La cita

El viento se afanaba en ocultar el cielo con una densa cortina de nubes negras, como emocionante preludio a la actuación de Las Leónidas, la famosa lluvia de estrellas que tenía lugar cada otoño por esas fechas.

A medianoche, mientras esperaba al señor de Silence Hill, recé para que el mal tiempo no aguase la función o, peor todavía, suspendiera el espectáculo sin correr su oscuro telón.

Consciente de que aquella cita era el acontecimiento más emocionante que viviría en Sark, había ocultado que aquel día era mi cumpleaños. Temía que Gaspard o Rahul organizaran una fiesta sorpresa que pudiera alterar mis planes.

Aun así, no había tenido noticias de Patrick desde la noche del Starbath. Sólo sabía que se encontraba en el hotel y que habíamos quedado «más allá de los muros de Silence Hill» la medianoche del 16 de noviembre. Por eso le esperaba junto a la verja de hierro de la entrada; era imposible atravesar sus confines sin cruzarla.

Si estaba segura de que había regresado de Londres era precisamente porque le había visto. Había ocurrido dos noches atrás, en el mismo instante en que Jim llamó a mi puerta para entregarme un paquete de la librera. El cochero me había pillado encaramada a la cama, observando, a través de la claraboya, cómo Patrick escrutaba el firmamento desde su ventana con un telescopio.

Aquel día apenas había cruzado un par de frases con el escocés. Se limitó a darme un libro de parte de Elisabeth y se marchó con el semblante contraído. Él conocía la única vista de mi habitación, así que supuse que, tras el episodio de las fichas, mi curiosidad —aunque esta vez fuera por el amo— había vuelto a decepcionarle.

Tal vez había pecado de fisgona, pero ¿qué otra cosa podía hacer en aquel lugar para no morir de aburrimiento? Aquella noche, además, tendría la oportunidad de conocer mejor a Groen. «Podrás preguntarme todo lo que quieras», me había asegurado él mismo.

Aunque para eso tenía que acudir primero a la cita.

La posibilidad de que no lo hiciera me recordó la advertencia de Ingrid: «Huye de él ahora que todavía estás a tiempo».

Pero lo cierto era que ya no lo estaba.

Una fuerza extraña me empujaba poderosamente hacia él, como el vértigo al abismo, y nada podía evitar que me acercara a su precipicio.

El hastío también había contribuido a desear aquel encuentro. Desde la excitante noche de Halloween, dos semanas atrás, los días habían sido una secuencia repetitiva de tareas. Ni siquiera mi día libre había logrado alterar un poco la tediosa rutina. Las fuertes lluvias, y el hecho de que Jim se mostrara frío y esquivo desde la fiesta, me habían enclaustrado en mi habitación los dos últimos martes.

Para colmo, Ingrid no me quitaba el ojo de encima. Mi comentario sobre la voz de Patrick había desatado sus sospechas. Temía que el hijo del amo reprodujera conmigo los mismos juegos que el padre había empleado con ella. Aunque le había asegurado que conocía ese detalle por Gaspard, que había hablado con nuestro jefe en una ocasión por teléfono, ella dudaba de mí.

En cualquier caso, yo tampoco me acababa de creer su versión del acantilado y que hubiera visto su rostro… De ser así, ¿por qué había mentido sobre su voz?

Un viento helado me devolvió al presente.

Hacía más de media hora que esperaba. Se aproximaba tormenta y la lógica imponía que regresara a mi habitación, pero cuando mis pasos se disponían a cumplir esa sencilla orden, la verja se cerró ante mí sin que tuviera tiempo de cruzarla. Intenté abrirla, pero había quedado sellada. Supuse que algún dispositivo de seguridad la cerraba a esas horas de manera automática. Lo más probable era que incluso la controlara Gaspard o Rahul… Aquello explicaba que la noche de Halloween la hubiéramos cruzado sin problemas.

Alcé la vista hacia el alto muro y abandoné la idea de saltarlo. Era muy complicado treparlo sin que la falda del uniforme se enredara en las afiladas puntas de la alambrada. Me odié por no haberlo sustituido por unos cómodos vaqueros. Si había decidido conservarlo había sido precisamente por no incumplir la regla que obligaba a llevarlo todos los días —noches incluidas— de servicio. El propio Patrick me lo había recordado en nuestro primer encuentro. Y aunque posteriormente se había desentendido de las normas, ¿cómo podía confiar en alguien que faltaba a su palabra?

Una mezcla de rabia y desesperación se apoderó de mí.

¿Qué hacer?

No podía llamar a la puerta sin esperar la represalia de la señora Roberts… O incluso del propio Groen. A esas alturas ya no sabía qué esperar de él ni de sus extraños juegos. ¿Y si había hecho todo eso para pillarme de nuevo en una falta?

Tampoco podía ir al pueblo. Temía que alguien me viera y se lo contara al ama de llaves. Así que sólo tenía una opción: pasar la noche con Jim y regresar a primera hora, cuando abrieran la verja.

Si bordeaba el mar hacia el nordeste, había un atajo hasta su casa. El único inconveniente era la oscuridad. Las nubes habían tapado la luna y temía perderme por el angosto sendero que conducía a aquel acantilado.

A pesar de todo, me propuse intentarlo. Esta vez había cogido el móvil para alumbrarme con la función de linterna. Sólo tenía que alejarme varios metros de allí para encenderla sin llamar la atención.

Llevaba las bailarinas del uniforme, un calzado nada adecuado para recorrer a oscuras los caminos de barro y maleza.

A mis pies, el mar chocaba furioso contra las rocas y retrocedía sobre una alfombra de espuma plateada. Caminé durante más de media hora sin perderlo de vista.

Las ráfagas de aire eran cada vez más fuertes cuando comenzó a lloviznar, mientras yo dudaba de que avanzara en la dirección correcta.

Obstinada, subí a lo alto de una colina donde confluían un par de caminos, cada uno en dirección opuesta. Un viento frío me ayudó a deducir que provenía del norte y seguí su dirección bajo una intensa cortina de lluvia.

El agua no tardó en calarme hasta los huesos. Tenía los pies helados y me castañeteaban los dientes.

Al cabo de un rato, reconocí el sendero de grava que conducía a la casa del acantilado y me dirigí emocionada hacia ella.

Una lucecita brillaba a lo lejos.

De pronto, un ruido de cascos lejanos me instó a darme la vuelta. La silueta de un hombre a lomos de un caballo se recortaba contra las negras nubes del horizonte. Sentí una sacudida de pánico al ver que se acercaba al galope.

El viento sacudía la capa delatora del jinete como si fueran alas.

A pocos trotes de darme alcance, reconocí al magnífico corcel y a la persona que lo montaba.

Era Patrick a lomos de Vince.

Una capucha le tapaba la cabeza y parte del rostro, pero pude distinguir su máscara. Era oscura e inexpresiva, como las caretas del teatro griego.

Su mandato tronó en mitad del viento:

—¡Sube!

Me indignó que me lo ordenara, como si no tuviera más opción que cumplir su deseo.

Su mano enguantada permaneció extendida durante unos segundos.

—No, gracias —respondí acelerando el paso.

A pesar de nuestra cita, mi larga espera y el camino tortuoso bajo la lluvia me hacían recelar de su compañía. El hecho de que hubiera dado conmigo, además, justo cuando alcanzaba mi destino, me hacía pensar que me había seguido de cerca sobre su cómoda montura. ¿Y si Ingrid tenía razón y Patrick no era más que un cretino que atormentaba a las doncellas como hacía su padre?

—Luisa, no seas cría… —Volvió a extender su mano.

Un trueno sucedió a un relámpago poco antes de que se derramara sobre nosotros un auténtico diluvio.

En aquel momento, un rayo aterrizó sobre la copa de un roble a escasos metros. Vince retrocedió asustado y elevó las patas delanteras. Cuando logró apaciguarlo, el jinete soltó las riendas, inclinó el cuerpo hacia un lado y me alzó en el aire para colocarme en la silla.

Después, espoleó al animal y lo puso al galope.

Antes de que pudiera abrir la boca, me vi impulsada contra su robusto torso mientras me rodeaba con un brazo.

Azotada por el viento y la lluvia, me rendí al cobijo de su pecho y acepté que me cubriera con su propia capa, mientras nos dirigíamos al refugio más cercano: la casa de Jim.

Protesté airadamente cuando la pasamos de largo. Mientras nos alejábamos, pude ver una luz encendida en el último piso y al cochero leyendo en su sillón. Le hice un gesto desesperado con la mano. Quería que si algo malo me ocurría aquella noche, alguien supiera quién había sido el verdugo. Pero Jim no levantó la vista de su libro.

Patrick guió al caballo fuera del camino y nos adentramos por un sendero estrecho y empinado que descendía hasta la playa. Me sorprendió su habilidad para conducirlo con firmeza en la oscuridad por aquel terreno irregular. Las ramas de los árboles restallaban nuestras ropas, decididas a complicarnos el paso.

Aterrada, me abracé a Patrick cuando Vince resbaló con unas rocas sueltas y estuvimos a punto de perder el equilibrio.

Respiré aliviada cuando sus patas pisaron la arena y vi una cabaña a pocos metros. El jinete desmontó frente a la puerta y condujo a Vince bajo el alero. Después la abrió de un empujón y me llevó en brazos hasta el interior.

Yo temblaba sin control cuando me dejó en el suelo y buscó algo a tientas. Segundos después, la luz de una cerilla iluminó levemente una chimenea. Mientras él trataba de encender el fuego, mis rodillas cedieron y me senté en el suelo. Tenía las mejillas y las manos entumecidas por el frío, el peinado descompuesto en mechones que goteaban y la nariz y los pies helados.

Cuando las primeras llamas devoraron la oscuridad, vi que se trataba de una cabaña austera. Hasta donde iluminaba el hogar pude distinguir un colchón raído y una mesa junto a un banco de madera. No había objetos que delatasen que alguien la habitara, pero tampoco goteras o indicios de que estuviera abandonada.

—Es un refugio de pescadores —me explicó Patrick—. Hay poca leña, espero que sea suficiente para calentarnos…

Asentí, incapaz de articular palabra.

Me acurruqué entre mis ropas mojadas mientras él se perdía en la oscuridad de un rincón. Un segundo después acercó un par de mantas y colocó el colchón junto a la chimenea.

—Será mejor que te quites el vestido si no quieres pillar una pulmonía.

Un fuerte estremecimiento me impidió hablar con vehemencia.

—No pienso hacerlo…

—Sólo trato de ayudarte. —Su voz se dulcificó.

La luz de la chimenea apenas alcanzaba su figura negra, estratégicamente oculta en un rincón.

—Si eso fue… fuese cierto me habrías llevado a Silence Hill o habríamos parado en casa de Jim.

—Era peligroso regresar al hotel con esta tormenta… En cuanto al cochero, ya te dije que no me fío de él.

—Ni yo de ti —murmuré—. Te he esperado más de una hora como habíamos quedado. Teníamos una cita, ¿recuerdas? Las Leónidas, fuera de los muros de Silence Hill…

Un silencio inundó unos segundos la cabaña.

—¿Con esta tormenta? Luisa… Las estrellas no se ven con el cielo tapado —respondió con suavidad—. Así que, ¿me esperabas igualmente? No creí que fueses tan…

—¿Estúpida?

—Diligente. Teníamos una cita y tú has acudido a pesar del mal tiempo. El estúpido soy yo. Y te pido disculpas. Cuando te he visto parada junto a la verja, y luego cómo te alejabas hacia el acantilado… he pensado que podías correr peligro —dijo con voz ronca—. Ahora el único peligro que corres es el de pillar una pulmonía. Acércate al fuego y quítate la ropa mojada.

—¡No te creo! —reaccioné—. Si me has visto junto a la verja, ¿por qué has permitido que la cerraran? ¿Cómo es que no me has alcanzado antes? ¡He estado una hora caminando, desorientada, bajo la lluvia! —exploté.

—Te he perdido el rastro.

La rabia había conseguido calentar mi ánimo y que mi voz dejara de temblar:

—Deja de jugar conmigo y de creer que soy una estúpida.

—Pues deja de comportarte como si lo fueras y quítate esas ropas mojadas —repuso con voz cansada.

Una parte de mí me instaba a ser razonable; era insensato conservar aquellas prendas empapadas. La otra, en cambio, me recordaba la historia de Ingrid y los oscuros juegos a los que la había sometido su padre. El viejo Groen se había prendado de ella siendo una niña e, imaginándola virgen, había planeado hacer uso del Droit du seigneur tan pronto cumpliera la mayoría de edad.

Aquel pensamiento me llevó a otro: mi fecha de nacimiento figuraba en la documentación del contrato.

—Tú sabías que hoy cumplo dieciocho, ¿verdad? Por eso propusiste este día… La lluvia de estrellas era sólo la excusa. —Temblé de la cabeza a los pies antes de continuar—: Tu plan me parece asqueroso, pero hay algo que debes saber: no soy virgen. Siento decepcionarte, pero así es.

—No entendiendo de qué modo podría decepcionarme algo así… Y aunque no veo nada asqueroso en ello, te juro que no tengo por costumbre felicitar de esa forma a mis empleados. —Su cinismo me exasperó—. Aunque no entiendo qué estás tratando de insinuar…

—¡Que eres como tu padre! Él abusaba de las doncellas y tú te comportas igual.

Durante unos segundos, los troncos crepitaron en el silencio más absoluto.

—Voy a salir para que puedas poner tu ropa a secar y cubrirte con la manta. —Había un matiz de tristeza en su voz.

Cuando la puerta se cerró, me sentí confusa.

La rabia, el miedo y el cansancio habían hecho que soltara todos mis demonios contra Patrick Groen. Después de una hora caminando bajo la lluvia, desorientada y a oscuras, había llegado a temer por mi vida. Su forma de rescatarme, obligándome a subir a su caballo, tampoco había ayudado a que me sintiera más segura. Pero ¿y si decía la verdad y su intención era simplemente protegerme?

Para alguien de ciudad como yo, el riesgo de despeñarme por algún acantilado en noche cerrada y con aquella tormenta era un peligro real.

Me estremecí al pensarlo y, por primera vez, agradecí estar bajo cobijo. Aunque tuviera que compartirlo con la figura siniestra de Groen.

Pese a todo, decidí confiar en él.

El vestido estaba tan mojado que me costó despegarlo de mi cuerpo. Me desprendí también de las medias y de la ropa interior húmeda, y lo coloqué todo muy cerca del hogar.

La aspereza de la lana en contacto con mi piel desnuda me produjo un escalofrío.

Mientras me calentaba, observé algunos objetos que había sobre la repisa de la chimenea: una caja de cerillas, una guía en alemán de las islas del Canal y un paquete de Chesterfield.

Había un sobrecito plateado entre la cajetilla de cartón y el envoltorio de celofán de los cigarrillos. Supuse que era un preservativo y que alguna pareja de turistas le había dado a aquel refugio un uso muy distinto al de los pescadores que faenaban por la zona.

En un esquina descubrí una botella de licor, Jägermeister, con una curiosa etiqueta, en la que aparecía la cabeza de un ciervo de mirada asustada con una cruz entre su cornamenta.

Abrí la botella y eché un trago largo.

Sentí cómo el alcohol ardía en mi garganta y me obligaba a toser. Una bola de fuego me calentó por dentro y dejó en mi boca un regusto amargo a jengibre, canela, hierbas y naranja.

—¿Mejor así?

La pregunta de Patrick me produjo un sobresalto.

Asentí algo más confiada.

Tras varios minutos de silencio, su voz ronca emergió de nuevo desde un ángulo oscuro de la sala:

—Para demostrarte que no soy como mi padre, te ofrezco el sueldo íntegro de lo que ibas a ganar durante todo el año en Silence Hill.

—¿A cambio de qué? —susurré sin atreverme a volverme.

—De que te vayas con el primer barco de la mañana y te olvides de todo lo que has vivido aquí.