Dos de corazones

Me había pasado toda la semana esperando aquel momento. Y por fin llegó: la noche de la séptima luna. Mi cita con Patrick Groen.

Mientras contemplaba ansiosa cómo el minutero perseguía la manecilla de las horas, detenida hacía una eternidad en las doce, me sentí temerosa y angustiada, como si presintiera un fatal desenlace a aquella extraña aventura.

La lectura de El fantasma de la ópera había contribuido a ese inquietante estado. Tras una dura jornada, me había encerrado en mi habitación con la novela y no me había despegado de sus páginas hasta acabarla.

La historia de amor imposible entre Erik, el enmascarado personaje que habitaba en los sótanos de la Ópera de París, y la corista Christine me había conmocionado. No sólo por su trágico final, sino también porque imaginaba a Patrick en el papel del protagonista. Como él, había tenido una infancia desdichada y una vida en las sombras debido a su rostro deforme. Además, los dos compartían un lado oscuro y un terrible deseo de amar.

En la novela de Leroux, la corista debía elegir entre dos hombres: el enmascarado y su joven prometido; sabiendo que el primero mataría al segundo si se decantaba por éste. Al final, un beso en la mejilla enternecía el corazón del fantasma atormentado y le hacía entender que el amor se demuestra a veces renunciando a él.

En mi historia particular, mi corazón ya había elegido. Si en algún momento había tenido dudas entre el cochero y el amo de Silence Hill, el señor de Sark las había disipado desenmascarando al primero.

Jim era un chico humilde y culto, un conversador fascinante con inquietudes artísticas y literarias. A su lado me había sentido cómoda paseando por la isla, escuchando sus historias, hablando de libros, compartiendo sueños… Su aspecto descuidado era un reflejo de una alma sencilla y sin pretensiones. Poseía una belleza discreta, que él se empeñaba en esconder bajo prendas anticuadas y poses poco favorecedoras. Era divertido pero reservado, tímido y directo. Me había hecho sentir su musa… Pero también era un ser rastrero al insinuar que lo único que me atraía de Groen era su fortuna. Quise pensar que lo había dicho por despecho, pero sus palabras aún me herían al recordarlas.

En cualquier caso, la revelación de Beaumont había delatado que era un mentiroso compulsivo. Llegados a aquel punto, ya sólo tenía dos cosas claras sobre él: que era un farsante… y que besaba de maravilla.

Patrick, en cambio, encarnaba el misterio y lo prohibido. Todo en él, desde su escultural cuerpo hasta su acento londinense o sus elegantes y refinados gustos, era excitante y seductor. Para ser honesta, era incapaz de razonar por qué me atraía tanto. No entendía cómo habían nacido esos sentimientos por alguien a quien apenas conocía, ni cómo era posible que me hubiera entregado a él de aquella manera tan confiada.

¿Sería la famosa química de la que tantas veces había oído hablar? O quizá fuera algo más profundo y místico, como el descubrimiento de las almas gemelas que son capaces de reconocerse a través de máscaras y distancias.

Ahora que conocía su pasado, y el sufrimiento que le había infligido su padre siendo un niño, me sentía aún más cerca de su alma.

Había pasado del odio al amor de una forma tan rápida y extraña que me asustaba que pudieran invertirse los sentimientos con la misma facilidad.

Lo único que sabía era que, seis lunas atrás, había entrado en una cabaña con Patrick Groen y que todavía no había logrado salir de ella. Mi mente regresaba una y otra vez a aquella noche, y revivía cada instante de pasión.

Me pregunté si aquella noche caería también la máscara de Patrick y si, como Christine, me desmayaría al enfrentarme por primera vez a su rostro. Me negaba a reconocer que, en el fondo, albergaba la esperanza de que no fuera tan terrible.

Mientras recorría el pasillo en dirección al ala oeste, una corriente de aire me produjo un escalofrío. Sólo llevaba una fina bata sobre el camisón, pero la temperatura no era la única culpable de mis temblores. Aunque esa vez contaba con el permiso y la invitación del amo para acceder a su zona privada, caminaba de puntillas, por miedo a ser descubierta. Si estaba asustada era, por un lado, porque no sabía qué esperar de aquella noche; y por el otro, porque lo sabía perfectamente.

En su nota había sido muy claro: «Déjame mostrarte que, tras la máscara, late el corazón de un hombre que sabe amar».

Las dos puertas del final del pasillo estaban cerradas. Deduje que su habitación era la contigua a la biblioteca y la empujé con suavidad.

—¿Patrick? —susurré desde el umbral.

La habitación estaba a oscuras a excepción de unas llamas en el hogar. El fuego iluminaba el dormitorio con un tímido resplandor dorado que alargaba y distorsionaba las sombras. La de Patrick Groen se proyectaba en la pared como la de un gigante. Estaba de pie, inmóvil en la penumbra, junto a una enorme cama con dosel.

—Pasa, Luisa, y cierra la puerta.

Sin la claridad del pasillo, tuve la sensación de haber entrado en la boca del lobo.

Me acerqué hasta él.

La luz de la chimenea apenas alumbraba su máscara, pero pude distinguir su atuendo. Llevaba unos pantalones negros de corte elegante y un batín de seda del mismo color, anudado a la cintura, bajo el que se adivinaba su torso desnudo.

Había una baraja de póquer sobre la cama.

—¿Estabas jugando solo? —pregunté, casi en un susurro, mientras me sentaba en el borde y sacaba una al azar.

La intimidad de aquella habitación a oscuras me incitaba a hablar en voz baja, como si temiera despertar a alguien.

—Sólo mataba el tiempo… ¿Has jugado alguna vez al euchre?

Había presenciado alguna partida en el Black Dog, pero desconocía su dinámica, así que negué con la cabeza.

—Es un juego de cartas típico de las islas del Canal —me explicó—. En cada partida se decide un palo de triunfo y se juega formando bazas. Las de mayor valor siempre vencen a las inferiores.

Tocó mi mano para ver el naipe que había extraído.

El roce de sus dedos me provocó un escalofrío, pero también me ayudó a relajarme. Había algo en su forma de tocarme que me producía ese efecto, una mezcla de excitación y de calma. De deseo y de confianza. Evoqué fugazmente las sensaciones de la otra noche, cuando me había rendido a sus caricias y a su voluntad, con los ojos vendados y las manos atadas.

Era el dos de corazones.

Aquella simbólica carta me dio alas para hacerle una confesión.

—Tenía ganas de verte… —Me di cuenta de que aquel verbo no era el más adecuado para expresar nuestros encuentros a oscuras, así que me corregí a mí misma—. O de sentirte…

Agradecí que en la penumbra no pudiera advertir el rubor de mis mejillas.

—Yo a ti también, Luisa.

Aquellas palabras susurradas en la oscuridad de su cuarto lograron erizarme la piel. ¿Significaba aquello que sentía lo mismo que yo? ¿Qué había experimentado el mismo deseo de verme, de volver a tenerme en sus brazos?

—La otra noche… —Busqué en vano las palabras que describieran lo que había ocurrido—. Yo no acostumbro a… Quiero decir que…

—Lo sé.

—¿Lo sabes?

—Sé cómo te sientes —declaró.

—¿Y cómo me siento?

—Excitada y asustada. Una parte de ti quiere conocer lo que se oculta tras mi máscara. Es una curiosidad casi morbosa… —Enmudeció un instante—. Pero otra tiene miedo a enfrentarse a lo desconocido. Ahora debes decidir si deseas ver a la bestia o si prefieres salir corriendo. Estás a tiempo de hacerlo.

—Lo deseo. Estoy preparada para ver tu rostro.

—Ya te dije que mi cara no es lo más terrible de mí…

—¿Y qué es?

—Digamos que no soy una persona fácil.

—Yo tampoco lo soy —dije muy seria.

Recordé la última discusión con mi madre, cuando ella me había dicho justo eso: que era una chiquilla difícil, una niña horrible.

—Te conozco bien, Luisa. —Rió por lo bajo—. Te he observado… Y eres la persona más fácil, dulce y amable que ha pisado jamás Silence Hill.

Sus palabras me conmocionaron un instante. ¿Qué quería decir con aquello de que me había observado? ¿Se estaba refiriendo a las famosas cámaras de las que me había advertido Ingrid?

—He visto el respeto con el que tratas a la señora Roberts y a Margot —argumentó—, a pesar de lo mal que se portan ellas contigo. Tu dulzura ha transformado a Ingrid; cuando llegaste no era ni la sombra de quien es ahora. Siempre tratas a los clientes y a tus compañeros con una amabilidad extrema. Incluso la temible madame Perrier ha encontrado en ti a su ángel particular.

No supe qué decir. ¿Cómo sabía todo aquello?

—Yo, en cambio —continuó—, soy un ser solitario. Mi padre me educó para ser el monstruo que era él. Y no quiero causarte nada feo, Luisa. No quiero herirte… A ti, no.

—¿Por qué ibas a hacerlo?

—Porque estamos como en aquella granja de erizos que Schopenhauer utilizó para definir las relaciones humanas, ¿la conoces? —Negué con la cabeza—. Estamos condenados a sobrevivir como lo hacen los erizos en invierno. Alejados tienen un frío infinito, pero si se acercan demasiado se hieren con sus púas. Eso vuelca al corazón mejor anclado. ¿Lo entiendes?

—No mucho —reconocí casi en un susurro.

—Hay un equilibrio imposible entre nosotros. Algo que nos aleja. Eso convierte tu presencia en algo maravilloso y, a la vez, insoportable.

—Tus púas no van a herirme por afiladas que sean —repliqué—. Tengo la piel dura y quiero acariciar tus heridas. El otro día no me dejaste. Pero estoy aquí para demostrarme que soy fuerte, que puedo enfrentarme a mi destino y a mis sentimientos. Elijo conocer a la bestia. Quiero ver su rostro.

Tras un silencio eterno respondió:

—Está bien, dejemos que la suerte decida entonces.

—¿De qué manera?

Supuse que se refería a los naipes, pero no acertaba a comprender qué juego rondaba su mente esta vez.

—¿Quieres que juguemos al euchre?

—Ganará la carta más alta, pero lo haremos más sencillo. Quien saque el naipe de mayor valor podrá sentir al otro. O al menos, una parte de su cuerpo, incluido el rostro…

—¿Qué quieres decir con sentir? ¿Te refieres a que podré verte y tocarte?

—No exactamente. Podrás utilizar un único sentido. Cogeremos una carta al azar. Quien saque la más baja deberá quitarse una prenda y dejar que el otro sienta esa parte de su cuerpo con el sentido que marque el naipe… El corazón será el gusto; las picas, el tacto; el trébol, el olfato; y el diamante, la vista. El oído no tendría mucho sentido en este juego, así que lo descartamos. Por supuesto, la máscara cuenta como prenda… Aunque será la última de la que me deshaga. ¿Estás de acuerdo?

Me pregunté si existía alguna relación lógica entre cada palo de la baraja y su sentido, pero estaba tan impresionada por aquel excitante juego que sólo logré emitir un débil «sí».

Conté mentalmente cuatro prendas en cada uno.

Con la destreza de un crupier, barajó las cartas y las abrió en abanico sobre la cama.

Tomé una y me la llevé al pecho sin atreverme a mirarla todavía. Cuando él hubo elegido, la giramos al mismo tiempo sobre la colcha.

El corazón me dio un vuelco al ver que mi carta superaba la suya.

—Siete de picas contra tres de diamantes —dije emocionada—. Gano yo.

Contuve el aliento cuando se desató el cinturón del batín y oí el suave roce de la seda al deslizarse por sus hombros.

A la luz de las llamas, su torso era perfecto. Tenía la piel dorada y fina, oscurecida en la parte alta por un ligero vello. Extendí una mano hasta él y lo rocé con las puntas de los dedos. Noté su leve temblor justo antes de colocar mis manos sobre sus hombros y deslizarlas sobre sus fuertes brazos. Con la respiración contenida, acaricié sus suaves manos y trencé mis dedos a los suyos un instante. Después, ascendí de nuevo hasta su pecho, donde sus latidos se percibían con fuerza. Sus pezones se endurecieron al contacto de mis palmas y dejó escapar un débil suspiro.

Jamás había tocado el cuerpo de un hombre de aquella manera, deteniéndome en cada centímetro de su torso, distinguiendo sus músculos, sintiendo su suave y cálida piel bajo mis dedos… Antes de detenerme, acaricié la gruesa cicatriz que cruzaba su abdomen.

En la siguiente ronda, la suerte se puso de su lado y eligió el olfato con el cinco de tréboles.

Tras quitarme la bata, permanecí un momento inmóvil y expectante.

—Necesito quitarme la máscara…

Temblé mientras Patrick soltaba las gruesas cortinas de la cama que pendían del dosel. La tela a nuestro alrededor impedía que entrara el más mínimo rayo de luz.

Inmersa en aquella oscuridad, sentí su nariz en mi nuca, aspirando mi suave fragancia. Apenas fue un roce, pero la proximidad de su respiración y de su cálido aliento logró despertar en mí un profundo deseo.

Suspiré de frustración cuando abrió las cortinas. Tenía la máscara puesta de nuevo y la baraja de cartas en la mano.

En la siguiente ronda, el rey de diamantes que él sostenía barrió a mi dos de picas.

Su voz irrumpió en la penumbra con un ruego:

—Acércate al fuego para que pueda verte mejor.

Me deslicé con timidez hasta la chimenea y fijé la vista en las llamas danzarinas. Intuyendo cómo la luz del fuego revelaba mi silueta a través de la delicada tela del camisón, me lo saqué por la cabeza y dejé que flotara hasta mis pies.

No era la primera vez que me veía en ropa interior pero, en aquel contexto, y en la intimidad de su cuarto, me estremecí inquieta.

Podía sentir su mirada clavada en mi espalda. Antes de volverme, me pregunté si mi cuerpo le resultaría tan atractivo y deseable como a mí el suyo. Nunca había sido una chica de grandes redondeces, pero sí de curvas. Aun así, el trabajo duro en Silence Hill, y la dieta forzosa de la señora Roberts, me habían hecho perder peso y suavizado mis formas.

Me erguí y me volví lentamente para que pudiera contemplarme de frente. Una mezcla de timidez y orgullo me llevó a tragar saliva mientras alzaba el mentón y sentía el pulso rápido en la sien.

—¿Suficiente? —murmuré.

—Nunca… Pero ven a mi lado y sigamos con este juego antes de que me vuelva loco del todo.

El azar, en forma de trébol, me concedió una tregua y obligó a Patrick a quitarse los pantalones. Me sentí un poco ridícula recorriendo el contorno de sus piernas con la nariz, mientras él se contraía tratando de controlar las cosquillas. Su cuerpo olía deliciosamente, como si aquel suave perfume marino emanara directamente de su piel. Me detuve al llegar a los muslos y al suave pliegue de su ropa interior.

Dos prendas me separaban de su secreto, así que recé para volver a ganar aquella mano.

Un segundo antes de girar mi carta, sentí cómo mi pulso se aceleraba con frenéticos latidos. Según el palo que hubiera elegido, el siguiente paso podía ser tan comprometido, o incluso más, que el último. A Patrick sólo le quedaba la ropa interior y la máscara. ¿Y si me salían corazones? Aparté ese pensamiento de mi cabeza y giré el naipe con impaciencia. Suspiré aliviada al comprobar que mi carta vencía a la suya con diamantes.

El colchón tembló cuando Patrick Groen se levantó de la cama y se acercó a la lumbre para exhibirse ante mi curiosa mirada. Había visto esa parte de su anatomía a plena luz del día, sobre aquel diván, y en un estado similar de excitación. Sin embargo, la luz de las llamas proyectaba una sombra en su entrepierna que aumentaba su tamaño de forma portentosa.

Una súbita timidez me invadió cuando regresó a mi lado.

—¿Quieres que lo dejemos aquí? —me preguntó con tono dubitativo mientras mezclaba la baraja.

—Claro que no… —Traté de vencer el temblor de mi voz.

Aquel juego era emocionante, peligroso y excitante. Tanto, como el propio Patrick. Y estaba tan cerca del final… A sólo una prenda de su rostro. Respiré hondo antes de elegir una carta.

Mi sujetador cayó en aquella ronda. Ganó con picas, así que dejé que fuera él mismo quien me liberara de aquella prenda.

Un suspiro voló de mis labios cuando sus manos cubrieron mi piel desnuda. Mi respiración se volvió pesada mientras mis pechos se empujaban contra su palmas cada vez que exhalaba el aire con dificultad.

—Tu piel es tan suave… —susurró casi en un jadeo.

Sentía mis latidos en sus manos y los pezones tensos en respuesta a las insistentes caricias de sus pulgares.

Envuelta en una telaraña de deseo, un trémulo estremecimiento se apoderó de mí arrastrándome muy cerca del éxtasis.

Dejé escapar un gemido de frustración cuando retiró sus manos.

No deseaba que parara pero tampoco que la pasión nos arrastrara sin concluir el juego con la última tirada. Estábamos a una prenda de desnudarnos del todo.

Mis braguitas contra su máscara.

—Ha llegado la hora de la verdad. ¿Estás preparada? —Asentí con la cabeza, tratando de recuperar la respiración—. Intenta no odiarme si…

¿Odiarle? ¿Cómo iba a odiarle por un destino injusto del que él no era culpable ni responsable? Sabía que su rostro podía inspirarme muchas cosas: temor, compasión, repulsión incluso… Pero no odio.

—No lo haré. Te lo prometo.

Consciente de que podía perder mi última prenda y la oportunidad de ver su rostro, mi mano temblorosa extrajo una del montón.

Recé para sacar un número más alto que él, pero también para que venciera el único sentido útil en aquel caso: la vista.

—Dos de picas.

Supe que había perdido antes de que él mostrara la suya. El as era la carta de más valor, así que no había ninguna más baja.

Sin embargo, había otra opción que no había contemplado…

—Dos de corazones.

Un empate.

Tocar su rostro era, desde luego, una forma suave y delicada de enfrentarme a su deformidad. El azar había unido, en cambio, mi última prenda y su naipe con el sentido más turbador de todos: el gusto. Me estremecí inquieta al tomar conciencia de lo que aquello significaba.

—Ayúdame a correr de nuevo las cortinas, Luisa. Puesto que hemos sacado la misma carta, es justo que paguemos la última prenda a la vez.

Me quité mi última prenda y me tumbé en la cama con el pulso enloquecido.

Contraje el abdomen al notar el peso de su cabeza en mi vientre, posándose con suavidad. Mis manos buscaron su cabeza y se enredaron un instante en su pelo. Lo llevaba recogido con una goma. Al soltarlo, me di cuenta de que no lo tenía corto, como siempre había intuido en su sombra, sino a la altura de la nuca.

No había deformidad alguna en la forma de su cráneo ni en su cuello fuerte. Tampoco en sus orejas, ni en la firme línea que contorneaba su mandíbula.

Abrí las piernas y me estremecí al notar el roce de su boca.

Temblé de arriba abajo al sentir sus labios en el mismo centro de mi ser, besándome donde nunca antes me habían besado, acariciándome hábilmente con la lengua y penetrándome con su cálido aliento. Estremecida hasta el fondo de mi alma, me aferré a su cabeza marcándole sutilmente el ritmo, arqueando el cuerpo, endureciendo la boca, suspirando con los ojos, susurrando su nombre…

Un grito escapó de mis labios cuando un halo de profundo placer me abrasó por dentro.

Después, con la respiración entrecortada, recorrí nerviosa su cara con mis manos. Mis dedos siguieron con asombro el dibujo de unos labios perfectos al tacto; y ascendieron por la piel suave de sus mejillas, desde la punta de la nariz hasta la sien. No había baches, ni protuberancias, ni arrugas que delatasen quemaduras o terribles deformidades.

Confundida, palpé su frente esperando encontrar en ella una mezcla de todo aquello… Desde las cejas hasta el nacimiento del pelo sólo hallé una planicie de piel lisa.

—No lo entiendo… —susurré alterada—. Tu cara es perfecta. ¿Dónde están tus cicatrices?

Su voz sonó ronca y entrecortada al confesar:

—Las llevo dentro. Las heridas más profundas son siempre las que no se ven.