El cansancio ganó la batalla sumiéndome durante un rato en un extraño sopor. Al despertar, me topé con el fino muro de la venda cubriéndome los ojos.
Mi cabeza descansaba en el hombro de Patrick. Sentía su respiración pesada y el temblor de su cuerpo tendido a mi lado. Deduje que había conservado la ropa mojada bajo la manta para no incomodarme, y que al extinguirse las llamas del hogar, se había enfriado.
Cedí al impulso de quitarme la venda de los ojos.
Las brasas apenas iluminaban la estancia, pero, aun así, busqué su rostro con la mirada. Semioculto bajo la capa, distinguí las facciones perfectas de su máscara griega. Curiosamente, aquella imagen no me inspiró temor, sino un sentimiento de compasión por el joven que dormía tras ella.
Volví a tumbarme a su lado y deslicé la mano bajo su manta.
El roce de mis dedos le despertó e hizo que se incorporara.
Durante un rato nos quedamos sentados frente a frente, en silencio. Su manta había resbalado y tenía la capa abierta a la altura del pecho, que subía y bajaba con respiración agitada bajo la fina y húmeda tela de su camisa.
—Está mojada —susurré rozándola de nuevo y dirigiendo mis dedos trémulos a los botones.
Mientras los desabrochaba, sentí el pulso martilleando en las sienes.
Patrick me ayudó a deslizar la camisa por sus hombros y a deshacerse de ella. La visión en penumbra de su torso desnudo encendió en mí el deseo de acariciarlo. Al hacerlo, su piel se erizó y le sobrevino un temblor.
—¿Tienes frío? —susurré.
Asintió y me deshice de mi manta antes de abrazarme a él y cubrirnos con ambas.
Desprovista de ropa interior, exhaló un suspiro cuando nuestros cuerpos se tocaron. El contacto de nuestra piel desnuda hizo que la temperatura subiera varios grados bajo la lana.
Poco a poco, dejó de temblar y me abandoné al reclamo del instinto, que me animaba a acercarme todavía más. Podía sentir su pecho firme contra el mío, y cómo se endurecían mis pezones con la caricia suave de su vello.
De nuevo, la curiosidad enfermiza y una atracción fatal hacia el misterio me arrastraban a una zona desconocida y peligrosa… Aunque tremendamente excitante.
—Estoy haciendo un gran esfuerzo por ser un caballero, Luisa, pero no soy de piedra…
Aquella frase, susurrada en la oscuridad con su inconfundible acento londinense, me produjo una sacudida. Sentía el pulso acelerado en mi cuello y el perfume de su piel activando un instinto salvaje. Patrick olía a brisa marina, a arena tibia y a coco.
Una sensación de irrealidad me animó a rendirme a él y a susurrar algo que me sorprendió a mí misma:
—Nadie te ha pedido que lo seas…
Enmudeció unos segundos antes de replicar:
—¿Estás segura?
—¿Hay alguna norma que prohíba confraternizar —enfaticé aquella palabra del decálogo de la buena doncella— con el amo?
—Desde luego que la hay… Pero estoy dispuesto a hacer una excepción contigo.
Yo deseaba a Patrick Groen. Estaba segura de eso, pero no de las consecuencias de ser su excepción. Tampoco sabía lo que aquello significaba. ¿Había querido decir que nunca confraternizaba con doncellas o con chicas en general?
—¿De verdad lo deseas? —preguntó.
Asentí paralizada por la tensión sin poder apartar la vista de su inexpresiva máscara.
Definitivamente me había vuelto loca.
Un rato antes le había acusado de haber planeado aquella cita —aunque ni siquiera había acudido—, para aprovecharse de mí… Y ahora, yo misma le reclamaba con actitud anhelante que cumpliera mi acusación.
Intenté tocar su máscara, pero me detuvo antes de que pudiera rozarla.
—Quiero verte… —protesté débilmente.
—Hoy no. Créeme, si supieras cómo es mi rostro, saldrías huyendo.
Protesté débilmente cuando tomó el pañuelo y me pidió que me volviera para vendarme de nuevo los ojos.
Obedecí entendiendo que querría quitarse la máscara para suprimir obstáculos y que pudiéramos besarnos.
Temblé de expectación cuando sus manos ascendieron por mi cintura y se posaron en mis pechos. El delicado roce de sus dedos en la cima avivó aún más la llama del deseo.
El colchón se hundió antes de notar un movimiento a mi lado y oír el sonido de unos troncos crepitando en el hogar. Un fogonazo de calor me anunció que acababa de alimentarlo con más madera.
Alargué el brazo para tocar su cara. El roce fue demasiado leve como para percibir cicatrices, pero él reaccionó al instante inmovilizándome las manos por encima de mi cabeza.
Deseaba acariciar su piel, sentir la firmeza de su torso y de sus brazos rodeándome, pero Patrick no me soltó. Sus dedos sujetaban mis muñecas como una suave banda de acero.
El deseo de tocarle se volvió insoportable.
Una mezcla de temor y excitación me sacudió por dentro cuando noté cómo me ataba las manos con una prenda de lana. Estaba un poco húmeda y deduje que eran mis medias, que aún no se habían secado del todo.
—No temas… Es sólo para evitarte la tentación de que te quites la venda —me dijo con voz ronca.
Absolutamente entregada, temblé de deseo y arqueé el cuello al notar sus labios sobre mi hombro.
Después, con deliberada lentitud, recorrió con las manos cada centímetro de mi cuerpo, logrando que temblara ante el más mínimo roce.
La imposibilidad de saber su siguiente movimiento mantenía cuatro de mi cinco sentidos alerta, ansiosos y en un estado de deliciosa tensión. A pesar de lo vulnerable de mi situación, completamente rendida a su voluntad, supe que confiaba en él.
Contuve el aliento al notar su lengua dibujando un ardiente sendero desde la punta de un seno hasta el ombligo.
Sin dejar de acariciarme, recorrió la suave curva de mi cadera y se detuvo en el valle de mi vientre. Noté que mi corazón se desbocaba cuando su mano se deslizó entre mis piernas. Mis músculos se contrajeron un instante en actitud defensiva al notar cómo se abría paso en mi interior… Pero, poco a poco, me abandoné a la destreza de sus dedos hundiéndose con absoluta delicadeza, una y otra vez, dentro de mí.
Al estar privada de la vista, parecía que el resto de los sentidos se hubieran agudizado para un fin común: el placer.
Mi experiencia en esa materia se limitaba a un único, torpe y doloroso encuentro con Román, en el que no había sentido nada de aquel delicioso placer que Patrick despertaba en mí con apenas rozarme.
A pesar de la poderosa y extraña atracción que había sentido por él desde el principio, había esperado una actitud menos experta, más propia de alguien solitario, atormentado y acostumbrado a esconderse entre las sombras. Pero Patrick Groen demostraba ser un amante dulce, paciente y apasionado.
Un suave gemido escapó de mis labios cuando se detuvo.
De pronto recordé un aspecto práctico y susurré jadeante:
—En la repisa de la chimenea, el paquete de Chesterfield…
—¿Quieres fumar? ¿Ahora?
—Detrás del plástico de la cajetilla… —Tuve que hacer un esfuerzo para no reír—. Hay un…
—¿Estás segura, Luisa? —preguntó Patrick comprendiendo al instante de qué le hablaba.
El leve sonido del envoltorio al rasgarse me produjo un excitante temblor.
Permanecí tendida, inmóvil e impaciente, antes de sentir de nuevo el peso de su cuerpo sobre el mío y los rápidos latidos de su corazón contra mi pecho.
Abrí las piernas para recibirlo y me mordí el labio cuando su ardiente presión me atravesó con una aguda, pero leve, punzada de dolor. Luego comenzó a moverse, muy despacio al principio, hasta que aquella quemazón se transformó en un delirante placer.
No acababa de creerme que hubiera llegado tan lejos con alguien a quien apenas conocía y a quien ni siquiera le había visto la cara… Pero tenía la impresión de que todo había ocurrido sin que pudiera evitarlo.
Me sentía subyugada al poder de su atracción.
Extasiada, pensaba en ello mientras nos movíamos al unísono con las piernas entrelazadas, elevándonos a alturas vertiginosas, buscando juntos la cima del placer.
Un grito escapó de mis labios cuando nos sorprendió una oleada de éxtasis que parecía no tener fin.
Después, muy despacio, arqueé la espalda mientras regresaba de nuevo al mundo real, agotada, temblorosa y terriblemente satisfecha.
Cuando abrí los ojos, las llamas se habían transformado en ascuas. Había dejado de llover y las primeras luces del alba se colaban por la ventana iluminando la cabaña débilmente.
La venda había caído y ya no tenía las manos atadas.
Me di la vuelta, inquieta, y vi que estaba sola.
De un salto, me levanté para vestirme a toda prisa. Mis ropas estaban secas aunque algo maltrechas: tenía los bajos rotos y manchas de barro por todo el uniforme.
El recuerdo de lo que había sucedido horas antes en aquella cabaña me provocó una deliciosa réplica de placer. Supuse que Patrick me esperaba fuera. Antes de salir, me alisé la falda y ordené como pude los mechones sueltos de mi pelo.
Un mal presentimiento me invadió cuando, al abrir la puerta, vi que Vince no estaba bajo el alero.
Lágrimas de frustración anegaron mis párpados al darme cuenta de que amo y corcel habían desaparecido antes de que yo despertara.
Cuando me disponía a subir la escarpada pendiente en dirección a Silence Hill, una voz familiar a mis espaldas me sorprendió con su inconfundible acento escocés:
—Feliz cumpleaños, Lou.