Bendice tus fracasos
Javier no se sorprendió al descubrir un número de teléfono en su posavasos. No era la primera vez que ocurría. Pero en esta ocasión no había visto a nadie acercarse mientras tocaba y sintió curiosidad por saber quién había dejado ese Dry Martini sobre el piano. No había ningún nombre escrito junto al número, pero sí un beso estampado con carmín rojo, así que recorrió en vano el local en busca de alguna señal de la artífice. Un grupo de chicas charlaba de forma divertida en una mesa cercana y Javier pensó que quizá se trataba de una broma. Antes de guardarse el trocito de cartón en el bolsillo de su traje, apuró los últimos sorbos y llamó al camarero para que retirara la copa.
Le gustaba El Séptimo Cielo. Había tocado en muchos clubes de jazz, pero en ninguno se había sentido tan a gusto como en aquel pequeño local situado en la zona oeste del Borne. Podría decirse que era un lugar con clase; las paredes pintadas de azul petróleo, salpicadas por diminutas lucecitas plateadas a modo de estrellas, contrastaban con el tapizado blanco de las butacas y con las relucientes arañas de cristal de Baccarat que pendían de un altísimo techo abovedado de ladrillo visto. La acústica era buena y, a pesar de que siempre estaba a rebosar, solían hacerse largos silencios cuando las notas del piano blanco de cola inundaban la sala.
Tocaba dos veces por semana; casi siempre solo al piano, pero en ocasiones formaba trío musical con un saxofonista y un bajo. Cuando esto ocurría, el público vibraba. Javier acababa exhausto por el esfuerzo de la improvisación, pero sentía que aquellos momentos justificaban una vida.
Sus interpretaciones tenían swing, detalle que no había pasado desapercibido a Haru, el dueño del local, quien compensaba su sueldo con un porcentaje de las copas que se servían durante su actuación. No era gran cosa, pero sumado a sus ingresos de traductor, le servía para pagar las facturas y comprar algunos caprichos. Eso sí, no sólo se le exigía una interpretación impecable, también debía vestirse en sintonía con el local. Su jefe, un japonés que vivía a medio camino entre Tokio y Barcelona, le había comprado un par de trajes a medida confeccionados por un prestigioso sastre catalán.
Aunque no eran del estilo de Javier, era imposible no sentirse cómodo dentro de aquellas prendas. Cuando se enfundaba uno de esos trajes y se sentaba al piano, se obraba una especie de transformación, como si se tratara de un superhéroe poseído por el poder de su indumentaria. Tanto era así, que la única vez que olvidó recogerlos de la tintorería, no pudo escapar a una mala interpretación.
Las chicas de las mesas más cercanas tampoco eran inmunes a la magia del traje y, como hipnotizadas, no podían apartar la mirada del apuesto pianista. Javier se fijó en una de profundos ojos negros y, mientras tocaba Blue in Green, de Bill Evans, se acordó de Olivia. Aquella chica había conseguido engatusarlo de nuevo. Le había pedido que asistiera a las conferencias de Jon Sunman; o mejor dicho, obligado, pues había incluido ese aspecto en el contrato. Hasta el momento había hecho una buena traducción del libro. No era tan difícil… Había traducido obras mucho más complicadas que aquel manual barato de autoayuda, que no era más que una copia del pensamiento de grandes filósofos, con una interpretación personal más o menos ingeniosa. Pero la idea de tener que tragarse sus conferencias no le seducía en absoluto. Olivia había sido muy persuasiva.
—Tengo algo interesante que proponerte —le había dicho con una sonrisa misteriosa y el tono de voz más dulce que había sido capaz de modular.
—¿No será una cita? —había bromeado él, consciente del guiño de confianza que se permitía. Aquella tarde, en el restaurante, habían hablado de muchas cosas, nada demasiado personal, por supuesto, pero sí lo suficiente para descubrir a una Olivia más cercana y menos esnob de lo que había imaginado.
—Mmm sí… Me gustaría que me acompañaras al ciclo de conferencias de Sunman —había contestado Olivia, sorprendida por el comentario, pero dispuesta a aprovecharlo en su favor.
Aquella petición había sonado a: «Me gustaría que me acompañaras al cine», o mejor aún: «Me gustaría salir contigo». Imposible negarse. Esa chica empezaba a gustarle… En realidad, siempre le había atraído, desde el primer día que la vio en la editorial, con el pelo sujeto con un lápiz en un improvisado recogido, las mejillas encendidas y los ojos brillantes tras horas sin apartar la vista del ordenador. Le gustó su cara naíf de grandes ojos, su manera de sonreír y el entusiasmo que transmitía al explicarle su encargo. Sin embargo, conocía muy bien el perfil de las editoras —había salido con una durante dos años—, y la experiencia le decía que eran mujeres egocéntricas, inflexibles y quisquillosas, capaces de hacer cualquier cosa para salirse con la suya. Con su ex había llegado incluso a discutir por cuestiones tan absurdas como el uso de una coma o la traducción exacta de una palabra. Por eso se sorprendió tanto la tarde anterior mientras comía con Olivia en el Foravent. A pesar de su injustificada reprimenda inicial, por retrasarse unos minutos, Olivia le había mostrado un lado divertido y espontáneamente sensual que no se esperaba de ella.
Así pues, Javier había aceptado su petición. Tardó muy poco en arrepentirse y maldecirse por caer nuevamente en la trampa de una editora cuando, de camino a casa y a falta de una lectura más interesante con la que entretenerse en el autobús, sus ojos recorrieron las líneas que Olivia le había hecho firmar minutos antes. Al contrato estándar de traductor (que por confianza ya nunca se leía), había añadido la siguiente cláusula:
El Traductor se obliga a asistir, junto con el Editor, a los actos que el Autor organice en la ciudad de Barcelona, mientras dure la traducción y edición de la Obra, objeto del presente contrato.
Aquello confirmaba su opinión. Pero ¿cómo se atrevía a insultarlo de esa manera? ¿No le había dicho que la acompañaría? Entonces, ¿a qué venía incluir ese punto en el contrato? ¿Tan poco valía su palabra?
Javier recordó ese episodio y volvió a enfadarse de nuevo mientras tocaba el piano en el club de jazz. Un mechón de su pelo bailaba a su antojo mientras sus dedos danzarines tecleaban con energía. Al acabar la pieza, Javier se incorporó lentamente y respondió a los aplausos con una inclinación de cabeza y una sonrisa sincera. Después, se sintió cansado y con ganas de llegar a casa. El murmullo de la gente y la música ambiental del equipo de alta fidelidad invadió nuevamente el local y, una vez a salvo de las miradas del público, centrado ahora en sus copas y en conversaciones distendidas, Javier se dirigió a la puerta de salida trasera.
Un aire helado refrescó sus mejillas. A esas horas El Séptimo Cielo estaba muy cargado de humo y, por un momento, se sorprendió a sí mismo aspirando profundamente el aire puro de la noche. A veces se cambiaba de ropa y se ponía algo más cómodo antes de salir. Temía estropear el traje o arrugarlo excesivamente en la bicicleta; sin embargo, esa noche presintió que una última función le aguardaba…
En aquel callejón, junto a un enorme cubo repleto de botellas vacías y su bici encadenada a una tubería oxidada, la silueta de una chica a oscuras con un cigarrillo encendido reclamó su atención como un diminuto faro centelleante. Le gustó cómo el viento jugaba con los rizos de aquella chica y se fijó en los impresionantes tacones que separaban sus largas piernas del suelo. Adivinó que era la misma persona del Dry Martini y el teléfono en el posavasos, la chica de ojos negros que le había observado atentamente durante toda la actuación.
Javier se acercó a ella y, con un movimiento suave y lento, le quitó el cigarrillo de los labios sin mediar palabra. En otras circunstancias, no se habría atrevido a mirarla de aquella manera, con la seguridad de quien se sabe esperado. Tampoco habría acariciado su mentón con una mano y dirigido su rostro con destreza hacia el suyo. Jamás habría enroscado sus dedos en las ondas de su nuca y, mucho menos, la habría besado de aquella forma, apasionada y voraz. Pero, a la luz de la luna, extasiado todavía por los aplausos y bajo el influjo de su elegante traje, se sintió seguro y poderoso.
—Me llamo Laura —le susurró aquella chica separando un instante los labios de su boca— y mi novio me ha puesto los cuernos con mi mejor amiga.
A Javier le pareció una presentación un tanto extraña y, durante unos segundos, no se le ocurrió ninguna frase con la que darle réplica.
De cerca, comprobó que Laura no era el tipo de chica que solía gustarle. Llevaba varias capas de maquillaje y polvos dorados que hacían que su cara y escote brillaran de una forma muy artificial. Tampoco le gustó cómo, después de aquel beso, su pintalabios rojo sangre había rebasado el contorno de su boca. Instintivamente, sintió deseos de repararlo frotando el exceso de carmín con su pulgar, pero no como un gesto erótico o sensual, sino más bien como un impulso estético de corrección; como un niño que se ha salido al colorear un dibujo y quiere arreglarlo inútilmente con su goma. Sus pechos eran grandes y, a juzgar por su perfecta redondez, operados, y Javier se excitó al imaginarlos entre sus manos. Nunca había tocado unos de silicona y la idea le puso a cien.
—Tu novio es gilipollas —contestó finalmente.
—Lo sé. Y me gustaría castigarle contigo —dijo ella sonriendo provocativamente.
—Olvídalo, no pienso pegar a tu novio por mucho que me pagues —bromeó Javier—. Necesito mis manos para tocar el piano.
Laura soltó una carcajada y cogiendo las manos de Javier entre las suyas le dijo de manera sorprendentemente sexy:
—Espero que no sea lo único que saben tocar…
A la mañana siguiente Javier se sentía agotado. Laura era la clase de chica que conoce trucos, domina posturas complicadas y dice obscenidades en la cama. Le había elegido a él para saldar su deuda de infidelidad y se había propuesto disfrutar de su venganza con sumo placer. Lo habían hecho varias veces: en el sofá, sobre la alfombra del salón y en el dormitorio. Y había estado bien, realmente bien. Por eso no supo explicar la punzada de alivio que le invadió esa mañana al hallar vacío el otro lado de su cama.
Se incorporó lentamente frotándose la cabeza en un intento por sacudirse la pereza y se dirigió al baño sorteando ropa esparcida por el suelo. A pesar de eso y de las sábanas revueltas, reinaba un cierto orden. La enorme cama casi ocupaba el dormitorio al completo, pintado de blanco y con suelo de madera de pino.
El cuarto de baño, en sintonía con las proporciones minúsculas de aquel piso, estaba alicatado con pequeñas baldosas rojas. La distribución del sanitario, la pila y la ducha estaba calculada al milímetro para que cada cosa no interfiriera en el espacio de la otra. Javier se metió en la ducha y dejó que el agua arrastrara su cansancio hacia el desagüe. Después se vistió unos tejanos desteñidos y una sudadera azul, con tantas lavadas, que casi parecía blanca.
Ya en el salón, descorrió las cortinas del pequeño balcón que daba a la plaza y dejó que su mirada se perdiera en el horizonte mientras sus pensamientos le refrescaban las últimas horas. Lo recordó todo de forma difusa, como si lo hubiera soñado: Laura sobre él, cabalgando enérgicamente; Laura debajo de él, recibiendo sus embestidas y gimiendo escandalosamente; de lado, de espaldas… Curiosamente, no halló en el piso ningún rastro o indicio de Laura: ni el espejo empañado tras una ducha, ni un cabello largo en el lavamanos… Incluso su intenso perfume a pachulí se había esfumado por completo.
Hacía siete meses que no practicaba sexo. Desde que lo había dejado con Julia, la editora, un año atrás, había solucionado el tema con tres aventuras de una noche. Aquella era la cuarta y, como en las anteriores ocasiones, se sintió extraño. Ninguna de esas chicas le había hecho vibrar de verdad. Laura era salvaje y hábil, se notaba que le gustaba mucho el sexo, y eso, de por sí, ya era excitante para cualquier hombre. Sin embargo, Javier añoraba el vértigo de enamorarse, de acariciar una piel deseada y de hacer el amor amando.
La luz intensa del mediodía le hizo darse cuenta de que había dormido mucho. Debía ser más de la una y todavía tenía que traducir un catálogo, llevarlo a la agencia publicitaria y encontrarse con Olivia a las siete para la primera conferencia de Sunman. Se estiró de nuevo y se dirigió a la cocina para prepararse un café y un sándwich. La cocina era minúscula y blanca. Sobre el mármol impoluto reposaba una cafetera Express que le garantizaba las horas de vigilia necesarias para cumplir con sus encargos de traducción.
Tras el desayuno, Javier se instaló en su mesa de trabajo y conectó el ordenador. La sala de estar le servía también de estudio. Una de las paredes estaba ocupada, de lado a lado, por una gran estantería blanca repleta de libros. Los había de todos los tamaños y temas, viejos y nuevos, ediciones de lujo ilustradas y libros de bolsillo con las páginas dobladas de tanto abrirlos. Apilados y ordenados, o agrupados unos sobre otros en pequeños montoncitos. Los libros de arte, música y filosofía se mezclaban con novelas de todos los géneros. También había cientos de CD, clasificados por estilos y apoyados sobre un Maneki neko, un gato japonés de la suerte con una pata alzada en continuo movimiento. El resto del mobiliario lo componía un gran sofá tapizado en algodón crudo, con cojines rojos y una manta de cuadros escoceses, y una cómoda butaca de piel en la que se pasaba el día trabajando. Le había alquilado el piso a un amigo que vivía en Londres con su novia, por lo que era difícil distinguir dónde acababan sus gustos y dónde empezaban los de su amigo.
Abrió el correo electrónico y contestó dos mensajes de trabajo. Uno era de Olivia. Le decía amablemente que Jon Sunman hablaba español, pero que aun así veía muy conveniente su asistencia a las conferencias, «para familiarizarte con su discurso y aclarar algunos conceptos de la traducción». Javier contestó escuetamente que iría y que prepararía una lista de términos ambiguos para consultarle. Sin embargo, no pudo reprimirse y añadió:
—Descuida, cumpliré con el contrato.
Olivia entró en su piso canturreando, dejó las llaves sobre la mesita del recibidor y colgó el abrigo y su bolso en el perchero de madera. Para mantener su nivel de energía, corrió rápidamente al salón y conectó el equipo de música con el último éxito de Amy Winehouse mientras empezaba a desvestirse de camino al baño. Sólo tenía una hora para ducharse, vestirse y arreglarse. Le hubiera gustado prepararse más a conciencia para la ocasión: tomar un baño relajante de aceites naturales, ponerse una mascarilla de arcilla verde y dos rodajas de pepino para descongestionar los ojos y borrar cualquier signo de cansancio, pero tenía tanto trabajo en la editorial que sólo pudo escaparse cinco minutos antes de su hora habitual.
Mientras se aplicaba su crema corporal de leche de arroz y cerezas, recordó que todavía no había pensado su frase de la semana, así que empezó a formular en voz alta varias opciones:
Soy una mujer inteligente, encantadora y seductora. Mi discurso es apasionante y mi conversación ingeniosa.
O mejor aún: Soy inteligente, atractiva y sexy… Y Jon Sunman caerá rendido a mis pies.
Esta última le hizo reír y la repitió varias veces con un impostado tono seductor frente al espejo. Después se lanzó un beso a sí misma y empezó a maquillarse. Quería estar guapa, pero natural, así que optó por tonos corales para conseguir un punto de frescura y rojo pálido para los labios. Mientras peinaba su oscura melena, Olivia trató de recordar en vano la última vez que había salido de noche sin sus amigos. Le vino a la cabeza una ocasión en la que cenó con Ramiro en el japonés de debajo de su casa… La idea era ir después al cine, pero logró convencerla para que alquilaran una película y subieran a su piso. Una vez acomodados en el sofá, bajo una gustosa manta de lana, acabaron haciendo el amor, vencidos por la atracción de sus cuerpos. Con Ramiro siempre ocurría así. Cualquier plan que escapara del piso de Olivia era una batalla perdida. Como se veían poco, alegaba en su defensa que su cuerpo era el único lugar del mundo en el que le apetecía perderse.
—¡Menuda pérdida de tiempo! —pensó Olivia desde la distancia. Quitárselo de la cabeza había sido difícil, pero ahora estaba convencida de que era lo mejor que había hecho en su vida.
Abrió el armario y se decidió por un elegante vestido camisero lila por encima de la rodilla con un lazo de seda casi a la altura del pecho. Y justo cuando se disponía a ponerse su abrigo corto y las botas altas, sonó el timbre.
Como era experta en sacudirse de encima a vendedores ocasionales o captadores religiosos, abrió la puerta sin vacilar. Sin embargo, la escena con la que se encontró al otro lado de la puerta bloqueó su capacidad de resolución: Hai Lin y la pequeña Nora cogidas de la mano, esperando un gesto suyo para entrar en casa.
Durante unos segundos no comprendió nada, no sólo porque Hai Lin se empeñaba en parlotear en chino, sino porque había olvidado por completo que ese era el día que se había comprometido a cuidar de la hija de su amiga.
—No comprendo. ¿Qué hacéis aquí? Tengo que irme… Yo… Nora, ¿dónde está mamá, cariño?
La niña respondió encogiéndose de hombros y saltando a los brazos de Olivia, con tan mala suerte que dos manchas de polvo de sus botas se quedaron marcadas en sus finas medias.
—Mamá me ha dicho que me porte bien —contestó Nora después de plantificarle un sonoro beso en la mejilla.
Tenía que encontrar una solución rápida, pero antes de que pudiera negociarla con Hai Lin, la canguro le entregó la bolsa de Nora y se perdió escaleras abajo.
Miró el reloj impaciente y comprobó que apenas faltaban veinte minutos para que comenzara la conferencia de Sunman, así que se puso el abrigo, cogió a Nora en brazos y bajó corriendo a la calle con la determinación de buscar un taxi.
Cuando Olivia llegó a la sala de conferencias de aquel lujoso hotel, casi todas las sillas estaban ocupadas y Jon había empezado su discurso. Por suerte encontró dos sillas libres en la última fila del auditorio, al lado de Javier. Echó una mirada rápida a los asistentes para observar el tipo de público que seguía a Sunman y se sorprendió al encontrar gente muy diversa: desde hombres de negocios uniformados con traje o chicas neohippies seguidoras de la onda más natural de Venus Ediciones, hasta amas de casa, jubilados y periodistas de algunos prestigiosos medios. La voz de Jon Sunman, profunda y melodiosa, con su suave acento yanqui, inundaba la sala.
Yo he sido afortunado. El fracaso ha sido una constante en mi vida. Y no me refiero a pequeñas frustraciones, sino a fracasos estrepitosos, a auténticas crisis que me han hecho superarme, crecer y alcanzar el éxito.
Olivia se acomodó en su silla y se dejó arrastrar por la musicalidad de aquellas palabras hacia el mundo personal de Sunman.
Descubrí lo que amaba hacer en esta vida cuando apenas tenía tres años y me caí al río Salmón, mientras veraneaba con mis padres en el norte de California. No sabía nadar y me asusté mucho, pero enseguida comprendí que aquel era mi medio, que en el agua sería feliz. Mi padre solía contarme que cuando me sacó, casi inconsciente, tenía una extraña sonrisa de felicidad en la cara. A los cinco años ya nadaba dos kilómetros diarios… Pronto llegaron las medallas, las becas, los honores y reconocimientos. Era un gran atleta y conseguí las mejores marcas en importantes competiciones.
Y entonces, un día, todo cambió. Iba de camino a una competición cuando una camioneta chocó contra mi coche. Sufrí una lesión en el cuello y en la espalda, y durante dos semanas permanecí en coma. Cuando desperté, no sentía las piernas y apenas podía mover el cuello y los brazos. Los médicos no confiaban en que pudiera volver a caminar. Tras meses de rehabilitación no conseguía resultados y, poco a poco, fui desanimándome. Entonces conocí a Bertha, una terapeuta quiropráctica que me enseñó lo fundamental: amar y agradecer la vida.
Me pidió que le explicara cómo se produjo el accidente y mientras relataba lo sucedido empecé a hablar cada vez más rápido, a elevar la voz y a encenderme por la emoción. Le dije que estaba furioso, que no era justo… Mi cuerpo se ponía más rígido a medida que hablaba y Bertha se dio cuenta de que la ira obstaculizaba mi recuperación. Me hizo ver que si no equilibraba mis emociones, jamás desbloquearía mi cuerpo. Me dijo que tratara de ver el lado positivo de aquella situación.
—¿Estás loca? —le dije—. No volveré a caminar… ¿Cómo voy a ver el «lado positivo»?
—Jon —me dijo ella—, si pierdes la ilusión, vas a perder el deseo de vivir y es posible que nunca puedas volver a levantarte de esta silla de ruedas. Debes ser capaz de comprender que volverás a caminar. Tienes que verte nadando y superando retos, ganando medallas. Aunque ahora te parezca imposible, tienes que verlo. Tu dolencia es un regalo y mientras no lo consideres así, te frenará. No existe ninguna crisis sin bendición; no existe ningún trastorno sin regalo.
Durante ese tiempo, muchos amigos, incluso rivales en la competición, me mostraron su apoyo. Mis padres, tras años de no dirigirse la palabra, pudieron compartir largas charlas en la sala de visitas de aquel hospital y arreglaron sus diferencias… Pensé en todo lo bueno que aquel accidente había traído a mi vida, lloré de gratitud y de amor profundo; y mi cuerpo se fue destensando. El resto lo hizo Bertha con sus hábiles manos. Al cabo de dos semanas recuperé la movilidad de las piernas y tres meses después ya estaba nadando de nuevo.
—Conmovedor… —dijo Javier con tono irónico y en voz bajita, en ese momento de la intervención.
Olivia lo miró por un momento con cierto fastidio y volvió a concentrarse en el apasionante relato de Jon.
Aquel accidente fue una bendición porque despertó en mí el amor por la vida. Sin embargo, nadar ya no era lo único que me importaba… Durante años no había hecho otra cosa, entrenaba duro y apenas tenía tiempo para visitar a mis padres o atender a las personas que quería. Bertha fue mi gurú, mi gran maestra. Y después de eso quería aprender más sobre el poder sanador del amor y el agradecimiento a la vida. Sé que puede sonar simple, pero yo sentía que esa verdad sencilla albergaba un gran misterio. Regalé todas mis cosas y durante cinco años viajé por el mundo, en una búsqueda espiritual que me llevó a convivir con toda clase de chamanes y gurús de México, El Salvador y la India. Allí escribí mi primer libro basándome en las enseñanzas de Maheshris, mi gurú indio, y volví a Estados Unidos para poner en práctica todo lo que había aprendido. Las críticas fueron implacables: me acusaron de oportunista y de plagiar ideas de otros maestros. Pensé que mi formación no había terminado, que debía seguir investigando y me marché siete años más a Japón, a un monasterio budista. Durante ese tiempo, viví aislado del mundo exterior, aprendiendo de los seis monjes que vivían allí y nadando todas las mañanas en un lago cercano.
Como todos sabéis, mi libro había sido un éxito de ventas y mi desaparición, durante todo ese tiempo, había generado un gran interés por mí, por saber dónde estaba y qué hacía. Cuando volví a California me esperaban miles de cartas de personas agradecidas, explicándome sus vivencias a raíz de mi libro. No podía creerlo. Doné todos los beneficios a varias ONG y entonces decidí escribir Los siete soles de la felicidad, basado en las seis revelaciones que esos monjes compartieron conmigo y en mi propia experiencia sobre el éxito del fracaso y el amor por la vida.
En mi caso, cada fracaso, cada crisis motivó una lucha interna por superarme, por comprender, hizo que creciera personal y espiritualmente; pero os pondré otros ejemplos:
Hace unos años, Steve Jobs, fundador de Apple, nos sorprendía a todos con un emocionante discurso sobre el valor de los fracasos y las crisis. Él fue despedido de la empresa que había creado, pero lejos de hundirse por ello, se sintió libre para empezar de nuevo, para renovar su ilusión y amor por lo que hacía, y como fruto, creó otra empresa de animación y acabó volviendo a Apple. Más tarde le diagnosticaron una gravísima enfermedad y un tiempo de vida limitado. Pero hoy sigue más vivo que nunca y se lo pasa en grande presentando más y más versiones del iPod, del iPhone, del iPad…
Lo que quiero decir es que cada fracaso es una bendición si lo contemplas como una oportunidad de superación. Tú eliges qué hacer con las piedras del camino: puedes construir algo hermoso con ellas o hundirte por el peso de su lastre.
Los grandes genios han sido en sus inicios grandes fracasados, pues tuvieron que arriesgar, que probar y errar antes de dar con el éxito. Vincent van Gogh decía que la vida no tenía sentido sin intentar cosas nuevas. Y sabía bien de qué hablaba. Su estilo, diferente e innovador en su época, generó rechazo e incomprensión pero, décadas más tarde, la belleza de su obra conmueve a millones de personas en todo el mundo.
El propio Edison repetía a menudo que, en los miles de intentos fallidos que debía superar para crear la bombilla, jamás perdía el ánimo, porque cada error que dejaba atrás era un nuevo paso hacia delante. Gracias a él hoy disfrutamos de un nivel de confort en nuestra vida que sería impensable sin su trabajo.
Los fracasos no son más que oportunidades de oro que nos da la vida para hacerlo mejor, para superarnos. Y es el propio miedo al fracaso lo que hace que fracasemos antes de intentarlo y que nos movamos en la mediocridad. Paralizados por el miedo a perder, perdemos antes de intentarlo, ya que no nos atrevemos a innovar, a apostar, a jugárnosla para hacer algo diferente o mejor aún, algo que no haya hecho nadie todavía.
Que tropecemos es algo inevitable. Pero lo que realmente nos hace crecer es aprender del error, levantarnos lo antes posible y amar siempre lo que hacemos en la vida. Como dijo Og Mandino: «El fracaso es la autopista al éxito». En ocasiones la vida te golpea, pero no hay que perder la fe, pues sólo así llega el éxito.
—¡Caca! —exclamó Nora levantándose de la silla y tirando del brazo de Olivia para que la acompañara al lavabo.
—Yo no hubiera hecho una crítica más acertada… —dijo Javier entre dientes, dejando así clara su opinión sobre Jon.
Y sonrió divertido al ver la cara encendida de Olivia mientras todo el mundo reía y se giraba en busca de la procedencia de aquella vocecilla.
Olivia cogió a Nora en brazos no sin antes dirigirle una mirada asesina a Javier. ¿Cómo se atrevía a descalificar a Jon en su presencia de esa manera? En realidad estaba furiosa por la situación y la vergüenza que le había hecho pasar Nora, pero no se iba a enfadar con una niña de tres años… Claro que también podía enfadarse con Elena. Había intentado en vano localizarla en su móvil cuando iban en el taxi de camino al hotel. Y nada. Lo tenía apagado.
—¿Qué clase de madre apaga el móvil cuando deja a su hija con una amiga? —se preguntó a sí misma.
Volvió a intentarlo mientras sujetaba a Nora, culito en pompa, con las rodillas dobladas para que no se sentara en la taza del váter, pero la posición resultaba tan incómoda para marcar los números, que cuando desistió de su intento y se decidió a guardar el teléfono en su bolso, el aparato saltó al inodoro seguido de una evacuación de Nora.
—¡Mierda, mierda, mierda! —exclamó Olivia realmente apurada.
—Se dice caca, Oli —le corrigió la niña riendo al ver el aparato flotar en agua sucia.
—Claro cariño, caca, sí… —gimoteó Olivia.
Y antes de que pudiera reaccionar o pensar cómo sacaría de allí el móvil, Nora alargó la mano y apretó con fuerza el botón de la cisterna. Por suerte el móvil se quedó en el fondo y no corrió por el desagüe. Sin embargo, cuando Olivia por fin venció su asco y se subió una manga para rescatarlo, el aparato murió en sus manos. Ahora sí que estaba perdida. No podría llamar a Elena para que recogiera a Nora y ella pudiera ir libremente a la cena que había organizado Venus Ediciones con Jon. Tampoco podía tratar de localizar a Carlos y pedirle el favor… Sencillamente, jamás había sido capaz de memorizar un solo número de teléfono y todos los tenía guardados en su móvil.
Cuando regresó a la sala, Olivia vio a Jon atendiendo a sus seguidores, firmando autógrafos y haciéndose fotos con ellos. Se había vestido muy elegante para la ocasión. Llevaba una camisa entallada de cuello kent gris piedra, y unos pantalones negros de talle bajo. Olivia admiró el cuerpo esculpido que se adivinaba bajo aquella elegante ropa, probablemente de algún diseñador italiano, y pensó que con aquel estilo parecía un modelo sacado de una revista de tendencias.
—¿Admirando el paisaje? —le preguntó Javier sonriente.
—Sí, resulta admirable la cantidad de seguidores que tiene Jon y lo mucho que le aprecian, ¿no crees? —contestó rápidamente Olivia dándole la vuelta a un comentario que le sonó impertinente.
Javier sacó de su bolsillo un caramelo y se lo dio a Nora, quien le correspondió con una sonrisita encantadora.
—No sabía que tuvieras una hija tan guapa.
—No, no… —respondió despistadamente Olivia mientras trataba de localizar a Malena y a Max Costa en la sala.
—No es tu hija…
—Claro que no —contestó Olivia como si fuera una obviedad que aquella niña de pelo rubio y ojos claros no era suya.
—Necesito que me hagas un favor Javier —imploró Olivia con voz quejumbrosa—. ¿Te importa quedarte unos minutos con Nora mientras me acerco a saludar a Jon?
Nora se mostró encantada con la idea, agarró a Javier de la mano y le preguntó risueña:
—¿Quieres que te cante la canción de la Heidi? ¡Me la sé en chino!
Javier hizo un gesto afirmativo con la cabeza a Olivia y se agachó a la altura de Nora para prestarle toda su atención.
—Me gustaría mucho, princesa.
A Javier le gustó el desparpajo de aquella niña y le dirigió una sonrisa tan encantadora que, durante unos instantes, Olivia estuvo tentada a darle un beso de agradecimiento. Sin embargo, cuando por fin se dirigía hacia Jon, Javier comentó divertido.
—Ha dicho que tienes una hija encantadora…
—¿Cómo? —preguntó Olivia sin entender a quién se refería.
—Mientras estabas en el baño, el gran Sunman se ha acercado un momento buscándote y me ha dicho «que tienes una hija encantadora» —le explicó Javier, repitiendo la frase que tanto la había descolocado—. Creo que incluso ha creído que yo era el padre o algo así, porque me ha dado una cariñosa palmadita en la espalda mientras lo decía…
—Le habrás sacado del error, imagino.
—Olivia, pero si yo mismo pensaba que era tuya hace un momento… —contestó con picardía, consciente de que el malentendido la estaba incomodando más de la cuenta.
—Me refiero a que tú y yo… ¡Déjalo, es igual! Vuelvo en un momento.
Olivia se acercó al grupito que se arremolinaba ahora junto al gran gurú —en su mayoría mujeres— y durante unos segundos se lamentó de su suerte: ahora no sólo tenía que pensar qué haría con Nora para poder asistir a la cena, sino que además debía aclararle el malentendido a Jon. Ella era una mujer libre y ¡y sin hijos! Y la competencia femenina era demasiado potente como para perder puntos antes de que empezara la conquista.
En ese momento Malena y Max Costa se acercaron a ella. Malena lucía un aspecto impecable. Aunque se había pasado varias horas frente al espejo arreglándose cuidadosamente, había conseguido esa apariencia natural y radiante de quien parece no necesitar grandes artificios ni retoques para estar guapa.
—Olivia, ¿no crees que te has arreglado demasiado para una cena informal? —dijo Malena admirando el vestido de Olivia, pero con la intención de mermar su seguridad.
—Está perfecta —intervino Max sonriendo y transmitiéndole así su apoyo, para fastidio de su rival.
Olivia agradeció el cumplido y contempló de reojo cómo Javier y Nora se reían en una esquina de la sala. La pequeña parecía haber congeniado muy bien con el traductor, quien en esos momentos trataba de entretenerla haciendo divertidas muecas. Y entonces se le ocurrió una gran idea: ¿y si contrataba a Javier para que hiciera de canguro unas horas? Quizá no lo conocía lo suficiente para pedirle algo así o, peor aún, para dejar a Nora con un casi desconocido… Pero la niña parecía estar a gusto con él y, al fin y al cabo, sólo serían unas horas. Además, si su madre era capaz de dejarla con una china con la que ni siquiera se entendía, ¿por qué no probar con un chico encantador como Javier?
—Necesito tus servicios esta noche.
Javier estuvo a punto de bromear sobre esa frase, pero se acordó de la cara de fastidio de Olivia con el malentendido de Jon y se limitó a encoger los hombros y a decir amablemente:
—Tú dirás en qué puedo ayudarte… ¿Quieres que traduzca algo urgente… o necesitas un informe de la conferencia para mañana?
—No, no, no es eso… —contestó Olivia, dudando un momento de su descabellada idea. Sus ojos bajaron a la altura de Nora y se sorprendió al ver que su manita seguía unida a la de Javier. Entre los dos se había producido una especie de conexión mágica que explicaba por qué Javier se había ganado tan fácilmente su afecto; sencillamente, fue algo instantáneo.
—Necesito que cuides de Nora. No puedo localizar a su madre y tengo que asistir a la cena de Venus Ediciones —soltó por fin casi sin respirar.
—Imposible —contestó Javier asombrado por la petición—. No tengo ni idea de cuidar niños… Soy traductor, no niñera.
—Por favor… —imploró Olivia— sólo serán unas horas. Me juego el puesto… Y tú también —añadió muy seria tratando de sonar convincente—. Sin mí al frente de Venus Práctica, quizá no abunden las traducciones para ti.
—Sólo aceptaré si a ella le parece bien.
—¿Quién? ¿Tienes que consultarlo con tu pareja?
—Me refiero a Nora. ¿Por qué no le preguntas a ella si está de acuerdo?
Olivia cogió a Nora en brazos, le miró directamente a sus ojitos azules y le preguntó con voz muy dulce:
—Nora, cariño, ¿te gustaría quedarte un ratito con Javier?
La niña acercó su boquita a la oreja de Olivia y le preguntó muy bajito:
—¿Es una cita?
A Olivia le pareció muy gracioso y rio de buena gana por la ocurrencia de la niña. No estaba muy segura de que entendiera el significado de aquella palabra, pero tenía claro que la había escuchado en boca de su madre.
Olivia le entregó a Javier la bolsa de Nora y le dio algunas indicaciones.
—Si surge cualquier contratiempo llámame al restaurante Paradís. ¿Lo harás?
—Sí, tranquila…
Olivia anotó la dirección de Javier en una página de su agenda, le dio un beso con sabor a remordimiento a Nora y corrió a reunirse con el resto de comensales.
De camino al restaurante, Olivia vio cómo Javier y Nora se hacían cada vez más pequeños por la luneta trasera del taxi.
—¿Algún problema? —le preguntó Max con una sonrisa.
Había sido decisión de Malena que ellos dos compartieran taxi y que ella lo hiciera con Jon, «para no ir demasiado apretados en uno solo». Como Olivia estaba distraída con el asunto de Nora no se percató de su estrategia hasta que vio a Max ocupar el asiento trasero junto a ella.
—No, todo está bien.
—No ha sido muy acertado traer una niña a la conferencia, ¿no crees?
Olivia sintió cómo sus mejillas se enrojecían por la reprimenda de su jefe.
—Tienes razón, lo siento mucho pero…
—No tienes por qué disculparte… No eres responsable de todo lo que hagan tus colaboradores —le cortó Max—. He visto cómo acompañabas a esa niña al baño cuando ha interrumpido el discurso. Ha sido muy amable por tu parte. Sólo digo que… ¿cómo se llama ese chico?
—Javier… —contestó Olivia dudando por un momento si debía sacar a Max de su error.
—Javier no ha sido muy hábil trayendo a su hija.
—Es cierto… pero su mujer está enferma y no podía cuidar de ella… Algo vírico, creo —contestó Olivia improvisando una excusa para Javier.
Aunque sabía que no era muy justo que Javier cargara con esa culpa, se sintió aliviada por las palabras de Max. Le hubiera costado mucho explicarle que se había comprometido a cuidar de la hija de su amiga el mismo día de la conferencia. ¿Qué clase de irresponsable hacía eso? Se sentía aliviada por haber resuelto la situación, pero sabía que no podría concentrarse en la velada que le esperaba aquella noche y que su cabeza estaría con Nora…
A Max no pareció convencerle mucho aquella explicación, sin embargo, dio la cuestión por zanjada preguntándole por otros temas relacionados con su trabajo en la editorial. A Olivia se le iluminó la cara hablando de proyectos e ideas para futuros libros y colecciones, y Max recibió sus propuestas con una receptiva sonrisa y con palabras de aprobación. Olivia celebró la idea de Malena y aprovechó el resto del trayecto para comentar con su jefe todo aquello que en el día a día le era imposible tratar con una persona tan ocupada como él.
Cuando llegaron al restaurante, Malena y Jon estaban acomodados en una mesa desde la que se veía el mar. Olivia no tuvo más remedio que reconocer que Malena había tenido un gusto exquisito al escoger el lugar. Una gran bodega acristalada daba la bienvenida a aquel local, moderno y de atmósfera relajada, decorado con tonos blancos y azules. La carta, obra de un afamado chef catalán, invitaba a probarlo todo. Para abrir boca, empezaron por un menú degustación a base de tapas frías y calientes, y un vino blanco Sumarroca Muscat.
Olivia se perdió unos segundos en el trocito de playa que daba salida al restaurante. La luz de varias antorchas dispuestas sobre la fina arena creaba un ambiente cautivador. A pesar del doble acristalamiento de las ventanas, pudo sentir el rumor imaginario de las olas rompiendo en la orilla.
Jon comenzó amenizando la velada hablándoles de sus experiencias en el monasterio budista. Al principio no le resultó fácil adaptarse a las exigencias de una vida marcada por el silencio, la meditación o el ayuno, pero con el tiempo consiguió disfrutar de ese retiro y extraer las enseñanzas que había perseguido a lo largo de su búsqueda espiritual.
A pesar de la dureza de las historias que explicaba, Jon transmitía entusiasmo y alegría en cada palabra. Además, impregnaba sus anécdotas de un humor tan contagioso que los cuatro acabaron riendo a carcajada limpia en más de una ocasión.
Olivia se sentía absolutamente fascinada por Jon. Destilaba sabiduría en cada frase. Hablaba de forma pausada y serena, sin perder jamás la sonrisa y mirando fijamente a los ojos de sus interlocutores. Era amable, considerado e increíblemente atractivo. Durante un instante se imaginó acompañándolo en sus viajes por todo el mundo y se visualizó feliz. ¿Quién no lo sería al lado de un ser tan maravilloso, tan supremo, tan evolucionado…?
Su mirada se distrajo unos segundos en los fuertes brazos que se adivinaban bajo su camisa, y mentalmente deseó perderse en ellos. Fantaseó con la idea de retozar con él, de conectar profundamente con su alma, de fundirse en un abrazo de fuego, y practicar sexo sagrado, Tantra o cualquiera de las prácticas sexuales de Oriente que seguro habría aprendido en sus viajes por Asia.
Olivia se sorprendió al ver la cara de satisfacción de Jon cuando le sirvieron un chuletón poco hecho con guarnición de patatas y pimientos del piquillo y empezó a trocearlo y a devorarlo con fruición. Había imaginado que era vegetariano, pues asociaba el no comer carne con un estado de evolución, de respeto profundo por la naturaleza y otros seres vivos. Y aquella imagen no acababa de cuadrarle en su visión idealizada de gran gurú que tenía de él.
Hagamos un brindis —propuso Jon despertando a Olivia de su ensoñación—. Por Venus Ediciones y por Olivia. Gracias por permitir que los siete soles brillen en España.
Jon dirigió su copa hacia ella.
Olivia sintió una ola de felicidad recorrer su interior y agradeció el gesto con una sonrisa. Le gustó especialmente cómo pronunció su nombre y cómo sus miradas se abrazaron más tiempo del cordial.
Después de eso, Jon se interesó por el trabajo de Olivia y por los títulos que publicaba el sello en el que se imprimiría su libro.
—Olivia ha estado trabajando duro en uno sobre Wabi Sabi que saldrá en unos meses —comentó Max.
—Qué interesante… —dijo Jon.
—Gracias. Es un tema apasionante —añadió Olivia.
—Yo también lo creo —intervino Malena. No quería quedarse al margen de la conversación, así que añadió muy convencida—: Un buen sushi no es nada sin esta salsa verde. Adoro la comida japonesa.
Los tres la miraron extrañados. Y cuando Max le explicó amablemente que el Wabi Sabi no tenía nada que ver con el wasabi, el condimento verde, sino con una nueva filosofía japonesa que reivindicaba la belleza de la imperfección, Malena palideció al momento.
—Consiste en dejar de lado el perfeccionismo y apreciar la belleza de las cosas sencillas —añadió Olivia.
—Porque sólo cuando comprendemos el valor de lo imperfecto y lo efímero, logramos disfrutar, momento a momento, del milagro de existir —dijo Jon con tono reflexivo sin dejar de mirar a Olivia.
A partir de ese momento Malena se volvió más prudente y se limitó a sonreír a Jon sin intervenir demasiado en la conversación. Olivia la miró de soslayo y por un momento sintió compasión por ella. Se había esforzado mucho por agradar a Jon esa noche, escogiendo un lugar encantador, arreglándose con esmero, cuidando de cada detalle… pero su metedura de pata había mermado su seguridad. A Olivia no le pareció tan grave que no supiera qué era el Wabi Sabi, algo ligado a temas orientales y lejano a los libros intelectuales que ella editaba. No había razón para sentirse mal. Pero conocía a Malena y sabía que toda la dureza que empleaba con los demás se multiplicaba cuando se trataba de ella misma.
—Me gusta mucho el restaurante que has escogido —le dijo a Malena tratando de ser amable—. Las vistas son preciosas y la comida deliciosa.
—Gracias, Olivia —contestó Malena con una sonrisa.
Cuando sonreía, la cara de Malena se transformaba, sus rasgos serios irradiaban dulzura y juventud. Sin embargo, aquella sonrisa escondía un mensaje triunfal, algo que Olivia no supo descifrar en aquel momento.
Después del postre y antes de que sirvieran los cafés, Jon se disculpó y se dirigió al baño. Y fue justo en ese instante cuando Malena sacó su as de la manga y lo puso sobre la mesa, descolocando totalmente a Max y a Olivia.
—Los siete soles está en peligro.
—¿Cómo? —preguntaron los dos a la vez.
—Goldbooks está en negociaciones con Cúspide.
—No puede ser —protestó Olivia—. Yo misma he cerrado el acuerdo y me han enviado los contratos.
—Deja que Malena se explique —la interrumpió Max con impaciencia.
—No tenemos mucho tiempo para hablar de esto. No creo que Jon sepa nada por el momento y no es bueno que nos oiga —continuó Malena—. Sólo os diré que una persona de mi confianza me ha filtrado esa información. El agente de Sunman quiere romper el acuerdo con Venus Ediciones y renegociar los derechos con Cúspide. Han subido mucho la oferta y…
—Pero no puede ser. Hay un acuerdo con Venus Ediciones —protestó Olivia—. Mañana hablaré con Goldbooks y les pediré explicaciones.
—No, no creo que sea lo más prudente —dijo Malena.
—¿Y qué se supone que debemos hacer? —preguntó Max—. ¿Dejar que nos roben impunemente un best seller?
—Por supuesto que no —continuó Malena—, pero hay que ser más listos que ellos. De momento hablaré con Jon y le tantearé para ver si está al corriente de la situación. Hay que convencerle de que Venus Ediciones es su mejor opción. Si él apuesta por nosotros, bloqueará cualquier iniciativa de su agente. Él es quien decide y quien tiene la última palabra.
—Todavía faltaba su firma en el contrato… —recordó Max.
—Hablaré con él —intervino Olivia con decisión.
—No —dijo Max—, hazlo tú Malena. Lo mejor será que Olivia y yo desaparezcamos y tú puedas hablar tranquilamente con él.
—Pero… —balbuceó Olivia sin atreverse a protestar.
La idea de irse a escondidas no le parecía muy educada. Además, no podía creer que aquello estuviera pasando… Había luchado muy duro por Los siete soles de la felicidad y ahora todo se desmoronaba y, lo peor de todo, su jefe no confiaba en ella para reconducir la situación. De sus palabras incluso se deducía que estaba arrepentido por haber permitido que una novata se ocupara de algo tan importante.
—No te preocupes Max —dijo Malena ignorando por completo a Olivia—. Cuando salga del baño, me disculparé por vosotros y sacaré el tema mientras tomamos el café. Si veo que la cosa se complica, iremos a tomar una copa a algún local de la Barceloneta o pasearemos por la playa. Te prometo que mañana firmará el contrato.
Olivia llegó a casa de Javier vencida. Nada de lo que había hecho esa noche le había salido bien. Había fracasado en todo estrepitosamente: como amiga, por no cuidar de Nora; como profesional, por fallar con el tema de los derechos con Goldbooks; y como anfitriona de Sunman, por desaparecer de la velada sin ni siquiera despedirse… Ella había imaginado un final mucho más feliz para aquella noche y, sin embargo, allí estaba: en casa de un traductor, que ni siquiera era su amigo. Se sentía cansada y derrotada. Tenía ganas de llorar y de desahogarse, pero le daba vergüenza exteriorizar su fracaso, así que ensayó varias sonrisas mientras subía las escaleras hacia el ático.
Javier le abrió la puerta y la invitó a pasar. Un agradable olor a cítricos y bergamota le dio la bienvenida.
—Hola, ¿cómo está Nora? —preguntó Olivia con cierta impaciencia.
—Bien, no te preocupes. Hace horas que se durmió… Me estaba preparando un té, ¿te apetece uno?
Olivia asintió con la cabeza y se dejó caer en el sofá de la sala. Mientras esperaba su taza, admiró la colección de libros que reposaba sobre la estantería blanca. Su mirada se detuvo un momento en la figura del gato japonés y sintió el impulso de tocar su patita en movimiento, como si así pudiera cargarse de su buena suerte. Sin embargo, el gato resbaló de sus manos y chocó contra el suelo.
Cuando Javier apareció en la sala encontró a Olivia tratando de recomponer el gato. Alguna pieza se había salido de su mecanismo y la patita se había despegado del resto.
—Se ha roto —gimoteó.
—No pasa nada —dijo Javier sorprendido.
—Sí, sí pasa —se quejó Olivia sin poder reprimir las lágrimas—. Soy un desastre. Todo lo hago mal y… este gato… se supone que atrae la suerte moviendo la patita… y la he roto.
—Quizás otros gatos japoneses funcionen así, moviendo la patita estúpidamente —bromeó haciendo el gesto con su mano—. Pero este es mucho más listo —dijo con voz dulce—. Para que este gato reparta suerte, hay que besar a su dueño.
Olivia rio por la ocurrencia de Javier y se secó las lágrimas con una mano.
—Perdona —se disculpó—. Ha sido una noche horrible.
Javier dejó la bandeja con las dos tacitas de porcelana sobre la mesa y volvió a la cocina. Al rato apareció con dos copas anchas y una botella de whisky.
—Necesitas algo más fuerte —dijo acercando una copa a Olivia y sentándose en el sofá—. Soy todo oídos.
Olivia se acomodó a su lado. Se sentía tranquila y extrañamente segura en aquel piso.
Olía igual que él, a ropa limpia y recién planchada. Tomó un sorbo de su copa y se sintió reconfortada al momento. Aquel piso, ordenado y limpio, transmitía paz, y Olivia pensó que era un lugar perfecto para trabajar. Adivinó cómo la luz entraba cada mañana por aquel balconcito y se imaginó a Javier trabajando en su ordenador y mirando, de vez en cuando, a la calle de forma distraída. Curiosamente, ya no sentía la necesidad de desahogarse, ni de explicar lo ocurrido, prefería olvidarse de todo durante unos instantes y relajarse junto a Javier. De repente, accionada por un impulso que no sabía muy bien de dónde le procedía, apuró su copa hasta el final y la alzó proponiendo un brindis.
—Por los fracasos —dijo triunfal.
—Por los fracasados —propuso Javier chocando su copa.
Y al momento empezaron a explicarse historias de decepciones y fracasos. Primero se contaron anécdotas de cuando eran niños y continuaron con fracasos de adolescentes y de adultos. Parecía un concurso sobre quién explicaba la derrota más grande, así que los dos acabaron riendo y disfrutando con las historias del otro.
Olivia recordó que Nora estaba durmiendo y le hizo un gesto a Javier para que bajara la voz.
—No te preocupes, Nora no está aquí. Su madre vino a buscarla hace más de una hora.
Javier le explicó que en la bolsa que le había dado de Nora había una nota de Elena con un teléfono. Decía que pasaría por casa de Olivia a recoger a su hija y que la llamara si había algún problema.
—¡Se extrañaría mucho de que tú la llamaras! —se lamentó Olivia—. ¿Estaba muy enfadada?
—No me lo pareció. Como Nora estaba dormida, no hablamos apenas… La tomó en brazos y se fue.
Durante unos segundos los dos permanecieron callados, sumidos en sus propios pensamientos.
—Gracias —dijo Olivia—. Eres lo más amable que me ha pasado esta noche.
—Amable… —repitió él con cierta decepción, como si aquello no fuera un cumplido.
Aunque hacía varias copas que Olivia ya no era completamente dueña de sus palabras se atrevió a decir:
—Pareces decepcionado.
—No es el adjetivo que más me apetece escuchar de tus labios.
—¿Y cuál…? Olivia frenó en seco sus palabras al entender la respuesta en los ojos de Javier.
Aquella mirada de gato hablaba de pasión contenida, de deseo… ¿de amor? Olivia sacudió su cabeza, como si el alcohol le estuviera jugando una mala pasada, y se enfrentó de nuevo a aquellos ojos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y le hizo castañetear ligeramente los dientes. Confundida, bajó la mirada.
Javier la sorprendió al deslizar un dedo por un mechón de su pelo. Luego le hizo alzar el mentón para que le mirara de nuevo. No tenía nada que esconder; deseaba perderse en la profundidad de aquellos ojos, oscuros y cálidos, deseaba tocarla, abrazarla, sentir la tibieza de su piel.
Las sensaciones de Olivia se dispararon y llamearon cuando él le miró la boca. De repente, el mundo pareció desaparecer y se sintió desconectada de todo lo que no fuera aquella mirada, flotando en un sueño. Trató de recobrar la cordura recordándose quién era aquel hombre: Javier, el traductor que trabajaba para ella. ¿Por qué se sentía así de repente: tan turbada, tan deseosa de que la besara?
Antes de que los labios de Javier se posaran en los suyos, Olivia siguió su impulso y se anticipó con un beso directo, como cuando era pequeña y se lanzaba a la piscina sin pensarlo dos veces para vencer así su miedo al agua. Fue un beso hambriento, urgente, cargado de deseo. El sabor del whisky mezclado con la pasión de ambos hizo que a Olivia le hirviera la sangre. De haber hecho caso a su iniciativa, Javier le habría arrancado la ropa en cuestión de segundos y habrían hecho el amor allí mismo, en el sofá. Pero Javier sabía que merecía la pena esperar, que aquello que estaba a punto de ocurrir había que vivirlo lentamente, saboreando cada instante. Olivia, en cambio, no pensaba. Animada por el alcohol, aceptó la sugerencia de abandonarse a los sentidos y anular cualquier pensamiento razonable. Quería fundirse en esos labios, en esa mirada hipnótica… Como si no fuera ella quien estaba allí, viviendo todo aquello.
Javier separó delicadamente su boca de la de ella y la miró de nuevo para volver a besarla. Esta vez fue un beso dulce y tierno. Los labios de ella, sorprendidos por la delicadeza de aquel roce delicioso, respondieron del mismo modo. Pero, poco a poco, sus bocas se volvieron más exigentes y sus lenguas se entrelazaron en un baile ardiente, pidiéndose cada vez más. Javier descendió hasta el cuello sembrando a su paso una hilera de besos mientras sus dedos se enroscaban en los mechones de su nuca. Complacido, percibió el ligero estremecimiento que recorrió el cuerpo de Olivia cuando sus manos empezaron a deslizarse lentamente por sus hombros.
Por fin, la tomó de la mano para llevarla al dormitorio y ella le siguió. El corazón le martilleaba en el pecho y su cabeza le avisó de que aún estaba a tiempo de salir corriendo de aquel piso…
—Javier… —musitó de forma entrecortada cuando él la ayudó a tenderse en la cama.
Él la miró unos instantes temiendo que sus palabras pusieran fin a algo que deseaba con todas sus fuerzas. Pero esto no ocurrió, una sonrisa lánguida y contenida iluminó la cara de Olivia confirmando que deseaba tanto como él que aquello sucediera. Sin dejar de mirarla a los ojos, se colocó delicadamente sobre ella. Olivia ronroneó al sentir la presión de su cuerpo y acopló sus caderas. Excitado, enterró la cara en la dulzura de su cuello y empezó a recorrer su piel con los labios. Olivia gimió y su cuerpo se retorció inquieto. Deseaba que él intensificara sus caricias, así que enredó las manos en su pelo, suave y sedoso, y acercando los labios a su oído, le susurró:
—Te deseo Javier…
Javier se hizo a un lado y desabrochó con calma los botones de su vestido, dejando a la vista un sujetador de encaje negro. Ella le ayudó a deslizar el vestido por sus hombros y dejó escapar un suspiro de contenida excitación cuando él liberó sus senos soltando el cierre trasero.
—Eres preciosa —murmuró mientras sus manos se tomaban su tiempo acariciando sus pechos, memorizándolos.
Pero antes de que él hundiera su boca en su carne, suave y cálida, Olivia le detuvo un instante para tomar ahora las riendas. Javier observó el brillo de sus ojos mientras le quitaba el jersey. Cerró los ojos y se dejó abandonar al placer que provocaban las manos de ella acariciándole el torso, besándole el pecho.
Sus manos y sus bocas se buscaron una y otra vez. Javier se sintió abrumado por la sensación de querer conocer hasta el último centímetro de su cuerpo. Estaba decidido a memorizarlo todo: el ligero balanceo de sus caderas, la suavidad de su piel, el sonido de su respiración jadeante, la temperatura de su cuerpo al recibir sus caricias, su olor almizclado, su sabor dulce y salado…
Siguió explorando cada vez más abajo con ambas manos y con la boca, deteniéndose sólo para deshacerse de las braguitas. Olivia cerró los ojos y tembló de placer al sentir cómo los dedos hábiles de Javier se hundían, entre sus muslos, extasiados por su sedosa y húmeda suavidad. Olivia le suplicó con su cuerpo que no se detuviera y un susurro escapó de sus labios.
—Quiero que…
—Dime qué quieres —le rogó él con voz ronca.
—A ti —gimió ella— dentro de mí.
Javier sonrió con satisfacción y se incorporó para desabrocharse los vaqueros y liberarse de las últimas prendas que le distanciaban de su piel. Después se besaron con excitación, cuerpo sobre cuerpo. Olivia empezó a perder la conciencia de sí misma. Sentía la poderosa presión de Javier como una necesidad insoportable. Recordó un aspecto práctico cuándo él se incorporó levemente para abrir un cajón de su mesita de noche y sacó un preservativo. Esta vez aprovechó el desplazamiento para sentarse sobre Javier. Las manos de él descendieron hasta sus caderas y lentamente, con mucho cuidado, la acopló sobre su erección, dejando escapar al tiempo un profundo gruñido de placer. Sus cuerpos se estremecieron por la perfección de aquel encuentro y sus miradas se perdieron la una en la otra. Olivia empezó a moverse lentamente y fue acelerando el ritmo siguiendo el instinto de su deseo y el compás de las fuertes manos que la sujetaban por la cintura. Después, rodaron sobre sus cuerpos y Javier volvió a hundirse en ella, duro y profundo, una y otra vez, con movimientos rítmicos y expertos que hicieron que ella perdiera la cabeza durante unos segundos. Aguantó hasta que el cuerpo de Olivia se arqueó y se convulsionó, haciéndole saber que había llegado el momento. Y juntos alcanzaron un explosivo y delirante clímax que hizo que sus cuerpos se estremecieran de absoluto placer.
Todavía temblorosa y tremendamente sorprendida por lo que acababa de suceder, Olivia buscó su mano y se aferró a ella justo antes de quedarse dormida.
Una hora después se despertó de repente. La habitación estaba a oscuras. Olivia extendió un brazo y se topó con un muslo. La confirmación de que todo aquello no había sido un sueño y que Javier estaba tendido a su lado no logró tranquilizarla del todo. Se sentía feliz y satisfecha, pero también confusa. Muy confusa. Jamás había hecho una cosa así, acostarse con un casi desconocido, y había sido genial. Más que eso… Explosivo. Esa era la palabra. Ni siquiera Ramiro, de quien estuvo realmente colada, había conseguido hacerle sentir todo aquello. Sin duda, se trataba de la química de la que había oído hablar tantas veces: una poderosa atracción física entre dos cuerpos que se entienden a la perfección desde el primer encuentro.
Sintió el deseo de acurrucarse entre sus brazos, pero una súbita timidez se lo impidió. Se sentía desconcertada. Aquella noche Jon era su objetivo y, sin embargo, había acabado en los brazos de Javier… Desde luego no era lo que había planeado, pero ¿qué importaba eso? Javier era algo real, cercano y humano, y Jon sólo una fantasía. Hacía años que se sentía fascinada por él. Era un ser mágico, místico, y el hombre más guapo que había visto en su vida. Pero no dejaba de ser algo irreal, una admiración casi infantil, como una niña que se enamora de su cantante favorito y tiembla sólo ante la idea de conocerlo. Jon era el hombre de sus sueños, pero Javier podría ser el hombre de su vida… Y con esa reveladora verdad volvió a dormirse.
A la mañana siguiente, Javier no esperaba encontrar a Olivia durmiendo plácidamente a su lado. Los primeros rayos de sol se filtraban por la persiana de tablillas y una luz clara bañaba la habitación. Un halo de luz iluminaba su cara y a Javier le extrañó que siguiera durmiendo. La visión le estremeció el alma. Acurrucada como un ovillo, tenía el pelo revuelto y una sonrisa en los labios. Un instinto muy básico de protegerla y cuidarla se apoderó de él, y le acomodó el edredón para taparla. Después, se incorporó de la cama de un brinco para encender la calefacción. Era un ático muy soleado, pero las ventanas eran muy viejas y el frío se colaba con facilidad. Mientras se duchaba, pensó en sorprenderla con un buen desayuno. No sabía si era muy dormilona, si prefería café o té, o si desayunaba dulce o salado. De hecho, no sabía mucho de ella… Pero Olivia seguía allí, en su cama, entre sus sábanas, y esa idea le hacía sentirse extrañamente inquieto y emocionado.
Un olor a café recién hecho y a tostadas acompañó a Olivia lentamente al mundo de vigilia. Fue un despertar agradable, pero ahora venía la parte más embarazosa, ¿qué decir?, ¿de qué hablar?, ¿cómo se comportaría Javier? Necesitaba una ducha, así que pensó en escabullirse un ratito bajo el agua y refrescar sus ideas. Sin embargo, mientras buscaba una de sus botas debajo de la cama, encontró algo que le heló la sangre: unas braguitas rojas con un lacito de terciopelo del mismo color, ensartado a modo de encaje, con una notita anudada a él en un extremo en la que podía leerse:
Ha sido increíble.
Nos vemos en el séptimo cielo.
Laura
Un sonoro portazo sorprendió a Javier cuando estaba a punto de salir de la cocina con la bandeja del desayuno en la mano.
—Hay que ser muy hortera para ponerse una cosa así —dijo Elena sujetando las braguitas rojas con dos dedos y haciéndolas girar con cierto remilgo.
Aquel sábado, después de darse una ducha en casa, Olivia sintió la necesidad de hablar con su amiga. Compró chocolate caliente y unos churros para el desayuno y se presentó en casa de Elena. Quería disculparse también por lo sucedido con Nora.
—Lo que hay que ser es muy rastrero para acostarse dos noches seguidas con mujeres distintas —protestó Olivia molesta—. ¿Qué se ha pensado que somos? ¿Carne del súper en oferta?
Elena soltó una carcajada por el comentario de su amiga. Sin embargo, al ver que el ceño de Olivia seguía fruncido trató de tranquilizarla:
—Quizás hacía semanas, o incluso meses, que estaban debajo de la cama y no las había visto.
—Imposible. No había ni una mota de polvo en ese piso; se nota que pasa el aspirador a menudo… ¡Las habría visto! Por lo que pude comprobar, Javier es un hombre ordenado.
—Y muy guapo —añadió Elena—. Nora está encantada con él… Quizá le contrate como canguro.
—Así no ayudas mucho…
—Es la verdad. ¡Está muy bueno!
—No me había fijado… hasta ayer —reconoció Olivia.
—Estabas demasiado pendiente de tu gurú yanqui.
—Es posible, pero Sunman es un caballero, un maestro… y no un seductor aficionado que engatusa a una pobre chica que ha tenido un mal día.
—Vamos, no te hagas la víctima… ¿No acabas de decirme que fue un polvo increíble? Pues tómatelo como un homenaje. ¿Cuánto tiempo hacía que no follabas?
—¡Elena!
—¿A ti también te llevó al séptimo cielo? —bromeó poniendo cara de éxtasis.
—No seas boba, yo creo que se refiere a un local de copas o algo así. Pero ya que preguntas… Sí, subí al séptimo cielo, pero sólo para estrellarme contra el suelo.
—Pues yo creo que comportarte como una novia celosa y largarte con un portazo no fue lo más acertado. No hay ningún compromiso entre vosotros. Sólo fue una noche de sexo y pasión desenfrenada.
Olivia sabía que su amiga tenía razón. Sin embargo, no podía evitar sentirse decepcionada. Le daba rabia reconocer que para ella había sido algo especial y para él sólo una conquista más.
—¡No lo defiendas! Tú eres «mi amiga» y tienes que darme la razón «a mí», no a ese idiota —protestó de forma infantil Olivia.
—Pues te recuerdo que «mi amiga» dejó ayer a «mi hija» con «ese idiota».
—Lo siento muchísimo, ya te lo he dicho. No tuve opción. Sabía que Javier cuidaría muy bien de ella, pero aun así no hice bien. Pídeme lo que quieras, lo que quieras…
—¿Lo que quiera?
—Sí…
—Quiero que me presentes a Max Costa.