Pasaron cinco días sin que tuviera noticias de Jim. Me hubiera costado muy poco averiguar su teléfono. Me bastaba con llamar a Elisabeth y preguntárselo, pero no lo hice. Estaba dolida. No sólo porque se había burlado de mí con el asunto de la novela, sino también porque cada vez tenía más claro que no era el escritor bohemio que fingía ser. Cualquiera que fuera su misión en la isla, estaba convencida de que no guardaba relación con ningún libro.
Mi instinto me advertía, además, que la librera tampoco era de fiar, y que era la única persona en Sark que conocía sus auténticos planes. Lo que no acababa de comprender era qué diablos pintaba yo en ellos.
En cualquier caso, aquella noche tendría ocasión de preguntárselo. El personal de La Petite Maison había organizado una fiesta de Halloween en el cobertizo del hotel vecino, y todos los empleados del Silence Hill estábamos invitados.
—¿Sabes si Jim vendrá a la fiesta? —le había preguntado esa misma mañana a Gaspard mientras recogíamos los restos del almuerzo en el comedor.
—Sí.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque él ha preguntado lo mismo de ti esta mañana. —Sonrió y me guiñó un ojo divertido—. Ha venido muy temprano para llevar al matrimonio de la habitación catorce al muelle…
Noté un matiz de preocupación en sus palabras. Deduje que era por la baja ocupación del hotel e hice un recuento mental de las personas que había alojadas; me sobraron varios dedos de las manos.
—Como no vengan nuevos huéspedes antes del invierno —continuó—, nuestros únicos clientes serán los fantasmas de madame Morte.
Ambos reímos.
—Y hablando de muertos… ¿Tienes disfraz para esta noche? —Me miró alarmado al ver que negaba con la cabeza—. Veré qué puedo conseguirte…
Al atardecer, mientras esperaba a mis compañeros en la parte trasera del jardín, me sentí inquieta. Por un lado, estaba incómoda con aquel traje elástico de esqueleto que me había prestado Gaspard. Era tan ajustado que no dejaba ninguna curva a la imaginación y hacía que me sintiera casi desnuda. Por otro lado, tenía la extraña intuición de que algo terrible iba a suceder. La propia madame Perrier me lo había advertido un rato antes, mientras le servía el té en el salón: «Esta noche los muertos andan revueltos». Cuando le pregunté el motivo, su respuesta había sido de lo más escalofriante: «Intuyen que alguien se les unirá muy pronto». No me atreví a preguntarle si intuían también al candidato o si la vacante era una misteriosa incógnita.
La luna iluminó dos figuras que se acercaban de forma espectral. Aunque no pude identificarlos bajo sus disfraces, supe que eran Gaspard y Rahul.
Los dos iban vestidos de negro y llevaban capa. Pero mientras uno completaba el disfraz con una máscara blanca y una guadaña, el otro lo hacía con un tridente y un antifaz rojo de diablo.
Yo me había maquillado la cara de blanco con círculos negros alrededor de los ojos y de la boca. Mi melena suelta era lo único que no acababa de encajar con el disfraz, pero había preferido esa pequeña licencia a llevar el tenso moño que, al final del día, acababa produciéndome un terrible dolor de cabeza.
—La muerte y el diablo, bonita pareja. —Sonreí.
—Tú estás muy lograda —dijo Rahul, delatándose bajo su careta blanca—. En la oscuridad de la noche, sólo se te ven dientes y huesos.
—Y menudos huesos… —añadió el diablo con una sonrisa maliciosa ofreciéndome la mano.
La acepté con reparo, pero nada más adentrarnos en la espesura del bosquecito que separaba los dos hoteles agradecí su gesto. En la oscuridad de la noche era imposible guiarse. Andaba a tientas, temerosa de chocar contra un árbol o dar un traspié contra alguna raíz saliente, cuando Rahul buscó mi otra mano y trenzó los dedos con los míos.
Flanqueada por el diablo y la muerte, me dejé llevar campo a través por un sendero inventado. Gaspard me explicó que era un atajo y que no me separara si no quería perderme, pero lo cierto era que no tenía ninguna intención de hacerlo. Me sorprendió la habilidad con la que ellos se guiaban y supuse que estaban más que acostumbrados a las noches cerradas de Sark.
La luna apenas mostraba una fina sonrisa entre las estrellas.
Aunque sólo un kilómetro separaba en el mapa ambos lugares, la poca visibilidad y la dificultad del terreno complicaban el acceso.
De pronto, unas luces brillaron en el horizonte, junto a un cobertizo de madera, y pudimos oír la pegadiza canción que rezumaba de sus ventanales.
—Creí que la luz exterior y la música alta estaban prohibidas en Sark —comenté a pocos pasos de alcanzar nuestro destino.
—No todos en la isla son tan estrictos como en Silence Hill —me explicó Rahul—. Pero, de todos modos, este hotel hace una excepción con sus empleados en la noche de Halloween. La Petite Maison cierra en invierno y ésta es su forma de despedir la temporada.
—¿Y por qué nos invitan, si no somos empleados de ese hotel?
—Tradicionalmente, los huéspedes que no querían marcharse de la isla, durante su cierre, se trasladaban al Silence Hill… Así que también es una fiesta de hermandad entre ambos hoteles. Solían incluso inventarse historias truculentas sobre sus clientes para asustarnos… Pero, desde que tenemos a madame Perrier bajo nuestro techo, saben que lo tienen complicado.
Tras cruzar una verja de madera, nos adentramos en el magnífico jardín que bordeaba la parte trasera del cobertizo. Era una especie de oasis de sauces majestuosos, mesas de picnic y un estanque con patos y flores acuáticas.
En aquel momento, los primeros acordes de Hey Ho, de The Lumineers, arrancó el baile de mis dos acompañantes que, entre risas, me arrastraron hacia la puerta. Contagiada por la alegría de aquella canción y de los dos chicos, logré olvidar los malos augurios con los que había empezado la noche.
Contemplé los farolillos de calabaza y los cráneos que decoraban la entrada, justo antes de que una bruja nos pidiera la contraseña.
—La muerte es sólo el principio —dijeron los dos chicos a coro.
Nada más entrar, nos sorprendió la animación de un grupo de vampiros y zombies que cantaba la canción a gritos, y marcaba el compás de cada Ho y de cada Hey, de inicio de frase, golpeando el suelo con el pie.
Habían apilado todos los trastos en un lado y utilizado muebles viejos para crear dos ambientes: una pista de baile, con una bola de espejos que giraba sobre nuestras cabezas, y una zona con sillas y sofás raídos donde varias parejas se daban el lote.
Me sorprendí a mí misma danzando en el centro y repitiendo el estribillo:
I belong with you
you belong with me
You’re my sweet heart
Cuando la canción acabó, seguí los pasos de Rahul hasta la mesa del ponche. Junto al brebaje había un caldero humeante, velas dentro de calaveras y ataúdes pequeños, a modo de platitos, con cacahuetes y galletitas saladas. Miré hacia arriba y reparé también en los murciélagos y esqueletos de goma que colgaban del techo.
Acepté un vasito y me senté con el hindú a descansar un rato. Junto a nosotros había una ventana con telarañas y una enorme tarántula de cartón.
Una pareja de vampiros se devoraban sin contemplaciones a nuestro lado.
—Es una pena que no hayan invitado a la librera —dijo Rahul, decepcionado—. Esa chica es muy guapa.
Asentí sorprendida. Eran tan distintos que jamás hubiera pensado que pudiera atraerle. La belleza nórdica de ella contrastaba con la elegancia racial de él. Aun así, los dos eran personas muy tranquilas que disfrutaban de las cosas sencillas.
En aquel momento, Rahul me dio un codazo para que me fijara en Gaspard. El diablo había ligado con una bruja sexy de melena roja y se besaban de forma provocativa en el centro de la pista. Antes de darme cuenta de que esa cabellera pertenecía a Ingrid, admiré el tipazo que se adivinaba bajo aquel vestido de corpiño ajustado y escote bajo.
Tardé varios segundos en procesar lo que estaba ocurriendo. No sólo porque me costaba reconocer a mi formal y correcta compañera en el papel de diva alocada, sino, sobre todo, porque había dado por sentado que ella y Gaspard no se tragaban. ¡Ni siquiera había contemplado la posibilidad de que la pelirroja acudiera a la fiesta!
Mi sorpresa se transformó en asombro cuando me volví para comentarlo con Rahul y descubrí en su lugar al asesino de Scream.
Me dispuse a levantarme, cuando él tiró de mi brazo y me sentó en su regazo.
—Pero… ¿Quién te has creído que…?
El chico de la careta blanca se descubrió el rostro antes de que pudiera acabar la frase.
Era Jim.
Durante un rato nos miramos en silencio. Noté cómo mi pulso se aceleraba cuando acercó su boca a mi oído para decirme algo:
—Estás preciosa, Lou.
Por primera vez en la noche, lamenté no llevar un disfraz más favorecedor como el de algunas brujas y vampiras que nos rodeaban. Sonreí con resignación al recordar mi horrible maquillaje.
—No mientas…
—No lo hago.
—¿Seguro?
—Te he observado mientras bailabas… Nunca había visto a nadie mover el esqueleto como tú lo haces.
Agradecí que la pintura blanca ocultara el rubor de mis mejillas.
—Pero yo no me refería sólo a mi aspecto… —Mantuve su mirada antes de lanzarle mi acusación—. Sino a todas tus mentiras.
—Hablemos de esto en un lugar tranquilo.
Tiró de mi brazo hasta la puerta y seguí sus pasos hacia la parte trasera del cobertizo.
Jim se detuvo bajo un gran sauce y apoyó la espalda contra el tronco.
En contraste con el ambiente caldeado del cobertizo, afuera el aire era helado. Me froté los brazos en un gesto instintivo antes de que el escocés me atrajera hacia él y me rodeara con los suyos.
—¿Mejor?
Asentí algo confusa al notar el calor de sus fuertes brazos envolviéndome y el acero de su pecho contra mi cara. Acostumbrada a verle con ropa holgada, no había esperado la firmeza de aquel torso.
La música llegaba atenuada, pero aun así reconocí el tono grave de Nick Cave acompañado por la suave voz de Kylie Minogue en Where the wild roses grow.
Alcé la mirada y me encontré con la suya, brillando sobre una sonrisa. Bajo las estrellas y sin las gafas, me pareció de nuevo una persona distinta, más segura que el chico tímido que me había besado en mi habitación semanas atrás. Me pregunté si el ponche era el responsable.
—Lou… —Acercó su boca a la mía, casi sin tocarla, como si sólo quisiera rozarla con su aliento—. Me muero por tus huesos… Y en eso no miento.
Nuestros labios se unieron en un beso ardiente antes de emitir un gemido como respuesta.
Quería exponerle mis dudas, pero una fuerte atracción me incitaba a seguir besándole y a olvidarme de todas mis sospechas durante unos instantes.
—Mis labios dicen la verdad —susurró en mi oído y acarició el lóbulo de mi oreja entre sus dientes—. ¿Lo sabes?
Asentí al notar la erecta evidencia de sus palabras contra mi abdomen. Turbada por su pasión, me rendí a mi propio deseo de borrar cualquier distancia entre los dos.
En aquel momento, sus grandes manos descendieron desde mi espalda hasta las caderas y se posaron en mis nalgas. Deseé colarme bajo la gruesa tela que lo cubría y acariciar su piel, pero la túnica de su disfraz le llegaba a los pies y era imposible separarme de él. Me sostenía con tanta fuerza que me costaba respirar; sentía mis pechos aplastados contra su corazón batiente. Además, no estaba segura de que mis rodillas resistieran si él me soltaba.
Sin pensar en nada más, deslicé los dedos en su pelo y me agarré a su cabeza mientras un fuego en mi interior amenazaba con consumirme.
—Jim… —Entre gemidos froté la cabeza contra su cuello—. Hay algo que debo decirte…
La cordura se impuso durante un instante. Antes de que ocurriera nada más entre nosotros había algo que debíamos aclarar. ¿No había dicho que el mar puede saborearse con un solo trago? ¿Qué hacía entonces probándolo de nuevo? ¿Y Elisabeth? ¿Habría naufragado su amor con ella? ¿Y la novela? ¿Qué hacía realmente en Sark?
Decidí empezar por el asunto de las fichas…
El escocés me apartó con suavidad y tomó mi mano para que nos sentáramos bajo el sauce.
Sonreí al ver restos de pintura blanca en su rostro y sus labios manchados de negro.
—Dispara —dijo con una sonrisa en los labios—. ¿En qué crees que te he mentido?
—He visto la carpeta que guardas en tu casa. Y todas esas fotos de gente de Sark. También hablé con John, el tabernero del Black Dog, y me explicó un argumento muy distinto al que tú me contaste sobre tu novela. No sé para qué quieres toda esa información, pero está claro que no es para escribir esa historia sobre una musa. —Pronuncié la última palabra con desdén.
Me arrepentí de mis palabras al ver cómo sus labios se tensaban. Me había delatado como una fisgona entrometida que había aprovechado su enfermedad para meter las narices en sus cosas. Sin embargo, la acusación ya estaba lanzada.
—Lo que te conté es verdad. —Su voz sonó dura y cortante como la hoja de un cuchillo—. Estoy escribiendo exactamente la historia que te conté… Pero todas esas fichas no son para ninguna novela.
—Entonces ¿para qué son?
Bajó la mirada a sus puños apretados antes de contestar:
—Trabajo para el seigneur. Pronto quedará vacante una plaza en el Chief Pleas y quiere renovarlo con sangre nueva. Me pidió que investigara a los jóvenes para dar con el mejor candidato.
—¿Por qué tú?
—Porque no soy de la isla y puedo ser imparcial. Además, mi experiencia como periodista me permite investigar y documentarme a conciencia.
—Pero… No lo entiendo. Sark ya no es feudal y los miembros del Parlamento se eligen de forma democrática, mediante elecciones —dije recordando la explicación de Rahul.
—La opinión de Beaumont tiene mucho peso todavía. Su voluntad sigue siendo ley. ¿Conoces la historia de los Barclay?
Negué con la cabeza.
Aunque era obvio que le había molestado mi indiscreción, su voz se suavizó un poco al empezar aquella historia.
—A principios de los noventa llegaron a Sark con el propósito de invertir millones de libras en una isla libre de impuestos y a tan sólo una hora en helicóptero de Londres. Los dos poderosos hermanos tenían grandes proyectos, pero Beaumont los cortó todos amparándose en sus leyes arcaicas.
—Y supongo que los Barclay no se rindieron…
—Le declararon la guerra a Beaumont. Lo primero que hicieron fue adquirir Brecqhou, el pequeño islote que está frente a Sark, y construir allí un ostentoso castillo. Después, invirtieron más de tres millones de libras y casi quince años en luchar contra el régimen feudal, hasta que lograron que se celebraran las primeras elecciones democráticas de la isla.
—Ganaron el pulso —resumí.
—En absoluto. Aunque colocaron a un buen puñado de hombres de su confianza entre los candidatos, apenas consiguieron votos. Llenos de rabia, al día siguiente cerraron todos los negocios que habían logrado abrir en Sark, y dejaron en el paro a más de cien personas. Pero sólo fue una pataleta, porque poco después se vieron obligados a readmitirlos a todos.
Durante unos segundos pensé en aquella historia que, en realidad, no era más que un pulso de poder entre tradición y ambición.
—¿Entiendes lo que trato de decirte? —continuó Jim—. Ni todo el dinero, ni el poder e influencia de esos dos millonarios lograron doblegar la voluntad del seigneur. Puede que formalmente Sark ya no sea una isla feudal, pero la gente sigue rindiendo pleitesía a su señor.
—Y ahora quiere ganarse el favor de las nuevas generaciones introduciendo a gente joven en el Parlamento —reflexioné volviendo a la labor de Jim.
—Sí. Pronto habrá una vacante. Uno de los miembros es anciano y está muy enfermo.
En aquel momento las palabras de madame Perrier sobre una muerte inminente en la isla cobraron sentido.
Aquella versión también resolvía la incógnita de cómo lograba Jim pagar el alquiler y mantenerse en la isla.
—Imagino que trabajar para Beaumont te reportará mejores ganancias que tu empleo como cochero en Silence Hill.
—El seigneur es un hombre generoso. También estoy escribiendo para él unas memorias familiares… Pero el dinero no es lo que más me motiva en este asunto. Su mejor amigo en Londres es propietario de una pequeña y prestigiosa editorial y me ha prometido una recomendación cuando tenga lista la novela.
No supe qué más decir.
—Lo siento…
Pensé que, tras mi disculpa, volveríamos a besarnos… Pero él se limitó a asentir con la cabeza sin decir nada que calmara mi mala conciencia.
Después, se levantó de mi lado y miró su reloj antes de despedirse.
—¿Ya te vas?
—Sí. Esta noche estoy inspirado y quiero aprovechar para avanzar en mi novela.
Aunque estaba claro que ahora sí mentía, esta vez no me atreví a acusarle.