos alrededor de la «O» de Olivia, simulando un sol, le delataba.
Querida Olivia,
Me voy lejos y no creo que vuelva. Siento no estar aquí cuando Los siete soles vea la luz. Hubiera querido colaborar con la editorial en la promoción del libro, pero hay motivos de peso que me impiden quedarme y defender mi trabajo. Hazlo tú por mí. Sé que lo harás muy bien.
Me hubiera gustado decirte esto en persona. Intenté hacerlo ayer, pero no recordaba exactamente dónde vivías. Después de dar varias vueltas por tu barrio, buscando tu portal, localicé tu piso, pero no a ti. Te vi subiendo a un taxi y traté de alcanzarte, pero llovía y todo sucedió muy rápido. Tenías el móvil apagado, así que decidí escribirte esta carta y dejarla en la editorial.
Quería decirte también que ha sido un placer trabajar contigo. Perdona si en algún momento no me he portado bien o he dudado de tu profesionalidad. Ya te lo dije una vez: soy más humano que gurú y todavía me queda un largo camino en mi evolución espiritual. Por eso me voy. Por eso y porque he perdido a una persona a la que amé mucho. Alguien a quien fallé cuando más me necesitaba… Tengo que atravesar este dolor antes de que se convierta en sufrimiento y se enquiste en mi corazón para siempre.
Tú, sin saberlo, eres más sabia que yo, Olivia. Has sabido interpretar las lecciones que se ocultan tras mis soles mejor que yo mismo y, lo más importante, lo has aplicado a tu vida. Es algo que he podido comprobar en el escaso tiempo que hemos compartido. Tus rayos llegan a todas partes, calientan a las personas de tu alrededor y haces que todo brille a tu paso. No dejes que nada ni nadie te eclipse.
Todos llevamos un sol dentro, pero depende de cada uno hacerlo brillar. El tuyo deslumbra, Olivia. No lo olvides nunca: eres un sol cotidiano que brilla incluso a medianoche, cuando más fácil es extraviar el camino.
Hasta siempre,
Jon
Olivia dejó escapar un hondo suspiro, dobló aquel folio y se quedó un rato pensativa. Esa carta despejaba cualquier duda sobre Jon. No era un asesino, sólo un hombre herido, un hombre que se había fallado a sí mismo y que necesitaba tomar distancia de todo. Se lo imaginó de nuevo en las montañas suizas y no pudo evitar entristecerse un poco. Recordó el entusiasmo que ponía en sus discursos, las miradas de admiración de los asistentes… y pensó que era una pena privar a la gente de un gurú como él.
Por suerte, Los siete soles de la felicidad saldría a la calle muy pronto y su sabiduría llegaría a muchas personas. Recordó también que en el séptimo sol Jon hablaba de la importancia de hallar nuestro propio gurú interior, nuestro sol iluminador, para dejar de buscar en el exterior algo que todos llevamos dentro.
«¿Por qué ser budista pudiendo ser Buda?», con esta pregunta Jon abría el último capítulo de su libro reivindicando que todos podemos ser nuestro propio maestro y guía, sin necesidad de seguir fielmente y de manera ciega ninguna doctrina. Olivia sonrió al recordar que, en el caso de Jon, esta afirmación se había convertido en algo literal.
El teléfono sonó y Olivia dio un respingo.
—¡Hola, reina!
La voz de Elena, después de semanas de silencio, le produjo una feliz emoción.
—¡Elena! ¿Cómo estás?
—Te he echado mucho de menos…
Olivia agradeció las palabras de su amiga. No se le ocurrió una forma más encantadora de poner fin a aquel desencuentro. Con aquella frase sobraba cualquier explicación o disculpa.
—Yo a ti también. ¿Amigas?
—Amigas.
—También quería darte las gracias.
—¿Por qué?
—Max —dijo Elena—. Sé que hablaste con él y le sacaste de su error.
—¿Te ha llamado?
—Más que eso.
—¡Cuenta!
—Ni lo sueñes. Si quieres saber los detalles tendrás que esperar. Esta noche hay «comité de crisis», en mi casa a las nueve. Carlos ya ha confirmado.
—Allí estaré.
Olivia oyó a Nora de fondo entonando a grito pelado un villancico y soltó una carcajada.
Después de colgar, pensó en lo rápido que había cambiado su suerte. Dos días atrás, ni Javier ni Elena vibraban en su misma frecuencia. Ahora, en cambio, todo encajaba en su sitio, como piezas extraviadas que volvían para completar el puzle de su vida. Se sintió feliz y afortunada.
La cabeza de Miss Marvel asomando tras la puerta de su despacho, sin ni siquiera llamar, le recordó que la felicidad nunca es completa.
—Olivia, necesito la factura de Carlos.
—Ya está cursada a contabilidad. ¿Para qué la quieres?
—Necesito su dirección —contestó Malena—. Tengo que enviarle algo.
—Yo puedo dártela —dijo Olivia mientras la buscaba en su agenda—. Pero voy a verle esta noche. Si quieres… puedo entregárselo en persona.
Malena dudó unos instantes antes de darle el sobre a Olivia. No estaba segura de querer confiarle a ella algo tan importante.
—¿Qué es? —preguntó Olivia de forma distraída.
—Nada que a ti deba importarte. Sólo dile que te lo he dado yo. ¿Lo harás?
—Claro.
—Otra cosa —dijo Malena antes de cerrar la puerta de su despacho y desaparecer.
—¿Sí?
—Has dicho que vas a verle esta noche.
Olivia detectó una pizca de celos en sus palabras, como si le estuviera pidiendo explicaciones; pero lejos de molestarle, se le escapó una sonrisita maliciosa.
—Sí, somos amigos, ¿recuerdas?
—Ya, pero los amigos quedan de día, para comer, para tomar un café…
—Y algunos quedan hasta para follar —bromeó Olivia—. ¿Has oído hablar de los fucking friends? En el dominical de esta semana le dedican dos páginas a este fenómeno…
Estaba empezando a pasárselo en grande.
—Perdona, pero si tienes algo con él es mejor que lo sepa, antes de…
—¿Antes de…?
La conversación se estaba poniendo interesante.
—Antes de que sufras.
Lo dijo tan seria que logró que Olivia se indignara y abriera mucho la boca.
—Gracias Malena, pero no te preocupes por mí. Carlos y yo somos sólo buenos amigos, desde hace mucho tiempo, y nuestra amistad es de las clásicas. Ya sabes, de las que no incluyen sexo.
—Está bien Olivia. Te creo —dijo por fin Malena—. Pero acuérdate de darle el sobrecito, ¿vale?
—Claro.
Aquella tarde, Olivia apagó su ordenador a las siete en punto. Quería llegar pronto a casa de Elena. Se moría de ganas por saber qué había pasado entre su amiga y Max. Antes de hacerlo releyó una vez más el mensaje que Javier le había enviado esa mañana.
Para: «Olivia Rojas» orojas@venusediciones.com
de: «Javier Soto» jsoto@gmail.com
Asunto: Buenos días, princesa
He echado de menos que me despertaras esta mañana. Estaba empezando a acostumbrarme a que lo hicieras… a tu estilo. Al no encontrarte a mi lado, he pensado que lo había soñado todo… Pero mis sueños nunca son tan perfectos. ¿Dónde estabas, princesa? Toda mi vida echándote de menos.
Un beso libre.
Javier
Antes incluso de servir la cena, sentados en el sofá y bebiendo el vino que Carlos había traído, Elena cedió ante la insistencia de sus dos amigos para que explicara con detalle su cita con Max.
Elena rememoró la noche anterior. Tenía muy presente el sentimiento de emoción que le había embargado al descolgar el teléfono y escuchar su voz varonil. No se lo esperaba, así que tardó varios segundos en comprender lo que estaba sucediendo. La estaba invitando a salir. A ella. Max Costa ¡Uau! Las manos le temblaron y no pudo evitar que su voz sonara algo nerviosa.
A pesar de no tener canguro para ese mismo día, no dudó ni un segundo en aceptar su invitación. Lo primero era lo primero: asegurarse la cita. Ya pensaría en los detalles más tarde. La propuesta de Max había sido lo suficientemente directa para que Elena entendiera que le gustaba, pero no tanto como para no poder reaccionar si la cosa no funcionaba. Le había invitado a una exposición de pintura de un amigo suyo. No había mencionado nada del plan posterior, pero había quedado en recogerla a las nueve, así que la cena quedaba implícita.
Faltaban sólo dos horas y Elena tenía que colocar a Nora, ducharse y arreglarse. No había tiempo que perder. A pesar de que Hai Lin era la apuesta más arriesgada, se lo jugó todo a una carta y la llamó. Afortunadamente para ella, esta vez, la canguro china cumplió con su cometido presentándose media hora antes. Estaba de suerte. Por si acaso, le pagó toda la noche por adelantado. Después se duchó y se aplicó su crema hidratante favorita, Touch of Heaven, a base de naranja dulce y cedro. El aroma que desprendía su piel le hizo sentir vital y sexy al mismo tiempo. Después se puso un vestido negro de manga larga y corte clásico; y le dio su toque con un cinturón ancho plateado y zapatos a juego. Acabó de arreglarse justo cuando sonó el timbre. Acostumbrada a verlo siempre con traje oscuro, Elena se sorprendió con una versión más informal de Max Costa. Llevaba un jersey de lana fina y cuello redondo gris marengo y unos pantalones modernos, de color negro. Parecía más joven. Elena lo encontró guapísimo.
Casi una veintena de cuadros se exponían en aquella diáfana galería situada en la avenida Diagonal. Mientras Max charlaba con algunos conocidos, Elena se entretuvo un rato observando cada uno de los lienzos, buscando elogios o detalles para comentar después con él. No le pasó por alto cómo varias mujeres clavaban sus miradas en ella y hacían comentarios por lo bajo. Lejos de incomodarse, Elena se creció. Era la acompañante de Max Costa y la única chica de más de treinta que no lucía algún tipo de retoque en su cuerpo o cara. Nunca había estado en un ambiente así y se sorprendió al descubrir que no era ningún tópico. Todas aquellas chicas eran ciertamente guapas y elegantes, pero parecían clones. La misma expresión en sus rostros, producto del botox o de sus labios operados, el mismo tono de bronceado, e incluso el mismo color de pelo con idénticos reflejos. Elena se paseó con elegancia cerca de ellas para que pudieran verla mejor, desafiándolas con su pelo rojo y su vestido de Zara, imitación de un Dolce Gabbana que, dicho de paso, le sentaba de maravilla.
Bajo el título: «Colours», el autor exponía lienzos pintados con un solo tono, en formas abstractas y con nombres como: «Helado oxidado de sandía» o «Rojo atardecer lluvioso». El arte contemporáneo no era su fuerte, pero aun así se esforzó en ver el toque de originalidad o de brillantez de aquellas obras. No lo consiguió.
—Dijiste que era amigo tuyo, ¿verdad?
Esa fue la respuesta más diplomática que se le ocurrió a Elena cuando Max se acercó a ella con una copa de cava y le preguntó si le gustaba la exposición. Lo dijo con tanta gracia, que Max soltó una carcajada.
—Amigo lejano —contestó él guiñándole un ojo.
—Antes de darte mi opinión, defíneme ese grado de amistad.
Tal vez lo más prudente para Elena hubiera sido decir que le encantaba la exposición, que la encontraba divina o que aquellos lienzos transmitían colores inéditos de la vida, comentarios que había escuchado de los asistentes mientras miraba la exposición. Pero Elena no era del tipo de chicas «políticamente correctas», que dicen lo que hay que decir para quedar bien. Tal como intuía Max, Elena era espontánea, auténtica y divertidamente sincera.
—Apenas lo conozco.
—Me parece una tomadura de pelo descomunal —dijo ella antes de llevarse la copa a los labios.
—Su padre es accionista de Venus —añadió Max.
—Claro que… «Desierto en estado puro» no está tan mal.
—Es el peor de todos —contestó él acercando sus labios a tan poca distancia de su oreja, que Elena pudo sentir su aliento cálido y un agradable estremecimiento.
—Mi hija consigue un tono parecido cuando mezcla toda su plastilina en un solo bloque. Nosotras lo llamamos «color caca».
Max rio de buena gana. Después desvió su mirada a un grupo de mujeres cercano que no quitaba ojo a su acompañante.
—Creo que el color de tu melena ha captado más atenciones que cualquiera de estos lienzos.
—Lo sé y, por sus caras, intuyo peores críticas para mi pelo que para el artista.
—Es cierto —rio Max.
Elena pestañeó.
—No te ofendas, Elena. A mí tu pelo me parece fascinante y muy sexy. Pero dudo que ninguna de estas mujeres conozca el significado de esas palabras.
Después de presentar a Elena a varios conocidos y finalmente despedirse, Max la llevó a un restaurante cercano. Hacía frío y ella aceptó su brazo mientras caminaban los escasos metros que distanciaban la galería de Eclipse, un local de cocina mediterránea situado también en plena Diagonal.
La velada transcurrió demasiado deprisa para ambos. Ni Elena ni Max recordaban la última vez que habían disfrutado y reído tanto en una cena. Max se sorprendió por lo a gusto que se sentía con Elena. Aquella chica, de humor chispeante, no tenía nada que ver con ninguna de las mujeres con las que había salido hasta el momento. Era divertida, ocurrente y sincera. Decía lo que pensaba, le hacía reír al borde de la lágrima y comía lo que le apetecía, saboreando cada bocado. Esto último le pareció especialmente encantador. A su exnovia, Mia Smidt, a pesar de llevarla a los mejores restaurantes de la ciudad, jamás consiguió verle comer algo distinto a una ensalada.
—Mmm —dijo Elena poniendo los ojos en blanco tras degustar el último bocado de su plato—. Este tiramisú es una auténtica delicia.
—También es mi favorito —reconoció Max.
—No me extraña.
—¿No te preocupa engordar? —preguntó Max emitiendo en voz alta sus pensamientos.
—¿Debería? —preguntó Elena sorprendida.
—¡No! ¡Claro que no! Estás estupenda —reconoció Max avergonzado por su comentario.
—No todos los días ceno así, en un restaurante como este, con alguien especial…
Max sonrió.
—No disfrutar de un placer así —continuó Elena— sería un auténtico delito. La buena cocina es como el buen sexo, hay que saborearlo sin prisas, con apetito y con la mejor compañía.
—Completamente de acuerdo —dijo Max con un sonrisa.
Elena se arrepintió al momento de sus palabras. Estaba algo achispada por el vino y había dicho lo que pensaba, pero temió que pudiera sonar demasiado provocativo, o casi a invitación. Apenas conocía a Max y aquella sólo era una primera cita. Por sus risas y su mirada embelesada, Elena intuía que se lo estaba pasando tan bien como ella, pero Max no era el tipo de hombre con el que le apeteciera una aventura y ya está. Le gustaba demasiado.
Tras la cena, Max se ofreció a acompañarla. Pararon un taxi y se bajaron varias calles antes de llegar a su destino para caminar un poco. Elena ralentizó sus pasos tanto como pudo. Cuando llegaron al portal, Max se acercó a ella y le dio un beso suave en los labios.
—No besarte esta noche sí hubiera sido un auténtico delito —dijo Max—. Lo he pasado muy bien, Elena. Eres una mujer increíble.
—¿Me besas otra vez? —susurró ella.
Max sonrió clavando su mirada en el azul inquietante de sus ojos.
—Si lo hago, tendrás que invitarme a subir…
Max la abrazó y dejó que sus bocas se unieran de una forma natural. Elena lanzó un suave suspiro al sentir de nuevo los labios de Max en los suyos. Sus lenguas se entrelazaron. Cerró los ojos y se abandonó a aquella sensación cálida, dulce y, a la vez, exigente. Su cuerpo se estremeció como si hubiera estado esperando ese beso toda la vida.
A Elena le apetecía que la noche no acabara ahí. Deseaba que subiera. Pero su realidad se imponía. Su hija estaba en casa y lo último que quería es que le pillara con un extraño besándose en el sofá o algo peor… Claro que… Nora dormía como un tronco toda la noche y lo más probable era que no se despertara hasta el día siguiente.
—¿Te apetece una última copa?
—No.
—¿No? —preguntó Elena atónita, separándose un poco.
Los dos se miraron en silencio, con deseo.
—Me apeteces tú —dijo Max.
Elena dejó escapar un suspiro y sonrió provocativamente.
—Antes de subir tengo que decirte algo. Mi hija está en casa.
—Entiendo —dijo Max—. ¿Quieres que vayamos a mi apartamento?
Elena no había contemplado esa opción. Había contratado a Hai Lin para toda la noche. Así que… ¡claro que quería! Sin embargo, tardó varios segundos en contestar y Max se adelantó a su respuesta.
—Elena, no me importa esperar. Esta noche ha sido fantástica. Tú eres fantástica. Nada de lo que pase, o no pase, entre nosotros esta noche cambiará eso.
—Subamos —dijo Elena arrastrando a Max hacia el interior del portal—. A mí sí me importa esperar. Te deseo, Max Costa. Aquí y ahora. No puedo esperar a otro día, ni siquiera puedo esperar hasta llegar a tu apartamento. Hace demasiado tiempo que te espero.
Aquella noche, cuando Hai Lin cerró la puerta sofocando una risilla, Max y Elena se amaron. Lo hicieron con calma y ternura, con pasión y lujuria. Varias veces. Hasta que, agotados, se quedaron dormidos, abrazados, como una pareja de enamorados que se ha esperado toda una vida, el uno al otro, y no quieren despertar de su agradable sueño.
Los ojitos azules de Nora fue lo primero que Max vio al día siguiente al abrir los suyos. Le sorprendió verla allí clavada, inmóvil, observándolo con una sonrisa en los labios.
—¡No! —exclamaron Olivia y Carlos a la vez, devolviendo a Elena a su presente inmediato.
—¿Nora os pilló en la cama? —preguntó Olivia tratando de imaginarse la escena.
—Sí —reconoció Elena algo avergonzada—. ¡Pero está encantada! Dice que es el regalo que había pedido a Papa Noel: «Un príncipe para mamá». Al verlo junto a mí, en mi cama, estaba alucinada. No dejaba de repetir que era su regalo de Navidad.
—¡Qué mooona! —dijo Olivia.
—Sí, el pobre Max tuvo que inventarse toda una historia de cómo había viajado desde Laponia hasta nuestra casa.
—¡Qué mooono! —dijo Carlos imitando a Olivia.
Los tres rieron.
Olivia había escuchado la narración de su amiga con la boca abierta. Nunca pensó que Elena fuera el tipo de Max. No lo creía en un sentido peyorativo para su amiga, sino más bien en un sentido práctico: para ella eran como agua y aceite. No veía a su amiga en el ambiente elitista de Max, pero se alegró mucho de haberse equivocado. Otra vez las cosas no eran como parecían y se había precipitado haciendo suposiciones. A pesar del ambiente exclusivo en el que se movía Max, su espíritu era tan auténtico y salvaje como el de Elena, y en ella había encontrado el espejo ideal en el que mirarse y dar rienda suelta a sus deseos de libertad. Olivia alzó su copa y propuso un brindis por su amiga.
Después, miró a Carlos y se preguntó qué habría visto él en Malena. No entendía de qué forma podían complementarse ellos dos. No quería hacer suposiciones ni juicios erróneos, pero… Carlos era atento, generoso, sensible, buena persona… ¿Y Malena? Malena era una bruja. Claro que Carlos también era un soñador fascinado por las superheroínas y las mujeres poco convencionales. Sus relaciones anteriores con chicas anodinas no habían funcionado. Tal vez buscaba a una mujer distinta, imprevisible, temperamental, de naturaleza indómita como Malena. Quizá todo lo que Olivia detestaba de ella: su soberbia y egoísmo, formaba también parte de su encanto para Carlos.
Si algo estaba claro es que Carlos podía amar a Malena en toda su expresión. Le fascinaba su forma de ser y era el único hombre, que Olivia conocía, capaz de ver sus defectos como rasgos únicos, diferenciadores y encantadores. En cuanto a Malena, Olivia sabía que todo el veneno que gastaba con sus detractores se convertía en amor cuando se trataba de sus aliados. «Por el mismo precio, ángel y diablo», solía decir Boix al referirse a ella.
—Bueno, ¿y tú qué, Olivia? —dijo Elena sacándola de su ensimismamiento—. No nos has contado nada de lo tuyo con Javier. ¿Hay avances?
—Sí, algo hay —contestó Olivia sin poder reprimir una sonrisa delatora.
—¡Cuenta! —dijeron los dos amigos a la vez.
—Creo que estamos saliendo… o algo así.
—Pero qué calladito te lo tenías, chica —dijo Carlos.
—Queremos los detalles —se animó Elena.
Olivia les explicó por encima lo sucedido la noche anterior con Javier, pasando por alto los motivos que le arrastraron a su casa. No quería que trascendiera lo ocurrido con Jon, así que pensó que lo mejor era no comentar nada con nadie, ni siquiera con sus amigos. Aunque se moría de ganas por compartirlo todo con ellos, sentía el deber moral de proteger a Jon y a Los siete soles, y no quería que se filtrara ninguna información que pudiera perjudicarles. En su versión, decidió presentarse en casa del traductor «para aclarar las cosas de una vez entre los dos».
—¡Bravo, Oli! —dijo Elena entusiasmada por la iniciativa de su amiga.
—Creo que es tu turno, ¿no? —dijo Olivia propinando un suave codazo a Carlos—. ¿Qué tal con Miss Marvel?
—Eso, eso, cuenta, cuenta —jaleó Elena—. A este paso los tres acabamos el año con pareja.
—Yo no contaría con ello… —dijo Carlos con aire pensativo.
—Oh, casi me olvido —dijo Olivia buscando en su bolso el sobrecito que le había dado su jefa aquella tarde—. Malena me ha dado esto para ti.
En ese momento la alarma del horno sonó avisando que el besugo estaba listo. Elena y Olivia se perdieron en la cocina para preparar los platos y Carlos aprovechó para abrir el sobre. Su cara se iluminó al sacar de él la última polaroid que le había enviado con la pregunta clave: «¿Sabes quién soy?». Puesto que la polaroid había vuelto a él, estaba claro que sí. Lo que no estaba tan claro era lo que opinaba al respecto. Giró la foto del sol y salió de dudas. Bajo la pregunta de Carlos, Malena había dibujado un corazón con dos iniciales dentro: la C y la M. No había que recurrir a la magia del caos ni a ningún juego de ingenio para resolver el acertijo. Carlos sonrió feliz y corrió a ayudar a sus amigas.
Varios días después, Olivia se lamentaba de su suerte.
25 de diciembre. Sola. Sin planes. Tirada en el sofá y en pijama, viendo la enésima reposición de Milagro en la ciudad.
«¿Se puede ser más patética?», pensó mientras apuraba un bol de palomitas.
A decir verdad, tanto Elena como Carlos le habían invitado a celebrar esos días con ellos, pero Olivia no había querido abusar de su amabilidad. Entendía la Navidad como algo familiar y, aunque eran sus mejores amigos, temía sentirse incómoda o fuera de lugar rodeada de parientes que no eran los suyos.
A Javier le había dicho que se iba de viaje… ¿Qué habría pensado de alguien que no tiene planes en unas fechas como esas? «Probablemente que soy patética», se dijo a sí misma. Y, francamente, prefería mil veces pasar esos días recluida en casa que dar semejante imagen a alguien que se suponía en pleno proceso de enamoramiento de ella. Sola sí, digna también.
Sacudió los cojines en busca de una postura cómoda que le permitiera afrontar la tarde sin levantarse del sofá. El teléfono sonó justo cuando la había encontrado. Olivia bajó el volumen del televisor y dudó unos segundos antes de descolgar. No le apetecía hablar con nadie.
—¿Sí?
—¡Feliz Navidad, Olivia!
Excepto con él.
La voz de Javier sonó alegre y cercana, y Olivia sintió cómo su corazón se aceleraba.
—Feliz Navidad, Javier.
—¿Qué haces ahí? Te imaginaba de viaje.
—Entonces, ¿por qué me llamas a casa? —preguntó Olivia divertida, eludiendo la pregunta.
—Tienes el móvil apagado… Tenía tantas ganas de sentir tu voz, que me conformaba con escuchar la grabación de tu contestador.
A Olivia le gustó esa respuesta. Una sonrisa asomó a sus labios.
—No te has ido.
—No… Al final…
—Y has pasado las Navidades sola.
—Sí, pero…
—¿Por qué no me lo dijiste?
«No quería que pensaras que soy patética», le contestó en su interior.
—Me falló algún plan —mintió.
—Olivia, podía haberte colado en mi fiesta —bromeó Javier—. Tengo cinco hermanos y nueve sobrinos, nadie habría notado una persona más en la mesa.
A Olivia le encantó la naturalidad de Javier para incluirla en sus planes familiares. No estaba segura de que hablara en serio, pero le gustó escucharlo. Le hizo sentir que contaba para él. Durante el tiempo que duró su relación con Ramiro jamás habían compartido una comida o cualquier otro acontecimiento familiar. Él siempre declinaba sus invitaciones y jamás le sugirió conocer a su familia. Olivia nunca se lo había dicho pero, en el fondo, siempre lo interpretó como una falta de consideración hacia ella, una forma de silenciarla de su vida, de no reconocerle su lugar como pareja.
—¿Tienes algún plan para esta noche?
—Mmm… Sí… —Volvió a mentir Olivia con poca convicción.
Temía que pensara que era una persona sin vida social, sin amigos, sin planes.
—¿Has cenado alguna vez en las nubes? —preguntó él obviando su respuesta.
Olivia sonrió y se encogió de hombros sin comprender el sentido de aquella descabellada propuesta. ¿Era una pregunta literal o se estaba refiriendo a algún restaurante de moda?
—Te recojo en diez minutos —dijo Javier antes de colgar.
Pasmada, Olivia colgó también el teléfono. No sabía qué hacer. Le había gustado mucho escuchar su voz y que la llamara. Eso significaba mucho para ella; pero le había dicho que tenía planes… ¿Tan previsible era que estuviera sola? Por lo visto sí. Aunque se muriera de ganas, tal vez debía anular la cita y hacerse valer un poco. Demostrarle que era una persona interesante y no la típica chica a la que nadie invita a nada el día de Navidad. Pensó en esa opción dos segundos antes de dirigirse emocionada a su habitación a vestirse.
Quería ponerse muy guapa. Y sólo tenía diez minutos.
La curiosidad se apoderó de ella cuando el taxi se detuvo en la montaña de Montjuïc. Durante el trayecto había sido incapaz de conseguir que Javier confesase qué tramaba o a dónde iban. «Es una sorpresa» fue lo único que consiguió arrancarle. Lo primero que le pasó por la cabeza es que tal vez habría reservado mesa en algún restaurante de esa zona, famosa por sus impresionantes vistas. Después caminó a su lado sin pensar esta vez en nada que no fuera lo agradable que le resultaba ir de su mano; le gustó su forma de apretarla, con seguridad, pero con delicadeza. Por increíble que pareciera, nunca había compartido un gesto tan simple y a la vez tan íntimo con un hombre; tal vez de niña o en sus primeros coqueteos adolescentes. Pero no de adulta, no así… Aquel contacto hacía que todos sus sentidos se mantuvieran alerta, como si en su palma se concentraran cientos de terminaciones nerviosas.
También pensó que estaba muy guapo. Llevaba un abrigo largo de color tostado y una bufanda verde tomillo, de un tono similar al de sus ojos. Su cabello castaño despeinado en el punto justo y ondulando en el aire le trajo el aroma de su perfume. Olivia aspiró ese olor conocido y se frenó ante el impulso de lanzarse a su cuello.
Las notas de una banda que tocaba cerca de allí guiaron sus pasos hacia la estación del teleférico. Interpretaban un villancico a ritmo de blues y Olivia se sorprendió a sí misma siguiendo la música con un pie. Un camarero uniformado con una camiseta de una conocida marca de cervezas se acercó a ellos y les ofreció una a cada uno. A Olivia le pareció que se trataba de alguna campaña de marketing para promocionar su consumo. Sin embargo, tardó poco en darse cuenta de que era una forma de amenizar la espera hasta que abrieran las puertas del teleférico.
—¿Vamos a subir ahí arriba? —preguntó Olivia con la emoción de una niña que espera su turno en una atracción de feria.
—Sí. Dime que no tienes vértigo…
—¡Me encantan las alturas!
—No podía ser de otra manera siendo un ángel.
Olivia sonrió. Recordó que no hacía mucho alguien le había dicho algo parecido. Fue Éric, en su casa, la noche de las confesiones. Recordó aquella escena y le pareció que había pasado una eternidad desde entonces.
—De pequeña quería ser trapecista —confesó sin saber muy bien por qué.
—Esto es parecido —dijo Javier—. Las cestas están suspendidas por cables, como el columpio de una trapecista.
Olivia observó cómo un grupo de seis personas subía en una de las cabinas. El mismo camarero de antes los acomodó a ellos en la siguiente cesta metálica. Había una mesa preparada para dos comensales con velitas en el centro. Olivia entendió por fin a qué se había referido Javier con «cenar en las nubes».
Las puertas se cerraron y comenzó el trayecto. Javier le explicó que el recorrido circular del teleférico duraba aproximadamente una hora, hasta el castillo de Montjuïc y de regreso al punto de partida; con cuatro paradas para servir los distintos platos que componían un menú bajo en grasas para evitar mareos.
Con las estrellas sobre sus cabezas y la ciudad a sus pies, Olivia pensó que aquel era el escenario más romántico en el que había cenado nunca. A través de los cuatro ventanales del habitáculo, y con una visión panorámica, durante un rato se entretuvieron buscando los edificios más emblemáticos, como la Catedral o la Sagrada Familia, y lugares como la Villa Olímpica o el Fórum. A los millones de lucecitas navideñas y propias de la ciudad, se les unían los ríos de luz que delimitaban las entradas y salidas a Barcelona. A Olivia le pareció preciosa desde aquella posición privilegiada. Se fijó también en los enormes barcos de crucero del puerto.
Estaba tan emocionada que apenas probó bocado. Después de dos paradas, habían degustado el primer plato: crema de zanahorias y coca de recapte; y se encontraban con el segundo sobre la mesa: un suculento magret de pato confitado con peras.
El suave balanceo de la cesta y la luz tenue de las velas contribuyeron a crear una sensación hipnótica en los dos. Durante unos segundos sus miradas se apartaron de las impresionantes vistas de la ciudad y se encontraron mutuamente. Olivia quería decirle que le había encantado la sorpresa y que era el mejor día de Navidad de toda su vida. Se lo había dicho con la mirada, pero cuando intentó hacerlo con palabras sucedió algo insólito que acabó de completar aquel instante único.
—Está nevando —dijo Javier.
—¡Oh, sí! ¡Qué bonito!
Olivia contempló aquella estampa navideña desde las alturas. Se fijó en cómo los copos de nieve caían lentamente sobre la ciudad. Javier cogió su mano y ella cerró los ojos unos segundos.
—¿Te mareas? —le preguntó él.
—No —dijo ella sin abrir los ojos pero esbozando una sonrisa—, estoy tratando de memorizarlo todo. Quiero recordar cada detalle de este momento perfecto.
Javier sonrió y besó su mano.
Una música de violines les anunció que habían llegado a la estación del Castillo y que era el momento del postre: un coulant de chocolate con salsa de arándanos.
Otra vez en marcha, Javier deslizó su mano en un bolsillo y sacó un paquetito envuelto con papel dorado.
—Feliz Navidad, Olivia.
Olivia se maldijo a sí misma por no haber pensado siquiera en un regalo para él.
—Yo no tengo nada para ti —dijo algo avergonzada.
—No te preocupes. Sólo es un detalle.
Olivia sacó un colgante de una cajita vieja y desvencijada. Era un sol de plata antigua con una etiqueta doblada.
—«1906. Pieza modernista de plata antigua» —leyó Olivia.
—Lo compré en una tienda de antigüedades. Tienen piezas muy curiosas y la dueña, una señora encantadora de más de setenta años, suele contarte la historia que hay detrás de cada objeto.
—¿En serio? —dijo Olivia emocionada—. Es un colgante precioso. ¿Tiene historia?
—Perteneció a una editora catalana de principios de siglo. Como única heredera de una imprenta familiar publicó ella sola varios libros modernistas de la época. Sin embargo, su mayor éxito lo consiguió con Sol de Abril.
—¿En serio?
Olivia se sorprendió por el paralelismo que guardaba aquella historia con la suya. A punto de cosechar su propio éxito con Los siete soles de la felicidad, le pareció una coincidencia sorprendente que Javier hubiera dado con aquel colgante.
—Pero su triunfo como editora también supuso su fracaso social.
—¿Por qué?
—Sol de Abril no era precisamente un manual inspirador como tus siete soles. Era un libro erótico para jovencitas de la época, cuya protagonista, Abril, narraba todas sus peripecias sexuales. Su publicación supuso un gran revuelo, y nuestra valiente editora fue repudiada del círculo social burgués al que pertenecía.
—Pobre.
—No creas… Según la dependienta vivió muy feliz y tuvo una vida amorosa muy interesante. Uno de sus amantes, que más tarde fue su marido, le regaló infinidad de joyas de soles. La que tienes en las manos es una de ellas.
—Estoy segura de que fue su favorita.
Javier sonrió.
—Según la señora de la tienda de antigüedades, cada vez que su enamorado le regalaba un sol, ella pedía un deseo. Vivió muchos años y fue feliz, así que es probable que se le cumplieran todos, ¿no crees?
—Sí, estoy segura —dijo Olivia cerrando los ojos y tomando aire, con el sol en su mano.
Formuló su deseo con una sonrisa en los labios justo en el momento en el que el teleférico les bajó de las nubes.
—¡¿Qué mierda es esta?!
Olivia apartó la cabeza de su ordenador y vio a Malena despotricando en su despacho. Imaginó que se refería a algún libro defectuoso o al trabajo mal hecho de alguno de sus colaboradores; sin embargo, la curiosidad le pudo y fue a ver de qué se trataba.
Un enorme cuadro de color indefinible presidía la única pared de ladrillo de aquella estancia.
—«Desierto en estado puro». Bruc Simó —leyó Olivia en una insignia ubicada en el marco—. ¿Qué es esto?
Al igual que Malena, no pudo reprimir una cara de disgusto. La fealdad de aquel cuadro resultaba casi ofensiva.
—No lo sé. Una broma de mal gusto, imagino.
—¿Simó no es el apellido de uno de los accionistas de Venus? —preguntó Olivia.
—Sí, tienes razón. Pero no entiendo…
—Es un regalo —dijo Max asomando su cara tras la puerta de cristal—. Venus ha comprado tres cuadros de este joven artista para la empresa. Y pensé que algo tan exclusivo quedaría perfecto en tu despacho.
Max tuvo que hacer un verdadero esfuerzo por contener la risa. Se había visto obligado a comprar algunas de aquellas obras y pensó que era la excusa ideal para castigar a Malena por sus malas artes.
—Te lo agradezco —empezó a decir Malena tratando de buscar la forma de rechazar aquel regalo sin resultar descortés con su jefe—. Pero ¿no crees que por los tonos quedaría mejor en el despacho de Olivia?
—No. Yo lo veo perfecto aquí. ¿Tú no, Olivia?
Olivia pensó que Max se había vuelto loco. Luego, le pareció apreciar un leve guiño de ojo y lo entendió todo al momento.
—Sí, es bonito —mintió descaradamente—. Ya me gustaría a mí poderlo lucir en mi despacho, pero he de reconocer que este es su lugar. Aquí queda perfecto.
La cara de Malena enrojeció.
En ese momento se acercó a ellos el repartidor con un libro en las manos.
—Bonito cuadro —dijo al tiempo que depositaba el primer ejemplar de Los siete soles de la felicidad sobre la mesa.
Durante un rato los tres observaron la cubierta sin atreverse a abrir el libro. A Olivia se le iluminó la cara al ver lo bien que había quedado su idea para corregir su travesura. Después de haber hecho desaparecer con Photoshop uno de los soles de la portada, se le había ocurrido poner una faja con la siguiente frase: «El séptimo sol eres tú», acompañada de un sol metalizado, con efecto espejo.
Max fue el primero en romper el hielo y tomar el libro entre sus manos. Al ver su rostro reflejado en aquel sol plateado, sonrió. Después, se fijó en el diseño de la portada, con los seis soles alrededor de la figura femenina central y miró a las dos chicas con satisfacción.
—Buen trabajo, chicas. Ha quedado muy bien. Una idea excelente lo de añadir esta faja con ese golpe de efecto. ¡Genial!
Malena miró sorprendida a Olivia. No estaba al corriente de aquella decisión y no entendía de qué forma se había hecho sin su autorización, pero no dijo nada. Contó sólo seis soles en la portada y una idea cruzó su mente: Olivia le había salvado el cuello. No había sido consciente de ese fallo, había firmado la cubierta sin darse cuenta de que faltaba un sol… y ¡Olivia lo había arreglado con esa solución brillante!
Una vez que Max las dejó a solas, Malena la abrazó y le dio un beso en la mejilla. La estrechó tan fuerte, que Olivia sintió que empezaba a faltarle el aire.
—Gracias. Te debo una.
Olivia regresó a su despacho alucinada. Relacionó aquel cambio de actitud con el hecho de que últimamente había pasado bastante tiempo con Carlos. ¿Estaría Malena realmente enamorada de él? Desde luego eso explicaba muchas cosas. Sólo el amor podía conseguir una transformación tan asombrosa. Después de todo, su amigo había conseguido un milagro: que Malena le dijera algo amable y que le diera las gracias por algo que ni ella misma comprendía.
Aquella tarde, Javier la esperó a la salida de Venus Ediciones. Atrás quedaban ya las fiestas navideñas. Los siete soles de la felicidad saldría a la calle al día siguiente, su jefe la había felicitado y su chico venía a recogerla a la oficina… ¿Se podía empezar mejor el año? Ahora sólo faltaba que el libro de Sunman se agotara en tres meses y ella consiguiera su esperado ascenso.
Antes de irse, Olivia pasó por producción para recoger un ejemplar de Los siete soles. Quería enseñárselo a Javier. Habían empezado juntos esa aventura, se habían enamorado en el camino y pensó que le haría casi tanta ilusión como a ella ver el libro acabado. Lamentó no tener ningún teléfono o dirección para localizar a Jon y enviarle un ejemplar; pero se prometió a sí misma llamar a Éric al día siguiente y preguntarle por el gurú.
Tras observar la portada y mirarse en el espejito de la faja, Javier se entretuvo pasando las páginas del libro con delicadeza, deteniéndose en algunos párrafos, leyendo algunas líneas…
—Ha quedado muy bien, Olivia. Ya sabes lo que pienso de Sunman, pero he de reconocer que la edición es muy buena. Felicidades.
—El triunfo es compartido. Tu traducción es impecable. ¿Qué te parece si lo celebramos en mi casa? —le susurró ella al oído con voz seductora.
—Mejor en la mía.
—¿Por qué en la tuya? —preguntó ella.
—Porque mi abuela me ha enviado una nueva caja de galletas de jengibre y tengo chocolate caliente para acompañarlas.
—Mmm… me has convencido. Gana tu casa.
A Javier le gustaba ver a Olivia moverse libremente por su apartamento. Le hacía sentir una mezcla extraña de paz y tensión continua. Como si aquel minúsculo piso se convirtiera con su presencia en el lugar más acogedor, y al mismo tiempo excitante, del mundo. Cuando ella se iba a su casa no podía evitar una punzada de añoranza. No hacía ni tres semanas que salían juntos y ya estaba perdidamente enamorado. Mientras Olivia le explicaba lo sucedido aquella tarde en el despacho de Malena, sentada en el mármol de su cocina, Javier vertía el chocolate caliente en dos tacitas.
—Tienes chocolate en la mano —dijo Olivia tomándosela con delicadeza.
Javier se giró hacia ella y sus miradas se encontraron.
Siguiendo un impulso instintivo, Olivia se llevó a la boca su dedo índice cubierto de chocolate y empezó a lamerlo. Un escalofrío de placer recorrió el cuerpo de Javier, quien contempló fascinado cómo hacía lo mismo con el resto de sus dedos. Uno a uno, comenzó a besarlos y a chuparlos, de manera tierna y provocativa a la vez. El calor comenzó a filtrarse por todo su ser y deseó hacerle el amor allí mismo. Con aquel sensual gesto había conseguido excitarle de una manera increíble. Le cubrió la boca con la suya y empezó a devorarla.
Apartó varios botes de cristal y, sin bajarla del mármol, le levantó los brazos para sacarle el jersey por la cabeza. Sintió el impulso de quitarle también su elegante sujetador de seda negro, pero Olivia se le adelantó desabrochando los botones de su camisa. Quería sentir su torso firme y sus músculos ardiendo bajo la caricia de sus dedos. Hundió la cara en su pecho, caliente y duro, y dejó que su lengua explorara con suavidad y parsimonia sus pezones, provocando escalofríos de placer en Javier.
Las manos de él se colaron bajo su falda deslizando hacia el suelo medias y braguitas. Olivia notó el mármol helado en contraste con su piel ardiente y dejó escapar un gemido.
Ella le desabrochó los pantalones y permitió que su mano curiosa explorara los confines de su cuerpo bajo su ropa interior. El contacto de sus manos rozando su sexo provocó en él un gruñido de excitación. En ese momento, se separó un instante para deshacerse de los pantalones y los calzoncillos.
—Agárrate a mi cuello —le susurró.
Olivia hizo lo que le pedía y le rodeó también con sus piernas, enlazándolas por detrás de su cintura.
—Tranquila —le dijo mientras la acomodaba a su cuerpo con una mano y la levantaba como si fuera una pluma—. No te dejaré caer.
—Ya sabes que no me asustan las alturas… —murmuró ella enroscando sus dedos entre su pelo, rozándole el cuello con los labios e inundando su suave piel con besos rápidos y calientes.
Sus gemidos le incitaron a llevarla aún más lejos…
Javier la apoyó contra la nevera. Sus manos se posaron en sus caderas para hacerla descender y acoplarla sobre su erección. La sangre comenzó a bombear su corazón a toda velocidad cuando él empezó a moverla de forma rítmica, mientras ella se abrazaba a él con todas sus fuerzas. Con cada embestida, un gemido profundo y ronco escapaba de sus labios.
Con el cuerpo de ella pegado todavía al suyo, como una segunda piel, Javier la recostó sobre el suelo y siguió penetrándola, duro, profundo y firme. Una desesperación salvaje se apoderó de Olivia, ansiosa por alcanzar la cúspide. Olas de intenso placer llegaron sin poder evitarlo. Su cuerpo se tensó, se agarró fuertemente a los brazos de Javier, arqueando sus caderas contra su cuerpo hasta llegar a la cima de un éxtasis inquietante y delicioso. Javier cerró los ojos y se abandonó a la explosiva liberación de un orgasmo, acompañado de un prolongado y estremecedor suspiro.
Instantes después, Olivia y Javier yacían en el suelo frío de la cocina, cogidos de la mano, con la mirada fija en el techo, y tratando de recuperar el ritmo de su respiración.
—¿Te quedarás a dormir? —le preguntó Javier.
—Si quieres…
—Sólo si prometes despertarme a media noche.
Olivia rio por la invitación sexual implícita de sus palabras.
—¿No has tenido bastante?
—¿Bromeas? Contigo nunca tengo bastante. Me apeteces a todas horas —dijo Javier divertido—. Creo que al final tendré que secuestrarte y no dejarte salir jamás de este piso.
Olivia rio.
—A no ser que prefieras hacerlo por las buenas…
—¿Qué quieres decir? —dijo Olivia divertida girándose y mirando a Javier a los ojos.
—Que me encantaría vivir contigo, Olivia.
Olivia enmudeció.
—Sé que hace muy poco que estamos juntos, pero cada segundo que no estoy a tu lado, siento que es un instante perdido. Nunca había tenido nada tan claro.
Aquellas palabras hicieron que un temblor de emoción sacudiera a Olivia. Con aquella proposición Javier había cumplido, sin saberlo, el deseo que le había pedido a su sol colgante.
Vivir juntos. La idea le encantaba. Aunque ambos estaban acostumbrados a vivir solos, no sentía ni una pizca de temor. Sí estaba, en cambio, algo nerviosa, excitada, ¡emocionada! De algún modo, intuía una convivencia fácil con ese hombre ordenado, limpio… guapísimo y, encima, buen amante. Lo que no veía del todo claro era lo de dejar su piso para instalarse en el diminuto apartamento de Javier. ¿Qué haría con todas sus cosas?
Hacía dos días que Javier había propuesto aquella idea. Lo hizo después de aquel encuentro apasionado en su cocina y Olivia se preguntó también si ese «Me encantaría vivir contigo», había sido una proposición en toda regla o sólo una sugerencia sin fecha, fruto de la excitación del momento. ¿Y si no salía bien?
—Deja de hacer suposiciones —se dijo a sí misma—. Javier dijo: «Nunca he tenido nada tan claro». ¿No es así?
»Es cierto… —se contestó ella sola—. Vive el presente Olivia. Disfruta el momento que estás viviendo. Confía. Nada malo puede ocurrir. Si finalmente esta aventura no acaba bien, al menos habrás vivido una historia de amor increíble.
Después se le ocurrió una solución perfecta. Tal vez lo mejor era que ninguno de los dos renunciara a su apartamento. No era fácil encontrar un piso bien situado y con un alquiler razonable en Barcelona, y los dos tenían demasiadas cosas para juntarlas en uno solo. Javier podía trasladarse a su casa y mantener su piso como estudio para trabajar allí. Sí. Esa era una buena idea…
Después, trató de concentrarse de nuevo en su trabajo: un libro sobre rituales, de distintas culturas y tradiciones, para atraer la buena suerte, escrito por un chamán peruano. Le dolía la cabeza y sentía un dolor extraño en el estómago, así que se tomó un Gelocatil para despejarse un poco. Sin embargo, cuando más concentrada estaba en aquel texto, la secretaria de Max la llamó por teléfono convocándola a una reunión urgente con su jefe.
Por la expresión de su rostro, Olivia entendió al momento que algo no iba bien.
—¿Has leído la prensa de hoy? —le preguntó Max sin más preámbulos.
—No. Todavía no he tenido ocasión.
—Lee. —Su tono autoritario destilaba preocupación.
Max le pasó la edición de aquel día de un conocido diario nacional, abierto en una doble página.
Olivia leyó los titulares:
—«El lado oscuro del gurú». «Jon Sunman: ¿farsante o loco?». «Los siete soles del engaño».
Miró con expresión confusa a su jefe.
Después siguió leyendo en silencio. Mientras surcaba aquellas líneas con los ojos bien abiertos y el corazón encogido, a Olivia se le hizo un nudo en el estómago. Aquel reportaje desvelaba el pasado de Jon Sunman, su estancia en un sanatorio, sus delirios de falso profeta y la gran mentira de su formación espiritual en un monasterio budista. El periodista que lo había escrito aportaba pruebas, fechas e incluso una fotografía de un Sunman muy desmejorado, con bata blanca, en la entrada de aquel balneario suizo.
Olivia no daba crédito. ¿Quién podía haber filtrado todo aquello? Buscó el nombre del autor de aquel texto. Félix Santos. ¿De qué le sonaba aquel nombre? De pronto lo entendió todo. Era el periodista que habían conocido en el Montseny. El novio de Claire.
Además de la información que Olivia ya sabía por Éric, Félix contaba intimidades de Jon que sólo podía saber alguien que hubiera tenido una relación íntima con él. Es decir, Claire. Cosas sobre su infancia, como que fue un niño disléxico con problemas de adaptación social; o sobre su vida como atleta profesional, llena de trampas y dopaje, antes de convertirse en gurú. Explicaba que tuvo una juventud complicada y que aquel accidente que cambió su vida fue consecuencia de un consumo excesivo de alcohol y drogas. Ponía en duda hasta su formación en la India o su convivencia con gurús y chamanes de toda Latinoamérica.
Olivia sabía que el periodista, consciente del revuelo que causaría su noticia, había utilizado aquel reportaje para lucirse, sin importarle llenarlo de calumnias. Decía cosas ciertas, pero por el tono sensacionalista y exagerado de sus declaraciones, Olivia adivinó muchas falsedades, muchas mentiras. Se preguntó si la muerte de Claire le habría impulsado a vengarse del gurú.
Santos hacía también un repaso de Los siete soles de la felicidad y de la editorial. «Un desatino de Venus Ediciones con una obra llena de tópicos gastados y consejos que, obviamente, el autor no tiene ni idea de cómo aplicar a su vida».
Olivia sintió que las líneas se doblaban y tuvo que sujetarse a la mesa de Max para no caerse al suelo.
—¿Estás bien?
—Sí, sí. Sólo algo conmocionada —dijo recuperando la compostura.
—Tenemos que retirar el libro. Sólo hace dos días que está en la calle… Lo he hablado esta mañana con Malena y ella también está de acuerdo.
—No creo que esa sea la solución.
—Nuestra reputación está en juego —dijo Max con el semblante muy serio.
—Nuestra reputación ya está en entredicho. Este reportaje nos deja por los suelos. Sólo podemos dejar que Los siete soles se levante solito, que se defienda por él mismo.
—¡«Los siete soles del engaño»! —gritó Max señalando con el dedo el titular.
—¡Porque él lo diga! ¿Quién es ese periodista? No es nadie. ¿Quién es Jon Sunman? ¡El gurú de fama internacional más vendido en todo el mundo! ¡Dejemos que la gente decida!
La vehemencia de sus palabras impresionó a Max Costa. Tal vez Olivia estaba en lo cierto. Aquel reportaje era muy convincente y se había publicado en un diario serio, de tirada nacional, pero Sunman también tenía muchos seguidores y, en cualquier caso, el interés por su libro podía aumentar con esa noticia.
—Dime que tú no sabías nada de todo esto, Olivia. Dime que no conocías el pasado de Sunman…
Olivia no pudo mentir. Su silencio delató la respuesta.
—¡Increíble! —dijo Max lanzándole una mirada de fuego—. ¿Cómo has podido ser tan irresponsable? ¡Esto no es un juego, Olivia! Si Sunman se hunde arrastra el sello al completo. ¿No te das cuenta? ¿Qué clase de credibilidad tendrá Venus Práctica entonces? ¿Sabes lo que ocurre con un cesto de manzanas cuando hay una sola podrida?
Olivia respiró hondo para contener unas lágrimas incipientes.
—Que se pudren todas —reconoció Olivia en un susurro—. ¡Pero eso no ocurrirá! Sunman no es una manzana podrida.
—Está bien, Olivia. Tú ganas. No retiraremos su libro, pero será bajo tu responsabilidad.
—Asumo las consecuencias —dijo ella consciente de que esta vez ya no sólo estaba en juego su ascenso, sino su continuidad en Venus Ediciones.
—Otra cosa —le dijo Max cuando Olivia estaba a punto de cerrar la puerta tras de sí—, llama a Sunman. Necesitamos a toda costa que se defienda.
Después de aquello, volvió a su despacho y trató de concentrarse de nuevo en su trabajo. Imposible. Sus ojos se nublaron y las lágrimas empezaron a brotar en cascada. Sintió náuseas y un deseo incontrolable de vomitar. Corrió al baño. De rodillas frente al inodoro, perdió la conciencia del tiempo.
Cuando la voz de Malena se dirigió a ella con dulzura, no supo precisar cuánto rato había transcurrido.
—Olivia.
Le puso una mano en la frente y comprobó que estaba ardiendo. Después, la ayudó a incorporarse con delicadeza.
—Vamos. Te acompaño a casa.
Olivia se dejó llevar como una muñeca articulada, como una zombi. Se sentía muy mareada y con un dolor muy fuerte en el estómago. Se dio rabia a sí misma. No podía ponerse enferma. No ahora. Con Jon Sunman desaparecido, necesitaba estar fuerte para defender su libro. Debía luchar. «Hazlo tú por mí», le había dicho Jon en su carta: «Sé que lo harás muy bien». Pero Olivia había fallado. Adiós a su best seller, adiós a su ascenso, adiós a su prometedora carrera de editora…
—Adiós, Olivia.
Aquellas palabras se mezclaron con sus delirios.
—Te dejo en buenas manos…
El aroma conocido de sus sábanas le hizo sentir protegida, pero no en paz. Tenía demasiada fiebre para darse cuenta de lo que ocurría. No fue consciente de la visita de su médico, que le diagnosticó una gastroenteritis aguda. Ni de los cuidados de Javier: poniéndole paños fríos sobre la frente, ofreciéndole sorbitos de agua e, incluso, sujetándole un cubo para que pudiera vomitar.
Veinticuatro horas después empezó a sentirse mejor. Las náuseas habían remitido, pero todavía se sentía muy débil. En ese instante, Javier se asomó por la puerta de su habitación y al verla con los ojos abiertos se acercó a ella.
—¿Estás mejor? —le dijo acariciándola con su voz suave.
—Creo que sí. ¿Cuánto hace que estás aquí?
—Desde ayer. Malena me llamó. Ella te trajo a casa y avisó al médico.
Varias imágenes difusas acudieron a la mente de Olivia. Recordó vagamente cómo la había socorrido en el baño y acompañado en taxi hasta su casa…
—Voy a ir un momento a mi casa para recoger algunas cosas, pero vuelvo enseguida. ¿Necesitas algo?
—Creo que no. Sólo dormir un poco más. Estoy tan cansada…
—Descansa.
Y eso hizo. Esta vez se dejó vencer por un sueño plácido y largo, muy largo. La presencia de Javier hacía que se sintiera protegida y segura.
Dos días después, Olivia se sentía como nueva. Lo primero que hizo fue darse una ducha. Después de tantas horas sin levantarse de la cama, sufrió un leve mareo al poner los pies en el suelo. El agua caliente en contacto con la espuma de su gel favorito le hizo sentir reconfortada.
Le sorprendió encontrar el cepillo de dientes de Javier junto al suyo, y varios enseres de higiene personal, como una loción para después del afeitado y su colonia de cítricos. Olivia se emocionó al conocer por fin su secreto: Eau d’Orange Verte, de Hèrmes. Aunque el aroma de Javier ya estaba deliciosamente impregnado en el ambiente de toda su casa, no pudo resistirse a vaporizarlo en el aire, directamente del frasco verde. Se decepcionó al notar que no olía igual que en él. Sólo en contacto con su piel aquella fragancia era capaz de producir esa alquimia tan especial. Después se recreó en la imagen de los dos cepillos cruzados en su vaso de porcelana y sonrió.
Javier no estaba en casa. Le había dejado una nota encima de la mesa del salón explicándole que tenía que ir a entregar una traducción a una agencia de publicidad. Había una dirección anotada por si necesitaba algo. Atónita, comprobó que era la agencia de publicidad de Ramiro. Le hizo gracia pensar que esa mañana sus vidas habrían coincidido un instante. Después recordó que fue precisamente su ex quien se lo recomendó como traductor, cuando todavía estaban juntos. En su corazón no quedaba ni un ápice de amor para él, en el sentido romántico de la palabra. Pero se sorprendió al reconocer que tampoco había rencor ni rabia. Al recordar que fue él quien le abrió las puertas de su vida a Javier sintió agradecimiento. En el fondo, le debía mucho… Aunque sólo fuera por contraste, ahora era capaz de apreciar mejor todo lo que Javier hacía por ella, las formas de demostrarle que la quería.
Había unas sábanas dobladas sobre el sofá, su portátil abierto y algunos diccionarios sobre la mesa. A pesar del justificado desorden, teniendo en cuenta que Javier había apilado todas sus cosas en el salón para no molestarla, a Olivia le gustó ver todo aquello en su casa.
Después de recuperar fuerzas con unas tostadas y un poco de membrillo, decidió que había llegado el momento de enfrentarse a su realidad. Todavía se sentía un poco débil, pero la cura de sueño y los cuidados de Javier habían obrado un milagro. Se miró al espejo y comprobó aliviada que tenía buena cara, quizás estaba algo más delgada por los días de ayuno, pero sin rastro de ojeras o signos que delataran que había estado enferma. Se vistió con calma, se maquilló de forma suave y salió de casa en dirección a Venus Ediciones.
Caras contentas. Emoción contenida. Eso fue lo primero que notó Olivia al entrar en la oficina. Después, una ovación y aplausos. El equipo con el que trabajaba a diario, en pie, recibiéndola con sonrisas y sin dejar de aplaudir.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Olivia perpleja, arrugando la frente y sonriendo al mismo tiempo.
No entendía nada. Aquella escena le pareció tan irreal que se frotó los ojos esperando despertar en cualquier momento. ¿A qué venía ese recibimiento?
—Reeditamos, Olivia.
La frase de Malena le sonó tan enigmática como aquella situación. Casi todas las semanas se reeditaba algún título, ¿qué tenía eso de particular?
—Los siete soles de la felicidad —le dijo esta vez sacudiéndola suavemente para hacerla reaccionar—. Agotado. Segunda edición.
Aquellas palabras comenzaron a tener sentido para Olivia. Un sentido increíble, extraño y sorprendente.
—No puede ser… —balbuceó—. ¿En cuatro días? Eso es imposible.
—No, Olivia, en cuatro días no, en tres. Max Costa quiere verte. Te espera en su despacho.
Olivia dirigió sus pasos hacia el despacho de su jefe caminando a dos palmos del suelo. Una parte de ella estaba tan sorprendida, tan contenta, que temía salir volando en cualquier momento. La otra no podía evitar pensar que había algún tipo de fallo o confusión en todo aquel asunto.
La sonrisa radiante de Max borró sus dudas.
—Cincuenta mil ejemplares en tres días, Olivia. ¿Se puede saber de dónde has sacado ese olfato de editora?
Max se puso de pie y la recibió con un abrazo.
—¡Es genial! —explotó finalmente Olivia—. Pero no entiendo… Hace cuatro días queríais retirar el libro. ¿Qué ha pasado?
A Olivia le pareció que todos se habían vuelto locos. Era imposible que el mundo hubiera cambiado tanto en tan poco tiempo. Apenas unos días atrás, Jon al descubierto con aquel revelador reportaje; y ella, al borde del despido. ¿Y ahora?
—Toda la edición agotada en setenta y dos horas. Eso es lo que ha pasado.
—Pero ¿y aquel reportaje sobre Sunman? ¿No ha tenido repercusión?
—Hubo un gran revuelo —le explicó Max—. Todos los medios han hablado de él. Algunos apoyando la versión de aquel periodista y cuestionando por extensión todos los libros de autoayuda. Los cimientos del género se han tambaleado en sólo tres días… Se organizó incluso una especie de debate nacional: «¿maestro o farsante?», y una gran polémica sobre si la autoayuda es beneficiosa o perjudicial para la gente.
—Subestimé el poder de aquel periodista —reconoció Olivia al recordar que había dicho que no era nadie.
—Sí, pero los defensores de Sunman tardaron muy poco en reaccionar. Como tú dijiste, son muchos más, y aquel reportaje estaba lleno de incorrecciones y mentiras. Su agente en España, Éric Feliu, se encargó de contactar con todo un grupo de apoyo. Chamanes y gurús de toda Latinoamérica, India y Estados Unidos han salido en su defensa. El propio Maheshris emitió un comunicado desde la India hablando maravillas de él.
—¿Y Sunman?
—Es como si la tierra se lo hubiera tragado. Nadie sabe nada de él. Curiosamente, su desaparición ha acrecentado su halo de misterio. La gente se lo imagina recluido, Dios sabe dónde, iluminándose y escribiendo su próximo best seller.
—Pero aquel reportaje también decía cosas ciertas, aportaba pruebas de que no estuvo, por ejemplo, en aquel monasterio budista, donde presuntamente escribió Los siete soles de la felicidad.
—Es cierto, pero sus fans no se lo han tenido en cuenta. La verdadera historia les ha llamado mucho más la atención. Siete años aislado en las montañas suizas les ha parecido una experiencia mucho más iluminadora que cualquier monasterio budista.
Olivia asintió con la cabeza. Estaba completamente de acuerdo con esa teoría pero…
—¿Y sus delirios?
—Iluminación. Así lo han definido algunos.
—Increíble.
—Lo más increíble es que todo el mundo quiere su libro. Hasta sus detractores han pasado por caja.
—No se puede criticar algo sin conocerlo —reconoció Olivia.
—Exacto.
Después Max la miró extrañado y le dijo:
—Vaya, has debido estar muy enferma para no enterarte de nada de todo esto.
Olivia recordó que esa mañana había encontrado su móvil apagado y el teléfono fijo descolgado. Al momento entendió que Javier había intentado protegerla para que nada intercediera en su recuperación. La idea de que alguien se preocupara por ella de esa manera le hizo sonreír.
—Has pasado mucha tensión últimamente —reconoció Max—. Supongo que nuestra última conversación no ayudó mucho a mantenerte fuerte.
Olivia agradeció la comprensión de su jefe.
—Bueno, una Directora Editorial debe soportar muchas presiones, lo sabes, ¿verdad? ¿Te sientes con fuerzas para afrontar tu nueva etapa al frente de Venus Práctica?
—Haré lo que pueda —dijo Olivia con una sonrisa.
—Y lo harás muy bien.
Al salir de aquel despacho, Olivia dejó escapar un profundo suspiro de satisfacción. ¡Directora Editorial de Venus Práctica! Ese había sido su sueño desde hacía mucho tiempo y ¡lo había conseguido! Había fantaseado con ese puesto desde la jubilación de Ricardo Boix y ahora, por fin, casi dos años después, su deseo se cumplía.
Recordó el sexto sol de Jon: «Tu vida está en tus manos» y, por primera vez, entendió realmente el sentido de aquellas palabras. Quería aquel ascenso, lo había deseado con todas sus fuerzas, pero también había trabajado duro para conseguirlo. Aquel regalo que la vida le concedía no era más que la semilla germinada de su esfuerzo.
Después pensó en Jon Sunman y en lo mucho que le habría gustado compartir con él su éxito.
Recordó que su anterior libro también estuvo salpicado de polémica en su país. La crítica le había tachado de oportunista y de plagiar ideas de otros maestros. Sin embargo, su libro fue un éxito absoluto de ventas y la gente le escribía emocionadas cartas de agradecimiento. Esta vez, la historia se repetía. Y, de nuevo, Jon era ajeno a todo aquel revuelo.
La curiosidad por conocer el paradero del gurú se apoderó de Olivia. Entonces pensó que si había alguien en España que pudiera saberlo, ese era Éric Feliu. Después pensó que tenía la excusa perfecta para llamarlo; todavía no estaba al corriente de la fantástica noticia de la reedición.
—Estupendo.
Olivia había esperado una respuesta algo más eufórica. Reeditar en tan poco tiempo, con una tirada inicial de cincuenta mil ejemplares, era un resultado algo más que «estupendo», del que también se beneficiaba el agente de Jon.
—¡Cincuenta mil ejemplares en tres días! —insistió Olivia, repitiendo sus palabras como si se tratara de un niño que no ha estado atento al punto más importante de una lección.
—Sí, sí, te he escuchado, Olivia. Es francamente excepcional.
Vale, «excepcional» le pareció una respuesta más adecuada a las circunstancias. Después recordó su increíble ático y entendió que aquel éxito, traducido en euros, no despertara en él la reacción que ella había imaginado.
—Quería darte las gracias por todo lo que has hecho estos días para defender a Jon. Max Costa me lo ha explicado todo.
—Era mi deber.
—Sí, y también el mío —reconoció Olivia—. Siento mucho no haber estado a tu lado en esto.
—Yo también siento que no estés a mi lado —dijo Éric dando otro sentido a sus palabras—. Pero la vida es así de injusta a veces.
—Lamenté la muerte de Claire —dijo Olivia cambiando de tema. Éric era la única persona con la que podía hablar abiertamente del pasado de Jon—. También me asusté mucho al principio. La prensa hablaba de un posible homicidio.
—Fue un suicidio. El padre de Claire presionó para que se abriera una línea de investigación en esa dirección, pero en realidad la policía nunca barajó esa hipótesis.
—No entiendo.
—Los Touzé son gente muy poderosa. Siempre ocultaron los problemas mentales de su hija. Un suicidio les pareció demasiado escandaloso para una familia conservadora y muy influyente en Suiza. Así que presionaron a la prensa para que introdujera la duda del asesinato.
A Olivia le sorprendió la convicción de sus palabras. ¿Cómo era posible que Éric se enterara de todo aquello?
—Me lo explicó su novio —dijo él adivinando sus pensamientos—. Ese tal…
—¿Félix Santos? ¿El periodista? —preguntó Olivia extrañada.
—El mismo. Menudo jeta. Chantajeó a la familia Touzé a cambio de no mezclar a su hija en todo este escándalo de Jon Sunman.
Olivia recordó que en aquel reportaje no se mencionaba en ningún momento a la ninfa de agua.
—Claire estaba muy dolida con Jon —reflexionó Olivia—. Tal vez antes de morir le explicó a su pareja todo lo ocurrido entre ellos, esperando que él la vengara.
—Nada de eso. Claire estaba profundamente enamorada de Jon. Se suicidó de pura tristeza al sentirse rechazada por el gurú. Félix encontró su diario personal y de allí sacó todo el material para su reportaje, incluida la foto de Sunman en aquel sanatorio. Sólo tuvo que aderezar aquella información con un poco de imaginación y muchas mentiras.
—¡Qué canalla!
—A mí también trató de chantajearme.
—¿De qué manera?
—Me ofreció no publicar su reportaje a cambio de una cuantiosa suma.
—Obviamente no cediste…
Éric dejó escapar una carcajada.
—Obviamente. Cuando el agente americano de Jon me pidió que velara por su imagen, entendí que en algún momento su pasado acabaría explotando en nuestras narices. Así que dejé que las cosas siguieran su curso. En el fondo sabía que esa publicidad, aunque fuera negativa, nos vendría muy bien para vender el libro.
—Y así ha sido —reconoció Olivia.
—Sí, después de todo, Sunman también tiene muchos seguidores.
—¿Sabes dónde está?
—Sí.
—¿Y? —presionó Olivia impaciente—. ¿Ha vuelto a las montañas suizas?
—No, esta vez se ha ido a Egipto, al desierto de Nitria.
—¿Al desierto?
—Su agente americano me explicó que ha ido a buscar a los Padres del Desierto. Quiere aprender de su sabiduría y disfrutar de la vida contemplativa durante un tiempo.
—¿Existen todavía? Pensaba que estos monjes solitarios habían desaparecido hace siglos.
—No tengo ni idea. En cualquier caso, Jon ha ido en su búsqueda. Tal vez regrese dentro de unos años, con un nuevo éxito bajo el brazo, y nos lo cuente.
—Es posible —dijo Olivia viajando unos instantes con su mente a desiertos lejanos.
Se imaginó a Jon Sunman con una túnica oscura y el rostro cubierto, mostrando sólo sus increíbles ojos azules, tan azules como un cielo despejado y luminoso, montado a camello y atravesando kilómetros de dunas doradas y poblados tuareg. Se lo imaginó conociendo a los nómadas del desierto, compartiendo té y conversaciones con los beduinos, y encontrando la paz y la espiritualidad que había ido a buscar, bajo un sol radiante y protector.
Aquel día Olivia decidió salir pronto y hacer una visita a Ricardo Boix. Hacía semanas que no se veían y las noticias que tenía que darle bien merecían un reencuentro. Tenía muchas ganas de verle. La última vez le había dicho que había superado su enfermedad y que quería emprender un largo viaje. Tal vez por eso Olivia no se sorprendió demasiado al no tener respuesta suya, tras pulsar dos veces su timbre en el videoportero.
Una cara conocida la saludó en el portal cuando estaba a punto de irse.
—¿Edna?
La había visto por la editorial en varias ocasiones cuando su padre estaba al frente de Venus Práctica, sin embargo poco quedaba ya de la chica adolescente que Olivia recordaba. La hija de Boix se había convertido en una jovencita muy atractiva. A punto de cumplir los veinte, Edna era la viva imagen de su padre, mejorada y dulcificada, pero con la misma chispa y gracia natural en sus gestos.
—Estás muy guapa.
—Gracias, Olivia —le agradeció con una sonrisa.
Edna llevaba una enorme caja de cartón llena de libros con el logotipo de una importante casa de mudanzas. La depositó un momento en el suelo para charlar con Olivia y entonces reparó en sus ojos. Olivia advirtió las ojeras pronunciadas de alguien que ha dormido poco o… ha llorado mucho. Y un mal presentimiento cruzó su mente.
—Has venido a ver a mi padre, ¿verdad?
Olivia asintió con la cabeza.
—Murió hace dos semanas.
Olivia no pudo evitar que las lágrimas hicieran carreras por su rostro mientras Edna le explicaba los últimos días de su padre. Sentadas en una cafetería cercana al domicilio de Boix, compartieron dolor y confidencias, recuerdos y anécdotas, de un hombre que, de alguna manera y de forma muy distinta, había marcado la vida de esas dos chicas.
Ricardo Boix decidió abandonar el tratamiento el mismo día que le anunciaron que su cáncer se había extendido y que no había remedio para una muerte segura e inminente. Fue el mismo día que Olivia le acompañó al hospital, el día que le habló de emprender un gran viaje. ¿Cómo no se había dado cuenta? Con aquella revelación de su hija, a Olivia le sorprendió la entereza con la que había afrontado su destino.
—A mi padre nunca le asustó la muerte. Solía decir que no es más que un cambio de domicilio.
—Es cierto. «Con la ventaja de no poder comunicar tus señas y no recibir visitas indeseadas» —recordó Olivia citando la frase literal de Ricardo.
Las dos chicas rieron.
Hablando de Ricardo con Edna, Olivia se dio cuenta, por fin, de que su gran maestro no había sido ningún libro de autoayuda, ni Sunman, ni Los siete soles de la felicidad. Si alguien le había enseñado algo sobre el arte de ser un sol y brillar con luz propia ese era Boix.
Con él había aprendido todo lo que sabía de su profesión, pero no porque se lo hubiera mostrado como un sabio que imparte su clase magistral a su discípulo aplicado; sino, sobre todo, porque le había enseñado a valerse por sí misma. A probar y a equivocarse. A fracasar y a levantarse. «El universo no pone complejos problemas de cálculo a un niño que está aprendiendo a sumar y a restar», le había dicho en alguna ocasión. «La vida sólo nos presenta dificultades para las cuales estamos preparados. Resolverlas te hará madurar».
Y así había sido. Olivia sentía que durante aquel recorrido, sin Boix a su lado en Venus Ediciones, había puesto en práctica todas sus enseñanzas y había llegado airosa a la meta. Ahora empezaba un nuevo reto para ella y estaba segura de poder asumirlo. Y si no, ya se levantaría las veces que hiciera falta. Al fin y al cabo, como decía Boix: «La vida es un juego sin reglas; y hay que vivirlo como un misterio por descubrir, no como un problema a resolver».
Antes de abrir la puerta de su casa, Olivia deseó con todas sus fuerzas que Javier estuviera allí. Aquel había sido un día eterno, le habían pasado tantas cosas, que sentía la necesidad de compartirlo con alguien. No. Con alguien, no. Con él. Le pareció increíble lo mucho que anhelaba perderse en sus brazos y en su mirada felina. Lo primero que vio al entrar fue el gato japonés sin pata, instalado ahora en su estantería. Aquella imagen reconfortó su alma como un buen presagio de lo que sucedería a continuación. Segundos después, su dueño apareció con una sonrisa, dispuesto a recargar su suerte.