Con el transcurso de los días, mi teoría sobre el juego de Patrick —forzar a los empleados para que se marcharan— iba ganando peso. Sólo había pasado una semana y ya me sentía agotada.
La ocupación del hotel se reducía a cuatro parejas de jubilados. Aquello no suponía ni un veinte por ciento de su capacidad y, sin embargo, no dábamos abasto. La señora Roberts era implacable y siempre se le ocurrían mil tareas que atender. Cada vez que finalizaba un trabajo duro, me encargaba otro aún peor, como barrer las hojas secas del jardín cuando el viento soplaba con fuerza.
Aunque mi jornada acababa a las seis, no lograba retirarme antes de las ocho. Cuando eso ocurría, estaba tan agotada que no tenía fuerzas ni para bajar a cenar.
Aquel lunes estaba a punto de cerrar los ojos cuando alguien llamó con suavidad a mi puerta. Supuse que era Ingrid quien, como el día anterior, venía a buscarme para ayudar en la cocina o hacer guardia en recepción.
Hundí la cabeza bajo la almohada.
«No estoy», me lamenté para mis adentros esperando que me dejaran tranquila.
—Puedes pasar… —dije finalmente, sin moverme de la cama.
Oí sus pasos y cerré los ojos con el deseo de apurar algunos segundos de descanso.
El somier chirrió cuando se sentó a mi lado.
—Te juro que no puedo con mi alma, Ingrid. Estoy tan cansada…
Suspiré al notar cómo me apartaba la melena del cuello y colocaba sus manos en mis hombros, presionando los músculos con un suave masaje.
—Humm… Sólo quiero dormir. Soñar que estoy en cualquier otro lugar, muy lejos de aquí…
—Creía que tú no soñabas…
La voz masculina de Jim me produjo un sobresalto.
Alarmada, me incorporé y le miré llena de horror.
—¿Qué haces aquí?
—Me has dicho que podía pasar.
—Creí que eras Ingrid… Pero tienes que irte ahora mismo. —Le empujé con suavidad hacia la puerta—. Si te pillan, puedo despedirme de todos mis días libres del año. Nadie que no sea del personal puede acceder al hotel, y no digamos a las habitaciones. Y si Patrick Groen se entera o la señora Roberts te descubre aquí…
—Ella es precisamente quien me ha enviado para hablar contigo —repuso con tono tranquilizador—. Y te olvidas de algo importante: soy el cochero. Trabajo aquí. Acabo de traer a una dama del muelle.
—¿Te ha enviado la señora Roberts? —pregunté incrédula—. ¿A mi habitación?
Confusa, me alisé el camisón. Lo había encontrado en el armario junto a los uniformes. Era un diseño antiguo, de hilo de algodón, muy cómodo pero algo transparente.
Jim se sentó en la cama y palmeó el colchón para que me acomodara a su lado.
—La señora Roberts no sabía que te habías retirado ya. Me pidió que te buscara para explicarte algo importante. Después de recorrer Silence Hill de arriba abajo, sólo me quedaba tu habitación.
—¿Cómo has sabido encontrarla?
—No es la primera vez que piso este cuarto.
Me acordé de la chica que lo había ocupado antes que yo y quise preguntarle algunas cosas sobre ella. Gaspard me había contado que no era del servicio y que la habían «invitado a irse» tras colarse en el ala oeste. Sin embargo, había otro asunto que me producía más curiosidad.
—¿Para qué me buscabas? ¿Qué es eso tan importante que el ama de llaves quiere que me expliques?
El escocés tomó aire antes de quitarse la chaqueta de pana y quedarse en mangas de camisa. Era de franela y tan amplia que no marcaba ningún tipo de forma bajo la gruesa tela. Aun así, se adivinaba un torso amplio.
—Es sobre la mujer que ha llegado al hotel: madame Perrier. La señora Roberts quiere que le sirvas el té esta noche en su cuarto, a las once en punto. Es una vieja clienta de Silence Hill y siempre lo toma a esa hora, como un ritual. Está instalada en la habitación número trece.
—No —protesté—. ¡Me levanto cada día a las cinco! ¿Es que acaso quieren acabar conmigo? Además, me he quitado ya el maldito recogido y tardaré una eternidad en volver a hacérmelo…
Jim enredó un instante sus dedos en mi desordenada melena. Luego sacó una botella de whisky que llevaba oculta en su chaqueta.
—Echa un trago, Lou. Te hará bien.
Tomé aire y bebí de la botella.
Al primer sorbo, sentí cómo el alcohol me quemaba en la garganta. Tosí con regusto a madera mientras el fuego se extendía por mi pecho y me insuflaba un poco de ánimo.
Eché otro trago largo.
Y luego otro.
A continuación, miré hacia el techo y saludé con la mano hacia un punto cualquiera.
—Hay cámaras… —le expliqué bajando la voz—. Por todas partes. Me lo ha dicho Ingrid. Pero ya me da igual. Sólo quiero que me echen de una maldita vez. Quiero irme a casa.
Jim me miró sorprendido.
—Tenías razón. —Tragué saliva para ahogar las ganas de llorar—. No llevo ni una semana aquí y ya no aguanto más.
Sentada en el borde de la cama, con los pies descalzos y aquel fino camisón, me sentí de pronto pequeña y frágil.
—No puedes rendirte ahora. Has de ser fuerte y pensar en el verdadero motivo que te retiene aquí.
—Sí. —Apreté los dientes y bajé la mirada—. Patrick Groen…
Pensé con rabia en el contrato que había firmado, en su juego cruel y en nuestro extraño encuentro del otro día.
—Me refería a tu padre… —Alzó mi barbilla y me obligó a mirarle a los ojos.
Durante un instante nos miramos en silencio.
—Háblame de tu novela… ¿Ha salido ya la chica de tu sueño? —le pregunté finalmente.
—En realidad, sí. Pero tiene un dilema.
—No me lo digas. No sabe si irse o quedarse en la isla… ¿A que sí?
Observé cómo su mirada se deslizaba con una sonrisa por mi rostro, deteniéndose en las pecas que salpicaban mi nariz y mis mejillas, para llegar finalmente a la boca.
—¡Qué va! Es mucho más grave que eso… No sabe si besar o no al protagonista.
—A la chica de tu novela le preocupan las cámaras —respondí entre turbada y divertida por su insinuación.
—Pues habrá que decirle que no se preocupe. Su querido jefe no se expondría a ser denunciado por violar la intimidad de los empleados en paños menores. Puede que sí las haya en otros espacios, como sistema de seguridad, pero nada más.
Aquel razonamiento me tranquilizó un poco. Era evidente que Ingrid estaba algo desquiciada, así que me prometí hacer menos caso en lo sucesivo a sus angustiosas paranoias. Al pensar en ella no pude evitar acordarme de la canción que había tatareado el otro día, y me pregunté si el propio Groen sería el responsable de sus desvaríos.
—¿Y bien?
Su pregunta me hizo aterrizar de nuevo en aquellas paredes.
¿Me estaba pidiendo que le besara?
Aunque jamás tomaba la iniciativa con los chicos, sentí el impulso de cambiar mis reglas y dejarme llevar.
Animada por el alcohol, rodeé su cuello con los brazos y le besé. Había planeado un suave roce, un contacto breve…, pero sus labios me atraparon durante varios segundos.
Toda mi seguridad se transformó en timidez cuando nuestras bocas se separaron.
Jim me miró también un instante, confundido. Después se quitó la gorra y empezó a doblarla con la vista en el suelo.
Una rápida asociación de ideas me hizo pensar en la chica que había ocupado antes esa habitación. Jim había dicho que conocía mi cuarto por ella. ¿La habría besado?
—Háblame de la chica que dormía aquí antes que yo.
—¿De Elisabeth? ¿Qué quieres saber de ella?
—¿La chica de la librería? —pregunté sorprendida.
Asintió y se separó un poco de mí antes de explicarme:
—Se instaló aquí durante las obras del local y la vivienda que hay encima de la librería. Ella misma puede explicártelo cuando la visites. Pero ahora deberías estar muy atenta a la vieja dama.
El tono misterioso de su voz me produjo un escalofrío.
—¿Quién es?
—Una mujer excéntrica a quien todos temen. Por eso la señora Roberts me ha pedido que te hable de ella… Quiere que estés preparada cuando vayas a verla esta noche.
—No puede ser peor que la señora Roberts o Margot.
—¡Oh, no! Madame Perrier es una dama encantadora, de trato exquisito, nada que ver con esas brujas. Pero tiene un don que hace temblar al más valiente.
—¿Cuál?
—Habla con los muertos.
Le miré un instante pensando que me tomaba el pelo, pero él continuó sin variar su expresión seria:
—Ten cuidado, porque cada vez que esta mujer viene a Silence Hill suceden cosas extrañas y reaparecen viejos fantasmas.