Permanecí en silencio, sin atreverme a mover ni un músculo de la cara, con la estúpida creencia de que Patrick Groen no insistiría.
Me equivoqué.
—Luisa, sé que eres tú.
Su voz sonó ronca y cansada, pero con un matiz de diversión.
Sentía el corazón azorado, latiendo veloz en las sienes, mientras hacía un gran esfuerzo por acompasar mi respiración.
—¿Cómo lo has sabido?
—Me lo acabas de confirmar tú…
Me maldije a mí misma por ser tan estúpida y no haber permanecido en silencio. Sin embargo, en seguida me asaltó una preocupación aún mayor que el hecho de haberme delatado con la voz.
—¿Me estás viendo?
—No hay cámaras… Si es lo que te preocupa. Sólo un altavoz vinculado a un dispositivo de seguridad. Al presionar el botón de emergencia, has activado una señal de alarma en el móvil y has marcado mi número.
Saber que no podía verme y que, por tanto, no había presenciado lo que había ocurrido en aquel baño minutos atrás, me tranquilizó un poco. Sin embargo, no acababa de entender qué estaba pasando.
—¿Tienes esta sala conectada a tu teléfono particular?
—Sí, y también a la policía. Será mejor que te vistas antes de que el agente de Sark tire la puerta abajo.
Me puse en pie de un salto, maldiciendo entre dientes, de nuevo con el corazón desbocado.
—Era una broma, Luisa —dijo sin ningún tipo de afectación.
—Ya lo sabía… —mentí mientras me sentaba de nuevo en el jacuzzi y trataba de normalizar la respiración.
—No veo por qué… Aunque parezca un hotel antiguo, tiene una domótica muy avanzada. Te sorprendería la de cosas que puedo controlar desde mi móvil. Mi padre instaló ese botón cuando ya era anciano, por si le ocurría algo mientras se daba un baño. Es un lugar hermético y aislado del resto del hotel, y muy pocos tenemos la clave de acceso.
—¿Cómo has sabido que era yo, entonces?
—Empiezo a conocerte. Eres curiosa como Balthazar y sabía que acabarías metiendo tu hocico allí… Mi única duda era cuánto tardarías en hacerlo.
—Y supongo que los castigos que voy a recibir a partir de ahora durarán hasta el final de mis días… en Silence Hill. —Enmudecí un instante para coger aire—. Acaba rápido y despídeme. Ahora sí que te he dado un buen motivo para hacerlo.
Tras pronunciar esas palabras se hizo un largo silencio.
Me parecía extraño estar hablando con el protagonista de la fantasía que acababa de tener. Su voz, además, sonaba más dulce que en nuestro encuentro anterior. A pesar de mi grave infracción, no me hablaba con el mismo tono imperativo. Imaginé el motivo. No tenía mucho sentido reprender a un empleado que ha dejado de serlo. Ya no debía aleccionarme sobre reglas y normas de conducta.
Estaba despedida.
Tomé aire y fijé de nuevo la vista en las estrellas, tan bellas e inalcanzables como diamantes sobre un lienzo infinito de seda negra. La certeza de que no volvería a contemplar nunca más un cielo tan nítido como aquél me llenó de tristeza.
—¿Te parece poco castigo estar tan cerca de las estrellas y no poder tocarlas?
Respondí con otra pregunta:
—¿Significa eso que no va a haber más represalia que esas estrellas lejanas?
—Los actos tienen consecuencias, Luisa… Pero, a veces, no hay mayor castigo que el que nos infringimos a nosotros mismos. El mío ahora es no estar aquí contigo, contemplando ese cielo que ven tus ojos.
Su respuesta, y la dulzura con la que pronunció aquellas palabras llenas de magia, me dejaron totalmente desconcertada.
—Entonces, no vas a despedirme…
—¿Desearías que lo hiciera?
Tardé unos segundos en contestar.
—No… —respondí con un hilo de voz—. Necesito este empleo.
—Lo creas o no, las normas me traen sin cuidado. Igual que Silence Hill…
—Pues nadie lo diría —murmuré extrañada—. Lo disimulas muy bien.
—Hay que mantener las apariencias. Esas reglas llevan más de dos siglos cumpliéndose y nadie desea que las cosas cambien tan rápido. Sark es una isla muy pequeña y tradicional… Ha necesitado cinco siglos para dejar de ser feudal. Y a pesar de todo, sigue siendo un lugar de amos y siervos.
—Si tan poco te importan las reglas, ¿por qué me castigaste?
—Quería ayudarte a que te adaptaras y evitarte un sufrimiento innecesario… Pero ahora ya sé que es inútil contigo.
—Pero si sólo llevo una semana…
—¿Aceptas un consejo de tu jefe? —No esperó mi respuesta—. En adelante, finge ser una chica buena y todo te irá mejor.
Alucinada por sus palabras, entendí que el tiempo de los castigos había terminado y que a partir de ese momento comenzaba entre los dos una etapa muy distinta que no acababa de comprender.
Me sorprendió que el agua no se hubiera enfriado y supuse que algún moderno sistema la mantenía siempre caliente, a una temperatura constante.
Mis dedos arrugados me avisaron de que había estado demasiado en remojo. Aun así, no les hice caso. No quería que aquel baño acabara todavía.
—¿Sigues ahí? —Su voz masculina me sobresaltó—. Si estás contando estrellas y te he interrumpido, déjame que te ayude. Hay ocho mil.
—¿Las has contado todas?
—Es el número que se puede observar a simple vista desde la Tierra.
Aquella cifra me hizo pensar en otra. Una pregunta escapó de mis labios sin el filtro de la prudencia.
—¿Cuántas mujeres se han bañado aquí?
Me arrepentí de ella nada más pronunciarla, pero ya estaba lanzada.
—Cientos, tal vez.
Respiré hondo y pensé en todas esas chicas que habían disfrutado de aquel baño de estrellas en compañía de Patrick. Me pregunté si aquello habría sucedido antes del accidente.
—Mi padre era un hombre muy mujeriego —añadió.
—¿Y tú no?
Cerré los ojos y arrugué la frente esperando una respuesta cortante, a la altura de mi indiscreta pregunta. ¿Cómo me había atrevido a decirle aquello al dueño de Silence Hill? ¿Me había vuelto loca?
Tardó varios segundos en contestar:
—Cada vez me interesan menos las mujeres.
Sentí una sacudida de decepción. Que fuera gay era una opción que no había contemplado en ningún momento.
—Entiendo…
Su risa suave inundó la sala al intuir el hilo de mis pensamientos.
—No creo que lo entiendas. —Suspiró con cierta resignación—. Cuando digo que las mujeres en general no me interesan, lo que quiero decir es que sólo hay una que me gusta…
Desde mi llegada a Sark, había tenido la sensación de que Patrick era un hombre perverso, que disfrutaba con sus castigos y juegos extraños… Aquella nueva versión, complaciente y dulcificada, que fingía pasar de normas y de su propio hotel, no me encajaba en absoluto con el hombre que había conocido días atrás en la biblioteca. Y, mucho menos, con las cosas que se decían de él en la isla. ¿No había dicho acaso que todas eran ciertas?
Intuí que ese papel no era más que otra de sus máscaras y que estaba jugando conmigo. Me negué a reconocer que en el fondo deseaba ser la única víctima de sus juegos.
Aquella certeza me animó a seguirle la corriente.
—Y esa chica… ¿soy yo?
Rió antes de responder:
—Como llegue a oídos del señor Beaumont que hay una gata curiosa en Silence Hill, me obligará a pagar un alto tributo. Ya sabes que en esta isla las gatas son un privilegio exclusivo del señor feudal…
—Lo sé… Tú me instruiste sobre esa cuestión.
—Debí avisarte también de algo que quizá no sabes. ¿No has oído nunca que «la curiosidad mató al gato»?
—Pero no a la gata —repliqué divertida—. Y como bien dices, el género del animal es un matiz importante en Sark.
—Aprendes rápido… Pero preguntas demasiado.
—Hay muchas cosas que me gustaría saber… Pero por el hecho de ser mi jefe, y el amo y señor de este hotel, me veo incapaz de preguntarte ciertas cosas… No sería correcto.
—¿Desde cuándo te preocupa ser correcta?
—Desde que mi jefe me aconseja que finja ser buena.
—Touché. —Enmudeció unos segundos antes de volver a hablar—. Te propongo una cita fuera de las reglas de Silence Hill. Así podrás satisfacer tu curiosidad y ser todo lo incorrecta que quieras.
—Eso sería genial.
—Voy a estar varias semanas en Londres, pero cuando regrese nos veremos en algún lugar de la isla, lejos de estos muros, y podrás preguntarme todo cuanto desees.
La idea de citarme a solas con él, en algún lugar recóndito de la isla, me produjo una mezcla de excitación y miedo.
—¿Cuándo será?
—¿Has oído hablar de Las Leónidas?
—No… ¿es algún lugar de la isla?
—Es una lluvia de meteoros que se produce cada año a mediados de noviembre, pasada la medianoche. Las estrellas fugaces pueden contarse a decenas. Pero los más ancianos explican que hubo un año en el que se contaban a miles y caían del cielo como copos de nieve. Algunos incluso pensaron que había llegado el fin del mundo… Este año está previsto para el 16 de noviembre.
—¿El fin del mundo? —bromeé antes de darme cuenta de que era justo el día de mi cumpleaños.
Ignoró mi comentario.
—Pero, antes de eso, hay un asunto que deberás saldar durante mi ausencia…
—¿Cuál es?
—La señora Roberts sabe que guardas una botella de whisky en tu habitación. Y no está permitido el consumo de alcohol entre los empleados dentro del hotel.
Me molestó saber que el ama de llaves había hurgado entre mis cosas, más incluso que ser descubierta.
—Debería haber una norma que prohibiera registrar las pertenencias ajenas, aunque se trate de las cosas de una simple doncella como yo —repliqué enfadada.
—La hay, pero la señora Roberts está por encima del bien y del mal.
—Pero tú eres el dueño. Y puedes hacer la vista gorda si quieres…
—Me temo que en esto es ella quien manda. Aunque lo haga en mi nombre. No puedo hacer nada para evitar que te sancione.
Me levanté de la bañera y me puse el albornoz que había sobre el diván caliente.
Mientras pensaba en su extraña confesión y en la represalia que me esperaba de aquella terrible mujer, dije en voz alta:
—Espero que me castigue con otro día de recados por la isla, con Jim…
Tardó varios segundos en dar su opinión al respecto:
—Yo espero que no. Detesto que te pasees por ahí con el cochero. No me fío de sus intenciones.