Confesiones

La oferta de Patrick Groen me dejó sin palabras un buen rato. Acababa de ofrecerme dinero a cambio de que abandonara su hotel. ¿Tanto le había ofendido mi comentario que estaba dispuesto a pagarme con tal de perderme de vista?

Un relámpago centelleó al otro lado de la ventana iluminando la estancia de forma lúgubre. Me volví buscando a Groen entre las sombras, pero apenas tuve tiempo de distinguir su negra silueta. El destello luminoso expiró justo antes de que un trueno rompiera la monotonía de la lluvia en los cristales y Patrick me ordenara con voz ronca:

—Por favor, no te des la vuelta.

Fijé la vista en el fuego. El viento helado se colaba por las rendijas y hacía bailar las llamas a su antojo. Temí que alguna corriente de aire las apagara y nos sumiera de nuevo en la oscuridad. La batería de mi móvil se había agotado, así que tampoco disponía de su función de linterna.

Afuera, el cielo seguía descargando con furia.

Suspiré resignada; podían pasar horas antes de que la tormenta amainara y pudiéramos salir de aquel refugio.

Había deseado ese encuentro desde nuestra conversación en el Starbath. Sin embargo, la situación distaba mucho de como la había imaginado. La lluvia de estrellas se había transformado en una tormenta torrencial. Y el misterioso Groen, en una sombra funesta que me invitaba a marcharme de la isla.

—Si me fuera por mi propia voluntad —dije finalmente animada por el alcohol— tendría que pagar cuatro meses por adelantado… Pero tú estás dispuesto a despedirme de forma más que generosa para que desaparezca de Silence Hill. ¿Por qué?

—Porque no encajas en este lugar.

Aquella respuesta me desconcertó casi tanto como su oferta. Deduje que se refería a mi falta de docilidad. En una isla de amos y siervos, yo era una empleada incómoda, una doncella rebelde que se saltaba las reglas. Alguien que profanaba la intimidad de su jefe y se tomaba la libertad no sólo de faltarle al respeto con duras acusaciones, sino de calumniar a su difunto padre.

—Te pido disculpas si te he ofendido. No he debido decir que… —Frené mis palabras justo antes de mencionar de nuevo a su padre—. Estaba asustada…

—¿Y ya no lo estás?

—No tanto como este pobre ciervo al que le han dado caza.

Levanté la botella de licor antes de echar otro trago.

—Puedes estar tranquila. Nadie va a cazarte esta noche. El fantasma de Silence Hill te protege.

—¿Y quién me protege de él?

Su tos convulsiva ahogó una respuesta y me incitó a buscarle de nuevo entre las sombras.

—No te des la vuelta —insistió.

—Tu ropa también está mojada. A menos que los fantasmas sean inmunes al resfriado, deberías quitártela y acercarte al fuego —me atreví a sugerirle lanzando hacia atrás la otra manta sin volverme.

Tardó unos segundos en contestar:

—Te juro que no te entiendo, Luisa. —Tosió de nuevo—. Hace un momento me has acusado de haberlo planeado todo para propasarme contigo… ¿Y ahora me pides que me desnude?

—Sólo quiero evitar que el señor de Silence Hill muera de una pulmonía. No quiero cargar con esa culpa en mi conciencia. Eso es todo.

Después de varios segundos, tomó la manta y permaneció en su rincón oscuro.

La proximidad del hogar, el calor de la manta y el licor alemán empezaron a templar mi alma. Noté cómo mis mejillas se encendían.

—Deberías acercarte y echar un trago.

—No puedo mantener la máscara tan cerca del fuego.

Pensé que tal vez era de algún material sensible al calor.

—Lo entiendo. Puedes quitártela —respondí—. Estoy preparada para ver tu rostro, por horrible que sea.

Su tos sonó esta vez como un divertido carraspeo.

—Si lo hiciera, debería pedirte algo… y sé que no confías en mí.

—Entonces no me lo pidas… ordénamelo —le reté—. Al fin y al cabo eres el amo de Silence Hill.

—Acabo de ofrecerte que te vayas —repuso con voz suave—. Ya no estoy en condiciones de dar órdenes.

Me pareció oír el temblor de sus dientes en la oscuridad.

—Quieres que cierre los ojos para que puedas acercarte al fuego. Es eso, ¿verdad?

—Pedirle algo así a una gata curiosa sería ignorar su naturaleza; pero estaría más tranquilo si me permitieras vendarte los ojos.

Dudé antes de preguntarle:

—¿Y qué te hace pensar que la gata no se quitará el cascabel?

—Nada… pero no tengo más remedio que confiar en ella.

Aquella respuesta me animó a asentir en silencio.

Mientras me esforzaba en recuperar el ritmo pausado de mi respiración, sentí la suya en mi nuca. Temblé al notar la caricia de un pañuelo en mis ojos y cómo lo anudaba con delicadeza hasta fundir mi mundo en negro.

Me sobresalté al percibir que se sentaba a mi lado y tomaba la botella de mi mano.

Pasaron varios segundos sin que ninguno de los dos pronunciara palabra. Yo notaba las mejillas enrojecidas por el calor de las llamas y el aguardiente, pero sobre todo por las sensaciones que su proximidad me provocaba.

Alargué la mano para pedirle otro trago.

—«Maestro de cazadores» —dijo pasándome la botella—. Es la traducción de Jägermeister. Este licor tiene más de treinta grados… Si no quieres caer en su trampa, será mejor que lo bebas a sorbitos. De lo contrario, mañana no podrás levantarte de la cama.

—Y entonces no podré tomar el primer barco ni desaparecer de tu vida… —murmuré—. Dime una cosa, ¿por qué me elegiste? Si de verdad crees que no encajo aquí, está claro que te equivocaste al contratarme…

Recordé cuando le había descubierto visionando la grabación de mi entrevista de forma obsesiva.

—Me impresionó cómo hablabas de tu padre y tu resolución a sacrificarte por él. Yo siempre he odiado al mío…

Sin el filtro de la máscara, su voz sonaba más real y cercana.

—Y aun así, tu sacrificio por él fue mucho mayor que el que hice yo. Juraste cumplir su última voluntad: dirigir Silence Hill y renunciar a tu carrera como director de cine. Algo así sólo se hace por amor…

—¿Cómo sabes tú eso? —preguntó con asombro—. Te lo explicó el cochero, ¿verdad? Va contando calumnias sobre mí, como que quise ser actor pero fui rechazado…

Pensé que, para ser alguien que se escondía en las sombras, estaba muy bien informado.

—La promesa a tu padre, ¿también es mentira? —pregunté sin delatar a Jim.

—Le hice ese juramento, pero no tuvo nada que ver con el amor.

—Entonces ¿por qué lo hiciste?

—Para que se fuera tranquilo al infierno…

Había tanto odio en sus palabras que no pude evitar estremecerme. Me sobresalté al sentir el suave roce de sus dedos retirando unos mechones mojados de mi pelo.

—Después del accidente, tampoco podía volver a mi antigua vida en Londres —continuó con voz ronca—, así que Sark se convirtió en un lugar perfecto para esconderme.

—¿Y tu carrera?

—Si me matriculé en artes escénicas fue por despecho hacia mi padre. Él deseaba que estudiara algo más práctico para sus negocios… Pero lo de actuar es sólo una invención del novelista.

—No lo entiendo… ¿Por qué inventa esas cosas sobre ti?

Suspiró antes de contestar:

—Jim es un manipulador y un arribista. En Escocia no tenía dónde caerse muerto. Trabajaba en el puerto de Edimburgo, descargando barcos, con gente de mala calaña… Pero es listo y tiene dotes para el engaño. Así que llegó a Sark con el propósito de sacar partido de su gente sencilla. De momento ya ha conseguido trabar amistad con el seigneur, que le paguen un sueldo y le presten un lugar donde vivir.

—Pero si vive en una modesta casita de pescadores.

—No te dejes engañar. Los precios de Sark son tan prohibitivos como los de Londres. La mayoría de las viviendas en alquiler no bajan de las mil libras mensuales —me explicó—. Y ahora quiere llevarse lo mejor de la isla, que eres tú…

Su última frase me produjo un escalofrío.

Aquella versión sobre Jim, y sus intenciones en la isla, encajaba con la descripción que él mismo me había hecho de la gente de Sark nada más llegar. «Gente sencilla, corta de miras», había dicho.

—Si no lo soportas, ¿por qué le diste trabajo como cochero?

—No fui yo quien lo hizo, sino mi padre… Si le mantengo en el puesto es sólo porque Jim le caía bien y firmó con él un contrato por tres años.

Me pareció muy noble que, a pesar de detestar a su padre, respetara hasta tal punto su voluntad. Aunque yo adoraba al mío, había llegado a Sark en contra de la suya.

—Mi padre no quería que aceptara este empleo… Cedió porque pensaba que no tardaría ni un mes en volver a casa. No creía que fuera lo bastante fuerte para resistir estas condiciones… —Tomé aire antes de seguir abriéndole mi corazón al señor de Silence Hill—. Cuando murió mi madre, necesité ayuda psicológica para superarlo… Y mi padre me ha sobreprotegido desde entonces.

—Perder a un ser tan querido en un accidente es muy trágico. Y tú eras aún muy joven.

Aunque me sorprendió que conociera esos detalles de mi vida, pensé que era muy lógico que, antes de contratar a alguien durante todo un año a tiempo completo, se tomara la molestia de investigar su pasado.

También me asombró el grado de intimidad que había adquirido nuestra conversación junto al fuego. Había entrado aterrada en aquella cabaña y ahora me sentía segura y confiada, con ganas de explicarle confidencias que nadie más sabía…

—Estoy aquí por mi padre —continué—. Su tratamiento es muy costoso. Pero también por mí… Necesito demostrarme que no soy la chica débil que él cree y que puedo encajar en cualquier lugar, por duras que sean las condiciones.

Me negué a reconocer que otra fuerza poderosa —no me atrevía a ponerle explicación y, mucho menos, rostro— me anclaba también a aquella isla.

—¿Qué estás tratando de decirme?

—Que rechazo tu oferta, Patrick Groen. Lo siento, pero no pienso irme de Silence Hill hasta que cumpla el tiempo del contrato.