A la mañana siguiente, me presenté ante la señora Roberts dispuesta a acatar el castigo de Patrick Groen. Fuera cual fuese.
Tras pensarlo durante toda la noche, me convencí de que debía conservar el empleo. Tenía que ser práctica. Con el curso empezado y mi inexperiencia no encontraría nada en lo que ocupar el año y, sobre todo, que me reportara las ganancias que me ofrecía Silence Hill.
Aparte de eso, tampoco era libre para irme cuando quisiera. Había algo que me ataba de forma irremediable a aquel lugar, una cosa que convertía a Patrick en algo más que mi jefe, casi en mi dueño: un contrato. Lo busqué en mi bolso y leí la cláusula que me obligaba a permanecer allí, al menos, durante el siguiente medio año:
«En caso de romper el acuerdo sin previo aviso (seis meses de antelación), el empleado deberá pagar el equivalente a cuatro mensualidades por los perjuicios ocasionados de la gestión de buscar un sustituto».
¡Cuatro mensualidades! Aquello suponía toda una fortuna para mí. Por fin entendía por qué el hotel se vanagloriaba de no haber despedido jamás a ningún empleado… Era mucho más rentable forzarle a que se fuera.
Aquél era el juego de Patrick.
Ese hombre era un cretino, un lisiado arrogante que abusaba de sus empleados y dirigía su hotel desde las sombras, con absurdas normas y castigos de otra época.
Había dicho que me aplicaría «un castigo justo», pero si algo tenía claro tras revisar el contrato era que su idea de justicia era cualquier cosa menos justa.
Media hora después, mientras ayudaba a Margot a preparar un guiso, empecé a sospechar que aquél fuera realmente mi castigo.
La señora Roberts no había mencionado nada sobre la sanción cuando nos habíamos encontrado a primera hora en la cocina. Sólo me había dicho que me quedara allí y ayudara a la cocinera. Aquella mujer era tan odiosa que hasta el propio Groen resultaba casi amable a su lado.
Aun así, aproveché el momento para hacerle algunas preguntas sobre el hotel:
—Señora Margot, me han dicho que es usted la persona más veterana de Silence Hill. Y que lleva aquí más de medio siglo.
—¿Me estás llamando vieja, niña impertinente?
—No… —vacilé—. Sólo me preguntaba si ha sido feliz durante todo ese tiempo. Las normas son estrictas… y salta a la vista que poco amables con el servicio.
—El señor Groen trata a sus empleados mucho mejor de lo que merecen —me cortó—. Si algo se le puede recriminar al dueño de este hotel es su falta de ojo eligiendo a alguna doncella.
Estuve a punto de protestar, pero decidí no hacerlo al recordar la advertencia de Jim: «No te enfrentes a ella porque sería capaz de envenenar tu plato». Observando cómo desplumaba una gallina, con un brío casi sádico, no tuve ninguna duda de que era muy capaz de hacerlo.
Por suerte, a media mañana se quitó el delantal y apareció Gaspard para sustituirla. Nada más entrar, su sonrisa disipó los malos humos que se respiraban en la cocina. Traía una caja de fruta de temporada —granadas, limones y naranjas— que perfumó el ambiente.
—¿Adónde ha ido Margot? —le pregunté nada más desaparecer la cocinera.
—Supongo que al pueblo a hacer recados… O tal vez a esa librería, donde también sirven tés y pasteles. Últimamente va mucho por allí.
—¿En serio?
Me costaba imaginarme a esa mujer ruda frecuentando un lugar tan refinado como el Books & Cups.
—Margot es una gran lectora.
—La gente de aquí no deja de sorprenderme —murmuré.
—Y eso que aún no has tenido ocasión de conocer a la persona más interesante de todo el hotel.
—Si te refieres al dueño, no tengo ningunas ganas…
—¿Ese fantasma? ¡Claro que no! ¡Me refería a mí, mon amour! —respondió indignado.
No pude evitar una carcajada.
—Era una sorpresa, pero te lo contaré… —continuó bajando la voz—. Me las he arreglado para coincidir contigo el próximo martes. Necesitas que alguien te enseñe la isla y yo soy tu hombre. Hay sitios mágicos en Sark. Lugares muy románticos…
Le miré un instante perpleja antes de darle una palmadita en la espalda. El francés me dirigió una sonrisa que le achinó los ojos y le hizo parecer un niño travieso. Tenía las mejillas repletas de pecas del mismo color pajizo que el pelo, y las pestañas tiesas como abanicos.
Negué con la cabeza mientras pelaba la última patata. Gaspard me caía bien. Era, con diferencia, la persona más alegre de Silence Hill, la única que me había hecho reír en aquel lugar opresivo. Sin embargo, no quería volver a meter la pata, así que le pregunté:
—¿No te preocupa que te despidan?
—¿Por qué iban a hacerlo?
—Tengo entendido que hay una norma que prohíbe que los miembros del servicio… —traté de recordar la palabra exacta del decálogo de la buena doncella— confraternicen.
Gaspard soltó una carcajada.
—Si eso fuese cierto, ya me habrían despedido unas cuantas veces. A la señora Roberts le importa un bledo con quién nos acostemos… Siempre y cuando acudamos puntuales al día siguiente para cumplir con nuestras obligaciones.
Pasé por alto la insinuación y continué con mi interrogatorio:
—Puede que a la señora Roberts no, pero ¿qué me dices de Patrick Groen? Quizá a él sí le importe que sus empleados no cumplan las normas.
—Yo no me preocuparía por él —respondió mientras removía el caldo con una enorme cuchara de palo—. A veces dudo de que realmente exista… La señora Roberts nos transmite sus órdenes como si fuéramos los Ángeles de Charlie, pero ¿quién nos asegura que no se lo inventa y es ella misma quien dirige el hotel?
Aquella teoría hubiera tenido sentido de no haberle conocido la noche anterior.
—En cualquier caso —continuó—, es genial tener un jefe al que nunca ves, así hay menos ocasiones para odiarlo.
No podía estar más de acuerdo con sus palabras. Yo le había tratado una única vez y ya había empezado a hacerlo.
—¿Qué me dirías si te dijera que yo sí le he visto?
—Es una broma, ¿verdad? —Gaspard dejó de mover el puchero y me miró por primera vez serio.
Dudé un instante en sincerarme con él. Necesitaba explicarle a alguien lo que me había sucedido con Groen. Sin embargo, las palabras de Jim resonaron en mi cabeza como una suave advertencia: «No confíes en nadie de Silence Hill».
—Sí, sólo bromeaba… —Traté de sonreír y cambié de tema—. ¿Adónde dices que vas a llevarme el martes?
En aquel momento, la señora Roberts entró en la cocina. Iba acompañada de Rahul, quien depositó dos enormes calabazas, todavía manchadas de tierra, sobre una mesa.
El ama de llaves nos miró a Gaspard y a mí antes de decir:
—Yo no contaría con eso… No sé qué has hecho exactamente, pero el señor Groen te ha sancionado sin tu próximo día libre.
Convencido de que era el ama de llaves quien nos fastidiaba los planes, Gaspard fulminó con la mirada a la señora Roberts.
—Ahora acompaña a Rahul al invernadero —me dijo ella con una mueca condescendiente—. Están brotando malas hierbas y hay que arrancarlas antes de que se vuelvan más rebeldes.
Seguí a Rahul hasta la parte trasera del jardín. Junto a un enorme sauce había árboles frutales cargados de cítricos y otras variedades que no reconocí a simple vista. Tras caminar por un pequeño sendero embarrado, llegamos a una construcción de madera y cristal con un tejado transparente a dos aguas.
Rahul me ofreció unas botas de goma, unos guantes y un delantal de lona. Después, me mostró un parterre donde había plantadas lechugas, coles y acelgas. Mi labor consistiría en arrancar los hierbajos que crecían a su lado con la ayuda de un pequeño rastrillo.
Al principio clavaba la herramienta con rabia mientras pensaba en Groen y en su castigo. Perder mi día libre equivalía a dos semanas sin descanso… Evoqué los bellos acantilados que rodeaban la costa y me sentí como una princesa atrapada en su torre. No sólo era prisionera de aquella isla, pues mis confines se reducían a los muros de Silence Hill. ¿Qué sentido tenía estar rodeada de tanta belleza si no podía escapar de aquellas paredes?
El contacto con la tierra y el sol, en aquella especie de jardín de invierno, logró animarme un poco.
—¿Qué diablos has hecho para perder tu día libre? —me preguntó Rahul más tarde, mientras descansábamos bajo los árboles con un vaso de limonada.
Sentado en la posición de loto, el hindú transmitía la serenidad de los yoguis. Su compañía me hacía sentir relajada, pero aun así no quería bajar la guardia y contarle cosas que no sabía si confiarle.
—Me colé en la zona prohibida —dije midiendo mis palabras.
—Vaya… Empiezas fuerte. No llevas ni una semana aquí y ya te has saltado la capital.
Le miré interrogativa.
—Así es como llamamos a la norma más importante de todas —continuó—: No pisar el ala oeste. La última persona que se adentró en los aposentos del dueño ya no está en este hotel.
—¿La despidieron?
—No era una empleada… pero digamos que la invitaron a marcharse.
—¿Me estás diciendo que echaron a un huésped por pisar dónde no debía?
—Algo así… Pero cuéntame qué te ocurrió a ti. ¿Te pilló Groen?
—No vi a nadie, pero alguien debió de verme a mí… Tal vez la señora Roberts.
Rahul permaneció un instante en silencio mientras sus grandes ojos oscuros se clavaban en los míos con tanta intensidad que tuve la impresión de que podían detectar la mentira que acababa de decirle.
—Gaspard cree que Patrick Groen no existe —añadí.
El hindú puso los ojos en blanco dejando claro que no compartía su teoría.
—El dueño de Silence Hill es un hombre solitario y algo excéntrico. No le gusta que le molesten. Sólo es eso.
—¿Tú le has visto alguna vez?
—No, pero una noche, mientras hacía guardia en recepción, llamó por teléfono. Me pidió que le dejara un botella de champán en un lugar estratégico de la escalera…
—¿En serio?
—A la mañana siguiente, en ese mismo lugar, recogí la botella y dos copas vacías. Pero curiosamente, excepto un matrimonio de avanzada edad, nadie más se había registrado en el hotel.
—Tal vez se lo tomó con la señora Roberts o con Margot… —respondí pensando en las dos únicas personas que podían acceder a su zona.
—Era un Armand de Brignac Brut Gold. —Rahul alzó una ceja—. Un champán francés de más de doscientas libras la botella.
—¿Cómo era su voz? —le pregunté—. Has dicho que hablaste con él por teléfono…
—Hablaba despacio, con acento londinense. Ya sabes, un inglés muy educado y correcto.
Tras un suspiro, Rahul cerró los ojos y orientó el rostro hacia el sol. La luz otoñal del mediodía acarició sus facciones y le arrancó una sonrisa. Aunque encarnaba la imagen de una persona feliz, no pude evitar preguntarle:
—¿Has pensado alguna vez en irte de este lugar? ¿No te sientes atrapado aquí?
—Sark me gusta. Me he acostumbrado a esta vida.
Respiré hondo e imité su pose.
Mientras el sol calentaba también mis mejillas, Rahul resumió su actitud con una bella frase:
—Un corazón en paz ve fiesta en todas las aldeas.
Tras el almuerzo, Ingrid vino a buscarme para que la ayudara con la limpieza de las habitaciones vacías. Lo primero que me sorprendió fue su sonrisa. Tenía las mejillas encendidas y un brillo especial en los ojos. Su expresión era tan distinta a la del día anterior, que por un momento pensé que se trataba de otra persona.
—Ayer conocí a tu hermana gemela —bromeé—. Es mucho más gruñona que tú.
—No seas tonta. —Rió—. Todo el mundo tiene un mal día… Ayer no me encontraba muy bien, pero hoy veo las cosas de otra manera.
Observé extrañada cómo pasaba el plumero por una cómoda y canturreaba en voz bajita.
Me pregunté qué acontecimiento habría obrado el milagro de aquella transformación. De no saber que había estado trabajando hasta tarde y que los dos chicos del hotel no despertaban en ella ningún sentimiento romántico, hubiera jurado que Cupido era el responsable.
—Supongo que hoy me ha tocado a mí el día malo —suspiré—. Patrick Groen me ha sancionado sin mi día libre. ¿Puedes creértelo? El muy cretino…
—Calla. —Su cara se nubló con un velo de preocupación—. No deberías mencionarlo tan a la ligera.
—¿Por qué no? —refunfuñé—. No es más que un idiota egocéntrico.
Ingrid me agarró del brazo y me llevó hasta un rincón de la habitación. Después, fijó la vista en las gruesas molduras del techo y se acercó a mi oído:
—Ten cuidado, hay cámaras…
—Eso no tiene ningún sentido. —Bajé la voz al ver su expresión aterrada—. Esto es un hotel… Iría en contra del derecho a la intimidad de los clientes.
—No seas boba, las desconectan de las habitaciones cuando hay huéspedes… —susurró—. Pero no las del pasillo, ni las de los lugares comunes. ¿Cómo crees que te descubrieron ayer? No te dejes engañar: este lugar parece de otro siglo, pero te sorprendería saber la tecnología que se esconde tras sus antiguas paredes.
Después de un largo suspiro, Ingrid regresó a sus quehaceres. La observé un rato mientras se movía con rapidez por la habitación y recuperaba su semblante alegre.
Yo, en cambio, me sentía muy confusa. Sus palabras me habían dejado totalmente paralizada. Aunque no tanto como la canción que ella siguió canturreando a continuación mientras pasaba el plumero.
Había escuchado esa melodía antes. Estaba segura.
Era una pieza suave de jazz, interpretada en francés, que decía algo sobre un jardín de invierno junto al mar.