Con las alforjas llenas, cabalgamos tranquilos hacia el sur de la isla por el valle de Dixcart. El contraste de sus verdes praderas con el ocre terroso de los viñedos, perfectamente alineados y desprovistos de hojas y frutos tras la vendimia, recordaba a un tablero de ajedrez.
Mientras lo atravesábamos a caballo, me sentí como una extraña pieza de aquel juego de estrategia.
Desde que había llegado a Sark tenía la sensación de estar continuamente en jaque. Como si alguien me observara desde varios frentes y esperara a que cayera en alguna de sus trampas.
Era consciente de que el reto de Elisabeth rozaba lo temerario. Si me pillaban en el ala oeste, utilizando aquel baño de estrellas, el despido sería esta vez la opción más deseable. No podía descartar que el dueño me denunciara incluso a las autoridades de la isla por allanamiento de su zona privada.
Un escalofrío me recorrió la columna al imaginarme en la diminuta cárcel de Sark, con capacidad para dos presos. Me pregunté si alguien más la habría ocupado desde el físico francés que intentó tomar la isla, o si aquel dudoso honor me estaba aguardando a mí.
Jim reaccionó a mi estremecimiento sujetando las bridas con una mano y rodeándome con la otra.
El aire soplaba con fuerza en ese lado de la isla. Quise apartarme un mechón de la cara, pero tenía los hombros atrapados bajo su brazo y no me atreví a moverme. Notaba la presión de sus muslos rodeando los míos y la espalda inmovilizada contra su pecho. Pero, aun así, me sentía extrañamente cómoda y protegida.
En aquel instante, un paso estrecho y elevado se extendió ante nosotros como una larga lengua de tierra. A nuestros pies, un abismo de vertiginosos acantilados verdes se estrellaban contra el mar turquesa.
El viento parecía empeñado en arrancarnos de lomos de Duke. Aunque aquel paso sobre el istmo estaba protegido con una baranda de hierro, su impresionante altura me sobrecogió unos segundos.
«Prohibido aparcar bicicletas en la Coupée», rezaba un cartel a la entrada.
—Antes de la Segunda Guerra Mundial no había valla —me explicó Jim—. Quienes cruzaban este paso de más de ochenta metros de caída libre, en días de mucho viento, tenían que hacerlo arrastrándose. Los más ancianos cuentan que más de un niño salió volando por los aires.
Aquella imagen me aceleró el pulso.
—La valla la instalaron prisioneros alemanes tras la guerra —continuó—. Pero tiene tan poca altura que, a lomos de un gran semental como Duke, no resulta del todo segura.
Aunque intuía que bromeaba, no pude evitar hundir mi cara contra su pecho y cerrar los ojos.
No los abrí hasta que llegamos al otro lado. Allí el camino descendía, abriéndose paso a través del valle, y giraba a la izquierda para serpentear a lo largo de una serie de cerros que bordeaban el mar.
Jim detuvo el caballo y desmontamos frente a un enorme roble. Lo ató a su robusto tronco, sacó una bolsa de las alforjas y me hizo una señal para que le siguiera colina abajo.
Tras cruzar un sendero de arbustos, helechos secos y lirios, en dirección al mar, ante nosotros emergió una espectacular garganta de agua entre las rocas. Abrí la boca fascinada al observar cómo sus aguas cristalinas se cubrían con el fino velo de una marea espumosa.
—Toplis se emocionó la primera vez que vio este lugar.
Le miré sin comprender.
—William Toplis —prosiguió—. Un famoso pintor victoriano. Vino a Sark para pasar unas vacaciones con su esposa, pero se quedó en la isla durante más de cincuenta años. Su mejor obra está inspirada en este lugar: La balsa de Venus. Él fue quien le dio nombre.
Bordeamos aquella especie de anfiteatro cubierto con agua de mar, hasta llegar a una roca plana. Una vez allí, descargó la mochila y extendió un pequeño mantel. Me senté a su lado y dije impresionada:
—No me extraña. Es un lugar precioso. ¿Tú también vienes aquí a inspirarte con tu novela o sólo lo reservas para impresionar a las chicas?
Esta vez fue él quien me miró confuso.
—Elisabeth me ha advertido de que me traerías aquí…
Se enfrentó a mi mirada suspicaz antes de bajar la cabeza. Luego respiró hondo, pero no respondió a mi pregunta.
O al menos, no directamente.
—Antes de que el pintor inglés lo bautizara como «La balsa de Venus», en Sark se conocía como «La fuente de las doncellas». Era un lugar tradicional de cortejo.
—Así que los chicos del pueblo traían aquí a sus conquistas. Ya veo…
—No exactamente. Esta balsa era sólo para las chicas. Los mozos se bañaban en otra que está más al suroeste: la balsa de Adonis. Es más profunda y grande que ésta, pero también menos accesible. Cuando la marea sube, la corriente es tan fuerte que ha arrastrado a algún incauto hasta el fondo del mar.
Jim abrió una bolsa y sacó un par de sándwiches de pollo y unas limonadas. Tenía hambre, pero antes de hincarle el diente quise preguntarle algo que no acababa de entender:
—Si las dos balsas están alejadas, ¿cómo podían cortejar o simplemente conocerse?
—Existe un pasadizo subterráneo que las une en la marea baja. Es angosto y está lleno de rocas punzantes.
—¿Qué profundidad tiene?
—Más de seis metros… Pero hay un peligro aún mayor que la marea alta o las profundidades de estas pozas. Las Soeurs.
—¿Las hermanas? —traduje del francés—. Supongo que es algún tipo de viento o corriente marina, ¿verdad?
—Son las ánimas de las muchachas que se ahogaron aquí esperando la llegada de sus pretendientes. Dicen que en las noches sin luna, sus lamentos pueden oírse desde el pueblo… Y que si te bañas con luna llena corres el peligro de acabar haciéndoles compañía.
Admiré cómo el sol atravesaba una grieta en el granito y se descomponía en el agua con los colores del arco iris. Las rocas frenaban el viento y convertían ese recoveco en un lugar cálido incluso en un día otoñal como aquél.
Seguimos conversando sobre la isla y sus historias. Jim había recopilado un buen puñado de ellas. Me habló de piratas y barcos hundidos, de disputas entre señores altivos y tesoros ocultos en antiguas minas de plata.
—Jack me aseguró que en esta isla nunca pasa nada —dije tras un silencio—. Pero tú llevas un buen rato explicándome cosas que han sucedido aquí.
—¿Quién es Jack?
—Un tipo del Black Dog con quien me tomé unas cervezas y probé el grog.
—¿El viejo del parche? —preguntó divertido, y asentí—. La gente de aquí se ha acostumbrado a vivir a oscuras y, a veces, es incapaz de ver lo que ocurre frente a sus narices.
—¿A qué te refieres?
Miró al cielo antes de contestar:
—No importa… Será mejor que nos vayamos. Esas nubes son rápidas y pronto habrá tormenta.
Tras recoger los restos del almuerzo, me acerqué a la balsa y me miré un instante en la superficie. El pelo me caía revuelto sobre los hombros enmarcando mi cara sonriente. Me guiñé un ojo antes de tocar mi reflejo y descomponerlo en ondas. El agua estaba helada.
A mis espaldas, la imagen de Jim apareció distorsionada junto a la mía. Parecía un gigante desgarbado. Pensé en Elisabeth. Por estúpido que pareciera, saber que a ella le gustaba hacía que viera al escocés más atractivo.
Regresé mentalmente a la noche en la que nos besamos en mi habitación y sentí el extraño impulso de repetirlo.
Aquella idea me animó a hacer una ingenua travesura: me volví con premura y sacudí mi mano mojada a pocos centímetros de su cara. Me reí mientras él permanecía inmóvil, mirándome de forma impasible con el rostro empapado.
Sin previo aviso, me alzó en el aire e hizo el gesto de lanzarme al agua.
—Si me tiras te juro que… —Reí y me agarré fuerte.
—¿Qué? —me retó mirándome directamente a los labios—. ¿Qué harás?
Jim retiró la mano que tenía bajo mis rodillas. Mis piernas se deslizaron contra su cuerpo, pero mi pies apenas rozaron el suelo. Sin soltarme de la cintura quedé de puntillas, suspendida, con los brazos alrededor de su cuello.
Nos miramos un instante en silencio.
Los cristales de sus gafas se habían mojado y me animé a quitárselas. Tenía gotitas de mar en los labios.
—Besarte —murmuré—. ¿Puedo?
Asintió con timidez y durante unos segundos nos fundimos en un beso. Me gustó la forma en que su mano sujetó mi nuca, el sabor salado de sus labios y cómo nuestras bocas se acoplaron en perfecta sincronía. Animada por una pasión creciente, me estreché aún más contra su pecho. Notaba su pulso acelerado y la respiración agitada…
Suspiré con decepción cuando sus manos me apartaron con delicadeza.
—La chica de tu novela ya ha superado su dilema… Ahora se atreve a besar al protagonista.
—Ahora el dilema lo tiene el autor —respondió de forma ambigua al tiempo que se alejaba unos pasos más de mí.
—¿Qué quieres decir?
No respondió.
Di por hecho que se refería a Elisabeth y no insistí.
—Tenemos que volver en verano. Bañarse de noche en esta balsa, con luna llena, es una experiencia única que no debes perderte.
—Aún falta mucho para eso… Pero conozco una forma de disfrutar de un baño de agua y estrellas sin esperar tanto —dije, recordando el reto de Elisabeth.
—¿Y qué forma es ésa?
Suspiré sin responder a su pregunta antes de decir:
—Me alegra que hayas cambiado de opinión, Jim. Cuando llegué dijiste que no aguantaría ni una semana, y ahora ya haces planes para el verano.
—Has probado nuestro grog y bebido nuestra cerveza… —dijo, imitando la voz ronca de Jack—. Ahora ya perteneces a la isla y no te será fácil huir de ella.
—Es posible… Pero yo no contaría mucho con hacer turismo. Sólo dispongo de un día libre a la semana… Siempre y cuando me porte bien y no haga enfadar a mi amo.
—Ahora ya sabes que no le tiembla el pulso a la hora de castigar a sus empleados.
—En realidad sólo me ha quitado un día libre —repliqué tomando su mano y aproximándome de nuevo a él—. No puedo juzgarle por un único gesto.
Me puse de puntillas y volví a besarle. Jim dejó que mis labios se fundieran en los suyos, con una dulzura que poco a poco se fue transformando en pasión. Durante unos segundos sentí que mi mundo se detenía y que el deseo prendía un fuego que exigía algo más.
Gemí con desazón cuando separó sus labios y los acercó a mi oído para susurrarme:
—El sabor del mar puede apreciarse en un solo trago.