El fantasma de la ópera

Mientras paseaba por la animada avenida de Sark, pensé que había sido una suerte que mi día libre coincidiera con la primera celebración navideña de la isla. Todavía faltaba un mes para Nochebuena, pero aquella tarde tenía lugar el tradicional encendido del árbol y todo el pueblo lo festejaba.

La calle principal se había transformado en un mercadillo, con luces de colores, puestos de artesanía y comida casera. Una banda de folk amenizaba el acto mientras la gente degustaba pastelitos de carne y vino caliente. Hasta Elisabeth tenía su tenderete de libros y cupcakes, junto a una tómbola y un concurso de dardos.

En aquella isla oscura y silenciosa, la música en vivo y las luces de Navidad eran ya todo un acontecimiento, una fiesta que la gente celebraba con sonrisas y bailes.

Madame Perrier y yo habíamos llegado temprano, a la hora del almuerzo. La vieja dama había sugerido que fuéramos juntas.

—Necesitas un poco de distracción y comer bien. Te estás quedando en los huesos… —me había dicho antes de subir al carro.

Desde que cerrara La Petite Maison y recibiéramos a sus huéspedes, el trabajo en Silence Hill se había triplicado. Sumado a que la señora Roberts había emprendido su cruzada particular contra mí, me sentía agotada. Había días en los que ni siquiera tenía tiempo de comer. Sucedía cuando alguna tarea insidiosa se alargaba y llegaba tarde al almuerzo. El ama de llaves retiraba entonces mi plato y me dejaba un sándwich de pan duro, que yo tiraba a la basura.

Aquella mañana me tranquilizó comprobar que era Rahul, y no Jim, quien llevaba las riendas. No había coincidido con el cochero desde el día del beso. Ingrid me había explicado que había pedido unos días libres para acabar su novela, y que desde su habitación con vistas al acantilado veía la luz de su casa encendida hasta altas horas de la madrugada.

Mientras madame Perrier y Elisabeth se saludaban efusivamente, me pregunté si la librera le habría acompañado en sus noches en vela.

—¿Qué tal va el negocio, cielo? —le preguntó la anciana tras besarla varias veces en la mejilla.

—De maravilla. A este paso, podremos retirarnos muy pronto y cambiar esta inhóspita isla por otra en el Caribe.

Ambas rieron y chocaron las palmas en un gesto cómplice.

Me sorprendió el grado de afecto que se profesaban, pero ya había tenido ocasión de comprobar que Elisabeth, a pesar del poco tiempo que llevaba en aquel lugar, era muy querida en Sark.

Observé también cómo Rahul la miraba embobado mientras cogía varios libros para disimular.

Mientras la anciana revolvía una caja del tenderete de al lado, la librera se acercó a mí y me susurró al oído:

—Gracias por acompañarla… Con la tienda y los encargos de cupcakes apenas tengo tiempo de estar con ella.

—Para mí es un placer… —respondí extrañada antes de que atendiera a una niña.

La pequeña quería comprar una adaptación para niños ilustrada del clásico El fantasma de la ópera.

—¿No es una historia demasiado triste para una niña? —pregunté, recordando la trágica leyenda de aquel asesino con el rostro quemado que se ocultaba tras una máscara en la Ópera de París.

—Es una historia de amor preciosa —respondió Elisabeth—. El protagonista es un ser atormentado al que maltrataron de niño y repudiaron de adulto. Pero el amor le transforma y le devuelve la humanidad que nunca tuvo.

Sentí cómo se me erizaba la piel.

—¿Tienes más ejemplares?

Elisabeth rebuscó en una pila y me tendió una edición inglesa de Gastón Leroux.

Hojeé con curiosidad las páginas finales.

—Espero que acabe bien…

—No lo dudes. —Me guiñó un ojo y siguió atendiendo a otros clientes.

Aquella historia me hizo pensar en mi enmascarado particular. Habían pasado seis días desde aquella noche en la cabaña de pescadores. Desde entonces no había hecho otra cosa que contar las lunas y leer una y otra vez la nota que había dejado bajo mi almohada, además de contemplar aquella valiosa cadenita.

Era una carta misteriosa y extraña. Hablaba de un lado oscuro y terrible, de una parte de él mismo que recordaba a su padre… Mientras madame Perrier compraba un chal antiguo de lana, me atreví a preguntarle por él.

—El señor Groen y usted… ¿eran muy amigos?

—Su amistad era sobre todo con Arthur. Mi marido era enólogo y compartían la afición por el buen vino. —Se echó la prenda a los hombros y nos sentamos en el porche del Black Dog para tomar un vino caliente—. La conversación más larga que he tenido con el señor Groen fue hace apenas unos meses.

La miré extrañada.

—Pero si hace un año que murió…

—Lo sé, querida. Siempre me he entendido mejor con los muertos.

—¿Qué le contó?

—¡Que niña más curiosa! —Sonrió y me frotó la cabeza—. El viejo Groen no descansa en paz porque sabe que hizo infeliz a muchas personas, entre ellas a su propio hijo.

Sabía por Patrick que aquel hombre había dejado marcas imborrables en su alma, pero no acertaba a imaginar qué cosas terribles habría vivido.

—¿Qué le hacía? —pregunté sin preámbulos.

El rostro de madame Perrier se ensombreció.

—Le azotaba con una vara y le obligaba a correr desnudo por el jardín, aunque estuviera nevado. —Frunció el ceño en un gesto de reprobación—. También le castigaba encerrándolo en el sótano, a oscuras, durante días.

—Pero eso es terrible —murmuré.

—Patrick tenía ocho años la primera vez que ocurrió. Su padre le había prohibido acceder al ala oeste, pero él era un niño curioso y se saltó la norma. Lo que vio el pequeño tras la puerta es un misterio. Aunque, dada la fama del viejo, podría tratarse de algún juego sádico con cualquier doncella. Al cabo de cuatro días, cuando Margot abrió la despensa, se encontró al niño temblando de miedo en un charco de orín.

Sentí un nudo en la garganta al imaginarme la escena.

Intuía que aquel capítulo era sólo uno de tantos, y que la crueldad de aquel hombre habría llegado incluso más lejos con su propio hijo; pero aun así, agradecí saberlo. De alguna manera, me acercaba a él y me ayudaba a comprenderle mejor.

Aquella experiencia le habría marcado para siempre.

Por un lado, los juegos del padre le habían ofrecido una visión distorsionada del sexo, como algo oscuro y depravado. Vencido por la curiosidad de un niño, su pecado había consistido en saltarse la norma principal de Silence Hill y acceder a una zona prohibida.

Sonreí con resignación al darme cuenta de que yo había cometido la misma falta.

Su tragedia era que el castigo no había acabado y que, aún de adulto, seguía condenado a la oscuridad.

—No me extraña que el difunto Groen no descanse en paz —dije tras un profundo suspiro.

—Supongo que así es… Pero lo que de verdad le revuelve en su tumba es un secreto que le desvelaron justo antes de morir.

Consciente de que el alcohol aflojaba la lengua de la anciana no me corté en preguntarle:

—¿Cuál?

—No me lo ha dicho.

—¿No se lo ha preguntado?

—Los muertos necesitan su tiempo… La eternidad tiene su propio ritmo.

Asentí sin saber muy bien a qué se refería. En cualquier caso, yo sí conocía el secreto que le impedía descansar en paz. Me lo había explicado Ingrid días atrás, pero no me atreví a contárselo a madame Perrier. Si el propio Groen no había querido desvelárselo, quizá no fuera el momento de compartirlo con ella.

—También le inquieta que no haya un Groen en el Chief Pleas. Su apellido siempre estuvo presente en el Parlamento de la isla… Pero, al declinar su nombramiento, Patrick rompió con siglos de tradición.

—De nuevo saltándose las reglas —dije antes de entender que el motivo era su rostro y no la rebeldía—. ¿Cómo era antes del accidente?

—Nunca llegué a verlo… Se crió en Londres, pero mi sobrina solía decir que era un chico muy guapo, con un rostro muy bello. También fue ella quien me explicó lo del sótano y los castigos a los que le sometía su padre.

—Margot. —Torcí el gesto en una mueca de fastidio.

—Sí… ¿A qué viene esa cara?

No quería resultar ofensiva, así que lo resumí en una frase poco comprometida:

—No le caigo bien.

—¡Ni yo tampoco! Mi sobrina es una amargada… —respondió dándome un suave codazo—. Pero estoy convencida de que pronto cambiará su suerte. De todas formas, nadie en el hotel debe saber que somos parientes. Sólo tú sabes que es mi sobrina.

—¿Por qué?

—Se avergüenza de mí.

No acababa de comprender cómo la cocinera podía sentir vergüenza de una mujer adinerada y con tanta clase como madame Perrier.

—Bueno, más bien de mis actividades. No todo el mundo acepta tan fácilmente que su tía sea una chiflada que hace fortuna hablando con los muertos —me explicó con una sonrisa—. Además, tampoco quería que se supiera que ella…

En aquel momento un elegante anciano, vestido con traje y gorra inglesa, se acercó sonriente a nosotras y cortó la frase de madame Perrier.

—Madame… —Tomó la mano de mi acompañante y se la llevó a los labios sin rozarla.

—Buenas tardes, monsieur Beaumont… Déjeme presentarle a Louise, la joya de Silence Hill. ¿La conoce?

—No, todavía no había tenido el placer… Pero he oído hablar mucho de ella. —Me miró e inclinó la cabeza en un gesto galante.

Me impresionó que el hombre más importante de la isla «hubiera oído hablar de mí». Supuse que había sido Jim. Aparte de él, no conocía a nadie más que tuviera un trato directo con el señor feudal. El escocés no sólo trabajaba para él, sino que además estaba escribiendo sus memorias.

De pronto se me ocurrió hacerle una foto para mostrársela a mi padre cuando nos viéramos. Le había explicado historias de la isla en mis cartas y se había mostrado muy interesado por todo lo concerniente a la figura de Beaumont. Tras pedirle permiso, saqué mi cámara de la mochila y le tomé una instantánea.

—Muy buen retrato —dijo cuando se la mostré en la pequeña pantalla—. Me gusta mucho.

—Puedo pasársela a Jim, si lo desea. Quizá pueda aprovecharla para sus memorias —respondí, orgullosa.

El anciano me miró sorprendido antes de contestar:

—Jim. —Arrugó la frente contrariado—. ¿Te refieres al chico que vive en la casita del acantilado? ¿Al cochero de Silence Hill?

Asentí con un mal presentimiento, antes de añadir:

—El periodista que trabaja para usted.

—No se equivoque, señorita. En mi vida he hablado con ese muchacho.