Starbath

Era más de medianoche cuando me dirigía, con más temor que determinación, al baño de estrellas del ala oeste. Aunque Elisabeth había definido aquella experiencia como «una de las mejores de su vida», veía complicado disfrutar de ella con la tensión de ser descubierta.

Aun así, era el día más propicio.

Durante la cena, había oído cómo el ama de llaves y la cocinera hablaban de Patrick Groen y de su partida a Londres. Por lo visto, negocios en la capital le obligaban a ausentarse durante varias semanas del hotel.

Aquella noticia me había dado el valor que me faltaba para cumplir mi objetivo. Sin el dueño de Silence Hill merodeando por allí, acceder a aquel lugar se hacía más seguro… Y, curiosamente, menos excitante.

Me negué a reconocer que una parte inconsciente de mí deseaba ser descubierta. Aquélla era la tercera vez que infringía la norma más estricta de la casa. Estaba a punto de burlarme del dueño colándome en su zona privada. En esta ocasión, con el agravante de acceder a un espacio muy exclusivo reservado sólo al dueño. Si me pillaban, el resto de empleados no tardarían en enterarse… Y algo así sólo se podía enmendar con un castigo ejemplar: el despido.

Aquello me libraría de pagar los cuatro meses por adelantado que contemplaba el contrato en caso de renuncia. Sobre la posibilidad de acabar en la cárcel, me dije que era muy poco probable. Groen era un hombre discreto y huiría, con toda seguridad, de un escándalo como aquél.

Tras cruzar el pasillo enmoquetado, me asomé a una ventana y me convencí de que nada malo iba a sucederme. Afuera, la oscuridad más absoluta era testigo de mi travesura. Dentro, un silencio sepulcral acompañaba mis pasos hacia la torre más alta.

Todo el mundo dormía.

Pensé en Elisabeth. No era tan inocente como para no ver sus intenciones. Si me había retado a infringir esa norma era porque conocía las consecuencias y me quería lejos de Sark… Y, por consiguiente, de Jim. Sin mí en la isla, tendría vía libre con el novelista.

Pero no iba a amedrentarme ahora.

Recorrí el último tramo de escalera hasta llegar a una puerta de madera maciza. Sus molduras y bisagras de hierro me hicieron pensar en los aposentos de un castillo medieval. Sin embargo, aquella entrada rústica contrastaba con el moderno dispositivo de seguridad que había a un lado. No tenía cámara, sólo un pequeño teclado alfabético, pero temblé ante la posibilidad de que pudiera tratarse de una alarma y se disparara en cualquier momento. O peor aún, que detectara mi presencia y enviara alguna señal al ama de llaves.

Me tranquilicé pensando que aquello era desmesurado para una única sala, por muy exclusiva que fuera, y empujé el pomo.

Nada.

No saltó ninguna alarma, pero la puerta tampoco se abrió.

Suspiré decepcionada al entender que necesitaba una clave de acceso y pensé en volver a mi cuarto. Pero no lo hice.

A pesar de mis temores iniciales, había llegado hasta allí y deseaba entrar; no era el momento de dar marcha atrás.

¿Cómo era posible que Elisabeth no hubiera mencionado nada sobre la clave? Me respondí que tal vez aquel aparato era posterior a su estancia en Silence Hill.

Probé con el nombre y apellido del dueño, pero una lucecita roja se activó en señal de error.

Las posibilidades eran infinitas, pero, mientras miraba las letras, una palabra se ordenó en mi mente de forma clara: Starbath. Era el término que había usado la librera para hablarme de aquel lugar. Tras teclearlo, una luz verde me hizo saltar de emoción.

Nada más empujar la puerta, empezó a sonar una pieza de música suave al tiempo que varios chorros llenaban un impresionante jacuzzi redondo.

Mi vista se posó en la cúpula de cristal que había a modo de techo. El espectáculo que ofrecía me dejó unos instantes conmocionada. Jamás había contemplado nada igual. Millones de puntos de luz brillaban, en todo su esplendor, sobre un lienzo infinito y oscuro. La forma ovalada de aquel observatorio aumentaba el tamaño de las estrellas como una enorme lupa sobre el firmamento.

Una sensación de vértigo me obligó a apartar la vista del cielo unos segundos. Fue entonces cuando reparé en una mesita con ruedas que había en una esquina. Sobre ella, un quemador de incienso con varias barritas llamó mi atención al instante. Junto a él, había también un jarrón con flores blancas, un buda dorado y una cajita de cerillas con el logo del hotel. Emocionada, encendí una varita y me guardé otra en un bolsillo para Elisabeth.

Después, le guiñé un ojo a Siddharta y aspiré extasiada aquel delicioso aroma a flores y a coco, tan característico de la isla.

Mientras la bañera se llenaba, me senté en una especie de diván de piedra. Era del mismo material del suelo que la bordeaba: pizarra negra. Estaba caliente y había varias toallas y un albornoz doblados sobre ella.

La temperatura de la sala subió de golpe varios grados. Sin embargo, la cúpula estaba lo suficientemente alta como para no empañarse por el vaho.

Sabía que estar allí era arriesgado, pero me propuse serenarme y disfrutar de la experiencia tal y como me había recomendado Elisabeth. El cerrojo echado me recordó que nadie podría entrar mientras yo estuviera dentro.

Algo más confiada, me quité el camisón y me tendí desnuda. Mientras los músculos de mi espalda se relajaban sobre aquella losa caliente, cerré los ojos y me serené con el sonido del agua y la música de fondo.

Una rápida asociación de ideas me evocó otro cuerpo desnudo tumbado sobre un diván. El de Patrick Groen. Había pasado una semana y aún no había logrado quitarme esa visión de la cabeza. A veces, en mis ensoñaciones, regresaba a la escena para contemplarle de nuevo y admirar su cuerpo perfecto. Recreaba la posición grácil de su pose, con la espalda ligeramente inclinada, las piernas estiradas y un brazo relajado fuera del diván.

En aquel momento sonaron los primeros acordes de una pieza de jazz que me resultaba familiar. Era la misma que había escuchado aquella mañana en la biblioteca de Groen. Recordé el nombre de su intérprete, Henry Salvador, visualizando la funda del disco que había en el suelo. En mi visión, podía ver sus largos dedos rozándola con delicadeza, el fino vello que cubría su fuerte antebrazo y cómo se le marcaban las venas de la mano. Me turbé al recordarla enredada en mi pelo y luego sobre mi pecho. Un suspiro escapó de mis labios al recrear el gesto con mi propia mano. Bajé la cima y descendí por el valle de mi abdomen hasta el ombligo. Sorprendida, noté cómo mi piel se erizaba y se despertaba en mi vientre un agradable hormigueo.

Estaba excitada.

Mientras tatareaba Jardín d’hiver, en voz muy bajita, regresé al instante en el que Patrick se había dado la vuelta en el diván. Con la cara oculta bajo la almohada, aquel cuerpo sin cabeza me recordó a una de esas estatuas griegas, mutiladas, de proporciones perfectas.

Evoqué de nuevo su torso firme y su cintura estrecha, y recordé la cicatriz que cruzaba su abdomen como una enorme culebra. Fantaseé con la idea de acariciarla y descender hasta su bajo vientre. Un calor abrasador me envolvió al recordar su estado de excitación.

Molesta por mis propios pensamientos, abrí los ojos y sacudí la cabeza con la intención de desprenderme del deseo y de aquella imagen turbadora.

Me incorporé y vi que el jacuzzi ya se había llenado.

Exhalé un suspiro al sentir el agua caliente acariciando mi piel. Era una de esas bañeras de hidromasaje redonda con dos reposacabezas para tumbarse y relajar el cuello. La presión de unos chorros en los hombros me obligó a cerrar los ojos durante unos segundos. Estaba extasiada.

Cuando los abrí, el firmamento estrellado acabó de completar aquel instante perfecto. La astronomía no era mi fuerte. En la ciudad era imposible disfrutar de aquel fascinante mapa estelar, pero localicé sin esfuerzo algunas constelaciones como la Osa Mayor o la Estrella Polar.

El cielo dejó escapar una estrella fugaz que atravesó a toda prisa el firmamento. Malgasté mi deseo rezando para no ser descubierta esa noche.

Tras un largo suspiro, volví a pensar en el dueño de Silence Hill y me pregunté dónde estaría en aquel instante. Su rostro desfigurado le obligaba a vivir al margen del mundo, pero ¿realmente era tan terrible como para no mostrarse ante nadie?

Su comportamiento, soberbio y altivo, tampoco parecía el de alguien acomplejado ni acostumbrado a ocultarse. Además, había reconocido mi perfume sin esfuerzo. Se trataba de una fragancia femenina nada común, lo cual delataba su refinada experiencia con el sexo opuesto.

Me pregunté a cuántas chicas habría subido a aquel lugar tan especial. Hasta Ingrid conocía la música que sonaba en aquel momento. La había canturreado mientras limpiábamos juntas las habitaciones del hotel. No pude evitar preguntarme si la marcha de Patrick Groen habría tenido algo que ver en su favorable cambio de humor. La única vez que me había atrevido a hablarle de él, y a explicarle los comentarios de Jim, la pelirroja se había puesto muy nerviosa y había acusado al cochero de chismoso.

Curiosamente, la posibilidad de que hubiera algo entre ellos me molestaba incluso más que el romance que había intuido entre Jim y Elisabeth… Pero no acertaba a saber por qué.

Hubiera sido más lógico escogerle a él y no a Groen en mis fantasías. Al fin y al cabo, nos habíamos besado varias veces… La última, aquella misma tarde. Evoqué la pasión que habían desatado sus labios en los míos. Curiosamente, nada más separarlos, me había tratado con frialdad. Apenas habíamos hablado durante el camino de regreso a Silence Hill. «El sabor del mar puede apreciarse en un solo trago», me había dicho nada más besarnos. Aunque se había referido a Patrick, y a su actitud cruel, yo intuí otro sentido relacionado con lo que acababa de suceder entre nosotros. «Con un solo beso puedo apreciar que no me gustas».

En cualquier caso, aquél no sería mi primer desengaño amoroso y por suerte había ocurrido antes de que llegáramos más lejos.

Suspiré antes de abandonarme de nuevo a la agradable caricia del agua caliente en mi piel y a la visión de aquellas estrellas lejanas sobre mi cabeza. Me sentía relajada y despierta al mismo tiempo, viva y excitada, con los sentidos a flor de piel.

Aquella sensación me animó a colar una mano bajo el agua hasta la parte interior del muslo.

De nuevo, fantaseé con la idea de que era Groen quien me acariciaba, tendido a mi lado en el jacuzzi.

Era la primera vez que hacía algo así y me sorprendió la respuesta instantánea de mi cuerpo y la necesidad de arquearlo, mientras mis dedos se hundían con suavidad entre mis piernas. Jamás se me había ocurrido satisfacerme de esa manera. Y, sin embargo, en aquel baño de estrellas, a cientos de kilómetros de casa, prisionera en aquella isla, me sentía libre para ofrecerle a mi cuerpo lo que reclamaba.

Con la respiración entrecortada, exploré los confines del placer hasta que logré saciarme.

Fue entonces cuando empecé a hartarme de los chorros de agua que presionaban mi espalda y busqué el mecanismo para pararlos.

Había un botón rojo a mi derecha y lo presioné con cierto recelo. Los surtidores se pararon al instante. Sin embargo, sucedió algo más. De pronto una voz masculina inundó la sala desde alguna especie de altavoz.

Contuve la respiración al oír cómo Patrick Groen me preguntaba:

—Luisa, ¿eres tú?