La siguiente semana transcurrió con una lenta y pacífica monotonía. Incluso el mal tiempo se había acomodado a la rutina de Sark como un invitado más. El viento azotaba la isla con tormentas de aguanieve mientras un invierno prematuro le hacía un pulso al otoño.
Entre los muros de Silence Hill, aprendí a «ser buena», tal y como me había aconsejado su dueño. Durante la jornada, cumplía mis tareas de doncella de la mejor manera y guardaba las formas delante de Margot, la señora Roberts e incluso de Ingrid, de quien no me fiaba del todo.
Por las tardes, cuando acababa mi turno, me divertía con Rahul y Gaspard. Los dos chicos me habían aceptado en sus rituales de ocio; incluso en su partida semanal de póquer, en la que se jugaban tareas ingratas y las pocas libras de la propina. Tuve que desplumarlos un par de veces para que se convencieran de que era una buena rival.
Aunque no me lo habían dicho, los dos habían sellado un acuerdo tácito de no seducción hacia mí. Lo noté cuando Rahul me lanzó un piropo en plena partida y recibí, por error, una patada de Gaspard por debajo de la mesa. Cuando le pregunté por aquel gesto, su respuesta había sido de lo más desconcertante: «No tiene ningún sentido competir contra el mejor jugador. Sobre todo cuando conoces sus cartas». Deduje que se refería a Jim.
Por las noches, el sueño me atrapaba leyendo. La novela de Elisabeth apenas me había durado dos asaltos, pero la historia de aquel adolescente que perseguía la estela de una chica, a través de su diario, sin conocer su rostro, me había acompañado desde entonces. «Búscame y te encontrarás», decía Aroha en sus páginas.
Apagué el aspirador y recorrí con la mirada el salón impoluto. Aquella gran sala de estar, que los clientes elegían para tomar el té o leer junto al hogar, era mi favorita. Había varios sofás y mullidos sillones que incitaban a ovillarse. La chimenea funcionaba a toda leña creando un agradable ambiente. Aunque no había nadie en aquel momento, resistí el impulso de acomodarme y me dirigí a la ventana.
Mientras contemplaba las nubes oscuras que se cernían en el horizonte pensé en Patrick Groen. Ningún barco había atracado en el puerto durante días a causa del temporal. De continuar así varias semanas, como auguraban Margot y otras ancianas del hotel aquejadas de artrosis, no podría llegar a tiempo a nuestra cita. Y yo contaba los días que faltaban para su regreso.
Por supuesto, no acababa de fiarme de él. Cuantas más piezas reunía de mi jefe, más segura estaba de que ninguna de ellas encajaba con las otras. Como pistas falsas de un acertijo, me había ido mostrando distintas caras… Pero algo me decía que, hasta que no viera su rostro, no conocería al auténtico Patrick Groen.
Tal vez en nuestra cita…
En mis peores pesadillas imaginaba las deformidades más atroces: cicatrices y quemaduras en una mueca extraña. Y, sin embargo, no podía evitar una fuerte atracción hacia todo lo que él representaba.
Apoyé la frente en el cristal y observé el jardín. Los árboles eran siniestras sombras tras la densa cortina de lluvia. Enfoqué la mirada en el camino que cruzaba la entrada y vi cómo se acercaba el carruaje de Jim. Tenía puesta la capota, lo que me hizo deducir que traía a alguien.
Tras guardar los enseres de limpieza en un cuartito y coger un paraguas, bajé emocionada la escalera en dirección al vestíbulo.
No había vuelto a coincidir con Jim desde el día de la excursión y me apetecía mucho verle. Por un momento, me olvidé de su extraño comportamiento tras el beso y me dirigí a su encuentro.
Margot me interceptó antes de llegar a mi destino.
—¿Adónde vas, Louise?
—He visto que se acercaba el carruaje y he bajado a recibir al cliente. —Le mostré el paraguas—. Para que no se moje al salir.
—Bien pensado, niña. Madame Perrier ha insistido en ir de compras esta mañana y vendrá cargada. Ve a ayudarla.
Me extrañó saber que era ella. Hacía días que me había comentado que deseaba ir a Sark, cuando arreciara el temporal, y que pensaba pedirle al ama de llaves que me permitiera acompañarla. Sentí cierta decepción al enterarme de que había ido sin mí.
Aunque intuí la negativa de aquella bruja, sonreí e incliné la cabeza en un gesto amable y servil. Portarme bien con la señora Roberts se había convertido casi en un juego para mí.
Cuando salí al porche, Jim ya había abierto la puerta del carruaje y extendía su mano para ayudar a la vieja dama. Tras dirigirme una tímida sonrisa, el cochero se apartó para que pudiera cobijarla hasta el hall.
Tuve tiempo de sonreírle y de fijarme en su aspecto, entre desamparado y ridículo. Aunque llevaba puesto un chubasquero con gorro, tenía los cristales de las gafas empañados y cubiertos de lluvia, y el agua le goteaba de la nariz y la barbilla.
Ya en el vestíbulo, madame Perrier me guiñó un ojo y me hizo un gesto con la cabeza para que fuera al encuentro del cochero. La miré sorprendida. Su habilidad para interpretar el silencio de los vivos me pareció incluso más fascinante que su capacidad para hablar con los muertos.
Cuando salí, Jim ya se había sentado y se disponía a espolear a Duke con las riendas. Al verme, bajó de un salto y se acercó a mí.
—Estás empapado —le dije—. ¿Por qué no entras a secarte?
—Siento no haber aparecido en todos estos días, Lou… —se disculpó y tomó un segundo mi mano entre las suyas—. No he podido… No quiere que tú y yo…
—¿Quién? —murmuré sin comprender.
Sacudió la cabeza por toda respuesta.
—Volveré en cuanto pueda —dijo antes de irse.
Una vez en el interior del hotel, tomé los paquetes de madame Perrier y, ante la atenta mirada de la señora Roberts, la seguí varios pasos por detrás, tal y como indicaba el decálogo de la buena doncella.
Antes de subir la escalera hacia su habitación, la anciana se dirigió al ama de llaves:
—Voy a necesitar que Louise me ayude con algunos asuntos importantes. Le agradecería que no cuente con ella en toda la tarde.
—Por supuesto. ¿Desea algo más, madame?
—Sí, dígale a Margot que suba cuando pueda. He traído algo para ella.
Al dejar los bultos sobre la cama, reparé en que casi todos provenían del Books & Cups. Algunas bolsas contenían libros, pero la mayoría eran cajitas de cupcakes, galletas y pastelitos.
—¿Qué puedo hacer por usted, madame Perrier?
—Creo que me he pasado con los dulces… Necesito que me ayudes con ellos. Si no los comparto con alguien, me pondré enferma.
Observé fascinada cómo abría una caja, con sus dedos huesudos, y extendía una bandeja sobre la mesa.
Había pastas de distintas formas, con coberturas de llamativos colores, coronadas por trocitos de fruta, regaliz, toffee y otras delicias.
—Será un placer —respondí—. Elisabeth es una pastelera diez.
—Ya lo creo. Es una chica extraordinaria.
Asentí mientras me llevaba una magdalena de violetas a la boca. Estaba tan deliciosa que no pude evitar un suspiro de placer.
La mujer soltó una carcajada que achinó aún más sus diminutos ojos. Después, sacó una botella de licor de moras y tres tacitas inglesas de té.
—¿Qué te parece si hoy cambiamos el Lady Grey por un aguardiente?
Tras servirle a Arthur, su difunto marido, llenó nuestras tazas y se mojó los labios.
Dudé un segundo antes de imitarla. Todavía estaba esperando el castigo de la señora Roberts por guardar una botella de whisky en mi habitación. A sólo unas horas del martes, temí que me dejara de nuevo sin mi día libre.
—¿Qué te preocupa, niña? Intuyo que tiene algo que ver con un joven, ¿verdad?
—No… —dudé—. O sí. No sé… No me interesan mucho los chicos.
Reí de mi propia ocurrencia al repetir la frase que había pronunciado Patrick Groen cambiando el género.
—Ya. ¿Quién es el afortunado? Déjame adivinar… ¿El cochero?
Pensé en las desconcertantes palabras con las que se había despedido: «No quiere que tú y yo…». ¿A quién diablos se refería? Mi primer pensamiento había sido para Patrick Groen. Él mismo me había confesado que no le gustaba que me paseara con él por la isla… Sin embargo, había otra persona que había demostrado claramente sus celos. Una chica…
—A Jim le interesa Elisabeth —respondí casi por inercia.
Madame Perrier frunció el ceño pensativa antes de responder:
—¿Aceptarías el consejo de una vieja?
Asentí con curiosidad. Aquella dama de porte elegante tenía aspecto de haber sido muy bella en su juventud. Y apostaría cualquier cosa a que antes de conocer a Arthur había roto más de un corazón.
—En el amor, nunca entregues más de lo que te ofrecen.
Apuré mi taza y me relamí de gusto. Aquel licor dulzón estaba empezando a caldear mi ánimo y a desbloquear las defensas que había construido en torno a mi corazón.
—Me entregué a un chico en el instituto. Creía que sentía algo por mí, pero no era así…
—¿Estabas enamorada?
—Supongo que sí. —Me encogí de hombros sintiéndome una estúpida.
—Pues dale las gracias y déjale ir —dijo llenando de nuevo mi taza.
—¿Las gracias? Si me destrozó el corazón…
—Te mostró que lo tienes. —Sonrió y señaló mi pecho—. Y que es capaz de latir con intensidad. ¿Acaso no es maravilloso?
—No, cuando no es correspondido.
—El amor es una isla, Louise.
Asentí sin saber muy bien a qué se refería.
—Y no debería importarnos tanto si nos corresponden o no. Amar eleva el alma y nos hace sentir vivos… ¡Peor para el otro si no siente lo mismo! —Puso los ojos en blanco y me hizo reír—. Aunque parezca contradictorio, no hay nada más egoísta, íntimo y solitario que enamorarse perdidamente.
Unos pasos nos advirtieron de que alguien se acercaba. Apuré el licor de un sorbo y le rogué a madame Perrier:
—Por favor, si es Margot, dígale que es jugo de moras. Si se entera de que estoy bebiendo alcohol, se lo contará a la señora Roberts y… esas brujas me la tienen jurada.
Tras llamar a la puerta, el rostro malcarado de la cocinera apareció al otro lado.
Me sorprendió la familiaridad con que la vieja dama la recibió antes de invitarla a pasar. Margot encajó su abrazo sin mucho entusiasmo, pero su cara se tiñó de alegría cuando madame Perrier le pasó una bolsa con varios libros y dulces.
Tras agradecérselo con una sorprendente sonrisa y desearnos a ambas las buenas tardes, nos dejó de nuevo solas.
—Había oído que los libros pueden transformar a las personas, pero jamás había visto el milagro tan de cerca… —dije, todavía alucinada.
La dama rió a sus anchas durante un buen rato.
Temí que fuera a darle algo, cuando se enjugó los ojos y me miró muy seria. Había bebido demasiado aguardiente y las palabras se tambaleaban un poco en sus labios.
—Deberías ser más indulgente con Margot. No ha tenido una vida fácil.
—Lo sé. Ingrid me explicó que no ha salido jamás de Silence Hill. ¡En cincuenta años! Si eso no es para volverse loca… Yo sólo llevo unas semanas y ya me siento asfixiada entre estos muros.
—Eso no es del todo exacto… Margot guarda un secreto que pocas personas conocen. Pasados los cuarenta, se marchó un par de años a Londres. Durante ese tiempo pensó incluso en no regresar a Silence Hill, ni a Sark… Pero al final volvió porque se dio cuenta de que había cosas que la unían poderosamente a esta casa y a esta isla.
—¿Cómo sabe todo eso de ella?
—Porque yo la acogí en Londres durante esos años. —Su mirada compasiva y dulce se clavó en la mía—. Es lo mínimo que podía hacer por mi sobrina.