De camino al cobertizo choqué con Ingrid, que salía de la fiesta hecha un mar de lágrimas. Me impresionó ver sus mejillas anegadas en un charco de rímel y su melena encrespada como un almiar.
—¿Qué ha pasado?
Le bastó un movimiento de hombros para sacudirse de mi abrazo y salir corriendo.
La seguí hasta la parte trasera del cobertizo y me senté a su lado, en un banco de piedra del jardín. Respiraba de forma entrecortada y sorbía por la nariz. Durante un rato acompañé su llanto en silencio. Sollozaba tan desconsolada que no supe qué decir o hacer para calmarla. En aquel traje ajustado, sin bolsillos, tampoco tenía un pañuelo para ofrecerle…
En un acto instintivo, arranqué una hoja grande de una planta y se la ofrecí. Ingrid me miró alucinada.
Me encogí de hombros, consciente de la estupidez que acababa de hacer, y ambas nos fundimos en una carcajada. Ella rió y lloró un poco más antes de callarse. Luego respiró profundamente y se secó las lágrimas con la manga.
Cuando por fin habló, su voz sonó extrañamente serena.
—¿Qué ha pasado con tu maquillaje?
Recordé los restos de pintura en la cara de Jim e imaginé el desastre en la mía. Sonreí como toda respuesta y ella no insistió, pero bajó la mirada abatida antes de contarme:
—Un chico de La Petite Maison ha intentado forzarme.
A pesar de su aparente calma, un fuerte aliento a ponche delató su estado de embriaguez. Tenía el vestido arrugado y la cremallera del lateral rota.
—Creí que estabas con Gaspard.
—Eso fue hace un rato, antes de que me liara con Peter y después con John.
Entendí que eran chicos del hotel vecino y que durante la fiesta había pasado de uno a otro sin control.
—Pero después ha venido Jack y… ha pensado que él también podía intentarlo.
—¿Y por qué crees que ha pensado eso?
—Supongo que me ha etiquetado como chica fácil. —Se secó una lágrima antes de que se deslizara por su rostro—. Es lo malo de haber sido la querida del amo… Cuando se cansa de ti, todos se creen con derecho a probar lo que antes cató su señor.
—¿Te refieres a Beaumont? —pregunté extrañada al evocar al octogenario seigneur de Sark.
—¡Claro que no! —exclamó ofendida—. Aunque la persona de la que hablo es tan o más poderosa que él.
—No hay nadie más poderoso en la isla —argumenté recordando las palabras de Jim—. Hasta los hermanos Barclay lo saben.
—Ellos desconocen que siempre hubo alguien en la sombra, uno de los terratenientes más influyentes del Chief Pleas, un estratega, déspota y ambicioso que asesoraba al seigneur y movía a su antojo los hilos de cualquier persona de esta isla.
Supe a quién se refería antes incluso de que lo afirmara.
—El señor de Silence Hill.
Sentí cómo la piel de todo mi cuerpo se erizaba.
—No puede ser…
En aquel momento acudieron a mi mente las palabras que el propio Groen había mencionado en nuestra conversación a distancia. Había dicho que Silence Hill y sus normas le traían sin cuidado. ¿Significaba aquello que su ambición iba mucho más allá que el hotel que regentaba?
—El hotel es sólo la punta de su imperio —me explicó Ingrid—. Muchas tierras de la isla, la mayoría transformadas en prósperos viñedos, llevan el sello de Groen… Por no hablar de sus negocios en Londres…
—Apenas llevo un mes aquí, pero tengo claro que no es alguien muy apreciado. La gente no quiere ni hablar de él. Está claro que le tienen miedo…
—Jamás hubo nadie en esta isla con menos escrúpulos, que tratara tan mal a la gente, especialmente a las mujeres. Hace más de un año que murió, y su nombre todavía produce escalofríos. Era una mala persona, y un misógino.
Aquellas últimas palabras me causaron un gran alivio.
—Creí que hablabas de Patrick —reconocí.
Me miró con extrañeza antes de contestar:
—En los cinco años que llevo en Sark, sólo he visto al hijo de Satán en un par de ocasiones… Pero te aseguro que no tengo ningún interés en que vuelva a ocurrir. Patrick dirige el hotel igual que su padre. —Hablaba con tanto odio que no pude evitar estremecerme—. Además, nada bueno puede engendrar la semilla de un monstruo.
Quise saber los detalles de aquellos dos encuentros, pero había otra pregunta que se imponía antes de eso.
—¿Qué cosas tan terribles hacía el padre?
—¿Has oído hablar del Droit du seigneur? —Negué con la cabeza—. En términos feudales es el derecho del amo a abusar de sus doncellas, sobre todo de las vírgenes.
—Pero eso es asqueroso… ¿Hizo eso contigo el viejo Groen? ¿Te forzó a tener relaciones?
—Por suerte ya era un anciano cuando le conocí. —Su mirada triste se posó en el suelo durante unos segundos—. Pero hice cosas de las que no me siento orgullosa. Ya te he dicho que odiaba a las mujeres. Lo suyo era un juego de dominación, como las humillantes normas de su hotel. Disfrutaba dando órdenes que rozaban lo inmoral, sometiendo a sus doncellas. Nunca le hizo falta forzarme… Yo siempre obedecía.
Se hizo un silencio incómodo.
Por su rostro tenso deduje que a su mente habían regresado recuerdos que la atormentaban.
—Cuando llegué a Silence Hill apenas era una niña —continuó—. Al principio me trataba muy bien. Acababa de cumplir los dieciséis. Aunque era muy estricto con el resto del servicio, a mí me colmaba de atenciones. No quería que hiciera trabajos duros y me instruía personalmente con clases particulares de francés, aritmética, geografía… Incluso de música. Era un hombre muy culto y cantaba muy bien. Adoraba los clásicos de la cultura francesa.
Una pieza de jazz acudió a mi mente.
—El otro día cantabas algo en ese idioma sobre un jardín de invierno…
—¿En serio? —Me miró extrañada—. Jardín d’hiver era su canción favorita. Solía escucharla en un viejo tocadiscos. Curiosamente, canturreo esa melodía de forma inconsciente cuando estoy contenta. Supongo que la relaciono con mis momentos felices en Silence Hill…
—¿Cuándo cambió todo?
—Cuando cumplí los dieciocho. Entonces me confesó su plan: él esperaba a mi mayoría de edad para adoctrinarme en otras artes. Imaginaba que era virgen y cuando le dije que tenía una hija, se enfureció. Lo vivió como una traición y empezó a tratarme como al resto de doncellas, con desprecio. A veces, incluso, con sadismo.
—¿Y por qué no te fuiste?
—Me amenazó con vetarme en cualquier trabajo al que me presentara.
—¿De la isla?
—¡De Londres!
—Pero eso es imposible… ¿Tan influyente era?
Se encogió de hombros asumiendo que tal vez había pecado de ingenua.
—Acepté quedarme y él cargó con todos los gastos de un prestigioso colegio inglés para mi hija hasta su graduación. Me hizo firmar un contrato que ligaba ese pago con mi empleo de doncella, y me dijo que el futuro de mi hija dependía de mi permanencia en su hotel. —Se limpió varias lágrimas con el dorso de la mano—. Ese día entendí también que mi condena era de por vida… como el del resto de las doncellas de este maldito lugar. Y que algún día acabaría tan amargada y vieja como Margot o la señora Roberts.
Sentí pena por Ingrid y la abracé, pero se escabulló de nuevo como un gato esquivo.
Puede que ella no tuviera la edad ni el mal carácter de la cocinera o el ama de llaves, pero sí la amargura de quien ha vivido una situación traumática.
En aquel momento entendí su intento de divertirse en la fiesta con chicos de su edad. También comprendí su falta de habilidad en ese asunto y me supo mal que hasta el propio Gaspard se hubiera aprovechado de ella.
—Gaspard es un imbécil —solté.
—No digas eso… Es el único chico en la isla que vale un poco la pena.
—Pero si os lleváis a matar.
—Me reta continuamente y es un borde… —Una media sonrisa curvó su cara—. Pero nunca me ha hecho sentir una chica fácil. Ha sido un error liarme con él esta noche…
Mientras regresábamos a Silence Hill, alumbradas por el candil de Ingrid, pensé en su terrible historia. Era una suerte para mí que aquel déspota pervertido ya no estuviera a cargo del hotel y que fuese su hijo quien lo dirigía.
¿Realmente lo era? La curiosidad me animó a preguntarle:
—¿Cómo es Patrick?
—¿Groen? —preguntó extrañada por mi trato familiar.
—Has dicho que lo viste en dos ocasiones.
La pelirroja me enfocó con la lámpara de aceite antes de contestarme.
—La primera vez apenas vi su sombra. A veces me cuesta conciliar el sueño y salgo a pasear por el jardín… Era medianoche cuando lo vi ensillando un caballo, de espaldas, en el establo.
—¿Cómo supiste que era él si estaba de espaldas?
—Siempre lleva una capa larga y negra, con capucha… Todo el mundo en la isla lo sabe, así que me alejé de allí en seguida. La segunda ocasión fue en una noche oscura, sin luna, en las inmediaciones de Sark. Esa vez mis pasos me llevaron hasta el acantilado. Al ver una sombra junto al precipicio, pensé que era alguien que quería saltar y corrí hacia él. No llevaba la capa… Y de algún modo me sentí cercana a esa persona desesperada que veía en la muerte una salida. Quería persuadirla para que no saltara. Pero, cuando estaba a pocos pasos de él…
—¿Qué paso? ¿Viste su cara? —pregunté inquieta, con el corazón en un puño.
A pocos metros de alcanzar Silence Hill, en línea recta, Ingrid apagó el candil. Mientras esperaba su respuesta, la noche devoró el camino ante nuestros ojos. Entendí que lo hacía para que no fuéramos descubiertas. Había una norma al respecto. Salvo el día libre, estaba terminantemente prohibido salir del recinto del hotel.
—Te aseguro que jamás había visto nada igual —continuó en un susurro—. Y no creo que olvide nunca aquel rostro deforme. Aún recuerdo sus palabras…
—¿Qué te dijo?
—«Bonita noche, ¿verdad, Ingrid?» —impostó la voz grave, como si se tratara de un ogro.
—¡Me estás tomando el pelo! —Reí—. Él no tiene esa voz horrible. Su inglés es posh, como el de un pijo londinense.
Repetí la frase con ese acento, cuando Ingrid frenó sus pasos y me miró aterrada.
—¿Cómo sabes tú eso, Louise?