El sol del amanecer me deslumbró por el este cuando me di la vuelta y vi a Jim. La mañana era fresca y la brisa marina se mezclaba con aromas de vegetación mojada. Temblé mientras me preguntaba qué diablos hacía allí el escocés.
—He venido a buscarte —me explicó con voz seca al darme alcance.
Durante unos segundos nos miramos en silencio. Ni las frías profundidades del mar del Norte podían compararse a su gélida mirada.
—¿Quién te ha dicho que podías encontrarme aquí? —pregunté, alucinada—. Y ¿cómo sabías lo de mi cumpleaños?
Sólo una persona conocía ambas respuestas, así que la solución era obvia. Pero no acertaba a descifrar la sucesión lógica de acontecimientos que explicara que Patrick Groen le hubiera contado a Jim mi presencia en aquel lugar y, sobre todo, que era mi aniversario.
—Me lo dijiste tú, el mismo día que llegaste a Sark. Tengo buena memoria para las fechas… Pero ha sido nuestro amado jefe quien me ha pedido que te recoja aquí y te lleve de vuelta a Silence Hill. Soy el cochero, ¿lo habías olvidado?
Aunque aquélla era una explicación sensata, en mi cabeza no acababan de encajar las piezas. ¡Patrick me había asegurado que ni siquiera le caía bien! ¿Cómo era posible que le hubiera encomendado que se ocupara de mí?
La noche anterior había dicho cosas terribles sobre él, como que era un manipulador y un mentiroso, y que se aprovechaba de la gente de Sark. Había llegado incluso a decir que yo era su siguiente víctima, su objetivo en la isla… ¿Por qué me dejaba entonces a su merced?
—Esta mañana alguien ha aporreado mi puerta —continuó—. No había nadie cuando he bajado, pero he encontrado una nota en el suelo.
Sacó un papelito de su bolsillo y me lo extendió para que lo leyera. Era idéntica a las otras notas que yo había recibido, con el logotipo del hotel estampado en bajo relieve. Antes incluso de leerla, reconocí su caligrafía.
Jim:
Ruego recojas inmediatamente a la señorita Luisa de la cabaña de pescadores de Derrible Beach y la lleves de regreso a Silence Hill. Sobra decir que cuento con tu discreción y que nadie en el hotel debe saber que ha pasado la noche fuera.
Por supuesto, tu gesto será generosamente recompensado.
Atentamente,
P. G.
Al levantar la vista y clavar sus fríos ojos en los míos, sentí que las mejillas me ardían.
No acababa de entender la jugada de Patrick. ¿Por qué le había pedido a él que viniera a recogerme? ¿No podíamos haber vuelto juntos a lomos de Vince?
Lo justifiqué razonando que el sol hubiera roto la magia forjada en la oscuridad de la noche. A la luz del día, aquella máscara resultaría grotesca. Además, podía temer que, tras la intimidad compartida, yo hubiera insistido en ver su rostro. Si era tan horrible como él decía, la luz despiadada del amanecer sería inclemente con sus cicatrices.
Un fogonazo de lucidez me hizo barajar otra posibilidad muy distinta. Quizá Patrick estaba al corriente de lo que había ocurrido entre Jim y yo… Y aquélla era su particular venganza, su forma de restregarle que, en aquella pelea de gallos, él había sido el vencedor.
Tal vez nos hubiera visto incluso con aquel telescopio desde su propia ventana.
Para Jim, descubrir que había pasado la noche con Patrick Groen, después de habernos besado apasionadamente en Halloween, suponía un golpe bajo que me hacía descender todos los peldaños en su escala de consideración.
Ascendimos la pendiente en silencio hasta el camino de grava, donde Duke nos esperaba atado a la rama de un castaño.
Antes de montar, me pareció apreciar una leve e indulgente sonrisa en sus labios. Al verme temblar, se quitó su chaqueta de pana raída y me la puso con delicadeza por encima de los hombros.
—¿Estás bien, Lou?
No supe qué contestar.
Tenía la sensación de haber despertado de un sueño maravilloso para volver a vivir una pesadilla. Las luces del día cegaban la magia de la noche.
La presencia de Jim me hacía sentir confusa, incómoda y culpable. Como si hubiera cometido un terrible delito y él estuviera allí para condenarme.
Mi delito era haberme enamorado de Patrick Groen.
Mi condena, descubrir que había jugado conmigo de forma cruel. Y quizá también con Jim.
Me fijé en el pelo alborotado del escocés y en su expresión tensa bajo las gafas de pasta. A pesar de su semblante duro, la proporción de su cara —ojos rasgados, mandíbula fuerte y pómulos marcados— era muy bella. Pero no era el rostro que yo hubiera deseado ver aquella mañana.
—Es tarde —dijo, ofreciéndome su mano para montar—. Deberíamos irnos ya.
Por algún motivo, me sentí obligada a darle una explicación:
—Anoche me sorprendió la lluvia fuera de Silence Hill. Me dirigía a tu casa cuando Patrick me recogió en el camino y me llevó a la cabaña de pescadores. La tormenta no remitía, así que tuvimos que pasar la noche allí.
Se quitó la gorra, confuso, y clavó sus ojos verdes en los míos.
—¿Ha pasado algo entre vosotros? —me preguntó con un hilo de voz—. Perdona, Lou, no tengo ningún derecho a…
—¿Es cierto que trabajabas en el puerto de Edimburgo? —le corté de forma nerviosa desviando la conversación.
Me miró extrañado durante unos segundos, pero al final contestó:
—Sí. Por las mañanas descargaba barcos en el muelle y por las tardes iba a la facultad de periodismo. Mi familia es muy humilde y así fue como me pagué la carrera. Luego conseguí un empleo en un periódico local…
Aquella parte de la historia me la había explicado él mismo hacía semanas en el Books & Cups. Aunque sabía que no le gustaba que fuera tan entrometida, seguí con mi interrogatorio particular:
—¿Cómo conociste al señor Beaumont?
—¿A qué vienen estas preguntas? —Frunció el ceño.
—Por favor… —insistí—. Es importante para mí.
—Está bien, saciaré tu curiosidad, pero sólo si tú haces lo mismo con la mía. —Suavizó el tono—. Quiero saber una cosa.
Asentí con la cabeza, consciente de cuál sería su pregunta.
—Lou, esto es una isla pequeña. Lo difícil es no conocer a todos sus habitantes, incluido al señor Beaumont. Como bien sabes, su castillo está muy cerca de Silence Hill. Nos hemos cruzado muchas veces. Un día me invitó a tomar el té y me hizo el encargo que te expliqué.
Con aquel razonamiento, las acusaciones de Patrick se derrumbaban como un inconsistente castillo de naipes. Jim no parecía la persona manipuladora y arribista que él había descrito, sino un chico bohemio que perseguía su sueño en una isla tranquila. Me fijé en sus ropas desgastadas. Aquellos pantalones viejos no eran precisamente los de alguien que quisiera darse importancia.
—Está bien… —respondí abatida—. Es tu turno. Pregunta lo que quieras.
—Groen y tú… —Respiró hondo—. Ya sabes… ¿Habéis…?
—Sí.
Apretó los dientes antes de formular otra pregunta:
—¿Ha sucedido con tu consentimiento?
Su temor de que pudiera haberme forzado me dio una idea de la opinión que tenía de Groen.
Por un momento me imaginé a Jim arrodillándose en el suelo y lanzando su gorra a los pies de Patrick, en aquella especie de rito feudal, que me había explicado Rahul —el Clameur de Haro—, y que obligaba a cualquier ofensor a reparar un agravio.
—Sí, claro que sí.
—¿Te arrepientes?
Negué con la cabeza.
Sentí que debía darle una explicación más elaborada, tal vez una disculpa, pero las palabras no acudían a mi rescate.
Nos miramos unos segundos en silencio antes de que montáramos a lomos de Duke.
Durante el trayecto ninguno de los dos volvió a abrir la boca.
Atajamos por el mismo sendero que había seguido Patrick la noche anterior. Después de la lluvia, el otoño brillaba en los castaños y robles del camino. Helechos rojizos, zarzales de frutos silvestres y lirios se fundían a nuestros pies, mientras el viento arrastraba la bruma y mecía con suavidad las copas de los árboles más altos.
Tras atravesar el puente de piedra, nos encontramos con el alto muro de Silence Hill. La verja de hierro estaba abierta y Jim la cruzó con celeridad en dirección a las caballerizas.
Una amarga decepción me embargó al ver que Vince no estaba en la cuadra. Sabía por Jim que Patrick era el único que lo montaba, así que deduje que no se encontraba en el hotel.
El escocés siguió mi mirada adivinando mis pensamientos.
—Supongo que, como musa, te he decepcionado… —le dije sin saber cómo despedirme.
—En absoluto. Has seguido el guión de forma totalmente previsible —respondió con frialdad.
—¿Qué quieres decir?
—Que los hombres poderosos siempre han sido irresistibles para las mujeres, sobre todo para las de humilde cuna.
Aquella insinuación me arrancó una bofetada. Sin embargo, antes de que aterrizara en su mejilla, Jim interceptó mi muñeca y me atrajo hacia él con fuerza.
Traté de luchar antes de que me robara un beso.
—Dime una cosa —murmuró a dos centímetros de mi boca—, ¿te ha besado él así?
Le miré con rabia y salí de allí corriendo en dirección a Silence Hill.
Antes de cruzar el hall, me topé con la mirada de Margot, que me observaba a través de una ventana de la planta baja. Entré a toda prisa justo cuando la cocinera salía a mi encuentro. Me hizo pasar al cuarto de la despensa que había junto a la escalera.
—La señora Roberts está bajando… Será mejor que te escondas aquí un momento si no quieres que te vea de esta guisa. —Me miró de arriba abajo con desaprobación—. ¿Se puede saber dónde te has metido?
Me sorprendió que aquella antipática mujer tuviera aquel gesto conmigo. Pensé que se debía a mi incipiente amistad con madame Perrier, su tía, y le sonreí agradecida.
Sin devolverme la sonrisa, su mirada se detuvo en los bajos rotos del vestido y en las bailarinas cubiertas de barro.
—He ido temprano al huerto, a ayudar a Rahul, y me he caído en un charco de barro.
—No me engañes, jovencita, no soy estúpida… Te he visto entrar con el cochero. Espero por tu bien que no… —Se tapó la boca para sofocar un grito—. Dime que no has pasado la noche con él.
—No he pasado la noche con él —obedecí con tono cansino.
Margot me sacudió los hombros antes de repetirme la pregunta con los ojos desorbitados. Su reacción desproporcionada me impresionó y me enfadó a partes iguales. ¿Quién se había creído que era esa mujer para meterse en mis asuntos y zarandearme de aquella manera?
—Ya te he dicho que no he pasado la noche con él —insistí.
—¡No me engañes!
La rabia me impulsó a decirle algo totalmente inconveniente. Tenía la absoluta certeza de que no me creería, así que me atreví a soltarle la verdad con insolencia:
—La he pasado con el amo, el señor de Silence Hill.
En su cara se dibujó el horror antes de darme una dolorosa bofetada.