Dos horas después, mientras esperábamos en el puerto a que repararan un motor averiado del ferry, fijé la vista en el horizonte y me sentí agotada. Para ser una isla en la que «nunca pasaba nada» —como me había cansado de escuchar—, yo había vivido los meses más intensos de mi existencia.
Nos habíamos sentado en el asfalto, con los pies suspendidos sobre el mar. Una ola chocó contra la pared del muelle salpicándonos con gotas de espuma blanca. La fresca brisa marina y la humedad me hicieron estremecer.
Al fondo, el mar plomizo se fundía con las nubes bajas.
A mi lado, los dos hermanos seguían poniéndose al día de sus vidas y anhelos, emocionados y felices. Durante esas horas, había descubierto una cara muy distinta de Patrick. Un lado luminoso, compasivo y amable que había hecho desaparecer del todo su falsa máscara.
Era extraño ver a Jim sin su acento escocés ni sus ropas viejas, con aquel porte elegante de chico de ciudad. También era raro ver a Patrick a plena luz del día, hablando de forma sencilla y emotiva con su hermana.
Todo era tan asombroso, tan extraordinario, que no pude evitar pensar que la vida resulta a veces más increíble que cualquier guión.
Me pregunté si el de Patrick tendría un final como aquél o si lo habría dejado abierto, a la espera de acontecimientos.
A Elisabeth le costó creer que Jim fuese Patrick, y que el padre de ambos poseyera una de las mayores fortunas de Londres. Había escuchado tantas historias del amo de Silence Hill, que no podía creer que el cochero y él fuesen la misma persona. Descubrir que su mejor amigo en la isla, por quien había llegado incluso a confundir sus sentimientos, era su hermano resultaba difícil de asimilar.
Aun así, no habíamos logrado convencerla de que no se marchara de Sark. Había aceptado complacida que Patrick fuese su hermano, pero no que Margot fuera su madre. No le perdonaba el engaño ni el abandono de aquellos años, en los que había crecido creyendo que era huérfana. También seguía ofendida con su madrina, madame Perrier, por habérselo ocultado durante toda su vida.
Traté de que entrara en razón apelando a su bondad compasiva. Las dos mujeres eran mayores y estaban muy hundidas. Si ella desaparecía, en vísperas de Navidad, ambas sufrirían mucho.
—Créeme que lo siento —dijo Elisabeth—. Pero ahora necesito poner distancia. No podría mirarlas a la cara después de lo que me han hecho. He vivido una mentira toda mi vida y ahora necesito estar sola para encontrar la verdad.
Los chillidos de varias gaviotas volando en círculo sobre nuestras cabezas ocuparon un silencio.
—Quédate… —insistió Patrick—. Tu madre ha cometido errores, pero te quiere y tenéis mucho de qué hablar. Ella quería lo mejor para ti. Debes perdonarla. No supo hacerlo mejor.
—Por ahora no puedo… —sollozó ella.
Me hubiera gustado decirle que perdonara a su madre, que no sería libre hasta que se quitara esa carga, pero no lo hice. Si algo había aprendido en aquella isla es que el rencor, el odio o la culpa tienen raíces profundas, y que sólo logramos arrancarlas si somos lo bastante fuertes como para perdonar.
Yo había tenido que perderme en el inhóspito Sark, un islote con quinientas almas en el Canal de la Mancha, para perdonarme a mí misma y encontrar el amor. Buscaba el perdón de mi madre, sin entender que era el mío el que más necesitaba. Madame Perrier me había ayudado a entenderlo, pero también Patrick.
Su máscara estaba hecha de odio. La mía, de culpa. Y la de Elisabeth, de rencor y rabia… Pero todos teníamos en nuestro corazón el poder para desenmascarar a nuestro monstruo interior.
El amor era la única forma de vencerlo.
—Tengo que ser fuerte —dijo Elisabeth respirando hondo—. Y no mirar atrás.
Su frase me hizo recordar una cita que solía repetir mi padre, pero a la que nunca le había dado importancia.
—El perdón es una cualidad de los fuertes… Los débiles nunca podrán perdonar.
Patrick me miró fascinado y añadió:
—Solamente aquél que es bastante fuerte para disculpar una ofensa, sabe amar… También lo dijo Gandhi.
Mantuve su mirada un buen rato, en silencio, mientras él me sonreía con los ojos.
Unas horas antes le había dicho que jamás podría perdonarle y que le odiaba. Había sido justo antes de que me robara un beso y yo le respondiera con una bofetada.
Respiré hondo y sentí complacida el aire salado en mis pulmones.
La brisa de Sark me dio fuerzas.
El ruido de unos cascos sobre el asfalto del muelle nos obligó a volvernos. Rahul apareció a lomos de Duke, cruzando el puente blanco que daba entrada a Sark. Tras desmontar y atar al animal a un poste se acercó a nosotros con paso firme.
Parecía apurado, como si hubiera creído que no llegaría a tiempo.
Elisabeth sonrió al verlo.
—Sólo quería despedirme de ti.
—Gracias… —dijo ella antes de mirar al barco con timidez y encogerse de hombros—. Lo están reparando… Una avería.
El hindú se quedó un rato inmóvil sin saber qué hacer. Tras un suspiro, fue ella quien corrió a abrazarle y le dijo en voz baja:
—Ayer me prometiste que no vendrías al muelle…
—Lo sé, pero olvidé darte algo —replicó él sonriendo—. Un regalo de despedida.
Patrick y yo nos levantamos para dejarlos solos, pero Rahul nos hizo un gesto para evitarlo.
—No os vayáis. Mi regalo puede compartirse —nos explicó, sentándose junto a Elisabeth y sacando un papel de su bolsillo—. En la región de Ladakh, al norte de la India, cuando alguien se va y deja atrás su tierra, tenemos la costumbre de regalarle una historia.
—Sark no es mi tierra… —dijo ella con tristeza.
Él respiró hondo antes de desdoblar el folio y empezar a leer:
Cuenta un antiguo relato tibetano que un anciano sabio preguntó a sus discípulos:
—¿Por qué la gente grita cuando está enfadada?
Tras reflexionar un breve instante, uno de ellos respondió:
—Porque perdemos la calma.
—Pero ¿de qué sirve gritar a una persona que está a tu lado? —insistió el sabio.
Varios discípulos argumentaron elaboradas respuestas, pero ninguna logró satisfacer al anciano maestro. Finalmente, se levantó y paseando entre sus seguidores les explicó:
—Los corazones de dos personas enojadas se alejan cada vez más mientras discuten. Es lógico que necesiten gritar para que se puedan escuchar. Mientras más enfadados estén, más fuerte deberán gritar para superar la gran distancia que los separa.
Entonces el sabio preguntó:
—Por el contrario, ¿qué sucede cuando dos personas se enamoran? ¿Por qué se susurran y hablan delicadamente? Porque sus corazones están muy cerca. Apenas hay distancia entre ellos. Y cuanto más crece su amor, son capaces de expresar todo lo que sienten a través de una simple mirada.
Y así el anciano concluyó:
—Cuando discutan no dejen que sus corazones se alejen, no digan palabras que los distancien aún más. O llegará un día en que la distancia del corazón será tanta, que nunca más encontrarán el camino de regreso.
Después de aquellas palabras nos quedamos un rato en silencio, con la vista perdida en el horizonte.