La casa del acantilado

A la mañana siguiente, me escabullí de Silence Hill como una forajida. Lo hice antes de que amaneciera, cuando los clientes dormían y el silencio nocturno reinaba todavía en el hotel. Aunque era martes, no tenía garantías de que pudiera disfrutar de mi día libre. La señora Roberts se guardaba un as en la manga; una sanción por la botella de whisky que había encontrado en mi habitación. No había mencionado el asunto en toda la semana, pero yo no descartaba que lo hiciera ese mismo día, durante el desayuno.

No le daría ese gusto.

A esas horas tenía previsto estar en el Books & Cups, con Elisabeth, para entregarle la prueba de que había cumplido su reto.

Tras cruzar el hall de puntillas, suspiré aliviada y me dirigí al cobertizo a toda prisa. Aquel lugar era una especie de trastero donde se acumulaban muebles viejos en desuso, cajas apiladas con cosas varias, como los adornos de Navidad o las sombrillas de jardín para el verano, y las bicicletas de alquiler para los clientes.

Después de días de lluvia y viento, el camino estaba cubierto por una fina capa de escarcha. Me arrepentí de no haber escogido un calzado más apropiado —mis finas bailarinas resbalaban y se habían empapado—, pero aun así no retrocedí; no podía correr el riesgo de regresar a mi habitación.

La bicicleta de Gaspard estaba apoyada en la entrada; tal y como me había prometido la noche anterior, reluciente y con las ruedas bien hinchadas. Sobre el manillar había dejado un chubasquero amarillo, un gorro y unas botas a juego.

Aunque aquél atuendo, que recordaba al del Capitán Pescanova, me quedaba algo grande, agradecí el detalle del francés. Con aquellas prendas podría pedalear bajo la lluvia sin miedo a pillar una pulmonía.

Al meter las manos en los bolsillos, descubrí una nota.

Querida Cenicienta:

No olvides regresar antes de la medianoche, momento en el que esta reluciente bicicleta se transformará de nuevo en una calabaza del huerto.

Gaspard

Hacía frío y lloviznaba, pero logré entrar en calor pedaleando colina abajo. La brisa agitaba los árboles y despeinaba la hierba del valle envolviéndome con el aroma de la gélida mañana.

En el horizonte, unas nubes plomizas se negaban a levantar el día.

Cuando llegué al Books & Cups, aunque eran más de las siete, parecía noche cerrada. En el local aún colgaba el cartel de cerrado, pero había luz en el piso superior y me animé a llamar.

Segundos después, Elisabeth se asomó a la ventana y me hizo una seña para que subiera.

La planta de arriba era una habitación diáfana, con el mismo aire vintage que el local de abajo. El mobiliario se resumía en una cama de hierro forjado, un armario a juego con una cómoda antigua y un sofá.

Mientras se arreglaba en el baño, me dejé caer sobre el sofá y me tapé con una mantita de mariposas que reproducía el mismo estampado de las cortinas. Las paredes blancas estaban decoradas con acuarelas y óleos de la isla. Reconocí varios de los escenarios: una panorámica de Silence Hill, la balsa de Venus e incluso la casita del acantilado donde vivía Jim. Supuse que los había pintado ella.

—Son muy buenos —dije cuando salió de la ducha.

—Me aficioné a la pintura al poco tiempo de llegar a Sark. Hay pocas cosas que se puedan hacer en esta isla.

—Y, sin embargo, yo no tengo tiempo de hacer ninguna…

—¿Ni siquiera de darte un baño de estrellas? —me preguntó torciendo los labios en una mueca divertida mientras se secaba el pelo con una toalla.

Le di la barrita de incienso y se la llevó a la nariz. Después, la prendió en un quemador que había sobre el alféizar de la ventana.

—¿No te fías?

—No —respondió tajante—. Pero no es nada personal, Lou. Es que no me fío de nadie.

Un hilo de humo blanco ascendió de la vara propagando su característico perfume.

—¿De Jim tampoco?

No contestó. En lugar de eso, aspiró el inconfundible aroma a coco de la aulaga y me explicó:

—Si algún día me voy de esta isla, echaré de menos este olor. Apenas llevo aquí un par de años, pero es como si lo hubiera respirado toda mi vida… Como si de alguna manera, lo llevara en mi memoria.

Su voz profunda y dulce me sumió unos segundos en mis propios pensamientos. Aquel perfume —junto a los verdes acantilados— también era mi primer recuerdo de Sark.

Me pregunté qué habría movido a una chica joven y guapa como Elisabeth a abrir un local de pastelitos y libros en una isla perdida y solitaria como aquélla.

—¿Te gusta vivir aquí? ¿No te sientes sola? —le pregunté de repente.

—En absoluto. La gente de Sark es muy hospitalaria. Todos están muy unidos y se cuidan entre sí. En Londres no conocía ni siquiera a mis vecinos, pero aquí el pueblo entero es mi familia.

Sus palabras me hicieron pensar en Fuenteovejuna, de Lope de Vega, que describe la rebelión de un pueblo del siglo XV unido contra la tiranía del señor feudal.

—Es extraño que nunca se hayan rebelado exigiendo una democracia —reflexioné en voz alta.

—¿Por qué iban a hacerlo? Adoran a Beaumont. El seigneur y los terratenientes siempre han mirado por el bienestar de los isleños. Su democracia consistía precisamente en mantener el régimen que la gente quería… Los miembros del consejo ni siquiera cobraban por ejercer su cargo. Lo hacían gratis, por amor a su pueblo.

—Hasta que llegaron los Barclay y todo empezó a cambiar.

—Sí, pero menos de lo que ellos hubieran deseado… Ya te lo he dicho, la gente ama las tradiciones y se unen por el bien común.

Aquella nueva versión de los lugareños me hizo pensar en Jim y su opinión tan distinta sobre Sark.

—Jim no piensa lo mismo.

—Lo sé… Pero a veces creo que es sólo una pose de novelista excéntrico. —Una sonrisa condescendiente curvó sus labios—. Por cierto, ¿sabías que está en la cama con una buena gripe?

Negué con la cabeza

—Anoche le llamé para invitarle a una copa y me dijo que tenía mucha fiebre. Le cayó un buen diluvio… Yo tengo que abrir en media hora… Pero no estaría de más que alguien le hiciera una visita y le llevara algo de comer. Tenía una voz realmente horrible.

Capté su indirecta, muy sorprendida.

—Le encantan las hamburguesas del Black Dog, con patatas grasientas y mostaza de Dijon.

Asentí antes de que un relámpago llamara mi atención desde el otro lado de la ventana. Su luz encendió el cielo poco antes de que un trueno abriera todas las compuertas. La lluvia torrencial desenfocaba la panorámica de las verdes colinas.

Elisabeth abrió entonces un cajón de la cómoda y sacó un libro de su interior.

—Tengo que hacer varios pedidos abajo, pero si quieres puedes quedarte aquí un rato y leer mientras amaina —dijo tendiéndome una novela—. Toma, te la has ganado. Te confieso que no creía que te atrevieras… Pero has demostrado tener agallas, Lou. Y ahora tendré que suplirte de novedades todo el año.

—Te las iré devolviendo a medida que las lea —respondí mientras miraba la cubierta y descubría emocionada a otra autora española—. Rocío Carmona.

—Te encantará… Dentro de un rato, subirá el olor de mis pasteles. No te resistas. Baja en cuanto tengas hambre.

Dos horas después, seguía atrapada en Robinson Girl bajo la manta de mariposas, incapaz de soltar aquella aventura.

Me levanté a estirar las piernas y vi que el horizonte había clareado. Aún llovía, pero no con tanta violencia. Tal y como me había advertido Elisabeth, un olor a canela y pastel recién horneado había invadido la habitación.

Al bajar la escalera, el Books & Cups estaba lleno. Había cola de pedidos, pero también mesas ocupadas por grupitos de mujeres. A juzgar por algunos de sus comentarios, deduje que se reunían allí cada mañana, tras dejar a los niños en la escuela de Sark.

Observé un rato a Elisabeth. Parecía feliz mientras servía sus pasteles y hablaba con las clientas, totalmente integrada en la vida cotidiana de la isla.

Le hice un gesto con la mano y salí en dirección al Black Dog. Antes de entrar, eché al buzón la carta que le había escrito a mi padre.

Excepto un anciano con una pinta, en un rincón de la sala, el pub estaba vacío.

La cara de fastidio de John al atenderme confirmó que no estaba acostumbrado a hacer comidas a esas horas. Entendí que la isla tenía sus propios rituales y que antes del mediodía nadie consumía en las tabernas otra cosa que no fuera cerveza. Aun así, su falta de brío chocaba con su juventud. No parecía mayor que Elisabeth y, sin embargo, tanto el local como su forma de llevarlo parecían más propios de un viejo hastiado.

Mientras esperaba en la misma mesa que había compartido con Jack —el marino del parche— semanas atrás, el tabernero me sirvió una pinta. No quería beber a esas horas, pero tampoco resultar descortés a su invitación.

Media hora y dos pintas después, seguía esperando… Me había acostumbrado a la oscuridad de aquel antro y al olor a cerveza y madera mojada de sus paredes, cuando por fin me trajo el pedido en una bolsa de plástico.

Al salir, mis pulmones agradecieron el aire helado. Había dejado de llover y me propuse llegar a casa de Jim antes de que diluviara de nuevo. Bajo las ruedas, el barro y las hojas mojadas me hicieron perder el equilibrio un par de veces.

Tuve que admitir que las pintas también me habían mareado y me prometí no entrar en aquella taberna en mucho tiempo.

Aquello me evocó la caída que había sufrido, haciendo el camino inverso, dos semanas atrás. Recordé que nadie me había abierto la puerta. Teniendo en cuenta que estaba enfermo, y probablemente en la cama, temí que la situación se repitiera.

Ya en la cima, el aire parecía empeñado en arrastrarme hacia el acantilado.

Desde fuera, aquella casa parecía abandonada. La fachada, desgastada por el viento y el salitre, pedía a gritos una mano de pintura. Igual que las ventanas de madera, que habían perdido su azul original para convertirse en un gris ajado.

Las palabras de Jack, al referirse a ella, acudieron a mi mente: «Un día de éstos el viento del oeste barrerá esas ruinas y a tu amigo con ellas».

Al llamar, la puerta cedió bajo mis nudillos y entré sin esperar respuesta.

El aspecto ruinoso del exterior era un fiel reflejo del interior. Las tablas del suelo se quejaron bajo mis pasos. Aunque reinaba cierto orden, todo era viejo y deslucido. Lo más destacable era un gran mapamundi que empapelaba una de las paredes, una vitrina de libros y un sofá situado junto a la chimenea.

Me quité el chubasquero, el gorro y las botas embarradas, y lo dejé todo junto a la entrada. El frío se colaba por las destartaladas ventanas.

Supuse que el alquiler de aquella casa estaría a la altura de su estado, pero, de todos modos, me pregunté de qué vivía su inquilino y cómo lograba pagar las facturas y su estancia en la isla. Por muy generoso que fuera Silence Hill con sus empleados, un viaje semanal al muelle no podía cubrir todo aquello.

Mientras subía la escalera, oí toser a Jim antes de que lograra pronunciar:

—¿Quién anda ahí?

La puerta de su habitación estaba abierta.

—Soy Lou… —Me asomé y le vi tumbado en la cama—. ¿Puedo pasar?

Su cuarto era amplio y algo más acogedor que el salón. Estaba provisto de muebles rústicos y había una enorme alfombra de lana en el suelo.

—Ya estás dentro —dijo, antes de volver a toser, e intentó incorporarse.

—Lo siento. —Sonreí—. Elisabeth me ha dicho que estabas enfermo y te he traído algo de comida.

Me senté en la cama y le toqué la frente.

—Estás ardiendo. ¿Te ha visto un médico?

—Es sólo un resfriado. —Le castañetearon los dientes—. Y, en cualquier caso, hoy es martes. El médico de Guernesey sólo visita los miércoles en Sark… Y con el temporal, dudo mucho que pueda hacerlo.

—¿Has tomado algún medicamento?

Sonrió antes de mirarme con dulzura y tocarme la mejilla con su palma.

—Llevo todo el día delirando, pero si la fiebre produce alucinaciones como tú, no quiero nada que la calme.