El fantasma de Silence Hill

Al caer la noche, salí de puntillas del hotel y crucé sus muros. Esta vez no quería arriesgarme a encontrar la verja cerrada, así que había acordado con Gaspard que me la abriría un par de horas después. Para convencerle sólo había tenido que decirle que iba a ver a Jim. Su media sonrisa delató que había interpretado mal mis intenciones, pero no me molesté en corregirle. Lo único que deseaba era hablar con el escocés y regresar cuanto antes a Silence Hill.

Quería saber por qué había mentido sobre sus actividades en Sark. Si no trabajaba para Beaumont, ni escribía una novela como sospechaba, ¿qué diablos hacía en la isla?

Patrick Groen me había dicho que Jim era un manipulador y un mentiroso… Lo más sorprendente era que incluso él había sido víctima de su engaño. Groen creía que el escocés trabajaba para el seigneur. Él mismo me había explicado que se había ganado su confianza para que le contratara por un generoso sueldo. Pero, si no era así, ¿cómo lograba subsistir con su empleo de cochero?

En cualquier caso, Patrick también había mentido sobre las heridas de su rostro. Y ya no sabía qué creer de uno y otro.

Tenía la impresión de estar protagonizando un extraño drama donde nadie decía la verdad.

Aquello me hizo pensar en otra posibilidad: ¿Y si quien mentía era Beaumont? Si realmente había contratado a Jim para que hiciera un informe sobre los jóvenes de Sark —y elegir así al mejor candidato para renovar el consejo— era lógico que no quisiera que sus vecinos se enteraran de que sus hijos estaban siendo investigados.

De cualquier forma, su cara de extrañeza al mencionar a Jim había sido tan auténtica que me resistía a creer que aquel amable octogenario me hubiera engañado.

Cuanto más pensaba en el tema, más confusa me sentía.

Mi mente intentaba reorganizar las desordenadas piezas de aquel rompecabezas, pero ninguna parecía encajar con las demás.

Esta vez escogí el camino largo para ir en bicicleta y no perderme por los senderos de vegetación salvaje que bordeaban los acantilados. Por suerte, no había nubes y la luna llena se derramaba sobre los páramos del Dixcart Valley con su luz plateada. A su alrededor, miles de estrellas refulgían como pequeños faros. De vez en cuando, alguna cruzaba el firmamento sobre mi cabeza. El espectáculo era tan impresionante que producía vértigo. Mientras pedaleaba en la oscuridad, alumbrada por la tenue luz de la bicicleta, me sentí como si flotara en el vacío.

Nada más llegar a la pendiente que conducía al acantilado, divisé la casa de Jim. Había luz en la última planta y, conforme avanzaba, su silueta se fue dibujando al otro lado de la ventana más alta.

Llamé con los nudillos, pero nadie respondió.

Tras unos segundos, volví a insistir.

El mar estaba en calma y, en el silencio de la noche, era extraño que no me oyera. Supuse que estaba concentrado en su lectura y esperé un rato antes de empujar la puerta.

Una vez dentro, me disponía a subir la escalera cuando algo llamó mi atención desde la repisa de la chimenea. Era un sobre blanco con el emblema de Silence Hill.

Giré de puntillas sobre mis pasos y me dirigí hacia allí. Sabía que lo que estaba a punto de hacer era horrible, y que si Jim bajaba en aquel instante, se enfurecería. Pero, aun así, no logré vencer el acuciante impulso de abrir aquel sobre.

Era un cheque al portador firmado por el mismísimo Patrick Groen.

Teniendo en cuenta que Jim era el cochero de Silence Hill, no era de extrañar que recibiera pagos de él. Sin embargo, el generoso importe —dieciocho mil libras— no encajaba con su esporádica tarea de llevar o recoger huéspedes del puerto.

No acababa de imaginar qué clase de servicio ofrecía que implicara aquella remuneración. Una cosa estaba clara: su empleo de cochero no era más que otra tapadera, como la novela o su trabajo para el señor feudal.

Con el corazón en vilo, empecé a revolver sigilosamente cajones y estanterías en busca de nuevas pistas. Lo hacía con cautela, controlando la escalera, temerosa de que Jim bajara en cualquier momento y me sorprendiera de nuevo buscando entre sus cosas.

La idea de que fuera un detective investigando algún caso empezó a tomar fuerza en mis deducciones. Quizá estaba tras la pista de algún delincuente. Aquello explicaría el asunto de las fichas, con toda aquella información sobre los jóvenes de Sark, pero no el pago de Patrick Groen. A no ser que… el criminal fuera él. Yo misma había llegado a esa conclusión tras descubrir que no tenía motivos físicos para ocultar su rostro.

¿Y si aquel cheque era un pago por su silencio?

Respiré hondo al entender que había dado por fin con la clave de aquel misterio. Las piezas encajaban. Patrick era el delincuente y Jim su captor. Por eso tenía motivos para odiarle y también para sostener su coartada con Beaumont. Al amo de Silence Hill no le interesaba que nadie sospechara sobre la actividad real del cochero en la isla.

En cualquier caso, la extorsión delataba que el verdugo era tan mezquino como el propio criminal.

A punto de enfrentarme a Jim con mis acusaciones, reparé en un sobre doblado junto a una pila de libros. Sentí un pálpito extraño al reconocer de nuevo el logotipo. Abrí el sobre conteniendo la respiración.

Era una factura de Asprey.

Descubrí en el concepto el colgante de piedrecitas que Patrick me había regalado días atrás. Las piedrecitas eran diamantes amarillos engarzados en oro, y su precio ascendía a ¡cuatro mil seiscientas libras!

Me tapé la boca para ahogar un grito.

Junto al recibo había un boceto a mano del collar que revelaba que había sido realizado de forma artesanal y bajo encargo. Se trataba de una pieza única y exclusiva…

Una pieza que, de nuevo, lo cambiaba todo.

Jim no extorsionaba a Patrick. Trabajaba para él.

Aquel encargo lo dejaba bien claro. Si Groen se ocultaba en una isla oscura, era lógico pensar que tampoco podía pasearse e ir de compras por Londres a rostro descubierto. Alguien debía hacerlo por él. Y ese alguien era Jim.

El importe del talón confirmaba, sin embargo, que no se trataba de un simple sirviente y que su misión en la isla iba más allá de hacer los recados del amo.

Agotada por mis propias deducciones, me senté mareada en el sofá.

De pronto pensé en una pieza que aún no había encajado en aquel extraño rompecabezas: el hijo bastardo de Groen.

¿Y si el viejo, o incluso Patrick, habían contratado a Jim para que lo encontrara?

Junto a las fichas recordaba haber visto partidas de nacimiento e información sobre los progenitores de todos los jóvenes de la isla. Algunas estaban tachadas y otras tenían interrogantes o signos de exclamación… Lo que indicaba la evolución de sus pesquisas.

Aquello explicaba las mentiras de uno y otro, y la generosa oferta de Patrick para que abandonara la isla. Mi curiosidad no podía poner en peligro su delicada investigación. El imperio Groen era demasiado cuantioso como para que una doncella lo complicara todo. Nadie podía saber que en la isla vivía otro heredero. Al menos, no hasta localizarlo y estar seguros de que era él.

Respiré hondo antes de subir la escalera para enfrentarme a Jim. Lo había desenmascarado y, esta vez, no podía apartarme con nuevas mentiras.

Necesitaba saber quién era Patrick Groen, por qué se escondía y qué sentía realmente por mí. Era consciente de que Jim no tendría la respuesta a la última pregunta, pero, al menos, podría darme alguna pista sobre qué tipo de persona era.

La puerta estaba cerrada.

—¿Jim? —Llamé con los nudillos y aguardé un instante—. Soy Lou, ¿puedo pasar?

Nadie respondió.

Tomé aire antes de entrar. Desde el umbral, lo vi sentado de espaldas, en su sillón orejero, junto a una lámpara de pie encendida.

—Jim. —Subí la voz, pero no se volvió—. ¿Se puede saber por qué no contestas?

Un mal presentimiento me sacudió el alma.

Su pose flácida y arrellanada en el sillón, con la cabeza ladeada, delataba un estado de inconsciencia.

Antes de poner la mano sobre su hombro y contemplar cómo se doblaba inerte hacia delante, tirando el libro que sostenía, tuve la certeza de que aquél no era Jim.

Comprobé horrorizada que era un muñeco vestido con sus ropas. Llevaba puesta una gorra inglesa y una peluca con su mismo corte. Pero lo más aterrador era su cara de porcelana: tenía una sonrisa burlona y unas facciones que hubieran pasado por humanas a pocos metros de distancia. Desde la calle, y con los visillos echados, nadie hubiera detectado que se trataba de un maniquí.

Sentí el pulso acelerado y martilleante en las sienes. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué hacía aquel monigote con la luz encendida junto a la ventana? La intención era clara: hacer ver que Jim estaba allí cuando en realidad ocupaba otro lugar. Pero ¿cuál? Y, sobre todo, ¿por qué?

Lo incorporé de nuevo y volví a situar el libro en su regazo.

Después, me aparté de la ventana y me senté en el suelo para evitar ser vista desde el exterior.

Mientras trataba de ordenar mis pensamientos, recordé la primera vez que había visto su silueta, a través de los visillos, poco antes de encontrármelo en el Books & Cups leyendo a Cortázar. En aquella ocasión me había dicho que conocía atajos y que por eso había llegado antes que yo… Pero ahora entendía que era ese muñeco y no Jim quien había ocupado el mismo sillón aquel día.

Antes de seguir elucubrando, me dirigí a su escritorio. Tenía la mesa limpia y los libros ordenados en una pila. Con dedos temblorosos, busqué la carpeta negra de fuelle con las fichas de los jóvenes de Sark, pero no estaba. Tampoco hallé pistas que delataran su actividad. Supuse que el ordenador estaría apagado. Sin embargo, al mover el ratón, la pantalla se iluminó al instante con un word abierto.

Esperaba encontrar algo parecido a un informe policial, un artículo con información de la isla o, incluso, recortes de prensa digital… Pero aquel documento estaba muy alejado de todo aquello.

Contuve el aliento mientras leía el título de lo que parecía el guión de una obra teatral:

El fantasma de Silence Hill