La cálida luz de la mañana se filtró en mis sueños hasta despertarme. Desorientada, me cubrí la cara con el antebrazo.
Un instante después, fijé la vista en el baldaquín de terciopelo azul que se alzaba sobre mi cabeza con el escudo de Silence Hill. Las cortinas del dosel estaban atadas a los postes de la cama.
Pestañeé un par de veces y tomé por fin conciencia de dónde me hallaba.
Seguía en el ala oeste. En el lecho de Patrick Groen.
Estaba tan confusa que tardé un rato en recordar cómo había acabado su juego. Mi mente regresó al instante en el que cayó la máscara. Tras tocar su cara y comprobar que no había deformidad ni cicatrices en ella, había desaparecido dejándome de nuevo sola.
Luego, me había quedado dormida esperando su regreso.
De pronto reparé en lo tarde que era. Nunca amanecía hasta un par de horas después de comenzar mi jornada… Por la intensidad de la luz, deduje que debían de ser casi las diez.
Me incorporé de un salto y me puse el camisón y la bata a toda prisa. Aquella mañana me tocaba limpieza de habitaciones con Ingrid. Recé para que la señora Roberts no hubiera advertido aún mi falta.
Antes de abandonar los aposentos del amo, repasé rápidamente la estancia. Aquélla no parecía la habitación de un chico joven. Desde la cama antigua hasta los recios muebles señoriales evocaban una época decimonónica, más del gusto de un anciano. La moqueta azul reproducía también el escudo de la casa salpicado en diminutas flores amarillas. Había incluso una cómoda de roble y un armario con molduras a juego.
Un ruido al otro lado de la puerta me recordó que debía darme prisa. No quería ni imaginar la cara del ama de llaves si me descubría allí.
Salí de puntillas al pasillo y me topé con Balthazar.
El felino me acompañó hasta mi cuarto.
Ya con el uniforme puesto, mientras me recogía el pelo, una mezcla de preocupación y felicidad me sacudió por dentro. Al placer de las sensaciones vividas con Patrick, se sumaba el desconcierto de saber que su rostro era perfecto.
Tres horas después, aproveché la hora del almuerzo para buscar a madame Perrier. Ingrid se había enfadado conmigo, no tanto por mi retraso, sino porque me negué a explicarle por qué no estaba en mi cuarto cuando había ido a despertarme preocupada.
De todas las personas que conocía en Sark, mi compañera era la que menos entendería lo que había ocurrido esa noche. A ella no podía explicarle que me había enamorado del amo de Silence Hill y que me había entregado a él. Y, sobre todo, no podía contarle mis sospechas…
Sólo había un motivo que justificara la máscara y que explicara ese lado oscuro y terrible que él siempre sacaba a relucir. Patrick Groen era un fugitivo que se escondía por sus problemas con la justicia. Me imaginé su rostro —cualquiera que fuese— en algún retrato robot de comisaría, bajo búsqueda y captura.
Me vino a la mente un caso de homicidio imprudente que había salido en prensa hacía poco más de un año. Un joven, al volante de un superdeportivo, se había dado a la fuga tras atropellar a una niña. Gracias a un testigo ocular hicieron un boceto de la cara del conductor, pero nunca lograron identificarlo.
La opinión pública se cuestionó cómo era posible que nadie hubiera visto la matrícula o localizado el vehículo —tratándose de un modelo tan exclusivo—. Algunos apuntaron al hijo de algún acaudalado empresario o noble londinense, pues sólo alguien con mucho poder, dinero e influencia podía haber borrado sus huellas sin levantar sospechas.
Me pregunté si aquel joven era Patrick Groen. O si su delito estaría en la línea de aquel suceso que obligaba al delincuente a ocultarse. «Sark es el lugar perfecto para esconderse», había confesado él mismo. Allí no podían delatarle porque nadie había visto su rostro.
El accidente le había ido muy bien para inventar las heridas y usar la máscara.
Todo aquello explicaría que apareciera y desapareciera del hotel sin previo aviso, y que aprovechara las noches sin luna para pasearse por los acantilados… Groen no quería que nadie supiera cuándo estaba en la isla. Eso justificaba la estricta regla —la capital— referente a no adentrarse en el ala oeste, o que su habitación sólo fuese visible desde la mía.
La máscara y la terrible reputación de su padre —a quien no pocos comparaban con el diablo— habían alimentado la leyenda. En la isla nadie se atrevía a hablar abiertamente de él. Me acordé de Jack, el viejo lobo de mar, y de cómo le había temblado el pulso al mencionarlo.
Pero ¿qué delito habría cometido?
Me respondí que, fuera cual fuese, no podía ser tan terrible. Me negué a aceptar que mi corazón podía haber elegido a un criminal.
Lo poco que sabía de Patrick me lo había explicado Jim. Sin embargo, ¿cómo fiarme de un mentiroso? Tenía una conversación pendiente con él, así que decidí escaparme esa misma noche y preguntarle igualmente. Tal vez sabía más de lo que yo intuía y estaba al corriente de su crimen. Aquello podía explicar la desconfianza de Groen hacia él y el recelo de Jim al enterarse de nuestra extraña relación.
Otra posibilidad era preguntarle a Patrick directamente. Sin embargo, tenía la intuición de que tardaría en volver a verle.
La impaciencia me hizo pensar en madame Perrier. Quizá podía aprovechar su línea directa con el viejo Groen para averiguar algo.
Me costó más de una hora dar con ella.
Cuando por fin lo hice, me sorprendió encontrarla abatida, sentada en un banco del jardín con el chal de lana caído.
Se lo coloqué bien sobre los hombros y me senté a su lado. Tenía los ojos enrojecidos y las mejillas hundidas. De repente, parecía haber envejecido una década…
—¿Qué ha pasado?
—Me temo que he metido la pata —suspiró con tristeza mientras retorcía con los dedos un pañuelo de tela—. Yo sólo quería que estas Navidades fueran distintas para ellas. Deseaba que fueran las más felices de su vida, pero está claro que hay viejas heridas que es mejor no tocar nunca.
—¿A quién se refiere?
—A Margot.
Viniendo de aquella mujer podía imaginar cualquier tipo de ofensa. A mí había llegado a abofetearme… Pero madame Perrier era su tía y siempre se habían tratado con respeto.
—Y también a Elisabeth —añadió.
—¿La librera? —pregunté extrañada.
Su nombre no acababa de encajarme en aquella disputa familiar.
—Sí. Elisabeth, la librera. —Respiró hondo—. Su hija.
Traté de procesar el sentido lógico que relacionaba esas palabras con esas dos personas. Margot y Elisabeth, ¿madre e hija? La idea era tan absurda que no pude reprimir una media sonrisa. ¿Qué clase de broma era aquélla?
La belleza y la elegancia natural de una estaba en las antípodas de la otra. Elisabeth era un joven laboriosa y amable, con un don especial para tratar con la gente. En Sark todos la adoraban. Era refinada, culta y cocinaba como los ángeles. Margot, en cambio, era una vieja amargada, grosera y desprovista de cualquier gracia. Lo único que compartían era su destreza en los fogones.
—¿No es muy vieja para ser su madre? —Fue lo único que acerté a decir.
—Pasaba los cuarenta cuando se quedó encinta. Hace veinte años, que una mujer soltera tuviera un bebé sola, en una isla pequeña como ésta, suponía un escándalo…
—Por eso fue a verla a Londres. Y por eso abandonó Silence Hill durante dos años —dije uniendo piezas—. ¿Quién es el padre?
—Un turista. Por lo visto, llegó a Sark a pasar unos días y tuvieron una aventura. Mi sobrina me explicó que se había registrado en el hotel con un nombre falso y que se fue de la isla sin tan siquiera despedirse.
—Imposible dar con él… —resumí.
—Exacto. Aunque eso no nos importó nunca. Mi marido y yo no podíamos tener hijos y recibimos aquel bebé como una bendición. Queríamos que supiera la verdad y que conociera a su madre, pero Margot se negó. Pensó que en Londres tendría un futuro mejor y que no le haría ningún bien saber que su madre era una frustrada cocinera que no había sabido enfrentarse a su destino. Cuando creció, Arthur y yo le explicamos que éramos sus padrinos y que su madre había muerto poco después de nacer ella. Margot me hizo prometerle que jamás la traería a Sark.
—Pero incumplió su promesa. —Sentí un nudo en la garganta.
—Durante años visité esta isla con Arthur con un único objetivo: convencer a Margot de que conociera a su hija… Pero siempre me topaba con la misma negativa. Cuando Elisabeth acabó sus estudios, se me ocurrió la idea de abrirle un negocio en Sark. A ella le apasionan los libros y la cocina, como a su madre. A pesar de su juventud, le encantó la idea de regentar un salón de té librería en este pequeño pueblo.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de la anciana mientras se perdía en sus recuerdos.
—Quizá sintió que algo la unía a esta tierra.
—Es posible… Pero lo cierto es que Margot se lo tomó muy mal y dejó de hablarme. Mientras arreglaban el local, decidí marcharme unos meses y dejar que la naturaleza hiciera su proceso. Antes de irme, le pedí al hotel, como favor especial, que alojaran a mi ahijada en la habitación de alguna doncella. Pensé que así madre e hija podrían conocerse de igual a igual, y no como huésped y sirvienta.
Aquello explicaba que la librera hubiera ocupado mi habitación antes de que yo llegara.
—Y la verdad es que funcionó. Poco a poco, Margot fue sucumbiendo al encanto de Elisabeth. Madre e hija compartieron lecturas y momentos en la cocina…
—Es bonito que se entendieran. —Recordé cómo Elisabeth había defendido a Margot en varias ocasiones y cómo se había referido a ella como «su mejor clienta».
—Cuando regresé hace unas semanas y me encontré con esta situación, pensé que había llegado el momento de decirle la verdad a Elisabeth. Se acercan las Navidades y yo ya soy vieja… Mi hora no está lejos. —Se enjugó los ojos con su pañuelo.
—¿Cómo se lo ha tomado?
—Fatal. —Sollozó—. A mí no me perdona que la engañara, y a su madre no quiere ni verla.
Aquel desencuentro entre madre e hija resonó en mi alma de forma dolorosa.
—Lo siento mucho, madame Perrier. Pero Elisabeth es una chica bondadosa y lista, y estoy segura de que acabará perdonando a su madre. —Sentí cómo las lágrimas anegaban mis ojos—. Yo daría cualquier cosa por abrazar a la mía una vez más…
—Lo sé, querida niña, ella a ti también. —Apretó mi mano y se abrieron las compuertas de mis párpados—. Tu madre quiere que dejes de sufrir. Dice que no fue culpa tuya.
—Sí lo fue. —Sollocé—. Estaba tan enfadada aquel día…
—Un borracho invadió el carril contrario y la obligó a dar un volantazo. Ella perdió el control y se precipitó por aquel paso elevado. No tuvo nada que ver contigo… La policía nunca barajó esa posibilidad porque el otro coche se dio a la fuga sin dejar ninguna huella sobre el asfalto. Eso fue lo que sucedió.
Negué con la cabeza, reacia a creer aquella nueva versión.
—Aquel día, mientras discutíais, tu madre te dijo que eras «una niña horrible». —Tenía esas palabras grabadas a fuego—. Pero quiere que sepas que no hablaba en serio, que nunca pensó eso de ti y que lo siente mucho.
Madame Perrier me abrazó con dulzura y cerré los ojos. Durante unos segundos sentí el cálido y protector amor de mi madre a través de ella, envolviéndome y llenándome de fuerza.
—Dice que lo que estás haciendo por tu padre es maravilloso, que te quiere mucho y que está orgullosa de ti.
Dejé que el llanto fluyera por mi garganta y que las lágrimas limpiaran cualquier rastro de dolor y culpa.
Luego respiré hondo y sentí que era mi turno. Ahora me tocaba hacer algo a mí para devolverle la paz a la anciana.
—Hablaré con Elisabeth —resolví secándome las lágrimas.
El rostro de madame Perrier se iluminó agradecido.
—Pero hazlo pronto, querida. Ha hecho las maletas y está decidida a irse de la isla mañana mismo.