Nada es lo que parece
—On m’a volé la poésie!
Aquel sábado, Olivia se despertó con esa frase en la cabeza. «¡Me han robado la poesía!». Sonrió al recordar el momento: un Jon desencajado mirándola y esperando una explicación convincente sobre lo ocurrido con su libro. Le pareció una frase tan melodramática que, de no haber sido por la situación de tensión que se había producido en aquel instante, hubiera arrancado en ella una carcajada.
—On m’a volé la poésie! —repitió divertida imitando el acento yanqui de Jon mientras se dirigía a la cocina enfundada en una gustosa chaqueta de lana roja.
Tras repasar con la mirada las distintas variedades de té, dispuestas en fila sobre el mármol en latitas de acero, se decidió por un Lady Grey; tenía la convicción de que el té negro agudizaba su ingenio. Un intenso aroma a naranja, bergamota y rosas se fundió con sus pensamientos.
—¿Por qué en francés? —se preguntó a sí misma. No tenía mucho sentido. Él era americano. De ser cierta la teoría de que nos enfadamos y amamos en nuestro idioma materno, pues la mente es más lenta que los sentimientos, ¿no hubiera sido más lógico que la hubiera pronunciado en inglés? Tampoco le pareció que fuera un idioma extraño para él; le había salido con mucha soltura.
Ese pensamiento le llevó a otro: Claire. La ninfa suiza que habían conocido en el Montseny. Recordó su reacción cuando vio a Jon y cómo se había dirigido a él en francés. ¿Cómo le había llamado? Peter. Sí. «Peter! C’est toi», había dicho antes de darle una bofetada. Recordó también lo nervioso que se había puesto Éric con todo ese asunto… y una sonrisa iluminó el rostro de Olivia. Si alguien podía arrojar luz sobre ese tema, ese era el agente de Jon.
—¿Éric? —Olivia se esforzó para que su voz sonora dulce al otro lado del teléfono—. Soy Olivia, ¿cómo estás?
Aunque era sábado y apenas pasaban unos minutos de las diez, intuyó que su llamada sería bien recibida. A pesar de que Éric se lo había anotado en una de sus tarjetas de visita casi al principio de conocerse, no recordaba haberle llamado nunca al móvil.
—¿Olivia? —La voz sorprendida de Éric sonó ronca, como si acabara de despertarse.
—Siento molestarte…
—No, no molestas. ¿Ha pasado algo?
—Mmm —musitó ella por toda respuesta sin saber qué decir.
—¿Olivia?
—Necesito respuestas —dijo finalmente.
—Vaya —contestó Éric después de una sonora carcajada—. Y crees que yo puedo dártelas.
—Eso creo.
—Es posible. Pero primero tendrás que saldar tus deudas. Tú y yo tenemos algo pendiente. ¿Recuerdas?
—¿Te refieres a la cena?
—Sí. Formaba parte de la negociación. ¿No es así? —dijo Éric con voz seductora.
Olivia lo recordaba. Sabía que era su peaje por Los siete soles de la felicidad y por un acuerdo absolutamente excepcional. Con cualquier otro agente, su anticipo económico por los derechos de Sunman habría caído en saco roto. Cierto era que había sido la primera en rastrear a Sunman y localizar a su agente, la primera en pedirle una copia del libro americano, la primera en pasar una oferta… Pero, de no haber sido Éric Feliu el representante de Sunman, cualquier otra editorial más potente la habría desbancado sin esfuerzo. Y ella lo sabía.
A Éric le impresionó la fuerza con la que Olivia había defendido su propuesta. No estaba acostumbrado a tratar con editores tan apasionados, con argumentos tan frescos e ideas tan claras. No le importó el hecho de que su oferta económica no estuviera a la altura de su entusiasmo. No necesitaba el dinero. Convencer al autor para que fichara por Venus, con el argumento del prestigio, tampoco había sido difícil. Sin embargo, se permitió la coquetería de cerrar el trato con la promesa de una cena…
Olivia sabía algo sobre él. Ricardo Boix le había explicado una apasionante historia sobre el origen de su fortuna familiar. Pertenecía a una de las familias más ricas y de más abolengo de la burguesía catalana. La agencia literaria, Goldbooks, la había fundado su madre en los años setenta, más por distracción que con la intención de crear un negocio próspero. Sin embargo, tenía olfato, contactos y un refinado gusto por las letras y, en poco tiempo, consiguió el reconocimiento de las principales editoriales del país. Éric había heredado los atributos de su madre y continuó con el negocio familiar tras su muerte; pero la falta de ambición y su tendencia a regirse por la ley del mínimo esfuerzo hicieron que poco a poco la agencia perdiera parte de su esplendor.
Aquel sábado por la mañana, después de colgar el teléfono, un escalofrío sacudió su cuerpo. Había quedado esa misma noche para cenar en casa de Éric. Quería respuestas. Quería saber quién era Claire y qué relación tenía con Jon… Sin embargo, algo en su interior le prevenía contra Éric Feliu y la disuadía para que no entrara tan decidida en la boca del lobo.
Antes de salir de casa, Olivia se miró en el espejo de cuerpo entero de su habitación. Había escogido algo informal y cómodo: unos vaqueros ceñidos, un jersey negro de lana fina y cuello vuelto, y botas altas del mismo color. El reflejo le devolvió la sonrisa y aplaudió su elección. Estaba guapa. Se había maquillado de forma sutil pero efectiva, con una base ligera, rímel y brillo de color en los labios.
Después llamó a un taxi y, en menos de un cuarto de hora, ya estaba en la calle Balmes con General Mitre. Antes de llamar al timbre, comprobó para su fastidio que llegaba con diez minutos de antelación. No quería parecer impaciente, pero en la calle hacía mucho frío y la idea de deambular para hacer tiempo no le sedujo en absoluto.
Éric la recibió con una sonrisa encantadora. Era poco habitual verle sonreír abiertamente y Olivia pensó que era una lástima; sus rasgos duros y su rostro repleto de marcas se dulcificaron al momento. Se había vestido de forma elegante; llevaba una camisa negra de corte clásico con estampado de raya diplomática en color caldero y un pantalón negro.
Olivia le entregó una botella de ratafía. No entendía mucho de vinos, así que se decidió por este licor digestivo, elaborado con nueces tiernas maceradas y hierbas aromáticas. Éric le agradeció el detalle y la invitó a pasar. Era un ático impresionante situado en un edificio modernista, con las particularidades típicas de un piso señorial del ensanche barcelonés: techos altísimos, suelo de mosaico y puertas enormes con originales vidrieras.
Olivia se acomodó en el salón mientras esperaba a Éric. Tenía más metros cuadrados que su piso entero y estaba decorado con mucho estilo. El suelo era oscuro, de madera de nogal, pero en el centro continuaba el mosaico modernista del resto de la casa, formando una pequeña alfombra con motivos florales. Había muy pocos muebles entorpeciendo la sala, y unos diez metros de estantería cubrían una pared hasta media altura con libros de todo tipo. Olivia divisó algunas novelas y ediciones de lujo de arte, arquitectura, diseño y cine. Tres balconadas hacían de mirador y delataban que se trataba de un hogar muy luminoso. Junto a una de ellas, un sofá blanco de piel invitaba a pasar las horas muertas con la mirada perdida en las impresionantes vistas de la ciudad. Al otro lado, una pared blanca y desnuda hacía de pantalla para un proyector situado sobre una vigueta, en una esquina. En el centro, sobre la alfombra de mosaico, una mesa vestida con un mantel de lino y fresias blancas esperaba a los dos comensales.
Éric era un hombre de pocas palabras y Olivia se sentía algo intimidada, pero, poco a poco, copa a copa, mientras cenaban y hablaban de autores y libros compartidos, el ambiente se fue caldeando. La calefacción estaba muy alta e, instintivamente, ella hizo algo que después lamentaría: se quitó el jersey de lana y se quedó en camiseta de tirantes.
Tras la cena, Éric sacó el licor que había traído Olivia y la invitó a acomodarse en el sofá. Lo sirvió en dos vasitos con hielo. Olivia dio un trago largo y sintió cómo el aguardiente quemaba su garganta obligándola a toser. Después, un agradable sabor a tomillo, albahaca y hierba luisa aromatizó su boca. Los veintiocho grados de la ratafía subieron a su cabeza de forma vertiginosa y Olivia recordó el motivo de aquella cita. Había llegado el momento de las preguntas.
—Hay algo que quiero saber —dijo por fin mirándole a los ojos.
—Habrá que negociar.
—¿Negociar?
Animado por el alcohol y por el recuerdo de lo que había visto en Can Ferran, Éric se atrevió a proponerle un juego.
—Estoy dispuesto a hablar y a explicarte todo lo que quieras saber… pero tendrás que pagar algo a cambio.
—¿Y cuánto cuesta el gramo de verdad? —preguntó ella entre divertida y desafiante.
—Poco. Sólo una prenda.
Por algún motivo, a Olivia no le sorprendió aquella respuesta. Todavía recordaba su mirada mientras realizaba aquel ejercicio con Javier, en el Montseny.
—¿Quién es Claire? —preguntó Olivia muy seria, consciente de haber formulado la pregunta clave para resolver su galimatías.
Éric sonrió antes de contestar.
—Si de verdad quieres saberlo tendrás que pagar una prenda.
Olivia se quitó las botas en silencio y esperó su respuesta.
—Claire es una perturbada con la que Jon tuvo una relación sentimental hace muchos años. Se conocieron en un lugar del que ninguno de los dos podía salir. Se enamoraron y él prometió esperarla. Pero después no cumplió su palabra y la abandonó allí, a su suerte.
—¿Te refieres al monasterio budista?
—Esto te va a costar otra prenda.
Olivia se quitó los calcetines y acomodó sus pies desnudos sobre el sofá.
—No, todo empezó en un viaje que Jon hizo a Israel. Tras publicar su primera novela, y ante las duras críticas iniciales, decidió evadirse visitando los lugares santos. Pero su viaje se complicó al padecer «el síndrome de Jerusalén». ¿Has oído hablar de este trastorno?
Olivia negó con la cabeza.
—Cada año se registran unos trescientos casos de esta patología. Ante semejante alarde de religiosidad, son muchos los que se trastornan y se creen profetas, mesías…
Olivia escuchaba las palabras de Éric con mucho asombro, tratando de ubicar a Jon Sunman, maestro de la autoayuda, en esa sorprendente historia.
—A las afueras de Jerusalén hay un centro de salud mental donde se trata este problema. Suele bastar un tratamiento de unos cinco días para que los afectados se curen y entiendan que no son nada especial. Jon estuvo allí internado.
—Y entonces, ¿conoció a Claire en ese centro de falsos profetas?
—¿Qué te vas a quitar ahora para que siga hablando?
La mirada retadora de Éric hizo que Olivia sonriera, segura de sí misma, consciente de que cada vez se acercaba más a la verdad. Se levantó muy despacio y, sin dejar de mirar aquellos ojos castaños, duros y enigmáticos, se desabrochó los tejanos y los deslizó con esmero por sus piernas desnudas. Sus braguitas color lavanda, quedaron al descubierto.
Esta vez Olivia no había previsto ningún estriptis ni escena romántica, sin embargo, llevaba ropa interior elegante, de una prestigiosa firma. A Eric, seguidor de tendencias, ese detalle no le pasó inadvertido.
—Tal vez consigas desnudar la verdad antes que tu cuerpo… —dijo Éric tratando de poner suspense a su juego.
—Tal vez —dijo Olivia desafiante—, pero ahora te toca pagar a ti. Sigue con tu historia.
Éric tomó aire antes de continuar con su increíble narración.
—La mayoría de los pacientes que pasan por esta unidad, cuando terminan el tratamiento, se sienten muy avergonzados y no quieren volver a hablar del asunto. Después de aquello, Jon se marchó de viaje por Europa y se refugió un tiempo en Suiza. Le gustaba esquiar. Allí sufrió un nuevo delirio.
Éric hizo una pausa. Consciente de la expectación que sus palabras creaban en Olivia cogió su licor y bebió varios sorbitos antes de continuar:
—Mientras subía en el telesilla vio las marcas cruzadas de los esquís sobre la pista de nieve y creyó ver el trazo perfecto de la corona de Cristo. Para él fue una señal, un mensaje divino de que debía ser el nuevo mesías del siglo XXI.
—No puede ser… —murmuró Olivia abriendo mucho la boca. Aunque todo aquello no acababa de encajarle con Jon, sabía perfectamente que Éric no mentía.
—Cuando bajó de allí arriba, entró en un restaurante y empezó a besar a la gente en la frente y a bendecirla haciendo la señal de la cruz con sus dedos. Después, pidió al metre que le lavara los pies. Alguien avisó a la policía y ese mismo día lo ingresaron en un balneario psiquiátrico. Su agente americano se encargó de todo. Lo inscribieron con un nombre falso, Peter Eaton, para no dejar rastro; su libro empezaba a entrar en las listas… Y allí conoció a Claire.
—¿Por qué estaba allí Claire?
—Tendrás que pagar peaje para saberlo.
Olivia se quitó la camiseta de tirantes sin pensarlo mucho. Quería que Éric continuara con su relato y llegara al desenlace. Quería saber…
Éric saboreó el momento y miró abiertamente a Olivia en ropa interior. Llevaba un modelo de sujetador push up, y su pecho, contenido y ensalzado en aquella prenda de encaje y seda, lucía de forma espectacular. Después se sirvió con parsimonia un poco más de licor. Parecía tranquilo. Sus ojos castaños no revelaban nada, ni excitación ni deseo, y Olivia se preguntó cuántas veces habría practicado aquel juego. Después pensó en ella misma y sintió una especie de déjà vu. Aquella escena ya la había vivido. Hacía justo una semana de aquel ejercicio en el que tuvo que desnudarse, en cuerpo y alma, frente a Javier. Entonces se había sentido vulnerable, por la intensidad de las emociones que rodeaban aquella escena. Ahora, en cambio, se sentía extrañamente poderosa y segura de sí misma.
—Enajenación mental.
—¿Cómo? —dijo Olivia tratando de volver a la historia de Claire.
—Claire estaba casada con un hombre muy rico, un magnate suizo al que le encantaba volar en avioneta. Un día descubrió que le era infiel y decidió vengarse. Estaban sobrevolando el Mont Blanc cuando ella tomó los mandos y estrelló la avioneta. Estaba loca. No le importaba morir con él. Pero la avioneta impactó en la nieve, en la ladera, y ella apenas sufrió unos rasguños, contusiones leves y pérdida de memoria. Él, en cambio, se clavó una palanca en la garganta y murió en el acto. A Claire la internaron en un centro psiquiátrico, una especie de balneario para ricos con problemas mentales. Allí conoció a Jon y se hicieron amantes. También hicieron un pacto.
—¿Qué pacto?
Éric se quedó en silencio. Esta vez no hicieron falta palabras. Olivia sabía qué debía hacer. Se quitó el sujetador sin prisas. Su pecho apenas varió de posición. No era muy grande y todavía no había cedido ni un ápice a la gravedad. La mirada de Éric se detuvo un instante en sus pezones rosados. Esta vez Olivia apreció un brillo en sus ojos castaños. Sus labios se torcieron en una leve sonrisa y después continuó:
—Jon prometió esperarla. Durante ese tiempo comprendió por fin que no era el nuevo mesías, ni una reencarnación de Cristo…
Olivia no pudo reprimir un suspiro de alivio.
—… sino de Buda, de Siddharta Gautama, que dos mil quinientos años después volvía a la Tierra para llevar la paz al mundo, reencarnado en Jon Sunman.
Esta vez una risa floja invadió a una Olivia cada vez más alucinada.
—Cuando Claire le preguntó cómo podía estar tan seguro de eso, Jon le contestó: «Porque esta mañana mientras paseaba por el jardín, en el cielo no había un sol, sino siete, y su luz ha proyectado mi sombra en el suelo. Era la figura de Buda, sentado en la posición de loto».
—Ommm —dijo Olivia sin poder reprimirse.
—Sin embargo, nuestro príncipe no cumplió su palabra. Al ser un loco inteligente pudo ocultar al personal médico sus delirios, implicándose en las tareas del balneario, y les convenció para que le dieran el alta. Pero dejó allí tirada a Claire.
—Y entonces se retiró durante unos años a Japón, a un templo budista, para escribir Los siete soles de la felicidad. Fin de la historia —concluyó Olivia satisfecha de no haber tenido que pagar la última prenda.
—Lo más parecido a un templo budista que ha pisado Sunman en toda su vida ha sido un restaurante japonés —dijo Éric divertido.
—Insinúas que…
—Yo no insinúo nada, sólo respondo a tus preguntas. ¿Qué más quieres saber?
Olivia estaba alucinada. La historia de Sunman era tan sorprendente que no sabía si creérsela. Tampoco sabía qué decir. Se había olvidado incluso de que estaba casi desnuda. Sin embargo, no había llegado hasta ese punto para quedarse a unas palabras del final…
En silencio y con la mirada perdida en los ojos castaños de Eric, Olivia se quitó las braguitas. La última prenda cayó al suelo junto a la gran máscara de su idolatrado gurú.
—¿Qué hizo Jon tras salir del sanatorio?
—Se retiró a las montañas suizas. Allí escribió Los siete soles de la felicidad, en una cabaña, como un ermitaño. Unos años después entregó el original a su agente americano. Ajeno al fenómeno de ventas de su primer libro, convertido ya en un auténtico best seller en Estados Unidos, su agente se frotó las manos al recibir un nuevo libro de Sunman. Él fue quien le ayudó a construir toda esa historia sobre su estancia en un monasterio budista, donde había escrito su libro y crecido como maestro. Nadie había visto a Sunman en todos esos años, así que nadie cuestionó su historia. De haberlo visto en Suiza, tampoco le habrían reconocido. Cuando su agente fue a buscarlo, se encontró con un barbudo vestido con harapos.
Olivia visualizó a Jon, con su aspecto actual impecable, y no daba crédito.
—Por suerte para sus seguidoras, debajo de aquellas barbas, resurgió un Jon todavía más atractivo. El aire de las montañas, sus paseos por la naturaleza y los largos que hacía cada día en un lago cercano hicieron que su cuerpo se bronceara y se curtiera. Una pequeña inversión en trajes de diseño y ropa de firma hicieron el resto.
—Es un hombre muy atractivo —reconoció Olivia en voz bajita.
—Sí, y desde hace un tiempo, muy promiscuo. Imagina. Después de tantos años aislado en las montañas, una corte de mujeres hacía cola en su puerta para verlo y conseguir una firma. Entonces repasó sus años de formación de Tantra, en la India, y vinieron los cursos. Estudió con Osho. Sabe de lo que habla, pero acostumbra a liarla en cada retiro que hace porque siempre intenta acostarse con alguna alumna. Su agente se los limita a unos pocos al año y procura escoger él a los asistentes: en su mayoría parejas adineradas de edad avanzada… Aunque de vez en cuando también se cuela alguna chica joven y guapa.
Éric miró de reojo a Olivia para observar su reacción. Ella no desvió la mirada, pero sus labios se torcieron en una media sonrisa al recordar la irrupción de Éric en la escena del cobertizo.
La contempló unos segundos más en silencio. Tuvo la impresión de que no se sentía incómoda con su desnudez, sino más bien al contrario. Tenía las piernas cruzadas y la espalda recta. Intuyó la suavidad de su piel, blanca y aterciopelada, y le recordó a una estatua griega de alguna diosa. Resistió el fuerte impulso de tocarla desviando la mirada y alejándose unos metros para conectar el equipo de música. Escogió un CD de Hotel Gurú y dejó que las bellas notas de Suburban Princess buscaran su espacio en la sala.
Where are you going,
I asked,
Suburban Princess
tonight?
Time
broke in pieces,
our night dress was
inside out.
You looked at me
like a shooting star,
your fire travelled,
oh, so far.
Olivia se levantó segura de sí misma y caminó pensativa hacia el enorme ventanal de la sala. Desde allí las vistas de Barcelona eran impresionantes. Las lucecitas del skyline nocturno de la ciudad emitían destellos continuos. La Torre Agbar, iluminada con colores estridentes, compitió unos instantes con las Torres Mapfre y la Sagrada Familia por captar la atención de Olivia. Sin embargo, su mirada se mantuvo fija en el horizonte, perdida en el mar. Después, enfocó en el cristal y se sorprendió al ver su propio reflejo desnudo. Una pregunta más acudió a sus labios.
—¿Cómo has sabido todo esto?
Olivia se giró y vio a Éric sentado en el sofá con una expresión que no supo interpretar.
—Perdón, es evidente que no puedo seguir pagando… —dijo Olivia abriendo los brazos y encogiendo los hombros—. No me quedan más prendas.
—No importa —dijo Éric divertido—. A esta invita la casa.
Apuró todo el licor de su vaso y siguió con su narración.
—El otro día, en el Montseny, cuando Claire volvió a encontrarse con Sunman y reaccionó de aquella manera, me la llevé dentro de la casa. Mientras el idiota de su novio trataba de sacarle una entrevista a Jon, Claire me explicó parte de la historia. Estaba muy alterada y no entendí mucho, pero luego llamé a James, su agente americano. Le dije que sabía lo de Suiza, que había conocido a Claire… Y me explicó el resto. Estaba muy preocupado. Un escándalo como este podría suponer el fin de su carrera y de sus suculentos ingresos. Somos colegas de profesión, a los dos nos interesa que la imagen de Jon siga intacta, así que me lo explicó todo. Y entendí muchas cosas, como por ejemplo sus reticencias iniciales a que Jon visitara Barcelona. Temía que hiciera de las suyas. Me costó sudor y lágrimas conseguir que viniera… Cuando accedió, presionado sobre todo por Jon, me dijo algo que entonces no comprendí: «No le pierdas de vista ni un instante». Por eso acudí a las conferencias y al retiro del Montseny.
Olivia volvió a perderse unos segundos más en las vistas de la ciudad y en sus propios pensamientos.
Estaba tan absorta, que no pudo evitar un respingo al sentir el contacto de una manta, cálida y suave, cubriendo sus hombros por detrás. Éric se quedó un rato inmóvil, detrás de ella, aspirando la delicadeza de su perfume, sintiendo su respiración pausada, adivinando la tibieza de su piel… Se fijó en el reflejo de sus ojos, oscuros y cálidos, tan enigmáticos, y trató de averiguar sus pensamientos.
—Te estás preguntando si todo esto es cierto…
Olivia se giró lentamente, sin apartar la mirada, sin retroceder ni un ápice a la proximidad de aquel hombre. Sabía que no mentía pero, aún así, esperó con impaciencia su confirmación.
—Tan cierto como que esta noche un ángel ha caminado desnudo por mi salón.
Olivia dudó unos instantes antes de besar a Éric en la mejilla. Fue un gesto suave y tierno. El juego terminaba ahí y Éric comprendió al instante que no iba a ocurrir nada más entre ellos. Aquel beso era su forma de decirle que perdonaba su travesura, que valoraba su confianza y agradecía la galantería de la manta.
Las últimas estrofas de la canción sonaban todavía de fondo:
Come, have a rest
into my arms,
let’s fill our gloomy
empty hearts.
Where are you going,
I asked,
Suburban Princess
tonight?
Aquella noche, Olivia sintió el deseo de acercarse hasta el mar. El murmullo imaginario de sus olas le había llamado desde las impresionantes vistas de aquel ático, y ahora, ya en la calle, se resistía a encerrarse en casa. Era sábado, medianoche, y no tenía ningún plan mejor, así que detuvo un taxi y decidió seguir su impulso. Tal vez un paseo por la Barceloneta le vendría bien para poner en orden sus pensamientos. Demasiadas emociones en tan pocos días, demasiadas confidencias, demasiadas revelaciones… El aire era helado pero, esta vez, lejos de incomodarle, agradeció la forma en que acariciaba sus mejillas y confortaba su alma.
Una vez allí, atravesó el paseo marítimo y se sentó en la arena, cerca de la orilla. La playa estaba completamente vacía. Sólo el ruido lejano de algunos locales de copas se confundía con los chillidos de varias gaviotas que volaban en círculo sobre su cabeza. Aspiró la brisa marina y sintió complacida el aire salado en sus pulmones. Permaneció un rato así, en silencio, con la mirada perdida en el horizonte, fundida en sus pensamientos sobre Jon y su sorprendente historia, tratando de ubicar todo lo que le había explicado Éric en el lugar adecuado.
Hacía muchos años que admiraba a Jon Sunman. Conocía muy bien su obra y no le parecía precisamente el discurso de un loco. Al contrario, su pensamiento estaba lleno de sabiduría, de lucidez… Sus frases habían iluminado muchas zonas oscuras de su vida, y de la vida de muchas personas. De eso estaba segura. Había sufrido delirios de profeta, pero ¿le convertía eso en un loco? También había mentido sobre su estancia en Japón, pero ¿realmente era un farsante? Siete años recluido en las montañas suizas, viviendo como un ermitaño, haciendo vida contemplativa, escribiendo, nadando en las aguas heladas de un lago… ¿No era acaso, todo ello, tan iluminador como cualquier monasterio budista? Las revelaciones de Éric habían sido muy tajantes, pero tal vez no debía juzgar a Jon tan a la ligera.
Recordó una frase de Boix: «La mayor sabiduría del ser humano es elegir bien su locura», y creyó por fin comprender su significado.
Sus dientes empezaron a castañear y fue consciente del frío. Entonces se sacudió la arena de su abrigo y de sus botas, y dejó que sus pasos decidieran su destino.
Cruzó la plaza de Santa María hasta Vía Laietana y allí serpenteó por las callejuelas del barrio Gótico. Pasó ante las puertas abiertas de varios clubes nocturnos y su mirada se coló curiosa, una y otra vez, captando el ambiente de un sábado cualquiera en el Borne. El bullicio llegaba hasta la calle, por eso le sorprendió tanto el silencio y la calma que encontró en una pequeña plazoleta cerrada. Mientras descansaba los pies, sentada sobre la fuente octogonal de piedra que presidía la plaza de Sant Felip Neri, una tarjeta llamó su atención. La recogió del suelo. Había visto una igual antes; el mismo fondo oscuro con letras plateadas… «El Séptimo Cielo», leyó, «Actuaciones en directo». Comprobó en la dirección que estaba a pocos metros de aquella plaza y le invadió una súbita emoción. Dudó unos instantes antes de encaminarse hacia allí y seguir su impulso interior. Javier no había contestado a su e-mail y quizá no fuera bien recibida, pero tampoco perdía nada por acercarse y curiosear un poco. Tal vez incluso podría hacerlo desde algún rincón discreto, sin ser descubierta por el pianista.
A Olivia le impresionó la elegancia de aquel local. Estaba bastante lleno, pero divisó un sitio libre en un rincón oscuro y se acomodó allí. No sabía qué pedir así que escogió un cóctel al azar sin fijarse si quiera en los ingredientes. Las notas del piano de cola inundaban la sala en aquel momento. No reconoció la pieza de jazz que sonaba, pero le pareció una melodía muy bella.
Javier estaba muy guapo. Vestía el mismo traje que Olivia le había visto en una de las conferencias de Sunman, cuando se habían besado en la calle. Las primeras mesas estaban ocupadas, en su mayoría, por chicas, y Olivia no pudo evitar una punzada de preocupación. Tal vez entre el público femenino se encontrara la propietaria de aquellas braguitas que descubrió en su casa. Quizás esa chica era el motivo por el cual Javier no había querido citarse con ella en El Séptimo Cielo.
Dio un trago largo y dejó que su mirada vagara en busca de alguna sospechosa; sin embargo, de nuevo, la visión de una melena rubia que le resultaba familiar hizo que la bebida se le atragantara. Ladeó la cabeza buscando un ángulo nuevo desde el que poder verle la cara y cerciorarse de que era ella. No había duda. Era Malena. Le parecía tan extraño que estuviera allí… O quizá no tanto. Desde el retiro en el Montseny, Javier y ella parecían haber acortado distancias.
Las risas de tres chicas, que cuchicheaban divertidas desde una mesa cercana, desvió un momento la atención de Olivia. Comprobó aliviada que, esta vez, el objeto de sus miradas no era el joven pianista, sino un atractivo hombre de piel morena y pelo rubio que volvía de la barra con dos copas. ¡Jon Sunman! Su belleza ya no le intimidaba, pero admiró el estilo con el que lucía unos vaqueros desgastados y una camisa negra arremangada hasta los codos. Trató de imaginárselo vestido con harapos en las montañas suizas, pero ni siquiera así pudo desvincularlo de su elegancia natural. Entendió enseguida que estaba con Malena y se sintió curiosamente aliviada. Sin embargo, no acababa de entender qué hacían en aquel lugar.
Malena pareció advertir la mirada de Olivia clavada en su nuca e instintivamente se giró hacia ella. Parecía entusiasmada con su presencia y aprovechó que Jon hablaba con Haru, el dueño del local, para acercarse a ella.
—¡Olivia! Últimamente nos vemos en todas partes… Qué curioso, ¿verdad?
Olivia asintió con una sonrisa mientras recibía dos besos de Malena a modo de saludo.
—Pero dime, ¿qué haces aquí tan sola?
Aunque lo dijo con tono e intención amable, sonó algo impertinente.
—No estoy sola —mintió—. He quedado con un amigo. Debe estar a punto de llegar.
—Qué lástima.
—¿Perdón?
—Bueno es que… Pensé que tal vez… —dijo Malena a punto de revelar sus perversas intenciones—. No, nada, nada.
—¿Qué?
—Al verte… pensé… pensé que tal vez podríamos turnarnos un poco con Jon.
—Con Jon —repitió sin comprender.
—Sí, con Jon, con Jon —contestó Malena como si lo que estuviera diciendo fuera de lo más obvio.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que… Olivia, es TU autor y últimamente soy YO la que tiene que estar siempre con ÉL y entretenerle. —Malena pronunció su frase poniendo énfasis en todos los pronombres personales.
Olivia abrió mucho los ojos, sorprendida por aquel comentario, sin lograr entender a dónde quería llegar Malena.
—Entretenerle —repitió Olivia antes de que se le escapara una risilla divertida.
—Vale, confieso que al principio me encantaba. Jon es un hombre guapísimo y está como un dios. Eso no podemos negarlo.
—No podemos negarlo.
—¡Quieres dejar de repetir lo que yo digo!
—Está bien, Malena, pero explícate mejor, porque, sinceramente, no te sigo.
—Quiero pasar página. Jon ha estado bien. Me he divertido. Ha sido una aventura interesante, pero…
—Pero… —repitió de nuevo Olivia esperando el desenlace con impaciencia.
—Ahora tengo otro objetivo.
Malena desvió un momento su mirada, complacida, al pianista. En esos momentos interpretaba una nueva pieza. Su expresión seria y sus dedos moviéndose grácilmente por el teclado le daban un aire solemne muy atractivo.
Olivia tembló ante la insinuación de Malena.
—Pero si te acostaste con Jon hace unos días, en el Montseny… ¡Estás loca por él!
—Mmm —contestó Malena pensando unos instantes su respuesta. Curiosamente, no parecía sorprendida ni molesta por la afirmación de Olivia—. Es cierto, me acosté con él… pero, entre tú y yo, fue un poco decepcionante…
Olivia no estaba segura de querer seguir escuchando.
—Imaginaba que un maestro tántrico podía dar más placer que cualquier simple mortal —continuó Malena—, que tenía las herramientas para hacerte vibrar y garantizarte el orgasmo, o los orgasmos, más increíbles y apoteósicos de toda tu vida. Pensé que con él me esperaba una maratón de sexo, horas y horas de lujuria y pasión. Sexo, sexo y más sexo.
—¿Y…?
—Eyaculación precoz, Olivia, ¿puedes creerlo?
No, Olivia no podía creerlo. ¿Por qué todo el mundo se empeñaba en cargarse la figura del gurú que tanto había idealizado en su mente?
—No me duró ni un asalto —dijo Malena ahora divertida—. Pensé que tal vez había sido el estrés del curso de Tantra y lo intenté una vez más en su hotel, el otro día… Pero nada, chica, es demasiado rápido, demasiado directo, demasiado hambriento… ¿Sabes qué sensación tuve? La misma que si le diera un filete a un vagabundo y quisiera devorarlo en dos minutos. Es curioso, ¿no crees?
Malena no esperaba ninguna apreciación o comentario comprensivo de Olivia; sólo que la ayudara en su propósito de alejar al gurú y tener el camino libre con Javier.
—Tal vez le gustes demasiado —dijo Olivia tratando de hacerlo más atractivo a sus ojos.
—Tal vez —dijo Malena poco convencida—. Pero hay que ser realista, Jon se irá en unas semanas. No sería inteligente ilusionarme o hacer planes con él a largo plazo. Sólo buscaba una aventura.
—Y ahora has cambiado de objetivo.
—Sí… ¿Recuerdas la polaroid que te enseñé el otro día?
Una lucecita de esperanza se encendió en el corazón de Olivia.
—Creo que es de Javier.
—¡No! —dijo Olivia sin poder contenerse.
Malena ignoró su negativa y siguió con la explicación.
—No es la primera que me envía. Son instantáneas sencillas pero muy bellas, contienen momentos perfectos, como si fueran haikus. Sabes qué es un haiku, ¿verdad?
—Hemos reeditado un libro sobre haikus esta semana —le recordó Olivia.
—En una de ellas aparece mi mesa de reuniones con varios libros de Venus Noir encima.
Olivia recordaba el momento en que Carlos había tomado esa instantánea, justo en la primera reunión que habían tenido con Malena para tratar el tema de la portada de Los siete soles.
—Al principio me asusté —continuó Malena—. Pensé que podría tratarse de un perturbado, pero después comprendí que era un juego de amor e ingenio. Alguien que quería llamar mi atención de una forma original. Sé que es Javier, pero no quiero decirle nada hasta que descubra el mensaje que encierran sus fotografías. Estoy segura de que cuando las tenga todas, podré interpretarlo.
—Te reúnes con muchos colaboradores, ¿qué te hace pensar que es Javier?
—Me mira de un modo especial y aceptó enseguida mi invitación para ir al Montseny.
Olivia estuvo a punto de decirle que ella era la causa de que hubiera ido a aquel retiro sin rechistar, pues le había obligado por contrato, pero no tenía argumentos que justificaran esas miradas que ella aseguraba, así que permaneció en silencio. Además, Malena estaba ahí, en El Séptimo Cielo. Seguramente Javier la había invitado, y a ella ni siquiera le había contestado a su e-mail.
—Necesito que esta noche te quedes con Jon para que yo pueda irme con Javier. Sólo te pido que le entretengas un rato.
—Ya te he dicho que he quedado con un amigo.
Olivia refunfuñó algo entre dientes y se levantó de su butaca malhumorada con el móvil en la mano. Tenía que actuar rápido o Malena se saldría con la suya. Y no estaba dispuesta a ponérselo tan fácil. Se le ocurrió una solución desesperada: llamar a Carlos. Salió a la calle por la puerta trasera. Aquel local estaba muy cargado de humo, así que, a pesar del frío, agradeció el aire fresco de la noche. Aquella salida daba a un callejón oscuro. Había un enorme cubo repleto de botellas vacías y varias cajas de refrescos apiladas junto a la puerta. Olivia vio la bicicleta de Javier encadenada a una tubería oxidada y sintió el impulso de tocarla. Después, marcó el teléfono de Carlos y esperó impaciente a que su amigo descolgara.
—¿Olivia?
—Hola Carlos. ¿Cómo estás? Perdona que te llame tan tarde…
—No te preocupes, no estaba durmiendo. Estoy en Miramelindo, tomando mojitos con unos amigos, pero ya me iba a casa…
—Eso está en el Gótico, ¿verdad?
Olivia no podía creer su suerte.
—Sí, en el paseo del Borne.
—Estoy con Malena y Jon en El Séptimo Cielo. Es un club de jazz muy chulo que está cerca de allí… ¿Por qué no te acercas y te tomas la última copa con nosotros?
—Mmm.
La respuesta de Carlos se hizo esperar unos segundos. Olivia creía haber pronunciado la palabra mágica, «Malena», así que no entendió por qué su amigo no estaba ya de camino hacia allí.
—No sé… Olivia, es muy tarde…
—Le encantan tus polaroids —dijo a la desesperada buscando argumentos para convencerle.
—¿Cómo?
—Me acaba de explicar que un desconocido la está poniendo a prueba con un juego de ingenio. Cree que hay un mensaje de amor escondido en las fotos que le envías…
—¡Bien por Miss Marvel! —respondió Carlos emocionado—. Voy para allá.
Olivia suspiró aliviada.
—Una cosa más, Oli, no sabe que soy yo, ¿verdad?
—No…
—Uy, has dudado un poco… ¿Tiene alguna sospecha?
—Sí, pero no es de ti de quien sospecha. Cree que es otro hombre.
—¡¿Quién?!
Olivia no quería decirle que era Javier. Al menos no en aquel momento. Temía que pensara que le llamaba por interés propio, para alejar a Malena de su propósito…
—Ven aquí y te lo explico todo.
—Está bien. Dame tres minutos.
Javier no se sorprendió al ver a Olivia en aquel callejón. Era la segunda vez que se materializaba con sus pensamientos y estaba empezando a acostumbrarse. Experimentó más bien esa especie de emoción y alegría que siente un niño cuando encuentra el regalo de Navidad que ha pedido bajo el árbol. La observó un rato hablando por el móvil. Mientras con una mano sujetaba el teléfono, los dedos de la otra jugaban entretenidos con un mechón de su pelo, enroscándolo y alisándolo de forma nerviosa.
Al colgar, Olivia se dirigió apresurada hacia la puerta. Iba tan deprisa que no reparó en el escalón de la entrada, tampoco vio la figura de un hombre de elegante traje, y ojos de gato, apoyado en la pared. La sujetó de un brazo casi al vuelo cuando estaba a punto de caer de bruces al suelo, obligándola a girarse hacia él. Los dos quedaron frente a frente, muy cerca el uno del otro, y Olivia cedió a su impulso de agarrarse a su cuello para mantener el equilibrio. Javier sonrió y Olivia sintió cómo se iluminaba su alma.
—Has venido —dijo él.
—Aquí estoy —contestó ella.
Después de aquel extraño diálogo, una risa floja afloró en ambos. Pasaron varios segundos y Olivia seguía agarrada a su cuello como a una tabla de salvación. Sus miradas se encontraron y se fundieron durante unos segundos. El tiempo se detuvo.
—También he visto a Jon —dijo Javier sin dejar de mirarla a los ojos, esperando que ella confirmara lo evidente.
—Sí, está con Malena. Han venido juntos…
—¿Juntos? ¿Esos dos? ¿Están juntos?
Olivia asintió con la cabeza antes de preguntar:
—¿Decepcionado?
Ella aguantó la respiración.
—Mucho —dijo él con una sonrisa traviesa al tiempo que acercaba sus labios a los de ella.
Pero antes de dejarse besar, Olivia se atrevió a preguntar algo más:
—¿Quién es Laura?
Pronunció su pregunta con cierto desinterés y con coquetería, sonriendo, no quería que sonara celosa o desconfiada. Sin embargo, no pudo evitar preocuparse cuando, de pronto, Javier enmudeció.
Hizo un repaso rápido de la gente que conocía en el círculo editorial, en un ambiente cercano a Olivia, pero no conseguía recordar a ninguna chica con ese nombre…
Olivia buscó en el bolsillo de su abrigo. No estaba segura de conservarlo todavía ahí. Cuando sus dedos tropezaron con el trocito de cartón, dudó un segundo antes de sacarlo y entregárselo a Javier. Estaba muy arrugado y doblado en varias partes. Javier reconoció enseguida el posavasos de El Séptimo Cielo que le había dado a Olivia la otra noche… Y de pronto reconoció también el beso estampado y la frase que le había escrito aquella chica. Laura. Respiró hondo sin saber muy bien qué contestar. Finalmente dijo:
—Laura fue una estrella fugaz. Brilló una noche durante unas horas y luego se apagó sin dejar rastro…
—Las estrellas fugaces son preciosas —dijo Olivia satisfecha por aquella respuesta.
—Yo prefiero la estrella del Norte —dijo Javier clavando su mirada en aquellos ojos negros centelleantes—. Es la más brillante y la más bella. Y siempre está ahí.
Olivia siguió la mirada de Javier hasta el cielo. A pesar de los humos y las luces de la ciudad, la estrella Polar brillaba en el firmamento. No había luna y, en aquel callejón oscuro, podían verse hasta cinco estrellas desperdigadas acompañando a la más bella.
Las miradas de ambos volvieron a encontrarse. Sus labios también. Javier quería empezar despacio, saborearla de forma delicada, pero sus bocas no pudieron evitar unirse de una manera salvaje y ardiente. Fue un beso hambriento y desesperado, como si ninguno de los dos lograra saciarse lo suficiente. Como si lo hubieran esperado y deseado durante demasiado tiempo… Olivia resolló entrecortadamente. Sentía el pulso acelerado en su cuello. Él la cogió por la cintura y la acercó más a su cuerpo. Sus muslos se entrelazaron. Javier deslizó las manos por sus curvas hasta llegar a las caderas y luego a las nalgas. Olivia gimió al notar una presión, poderosa y dura, en la pequeña curva de su abdomen.
Se fundieron en un beso tan intenso, tan apasionado, que Olivia tuvo que obligarse a recordar que tenía que seguir respirando. Pero justo cuando empezaba a acomodarse entre sus brazos y a perder la noción del espacio y el tiempo, él se separó de ella con delicadeza.
—Tengo que volver. Mi actuación no ha terminado…
Se miraron cara a cara. Ella con los párpados caídos de pasión y una expresión de creciente deseo. Él con sonrisa burlona y la promesa en sus ojos de seguir prendiendo la mecha más tarde.
Cuando Olivia entró de nuevo en El Séptimo Cielo, Carlos ya estaba sentado junto a Malena, charlando animadamente. Aunque en realidad habían pasado veinte minutos desde que había hablado con él, a ella le parecieron segundos, y se sorprendió al verlo allí tan pronto. Se sentía ligera, como flotando en una nube. Aquellos besos se le habían subido a la cabeza y era incapaz de precisar el tiempo que había transcurrido. Se acercó a ellos distraída, con la mente en otro lugar. Tal vez por eso no escuchó a Jon cuando se dirigió a ella.
—Olivia, siento mucho lo del otro día…
—¿Perdón?
Ella lo miró con la sonrisa tonta de quien no escucha lo que le dicen y le da igual lo que le digan.
—El otro día fui muy duro contigo.
—¿Te refieres a las correcciones de tu libro?
Olivia por fin bajó a la tierra y se concentró en aquellos ojos azules y en la conversación que trataba de entablar Jon. La melodía de What a Wonderful World interpretada al piano por Javier hacía de banda sonora de aquella charla.
—Sí, no tenía ningún derecho a decirte lo que dije.
—Sí, sí lo tenías —reconoció Olivia recordando el estropicio de Malena—. Aquellas correcciones eran infumables. Yo hubiera reaccionado igual, probablemente. Claro que yo no soy…
Olivia se detuvo.
—Dilo… —le animó Jon con voz dulce.
—No soy un gurú de la autoayuda como tú.
Jon soltó una carcajada antes de contestar:
—Olivia, soy un hombre antes que nada… Pero lo siento mucho si mis palabras te hirieron.
—Me dolieron un poco —reconoció muy seria—; sobre todo porque no lo merecía.
La voz de Olivia se volvió todavía más grave.
—¿Sabes? Yo no hice esas correcciones. Conozco muy bien tu obra, tu filosofía, las palabras que usas, tus ideas… Te he leído hasta la saciedad; podría recitarte párrafos enteros…
—Olivia…
—Jamás hubiera destrozado tu libro de esa manera. Adoro demasiado su contenido. El lunes te mostraré la versión que pasé a Malena. Estoy tan segura de mi trabajo que apostaría lo que fuera a que no querrás cambiar ni una sola coma.
Jon parecía impresionado por las palabras de Olivia. Aquella chica le estaba declarando su profunda admiración, y lo estaba haciendo de una forma natural, sin falsos elogios. Siempre había creído en él, había luchado para que su libro se publicara en su país. Y él, en cambio, en lugar de mostrarle su agradecimiento, había actuado de forma torpe y desconsiderada… Una nueva disculpa acudió a sus labios.
—Lo siento… Me pareció que tú…
—Nada es lo que parece —le cortó Olivia citando el título de su quinto sol.
Los labios de Jon dibujaron una espléndida sonrisa.
—¡Olivia! Un poco gurú sí eres…
Olivia soltó una carcajada. ¿Qué hacía ella dando lecciones al gran maestro?
—Y yo más humano de lo que imaginas. Ni siquiera he sido capaz de aplicarme mi propio consejo.
Olivia conectó enseguida con aquella nueva versión de Jon. Había fallado en algo muy simple, casi la lección número uno de cualquier manual de autoayuda: «No hagas suposiciones. Las cosas no siempre son lo que parecen…», pero reconocer su error, pedir disculpas… le hacía, a sus ojos, todavía más sabio. Durante sus años de editora había conocido a muchos gurús con el «síndrome del maestro», personas con un gran ego y poca empatía, incapaces de admitir un fallo en su conducta.
—Tendemos a hacer suposiciones de casi todo —dijo Jon. Y lo peor es que nos las creemos como si fueran ciertas. Eso siempre genera sufrimiento.
—Un sufrimiento totalmente evitable si nos tomamos la molestia de preguntar.
—Exacto, Olivia. Como no tenemos valor para pedir aclaraciones, defendemos nuestras creencias como algo incuestionable. Eso hace que nos enfademos con los demás por cosas que ni siquiera son ciertas; sencillamente les negamos la opción de explicarse.
Olivia pensó en las palabras de Jon y se dio cuenta de que las suposiciones y las falsas creencias estaban a la orden del día en su vida. Con Javier había supuesto tantas cosas que no sabía… Ahora era consciente de que sus continuos desencuentros se habían gestado a partir de ideas suyas, no de certezas; y que la única verdad que importaba, la única que tenía realmente clara era esta: estaba loca por él. También se había equivocado al suponer que Max no sentía nada por Elena o que Malena jamás se enamoraría de Carlos.
Con Jon las cosas tampoco eran lo que parecían. No era el gurú que siempre había idealizado, ni el hombre a quien creía amar antes incluso de conocerlo. Era otra cosa. Todavía no sabía muy bien cómo encajar la historia de Éric, pero ahora sentía que estaba empezando a conocerlo…
En aquel momento de su reflexión, Jon arrugó la frente y se llevó las manos a la cara en un gesto de dolor.
—¿Te encuentras bien?
—No, me siento algo mareado. Necesito tomar un poco el aire.
Olivia buscó a Malena y a Carlos con la mirada. La imagen de ellos dos bailando pegados una pieza de jazz junto a otras parejas le sorprendió. Le pareció que Malena desviaba de vez en cuando la mirada hacia el pianista, pero se prohibió a sí misma hacer suposiciones sobre ese asunto.
—¿Qué estoy bebiendo? —Jon le mostró preocupado su copa.
A Olivia le sorprendió la pregunta pero, instintivamente, se llevó su bebida a los labios para probarla.
—No sabría decirlo con exactitud. Creo que tiene algo de ron y naranja.
—No puede ser…
Una sombra de preocupación tiñó el semblante de Jon.
Después le acompañó a la calle. Estaba muy pálido y le costaba caminar con paso firme. Olivia le ofreció su hombro para que se apoyara en ella y juntos pasearon un rato por las calles del Borne. Esperaba que el aire frío de la noche le reconfortara. Sin embargo, Jon no parecía mejorar, más bien al contrario. Se sentaron en un banco de la plaza de Les Olles y allí se quedaron un rato. Poco a poco, la conversación de Jon se volvió espesa, arrastraba las palabras al hablar y decía cosas extrañas que Olivia no supo descifrar. Le pareció entender que había tomado tres copas de aquel cóctel y pensó que le había sentado mal el alcohol. Le sorprendió que un hombre tan alto y corpulento pudiera emborracharse con tres copas, pero no dijo nada. A pesar del aire frío, varias gotas de sudor se deslizaron por su frente. Olivia humedeció un pañuelo en la fuente de la plaza y se las limpió con delicadeza.
—Quiero ir a mi hotel —dijo Jon de forma entrecortada.
Olivia paró un taxi. No podía dejarlo solo en aquel estado y tampoco quería molestar a Carlos para que le echara un cable de nuevo. Decidió dejarlo en su hotel y volver después a El Séptimo Cielo para encontrarse con Javier. Le había prometido esperarle hasta que acabara y, si se daba prisa, todavía podía llegar a tiempo al final de su actuación.
Jon parecía encontrarse cada vez más mareado. Una vez acomodados en el taxi, cerró los ojos y dejó que su cabeza venciera sobre el hombro de Olivia.
—¿A dónde les llevo? —dijo amablemente el taxista girando el torso hacia ellos.
—Vamos al hotel… —empezó a decir Olivia al tiempo que propinaba un suave codazo a Jon para que completara la frase.
—¡Jon!
—Mmm.
—¿Jon? ¿En qué hotel estás alojado?
—Claire, je suis desolé… Je ne voulais pas faire ça… —dijo Jon en un delirio, con los ojos cerrados y el semblante descompuesto.
—Jon, Jon… Reacciona. ¿Cuál es tu hotel?
Olivia sujetó su cabeza mientras le hablaba muy despacito. También le dio varias palmaditas en la cara para hacerle volver en sí. Sin embargo, Jon no reaccionaba.
—Me temo que su amigo no está en condiciones de decirle nada —dijo aquel hombre accionando el taxímetro.
Olivia buscó su teléfono en el bolso y llamó a Malena. Su móvil estaba apagado. Lo mismo sucedía con el de Carlos. Recordó que dentro de El Séptimo Cielo no había cobertura, así que pidió al taxista que parara un momento junto al club de jazz. Bajó del taxi y buscó desesperada a su jefa entre el público. Ella sabía en qué hotel se hospedaba; sólo necesitaba saber eso… Sin embargo, ni Malena ni Carlos estaban allí. Tampoco encontró a Javier, que justo en aquel instante había ido al baño.
Volvió al taxi. Jon se había desmayado. Dudó un momento en llevarlo a un hospital, pero después pensó que lo mejor que podía hacer por él era dejarle dormir. Le dio al taxista la dirección de su casa y decidió fluir con las circunstancias. De poco le servía desesperarse. Le fastidió mucho no poder acudir a su cita con Javier, pero se prometió a sí misma llamarle al día siguiente. También le envió un SMS: «No me esperes esta noche. Lo siento. Mañana te explico. Besos. Olivia».
Olivia convenció al taxista con una buena propina para que le ayudara con Jon. No había ascensor en su edificio y no se sentía con fuerzas para arrastrarlo escaleras arriba cinco pisos. Retiró su colcha de flores y entre los dos lo recostaron sobre la cama. Tras cerrar la puerta, Olivia se dejó caer a su lado. Estaba agotada. Eran las cuatro de la madrugada y aquella había sido la noche más larga de su vida. Apenas unas horas separaban ese momento de la cena con Éric, de la conversación con Malena, de la llamada a Carlos, de los besos apasionados con Javier… Ni por asomo había imaginado ese final para aquella extraña noche: Jon Sunman borracho en su cama. Pensó en ello y no pudo evitar reírse.
Después pensó en Jon. Todavía llevaba el abrigo puesto. Consiguió moverlo y liberarlo de esa prenda. Al hacerlo, sus manos se colaron en su bolsillo. De pronto se sintió tonta por no haberlo pensado antes; tal vez llevaba consigo algún documento del hotel… Sólo encontró un frasco de pastillas y su billetera. Dudó unos instantes, pero finalmente decidió no curiosearla. Al fin y al cabo, Jon ya estaba en su casa y no pensaba moverlo de allí hasta que pudiera salir por su propio pie. En cambio, sí leyó el prospecto de aquellas pastillas; le preocupaba que fueran de algo importante y que, de algún modo, estuvieran relacionadas con su indisposición. Estaba en inglés, pero entendió que eran antipsicóticos y que el alcohol estaba totalmente contraindicado.
Aunque había creído la historia de Éric sobre sus desvaríos, le impresionó la idea de que se estuviera medicando todavía.
—Claire… Je ne voulais pas faire ça…
Jon continuó con sus delirios y Olivia aprovechó su estado de semiinconsciencia para ayudarlo a desvestirse. Pensó que estaría más cómodo sin ropa. Mientras deslizaba los tejanos por sus piernas perfectas, se fijó en sus muslos. Sintió el impulso de mirar bajo sus slips, pero no lo hizo. Al quitarle la camisa se fijó en su torso perfecto, duro y bronceado. Tenía un cuerpo espectacular. Olivia admiró su belleza, pero se alegró al descubrir que ya no había deseo o atracción en su mirada. La proximidad de ese hombre ni de lejos suscitaba en ella el torbellino de emociones que sentía cuando Javier estaba cerca y la miraba con sus ojos de gato.
Si unos meses atrás hubiera sabido que el gran Sunman acabaría en su casa, se habría sentido la mujer más afortunada del mundo. Había fantaseado tantas veces con él en esa misma cama… Sin embargo, esa noche, Olivia se sintió decepcionada de que fuera él y no el traductor el que ocupara el otro lado de su almohada. Aun así, decidió dormir a su lado. Se puso el pijama, se acomodó junto a Jon y cerró los ojos. Un profundo sopor se apoderó de ella al instante.
A la mañana siguiente, Olivia se despertó con dos ojos azules clavados en su cara. Estaba vestido y duchado, sentado cómodamente en una silla, contemplando a Olivia con una sonrisa en los labios. Tenía buen aspecto y olía al jabón de hierbas aromáticas de Olivia.
—Buenos días dormilona.
Olivia se alegró de verlo tan recuperado.
—Buenos días, ¿estás bien? —dijo ella después de desperezarse e incorporarse en la cama.
—Me siento como si una apisonadora hubiera pasado por encima de mi cabeza —dijo él con una sonrisa—. Aparte de eso, estoy de maravilla, pero no recuerdo nada… ¿Qué pasó anoche? ¿Qué hacía en tu cama?
Olivia dejó escapar una carcajada antes de responder.
—No te preocupes, Jon, no recuerdas nada… porque no pasó nada.
—Entonces sí me preocupo —contestó Jon divertido arqueando una ceja.
—Bebiste un poco y te sentó mal. No sabía en qué hotel estás alojado…
—Es extraño —dijo él—. No puedo beber alcohol. Pedí un cóctel de frutas. Tal vez no me entendieron…
—No puedes beber alcohol… —repitió Olivia esperando algún tipo de explicación.
—Me estoy medicando —dijo Jon—. Desde el accidente sufro dolores musculares muy fuertes y sólo esas pastillas consiguen aliviarme —dijo señalando el frasco que Olivia había dejado sobre la mesita.
Desconfió de su explicación pero no dijo nada. Olivia recordaba el accidente de tráfico del que había hablado en su primera conferencia, el que le había tenido dos semanas en coma.
—Claro. Debió hacerte una reacción extraña y por eso te pusiste tan mal; te entraron sudores fríos y delirabas.
—¿Deliraba? ¿Y qué decía?
—Llamabas a Claire… —dijo Olivia muy pendiente de su reacción.
—Es curioso… —dijo Jon.
—¿Por qué?
—No conozco a ninguna Claire.