Quizá mi invitación para ir al cielo no había llegado aún… Pero si de algo estaba segura era de que en Silence Hill me la estaba ganando día a día.
A medianoche, tras mi encuentro con madame Perrier, por fin pude tomar un baño. Cuando me dirigía a mi cuarto, oí algo que me dejó unos segundos paralizada. Era una voz femenina y joven que provenía del pasillo que conectaba con el ala oeste. Aquel timbre me resultaba muy familiar, tenía un tono dulce y una forma de hablar pausada que me atraía poderosamente hacia ella.
Descalza y de puntillas, me acerqué hasta la puerta de cristal que separaba el pasillo de la zona prohibida. Alguien la había dejado abierta. Sin cruzarla, traté de afinar el oído, pero no logré entender lo que decía. Había oído aquella voz antes. Estaba convencida.
Fuera quien fuese la chica, se hallaba en los aposentos de Patrick Groen. De pronto, la curiosidad venció toda resistencia y me encontré pisando la elegante moqueta burdeos que conducía directamente a ellos.
Sabía que aquella nueva infracción podía pagarla muy cara. Me arriesgaba a un castigo ejemplar por infringir dos veces la misma regla. Y no una cualquiera, sino la capital, la más respetada por los empleados del hotel, como me había explicado Gaspard.
Incluso siendo consciente de todo eso, no podía frenar mis pasos.
De pronto, me pareció oír cómo aquella voz femenina se rompía en un llanto contenido.
Después, silencio.
Sentí cómo el pulso se aceleraba en mi cuello al doblar la esquina y ver una luz al final del pasillo, junto a la biblioteca.
La puerta estaba entreabierta, así que me asomé desde el umbral aguantando la respiración.
Una gran pantalla plana asomó en mi ángulo de visión. Suspiré aliviada al darme cuenta de que probablemente la voz que había oído provenía de aquel televisor.
Desde mi posición alcancé a ver una imagen congelada: una silla vacía con una pared blanca de fondo.
De pronto unas líneas en pantalla y un sonido de rebobinado revelaron que alguien estaba recuperando algún momento anterior.
Ahogué un grito al verme a mí misma sentada en aquella silla, sonriente aunque algo nerviosa, hablando sobre mis motivos para aceptar un empleo en aquella isla del Canal…
Era el vídeo que había grabado en Barcelona la empresa de selección de personal. El mismo que había convencido a Patrick Groen para escogerme entre el resto de candidatas.
Hablaba con voz dulce y pausada sobre mis sueños y mis propósitos, sobre mi deseo de ayudar a mi padre… Había sido justo en ese momento cuando la emoción había quebrado mi voz un instante.
Me quedé allí, muy quieta, hasta que acabó la grabación y la imagen de la silla vacía apareció de nuevo en pantalla. Luego, otra vez las rayas de rebobinado y yo de nuevo repitiendo las mismas palabras.
No me hizo falta asomarme más para saber quién estaba visionando aquel vídeo.
Mientras regresaba a mi habitación, sentí pánico y una creciente desconfianza hacia el soberano de Silence Hill.
Ya en mi cuarto, me encaramé a la ventana y enfoqué la mirada hacia la habitación de enfrente, en el ala opuesta. Las cortinas estaban echadas, pero una luz azulada reflejaba el destello de una pantalla. Me estremecí al darme cuenta de que mi cuarto tenía una única vista: la habitación de Patrick Groen.
A la mañana siguiente, bajé a la cocina a las seis en punto. Me había pasado la noche dando vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. Pensaba en los muertos que nos protegen desde el otro mundo y en los vivos que nos acechan en éste.
La cita con madame Perrier —y el mensaje de mi madre— me había impresionado más de lo que estaba dispuesta a reconocer.
Aunque de un modo muy distinto, lo que había presenciado a continuación, en el ala oeste, también me había alterado. Antes de eso, sabía que Groen era un hombre inflexible, atormentado y severo con sus empleados… Pero desconocía que fuese obsesivo. Y, lo peor de todo, que yo pudiera ser objeto de su obsesión.
Para distraer mis pensamientos, decidí escribirle una carta a mi padre. Los empleados teníamos prohibido usar el teléfono del hotel. Y aunque Gaspard me había cubierto en un par de ocasiones para que pudiera llamar a casa, habían sido conversaciones muy cortas que me habían dejado incluso más triste. Sin móvil operativo ni wifi, mi padre y yo habíamos recurrido a esa forma arcaica de comunicación. Curiosamente, había disfrutado mucho narrándole anécdotas de la isla.
Querido papá:
No imaginas lo feliz que me hizo recibir tu última carta. Saber que estás bien y que el tratamiento está funcionando es la mejor noticia que podías darme. Te leo con una sonrisa cuando dices que has dejado de cojear y que ya no tomas esas pastillas para el dolor que dañaban tu úlcera. Me explicas también que la nueva fisio es la responsable de tu mejoría. Y por tu forma de hablar de ella, sospecho que no te refieres sólo a tu salud. ¡Qué bien, papá!
Siento que mi primera carta te pareciera un poco triste. Pero ¿te imaginas un lugar dónde llueve todos los días a media tarde? Pues eso ocurría en esta isla cuando llegué. Ahora el tiempo ha cambiado. Aunque los días son cada vez más cortos y fríos, se acabaron las tormentas y puedo salir a pasear cuando termino mi jornada.
Al principio el aire húmedo me hacía toser, pero ahora me he acostumbrado a la brisa marina que sacude la isla y mezcla el aroma de los viñedos con un perfume muy particular, a retama y hierba mojada. También me he habituado al silencio. La única música que suena cerca es un coro de mirlos que ha construido su nido en el alero de mi ventana. Dicen que estos pájaros no abandonan la isla ni siquiera en invierno, así que serán mi banda sonora hasta que me vaya.
La vida es tan tranquila que a veces siento que se detiene el tiempo. Ya te expliqué que en la isla no hay coches, sólo bicicletas y caballos… Y es normal cruzarte con las mismas personas una y otra vez mientras la recorres. La gente es muy amable en Sark y no me ha costado nada hacer amigos entre mis compañeros del hotel. Incluso el ama de llaves, que nos pareció tan estricta con aquella carta llena de normas, ha resultado ser una anciana encantadora. Por no hablar del señor Groen, el dueño de Silencie Hill, quien me obsequió con una cajita de bombones nada más llegar.
El trabajo es duro, pero me esfuerzo en aprender y disfruto mucho con algunas tareas, como cuidar el huerto o hacer tartas caseras con Margot. La cocinera me ha enseñado su truco secreto, así que prepárate para probar la mejor tarta de zanahoria del mundo cuando regrese a casa.
Lo que trato de decirte es que estoy bien y que no tienes que preocuparte por mí.
Puedes darle mis señas a Laura si es que te las ha pedido como dices. Me alegra mucho que te preguntara por mí y te dijera todo eso de que me debe una disculpa… Dile que no hay nada que perdonar y que yo sigo considerándola mi mejor amiga a pesar de estos meses en los que hemos estado distanciadas.
Escribe pronto, papá.
Te quiero,
Luisa.
Aunque muy alejadas de mi realidad, aquellas líneas obraron un efecto mágico logrando que mi ánimo mejorara al instante.
Por desgracia, la señora Roberts se encargó de estropearlo en seguida.
—Tienes una pinta horrible —me dijo nada más verme—. Como si hubieras dormido entre fantasmas… ¿Todo bien anoche?
Aquella pregunta cargada de mala intención me había dado valor para contestarle:
—Si se refiere a madame Perrier, es la única dama amable y con clase que he conocido en Silence Hill. Todo perfecto anoche, muchas gracias.
El ama de llaves me miró desafiante.
Me pareció ver cómo Margot dibujaba una sonrisa desde los fogones, tan fugaz que también pude imaginarlo.
—Hoy es martes, Louise. Hubiera sido tu día libre de no haber… —la señora Roberts buscó la palabra precisa— importunado al señor Groen. Por suerte, nuestro jefe es un hombre indulgente y no ha querido que pases este día encerrada en el hotel, con damas de poca clase.
No pude reprimir un exclamación de alegría al escuchar aquella gran noticia.
—Por eso ha propuesto para ti una estimulante mañana entre las bestias. Limpiarás las cuadras y el gallinero.
La señora Roberts sonrió triunfal, contagiando, esta vez sí, a la cocinera.
Dos horas después había acabado con la limpieza del corral y estaba en las caballerizas cepillando a Duke, el fiel caballo que tiraba del carro. Mientras peinaba sus crines, observé cómo Rahul le cambiaba el agua a Vince. El caballo del amo se lo agradeció con un relincho antes de cocear el suelo nervioso. Jim era quien solía encargarse de aquellas tareas y el único, junto a Groen, que podía acercarse a aquel corcel oscuro. «Es peligroso e impredecible. Como nuestro amo, cuesta saber sus intenciones», había comentado el hindú.
Con Rahul a mi lado, aquel trabajo había resultado más divertido de lo que imaginaba.
Mi labor había consistido básicamente en poner agua limpia y pienso a las gallinas, y en recoger algunos excrementos del establo con una pala.
En aquel momento, Jim se acercó y le ofreció una manzana a Duke. Llevaba unas botas altas y unos pantalones de montar demasiado grandes y gastados.
El recuerdo del beso de la noche anterior hizo que me sintiera un poco cohibida. A la luz del día, Jim había perdido parte de su magia. Bajo sus gafas de pasta, se escondía un chico guapo, con unas facciones angulosas muy masculinas. Pero las prendas viejas que lucía y su forma de caminar algo encorvada le conferían un aspecto nada seductor, que le acercaban más a un pueblerino que a un novelista excéntrico.
De todas las personas que había conocido en Sark, él era con diferencia mi preferido. Me sentía muy a gusto a su lado y besaba muy bien. Pero, para ser sincera, no despertaba en mí esas excitantes mariposas que había notado en la biblioteca del ala oeste en presencia de… Me sacudí aquella escena de la cabeza. ¿Me había vuelto loca? Cómo podía pensar en aquel cretino de esa manera… ¡Si ni siquiera tenía un rostro que ponerle! Era el hombre más engreído que había conocido nunca. Le odiaba. Y, aun así, había algo en él que me atraía peligrosamente.
Jim me miró un instante en silencio antes de bajar la vista a los bajos manchados de mi falda.
—Será mejor que vayas a cambiarte —me dijo sacándome de mi ensimismamiento—. Así no puedes venir conmigo al pueblo.
—¿Al pueblo? ¿Contigo?
—La señora Roberts quiere que te lleve a hacer algunos recados por la isla.
Me pasó una nota doblada. Era una lista de la compra con instrucciones precisas de dónde debía realizarlas.
Salté emocionada a su cuello y le estampé un beso en la mejilla. Alejarme de Silence Hill, aunque sólo fuera durante unas horas, era para mí casi una cuestión de supervivencia.
Corrí hacia mi habitación y me quité la ropa manchada. Dudé unos segundos antes de ponerme unos vaqueros y un jersey de lana azul con cuello vuelto. No estaba segura de que pudiera prescindir del uniforme, pero decidí que no podía moverme por la isla con aquellas prendas anticuadas e incómodas. En cualquier caso, el ama de llaves tampoco tenía por qué enterarse; me cambiaría nada más regresar al hotel.
Con las tareas del establo, algunos mechones habían escapado del recogido, así que opté por deshacerlo y dejarlo suelto.
Crucé el jardín en dirección a las caballerizas. Jim me estaba esperando junto a Duke. Me gustó la dulzura con la que le acariciaba las crines mientras le decía algo al oído.
Nada más verme me tendió la mano y me ayudó a subir a lomos del caballo.
Era la primera vez que montaba, así que experimenté una extraña sensación de vértigo cuando se colocó tras de mí y espoleó al animal para ponerlo al galope.
Dejar atrás Silence Hill me hizo sentir libre por primera vez desde que había llegado a la isla.
Un sol de otoño lucía en su punto más alto haciendo brillar las laderas de los acantilados. Cerré los ojos y me dejé acariciar por la brisa de la isla mientras aspiraba su inconfundible aroma a salitre y a coco. Era agradable notar el viento fresco en las mejillas y agitando mis cabellos.
Nos desviamos del camino de tierra para tomar un atajo por un bosque de vegetación frondosa y salvaje que me recordó el paisaje de Lost, una serie ambientada en un islote extraño y misterioso donde el tiempo avanza, retrocede y se detiene de forma caprichosa. En mi caso, aunque poco más de una semana me distanciaba de mi antigua vida, sentía el peso de cada día transcurrido en aquella isla como una carga eterna.
Por suerte, no todo era tan terrible en Sark. Alcé la mirada y me topé con el mentón de Jim. Su mandíbula recta se había dulcificado con el arco de una sonrisa. De pronto, un bache me impulsó sobre su torso y sentí el impacto de sus músculos en tensión. Sus brazos me rodeaban protectores, sujetando las bridas, mientras sus muslos presionaban los míos.
Al llegar de nuevo al sendero, las calles de Sark se dibujaron en el horizonte.
La primera parada era en Books & Cups. Yo tenía que recoger un pedido de cupcakes que la joven propietaria elaboraba artesanalmente para los hoteles de la zona. Había quedado con Jim en que nos repartiríamos los recados para ganar tiempo.
Un aroma a canela y frutas del bosque me recibió nada más entrar en aquel establecimiento. Al verme, Elisabeth me dirigió una sonrisa y siguió decorando unas magdalenas con una cobertura mantequillosa de color morado.
Me senté en uno de los taburetes giratorios mientras la observaba. Tenía el cabello cubierto con un gorro de cocinera que enmarcaba de forma graciosa su cara ovalada. Su rostro era bonito, de facciones dulces, pequeñas y armoniosas.
Al ver que sacaba otra fuente de pastelitos y repetía la operación, me entretuve hojeando unos libros que había sobre el mostrador. Me llamó la atención la traducción al inglés de un autor español que conocía: El cuaderno de Aroha. Tenía el precio marcado en la parte trasera. No era caro, pero debía administrar bien el escaso dinero en efectivo del que disponía y no podía permitirme ningún capricho.
—Son las novedades de este mes —me explicó Elisabeth—. ¿Quieres tomar algo mientras esperas?
—No quiero distraerte… —respondí—. Además, tengo un poco de prisa. Jim quiere mostrarme un lugar especial de la isla en cuanto acabemos los recados.
Observé cómo ladeaba una sonrisa y arrugaba la frente mientras coronaba algunos pastelitos con moras y frambuesas.
—Déjame adivinar… ¿Un picnic en la playa, tal vez? No me digas que va a llevarte a la balsa de Venus.
Me di cuenta de que mi comentario la había molestado al contemplar cómo aplastaba uno de los bollos y lo lanzaba a la papelera con rabia.
—La señora Roberts no acepta ninguno defectuoso —me explicó—. Ya los puedes llevar con cuidado, Lou… Si alguno se estropea, no me pagará el pedido.
—Descuida.
No tenía ni idea de adónde quería llevarme Jim, pero era evidente que ya había estado en aquel lugar con Elisabeth, y que la idea de que fuéramos juntos a cualquier rincón de la isla le disgustaba. Aproveché su comentario para cambiar de tema.
—La señora Roberts es una bruja. Igual que Margot. Si supiera que alguna de las dos va a probar tus cupcakes, te pediría que les pusieras un poquito de veneno.
—Con la señora Roberts puedes hacer lo que quieras… Pero a Margot ni la toques. ¡Es mi mejor clienta!
—No la defiendas. Quizá sea una gran lectora, pero sigue siendo una mujer antipática y horrible.
—A mí me parece dulce. Me trató muy bien cuando estuve alojada en Silence Hill y ahora se ha convertido en una amiga para mí.
La miré sorprendida. Me costaba creer que estuviéramos hablando de la misma persona. Sin embargo, la mera mención al hotel había despertado en mí otra curiosidad no resuelta.
—¿Por qué te echaron?
—No me echaron… El dueño le debía un favor a un familiar mío y me acogió en su hotel mientras duraban las obras de este edificio: la tetería y la vivienda de la planta de arriba.
—Déjame adivinar… ¿infringiste la capital, tal vez? —Imité el tono que había empleado ella un momento atrás para referirse a Jim.
—Sí. Digamos que me colé donde no debía… En el ala oeste. Pero ¿sabes qué? Lo que viví allí valió la pena —suspiró y puso los ojos en blanco—. Una de las mejores experiencias de toda mi vida.
—¿A qué te refieres? —Sentí un extraño aguijonazo de ¿celos? al intuir que hablaba del amo y señor de Silence Hill.
—A un lugar increíble que está en la torre más alta del ala oeste. Es una sala con jacuzzi y una cúpula de cristal que permite ver el firmamento. El agua caliente y las estrellas te hacen sentir como si estuvieras en el cielo. Te aseguro que el rato que estuve allí justifica no sólo mi estancia en el hotel, sino en la isla entera.
Me miró con curiosidad, consciente de que había despertado en mí el deseo de ir a ese lugar.
—Olvídalo —continuó—. Tú no tienes agallas para ir allí… Te despedirían.
Sin saberlo, la inglesa había pronunciado la palabra clave: despido.
Sonreí antes de replicar con cierta soberbia:
—Iré. Pero ¿cómo podré demostrártelo?
—Encontrarás un recipiente de cristal con barritas de incienso. Las que se queman en esa sala son tan exclusivas que no las encontrarías en ningún otro lugar. Las elaboran con flores de la isla. Toma una y tráemela. —Enmudeció un instante y me retó con la mirada—. Si tienes lo que hay que tener para ir allí, te surtiré de novedades editoriales sin coste alguno durante todo el año.
Agarré el libro que había dejado sobre el mostrador y le miré a los ojos divertida.
—Considera éste como un anticipo.