El día transcurrió lento, pesado y lleno de contratiempos. Después de aquella nota, era incapaz de concentrarme en las tareas y no hacía otra cosa que mirar el reloj. Las manecillas se habían aliado en mi contra y, en vez de avanzar, parecían retroceder por momentos.
Sólo esperaba que llegara la noche y Patrick Groen emitiera su veredicto.
Culpable.
La carta de admisión decía que en sus doscientos años de historia, el hotel se enorgullecía de no haber despedido jamás a nadie. ¿Sería yo la primera en romper con dos siglos de tradición?
Algo me decía que sí.
Había quebrantado la norma más importante. Y era muy consciente de que aquél podía ser mi primer y último día al servicio de Silence Hill. A pesar de eso, me entregué a mis labores lo mejor que pude.
Por la mañana había acompañado a Ingrid en la limpieza de habitaciones. Sólo había cuatro ocupadas de las veinte que disponía el hotel, pero había que repasarlas todas, cada día, y dejarlas en perfecto estado de revista.
—Nunca se sabe cuándo puede llegar un cliente inesperado —se había justificado Ingrid.
Sabía que era una orden de la señora Roberts, así que asentí mientras pasaba el aspirador sobre la moqueta impoluta. Pero lo cierto era que aquello resultaba más que improbable… Hacía días que ningún ferry atracaba en el muelle debido al mal tiempo y, excepto una misteriosa dama a la que esperaban esa misma semana, no había reservas hasta dentro de varios meses.
Mientras pasaba el plumero, un quinqué de cerámica cayó al suelo y se hizo añicos. Ingrid me miró horrorizada.
—Es una pieza antigua y vale una pasta.
No me atreví a preguntarle cuánto era una pasta pero, por su expresión, deduje que acabaría enterándome cuando lo descontaran de mi sueldo.
Tras un almuerzo frugal regresé a mis quehaceres, esta vez en la cocina y bajo la atenta mirada de Margot. Aquella señora era tal y como la había definido Jim: igual de malvada que la señora Roberts. Pero a diferencia del ama de llaves, la cocinera no se esforzaba en disimularlo.
Cada vez que le preguntaba algo referente a la tarea que me encomendaba, ya fuera sobre cómo cortar unos pimientos o cuántas patatas debía pelar para el guiso, su respuesta era siempre la misma: «Qué chica tan estúpida». Lo decía bajito, casi entre dientes, pero lo suficientemente alto para que la oyera.
Mientras frotaba con tesón una enorme cazuela de cobre la observé de soslayo. Había despejado una mesa y preparaba carne de venado para la cena. Bajo su cofia de cocinera se adivinaba un pelo ralo y gris. Tenía los ojos diminutos, la nariz breve y el rostro surcado de arrugas. En la comisura de sus labios, las más profundas invertían su sonrisa en una mueca de desprecio.
Ingrid me había explicado que era la empleada más veterana de Silence Hill, con casi medio siglo de servicio. Sentí lástima al pensar que su amargura se había forjado entre aquellas paredes.
Traté de visualizarme cincuenta años después en aquella misma cocina, pero aquel ejercicio de imaginación me resultó del todo estéril. No sólo porque no tenía intención de malgastar más de un año en aquel lugar, sino porque estaba convencida de que aquella misma noche Patrick Groen me despediría.
Al terminar el servicio, mientras me duchaba, pensé en mi padre y en regresar a casa. Nos habíamos gastado el dinero antes de ganarlo, asumiendo un crédito. ¿Cómo íbamos a pagarlo ahora? Tenía una artrosis degenerativa crónica. No era grave. No iba a morir ni nada parecido, pero sufría fuertes dolores y su calidad de vida dependía de costosos tratamientos que la Sanidad Pública había dejado de sufragar.
Su pensión de invalidez no daba para muchos lujos, así que yo había decidido aparcar la carrera de filología inglesa y buscar un empleo.
Si había aceptado la oferta de Silence Hill, en lugar de servir mesas en la cafetería de la facultad o cuidar a una pareja de ancianos, no había sido sólo por el generoso salario que ofrecía el hotel, sino también porque necesitaba aislarme de todo y tomar distancia. Compartir ciudad con Román y Laura no me lo ponía nada fácil. Quería refugiarme en un lugar donde no me llegaran ecos de quien había sido mi amor platónico y de mi mejor amiga desde la infancia.
Ya no estaba enamorada de él. Las tontas mariposas habían volado hacía meses de mi estómago. Sin embargo, cuando me acordaba de lo ocurrido no podía evitar una punzada de dolor.
Por más que Laura me hubiera advertido contra su hermano gemelo desde hacía años, yo suspiraba por él cada vez que lo veía en clase o iba a verle a los partidos de básquet. Ni sus continuas conquistas ni las terribles historias que me contaba sobre cómo las trataba habían logrado disuadirme. Según ella, me protegía que hubiera prohibido a su hermano acercarse a sus amigas, pero, aun así, yo le había prometido que jamás saldría con él.
Por todo ello, debería haber desconfiado la tarde que me esperó a la salida del instituto. Cuando oí mi nombre y me volví, tardé varios segundos en procesar que era Román quien lo había pronunciado y que era a mí a quien sonreía. Tenía la pierna flexionada contra la pared de la escuela y una mano en el bolsillo de los vaqueros. En la otra sostenía un anillo.
—Creo que esto es tuyo —me dijo haciéndolo girar entre los dedos—. Te lo dejaste en mi casa el otro día.
Traté de recuperarlo, pero él lo alzó obligándome a ponerme de puntillas.
—Podrías habérselo dado a tu hermana —protesté después de dar un saltito—. ¿A qué estás jugando?
Rió antes de responder:
—Contigo a lo que quieras…
Sentí un escalofrío de felicidad cuando me tomó la mano y deslizó el anillo en mi dedo. Luego me acompañó hasta mi calle y me pidió que le ayudara con su trabajo de filosofía. Me explicó que dependía de aquella nota para aprobar la asignatura y hacer la selectividad en junio, pero yo pensé que se trataba de una excusa para acercarse a mí.
Aquella tarde, en lugar de abrir los libros, abrimos las puertas de la pasión. Había fantaseado tantas veces con aquello, que ver a Román tumbado en mi cama, con el torso desnudo, era como una gloriosa materialización de mis sueños.
En los días sucesivos, nos vimos casi todas las tardes a escondidas de Laura. Ambos coincidíamos en que era mejor ocultárselo por el momento. Mi padre salía a caminar por prescripción médica, así que Román y yo disimulábamos frente al ordenador hasta que él cerraba la puerta. Y no volvíamos a esa posición hasta que oíamos sus pasos en la escalera una hora y media después.
Aunque el pelo revuelto y las mejillas encendidas nos delataban, mi padre jamás hizo un comentario o adelantó su regreso. Nunca supe si se hacía el despistado, si no era consciente de que su hija había crecido o si, simplemente, aceptaba la situación para evitar charlas incómodas.
Cuando Román se iba, me quedaba hasta altas horas de la madrugada haciendo su trabajo. Hacía semanas que había entregado el mío, así que concentré toda mi energía en que quedara perfecto. Curiosamente, trataba sobre Platón y el mal uso popular de su nombre en el amor no correspondido. En diez páginas debía exponer el concepto de «amor platónico» como una vulgarización de la teoría de El banquete.
Cuando estábamos juntos apenas hablábamos. Al principio nos habíamos limitado a besarnos y a acariciarnos por debajo de la ropa. No fue hasta un par de semanas después que dejé que Román me desnudara por completo y se tumbara sobre mí. Me puse tensa cuando vi que se ponía un preservativo, pero no me atreví a decirle que nunca había llegado hasta el final.
Me pareció que protestaba cuando topó con la resistencia de mi feminidad intacta, pero no se detuvo. Lo que ocurrió a continuación fue extraño, rápido y doloroso… Pero el hecho de perder la virginidad con aquel chico, tan guapo y tan fuerte, por el que siempre había suspirado, convertía esa experiencia en la más excitante de mi vida.
A medida que se acercaba la fecha de entrega, me centré más en su trabajo y menos en él. Quería que fuese perfecto. Por fin estábamos juntos. Él había confiado en mí y yo deseaba corresponderle con el mejor trabajo de filosofía de todo el instituto.
Me dirigía a imprimirlo y encuadernarlo a la copistería, cuando me encontré con Laura y me explicó la última fechoría de su hermano. Le había oído mofarse, por teléfono, sobre una incauta a la que había engatusado para que hiciera su trabajo a cambio de un favor.
Aquella palabra se clavó en mi alma como una flecha envenenada. Intoxicada de rabia, supe lo que tenía que hacer…
Días más tarde, cuando el profesor de filosofía repartió los trabajos y leyó en voz alta varias de sus frases, plagadas de errores, provocando las risas de toda la clase, sentí que le había devuelto el favor.
Después de aquello, Laura dejó de hablarme. A la traición de haberme liado con su hermano, pese a todas sus advertencias, se unía mi venganza por el suspenso. Aunque Román aprobó en septiembre y se matriculó en derecho como deseaba, Laura no me lo perdonó.
Pasado el verano, hubiera sido triste coincidir con ellos en el tren que lleva al campus de la Universidad Autónoma, donde ellos también estudiaban, y notar su rechazo.
De nuevo me sentía culpable.
Al salir con Román había roto mi promesa y le había fallado a Laura. Y, sin embargo, no había podido evitarlo.
Me sentía como uno de esos aurigas de Platón, guiado por dos caballos. El noble y dócil me instaba a hacer cosas buenas, como estudiar o trabajar para ayudar a mi padre. El rebelde, en cambio, me animaba a romper las normas y a actuar de forma egoísta.
Con Román y Laura, había vencido el caballo malo. Tenía el corazón roto y nadie iba a repararlo. Echaba de menos a mi mejor amiga, pero, sobre todo, añoraba a mi madre con toda mi alma.
Tal vez por eso, exiliarme en Sark me había parecido la mejor opción para ayudar a mi padre y esconderme del mundo. Al fin y al cabo, yo ya habitaba una isla desierta que llevaba mi nombre.
Y ahora estaba a punto de dejar atrás aquel islote para regresar a casa.
Sabía que mi padre me recibiría con los brazos abiertos. Él había intentado disuadirme de aquella locura. Decía que era demasiado joven para asumir su carga y que tenía edad de estudiar y de divertirme.
—Me voy sola a una isla, papá, ¿quién dice que no vaya a divertirme? —le había contestado con entusiasmo—. Además, es una buena oportunidad para practicar mi inglés.
Aunque estaba asustada, también sentía que era una forma de tomar las riendas de mi vida, de salir de los brazos de mi padre y hacer algo por mí misma.
—Tu madre estaría muy orgullosa de ti.
Me pregunté si opinaría lo mismo cuando me viera regresar una semana después.
Intenté calmarme diciéndome que aquello sólo era una posibilidad. Al fin y al cabo, la nota de Groen no mencionaba la palabra «despido», sino «sanción». Podía esperar cualquier cosa, desde una suspensión temporal de sueldo hasta renunciar a los días festivos de los próximos meses… Imposible saberlo.
Faltaba una hora para el encuentro, así que decidí relajarme. En contacto con el agua, aquella pastilla producía bastante espuma. Durante un rato, cerré los ojos y me quedé inmóvil, sintiendo la caricia del agua caliente y jabonosa en la piel.
Hubiera dado cualquier cosa por escuchar algo de música en aquel momento, pero, como casi todo en aquel tedioso hotel, estaba prohibida. Siempre y cuando no fueras el amo, por supuesto… Recordé la melodía que había escuchado esa misma mañana en su cuarto y empecé a tararearla en voz bajita.
Una rápida asociación de ideas me evocó su cuerpo desnudo, relajado y tenso al mismo tiempo. Traté de imaginármelo con un rostro desfigurado y lleno de quemaduras, pero era incapaz de ponerle rasgos. ¿Le vería la cara esa noche o me recibiría con la máscara?
Un escalofrío me tensó la columna.
El agua estaba empezando a enfriarse.
Tras secarme, me apliqué acondicionador en el pelo y unas gotitas de perfume. No estaba de servicio, así que no infringía ninguna norma, pero aun así me arrepentí nada más notar en el aire aquel aroma suave a cítricos y especias. Era la fragancia de mi madre, de una marca inglesa que compraba por catálogo. Yo había empezado a usarla apenas un año atrás, al descubrirla por casualidad en una perfumería de Barcelona. Por lo visto, mi madre tenía gustos caros. Conseguirla me había costado la paga mensual que obtenía llevando al colegio a mis vecinos pequeños, pero había valido la pena. Su aroma me hacía sentir segura y protegida.
No quería que Patrick Groen lo notara, así que intenté borrar su huella frotando mi piel con una toalla.
Ya en mi habitación, saqué un uniforme limpio del armario y me lo puse. La tela era más suave y de mejor calidad que el que había llevado durante todo el día.
Intenté hacerme el mismo recogido, pero no lograba fijarlo. En parte por el acondicionador, que lo había dejado muy suave y hacía que el pelo resbalara de las horquillas. Pero también porque me temblaban las manos.
Apenas faltaban unos minutos para medianoche.
Al final, me recogí el cabello en una cola alta y lo tensé en un improvisado moño bajo la cofia.
Salí al pasillo y me dirigí al ala oeste con más valor del que había previsto. Mientras me encaminaba hacia la biblioteca de Patrick Groen ensayé mentalmente mi defensa. No podía argumentar que desconocía la norma porque incluso se hallaba escrita en la carta de admisión, pero alegaría mi intención de recuperar la cofia.
La puerta estaba entornada y la empujé con suavidad. Las cortinas estaban corridas y una luna resplandeciente y llena se colaba desde el ventanal. Su luz plateada no era la única que iluminaba la estancia: había unas velitas en el suelo rodeando una silla de madera.
Sentí un escalofrío al entender lo que Groen esperaba de mí: que me sentara allí para ser juzgada.
Había algo diabólico en la disposición en círculo de aquellas velas, y mi escaso valor se desplomó como un castillo de naipes.
Estaba a punto de darme la vuelta cuando una voz muy dulce me pidió que me sentara. Aunque estaba muy asustada, no me atreví a desobedecerla. Sonaba algo metálica y amplificada, en todas partes y en ninguna, como si quien hablaba lo hiciera a través de un sofisticado equipo de sonido. Deduje que ni siquiera estaba presente en la habitación.
Tras un largo silencio en el que mi corazón parecía a punto de estallar, Groen volvió a hablar:
—La estoy viendo.
—Pues yo a usted no —respondí, molesta pero más tranquila—. Ni siquiera sé dónde está. ¿Me observa a través de una cámara?
La voz no respondió.
—¿Dónde está? —insistí.
—Debería hacerse esa misma pregunta. ¿Adónde cree que ha venido, Luisa?
Acostumbrada ya a la versión inglesa, mi propio nombre me sonó extraño.
—Pensé que había obtenido un empleo serio en Silence Hill.
—No creo que sea muy consciente de lo que eso significa.
Supuse que se refería a las estúpidas normas que regían su hotel y a mi incapacidad para cumplirlas.
—Es posible —reconocí—. Pero no soy la única que se salta las reglas.
—¿Qué quiere decir con eso?
Lejos de sonar dictatorial o intimidatorio, había un poso de amabilidad en su tono. Aunque era del todo inadecuado, tratándose de mi jefe, los nervios me animaron a defenderme atacando.
—Tiene un gato, señor Groen. —Mi voz sonó menos firme de lo que hubiera deseado, pero aun así continué—: Y ése es un privilegio que no le corresponde. Todo el mundo sabe que el seigneur es el único en la isla que puede tenerlos.
—Interesante, señorita Luisa. Es usted muy valiente. Continúe, por favor.
Su forma de hablar, tan correcta y educada, me hizo pensar en los presentadores de la BBC. Sonreí al recordar que mi madre solía impostar aquel acento posh, propio de la clase alta londinense, para hacerme reír. Aquel recuerdo me ayudó a relajarme y a seguir con mi acusación particular:
—También escucha música…
Después de un silencio eterno, temblé al pensar que mis palabras podían haberle ofendido. Estaba claro que el silencio no era una norma que pudiera afectar al amo del hotel.
—Gata —respondió finalmente—. El señor Beaumont es el único que puede tener una. Es una cuestión de control de natalidad, para evitar que esta pequeña isla se llene de felinos salvajes cuando apenas hay espacio para la gente… Pero Balthazar es un gato. Un macho.
Asentí sorprendida.
—No conocía ese matiz…
—Pero sí sabía que está terminantemente prohibido acceder al ala oeste…
—Sólo quería recuperar lo que es mío.
—¿Desde cuándo una doncella tiene alguna propiedad en mi zona privada? —Había un poso de diversión en su voz.
—Su gato robó mi cofia y mi obligación era recuperarla.
Patrick enmudeció de nuevo.
Aunque su tono había sido amable y había escuchado mis argumentos, era consciente de que todavía no había fijado ninguna «sanción».
Me perdí un instante en el cielo oscuro que asomaba tras la ventana. Las nubes habían formado un velo de gasa que ahora ocultaba el tímido rostro de la luna.
—La música no está prohibida en Silence Hill. Puedes escucharla siempre que no traspase las paredes de tu habitación. —No me pasó por alto que había empezado a tutearme y que sus palabras acariciaban peligrosamente mis oídos—. En cuanto a la infracción, por esta vez la pasaré por alto… Jamás debiste adentrarte en esta zona, pero hiciste bien en recuperar la cofia. Es responsabilidad tuya conservar el uniforme íntegro… Pero, aun así, hay algo que debes enmendar… No está bien mirar a la gente mientras duerme.
El recuerdo de su cuerpo desnudo, reposando en el diván, hizo que mis mejillas se encendieran.
—Yo no pretendía… —dije tratando de dominar el temblor de mi voz—. Acepte mis disculpas y deje que me vaya.
—Puedes irte cuando quieras. No obstante, te agradecería la gentileza de no hacerlo hasta que hayamos acabado esta conversación. No hay motivo para estar asustada.
—No lo estoy —mentí—. Es sólo que… me incomoda hablar con alguien que no da la cara.
—Mi cara te incomodaría mucho más, créeme.
—Nunca se sabe…
—Hay cosas que es mejor no saber nunca.
Su voz ya no sonaba lejana ni amplificada.
—En cualquier caso, resulta extraño mantener una conversación con alguien que se esconde.
Estaba decidida a levantarme cuando noté una mano en mi hombro. Logré sofocar un grito, pero no pude apaciguar el ritmo de mi corazón desbocado cuando me susurró al oído:
—¿Quién dice que me escondo?