El despertador sonó a las cinco de la mañana. La señora Roberts no me esperaba hasta una hora después en la cocina, pero había calculado que necesitaría la mitad del tiempo sólo para peinarme.
Lo primero que noté al abrir los ojos fue un dolor punzante en la frente. Sentí la piel tensa e hinchada bajo la tirita. De haber estado en casa, mi padre me habría obligado a ir al médico… Aquella idea me recordó que estaba sola, y que más me valía empezar a cuidarme.
Aunque me levanté despacio, el somier protestó con un chirrido. Necesitaba una ducha, así que me dirigí al armario en busca de unas toallas y el neceser de aseo. El suelo de madera crujió con cada uno de mis pasos, emitiendo un quejido agudo.
Tras extender el uniforme sobre la cama, salí al pasillo. El suelo estaba frío. No había moqueta que amortiguara mis pasos en aquella zona alejada de los clientes. El ruido de mis propias pisadas me hizo sentir incómoda. Estaba profanando una de las normas principales de aquel extraño lugar.
—«Silencio, orden y limpieza son nuestro lema, y lo cumplimos de forma escrupulosa» —murmuré burlona recordando una frase de la carta.
Avancé de puntillas hasta el final del corredor. El lavabo era pequeño y sencillo, con paredes blancas y sanitarios muy antiguos. Supuse que era una de las pocas estancias del hotel —junto con mi habitación— que jamás se había reformado. Había incluso una bañera de porcelana, algo desconchada, con patas y grifería de cobre empotrada en la pared. Ingrid me había dicho que nadie usaba aquel aseo. El resto del servicio se alojaba en la planta baja, así que podía considerarlo como mi baño personal.
Abrí resignada el neceser. No había champú ni acondicionador para el cabello, sólo una pastilla de jabón natural. El olor era agradable, pero no alcanzaba a comprender el sentido de aquella norma. ¿Por qué no podíamos utilizar nuestros propios productos? Si el dueño había pensado que era una forma de ahorrarnos tiempo con cremas y otros cosméticos, estaba claro que no había previsto un pelo como el mío. ¡Tardaría horas en desenredarlo!
Abrí el grifo y dejé que el agua corriera libre mientras me quitaba el camisón. El vapor se adueñó al instante del lavabo.
Un suspiro de placer escapó de mis labios al sentir el potente chorro de agua caliente. Después froté la pastilla directamente sobre la piel y el cabello hasta cubrirlos de espuma. Aquel jabón resecó mi cuerpo y me dejó con una extraña sensación de aspereza, pero también de profunda limpieza.
Al salir, me enrollé una toalla a la altura del pecho.
Tras quitarme la humedad de la cabeza, mi pelo emergió como una maraña encrespada. Traté de peinarlo, pero el cepillo se quedaba atascado en las raíces. Desesperada, decidí cubrirlo y continuar la tarea en la habitación.
Iba maldiciendo por el pasillo cuando, de repente, vi una bola de pelo blanco deslizarse al interior de mi cuarto. Un suave maullido delató al invasor antes de que yo llegara. Había dejado una rendija abierta para airear la habitación y evitar que el viento gélido de la isla se colara por la ventana. Lo último que había imaginado era que lo hiciera un gato. Rahul me había dicho que estaban prohibidos en la isla y que nadie, excepto el seigneur, podía poseer uno.
Me sorprendió que alguien tan estricto como el señor Groen se hubiera saltado aquella norma.
Era un animal grande, blanco y extremadamente peludo. Tenía el hocico chato, como si hubiera chocado contra una pared, y unos enormes ojos del mismo azul que el mar de Sark.
El minino procedió a explorar muy despacio la habitación mientras sus gruesas y cortas patas resonaban con gracia en el suelo de parquet.
—Mishi, mishi… —susurré.
Al oír mi voz, se acercó y restregó su voluminoso cuerpo de forma afectuosa contra mis piernas desnudas haciéndome cosquillas.
Me sorprendió que un gato pudiera ser tan manso y cariñoso. No opuso resistencia cuando lo tomé entre mis brazos y acaricié su pelaje. Era tan suave y sedoso que me dieron ganas de achucharlo como a un peluche.
—«Balthazar». —Leí la placa que llevaba en el cuello—. Así que ése es tu nombre, gatito clandestino.
El felino emitió un maullido suave seguido de un ronroneo. Después saltó a la cama y se puso a olisquear mi uniforme. Quise apartarlo para que no lo llenara de pelo blanco, pero reaccionó asustándose y corriendo veloz hacia la puerta.
Fue en ese instante cuando vi que llevaba algo blanco en el hocico. Un rápido vistazo a la cama me bastó para darme cuenta de que era mi cofia.
No quería ni imaginar la sanción que me pondrían si me presentaba sin ella, así que salí del cuarto dispuesta a recuperarla. Descalza y envuelta en la toalla, corrí tras Balthazar por el pasillo de la última planta.
A pesar de su volumen y de las patas cortas, el gato era rápido y tuve que apresurarme para no perderle el rastro. Mientras lo seguía, sentí cómo se me aflojaba la toalla de la cabeza y caía al suelo, pero no me detuve a recogerla.
El suelo de madera crujía y retumbaba con cada uno de mis pasos, pero yo era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera atrapar a aquel estúpido animal.
Avanzaba peligrosamente hacia el ala oeste del hotel, cuando recordé la advertencia de la señora Roberts:
«El señor Groen es muy celoso de su intimidad y cualquier intromisión en su área privada será duramente penalizada».
Una puerta de cristal me frenó en seco.
A través de ella pude ver a Balthazar peleándose con las cintas de la cofia. Crucé el umbral con la esperanza de darle caza por fin, pero el minino se asustó al verme y echó a correr de nuevo.
De pronto, el decorado cambió ante mis ojos. Las paredes de aquel lado del pasillo eran más luminosas y estaban pintadas de un cálido tono tostado, con cuadros de la isla enmarcados en grandes molduras. La madera del suelo también era más cálida y brillante, y estaba cubierta por una elegante moqueta burdeos en la parte central. Incluso la temperatura había subido varios grados.
Consciente de la infracción que cometía al pisar aquel lugar, avancé de puntillas hacia Balthazar justo antes de ver cómo desaparecía al doblar una esquina.
Había una puerta entreabierta al final del pasillo de la que salía una melodía suave de jazz. El gato sólo podía haber entrado en aquel cuarto, así que avancé lo más sigilosamente que pude.
Antes de asomarme afiné el oído y escuché la voz masculina y veterana del intérprete, que decía en francés algo sobre «un jardín de invierno junto al mar».
La canción acabó y pude oír el roce de la aguja girando sobre el disco antes de detenerse. Mi padre solía escuchar sus viejos vinilos en un tocadiscos, así que conocía bien aquel sonido.
Después, el maullido dulce de Balthazar.
Tomé aire y empujé la puerta con mucha delicadeza, parapetándome tras ella.
Los primeros rayos del día se reflejaban sobre el suelo de madera y en una alfombra persa que se encontraba en el centro de la estancia. Había un escritorio antiguo y una enorme estantería repleta de libros.
Desde el umbral pude ver a un hombre joven tumbado sobre un diván acolchado. Estaba de espaldas y tenía una almohada sobre la cabeza.
Era Patrick Groen.
Estaba dormido.
Y desnudo.
El sentido común me decía que no entrara allí y regresara en seguida a mi cuarto. Era consciente de que la sanción por perder la cofia no sería nada en comparación con ser pillada in fraganti por el dueño del hotel en su zona privada.
Sin embargo, me había quedado petrificada. No podía despegar los pies del suelo… Ni la vista de aquel cuerpo largo y musculoso que descansaba de forma grácil sobre aquel diván victoriano.
Su respiración regular delataba un sueño profundo.
Admiré sus hombros anchos y su amplia espalda que acababa en un trasero perfecto, seguido de unas largas y torneadas piernas.
Parecía muy alto.
Tenía un brazo bajo la almohada mientras el otro le colgaba relajado fuera del diván. Sus largos dedos rozaban la funda de un disco en el que aparecía un hombre sonriente, sentado en una silla con un sombrero habanero. Torcí el cuello para leer el título:
«Henri Salvador. Chambre avec vue».
Una manta de pelo blanco —como el lomo de Balthazar— yacía a los pies de la improvisada cama.
Y junto a ella, la cofia.
Cansado de aquella prenda, el gato se entretenía ahora con los cordones de un zapato. Me agaché a recuperarla cuando el animal tuvo la misma idea. Logré apartarlo de una manotazo pero su maullido provocó que el chico se moviera.
Contuve la respiración y cerré los ojos un instante con la fantasía infantil de hacerme invisible. Cuando los abrí, Patrick se había dado la vuelta, pero continuaba con la almohada sobre la cabeza y la respiración profunda.
Seguía dormido.
Permanecí unos segundos completamente inmóvil sin atreverme a dar un paso.
Incapaz de reaccionar, sentía el pulso acelerado en el cuello, un sudor frío en la frente y la respiración agitada.
Fijé de nuevo la vista en el diván y observé su torso. Fueron sólo unos segundos, pero la imagen quedó grabada en mi retina como si se tratara de una fotografía perfecta.
Tenía el pecho firme, musculoso y bronceado, como el de una estrella de cine. Sonreí al recordar que su mente no estaba a la altura de su físico y que le habían rechazado como actor por su incapacidad para memorizar los textos.
Descendí hacia su esbelta y estrecha cintura antes de bajar la vista un poco más y descubrir la enorme cicatriz que cruzaba su abdomen como una culebra. Supuse que era una marca de aquel trágico accidente que también le había desfigurado la cara.
Alargué el cuello para comprobar si la almohada dejaba alguna parte de su rostro al descubierto, pero no logré ver nada más allá de sus hombros.
Un rápido vistazo a su entrepierna me bastó para darme cuenta de que estaba muy bien dotado. Más que eso, su volumen y rigidez delataba un estado de excitación.
Supuse que estaría bajo el influjo de algún sueño erótico y no pude evitar que me ardieran las mejillas.
La cordura se impuso y me instó a darme la vuelta muy lentamente y salir de la habitación.
Ya en el pasillo, corrí de puntillas hacia mi cuarto.
Una vez a salvo, cerré la puerta y traté de recuperar la respiración. Había estado en el ala oeste y había visto al mismísimo Patrick Groen. O al menos, su cuerpo. ¡Desnudo!
Por suerte, todo había salido bien. Había logrado recuperar mi cofia sin ser descubierta.
Aun así, aquella aventura me había dejado conmocionada. En parte por el riesgo que había corrido al penetrar en esa zona prohibida y ocupada por el dueño. En parte, por la visión de aquel joven escultural.
Me puse el uniforme de doncella y peiné mi pelo hasta domarlo en aquel elaborado recogido. Aunque estaba lejos de ser perfecto, había logrado disimularlo con la cofia.
Faltaban varios minutos para que empezara mi jornada, así que aproveché para ordenar mis cosas. Aún no había tenido ocasión de deshacer del todo la maleta.
Mientras guardaba la ropa interior en un cajón de la mesita, encontré un papel arrugado y amarillento. Lo abrí con curiosidad pensando que tal vez habría pertenecido a la persona que había ocupado la habitación antes que yo.
Era otra tediosa lista de normas:
DECÁLOGO DE LA BUENA DONCELLA
1. Nunca permitas que tu voz sea oída por el amo, a no ser que te pregunte. En tal caso, habla en voz baja y con las menos palabras posibles, mantén las manos quietas y no le mires a los ojos.
2. Hazte lo más invisible que puedas.
3. Nunca des tu opinión al amo.
4. Cuando te pregunten o recibas una orden, responde siempre con el adjetivo apropiado: Señor, Señora, Señorita o Caballero, según sea el caso.
5. Está prohibido cualquier tipo de maquillaje, perfume o cosmético. Las doncellas no relucen, sino que limpian y sacan brillo a las cosas.
6. Cualquier estropicio será descontado de tu salario.
7. Cuando acompañes a algún cliente o al amo, para llevar sus bultos o por cualquier otro motivo, mantente siempre unos pasos por detrás.
8. Sé puntual. Y por puntualidad se entiende diez minutos antes de la hora establecida.
9. Jamás debes recibir a visitantes o amigos en el hotel, así como presentar a cualquier extraño al resto del servicio sin el consentimiento del ama de llaves
10. Las compañías están estrictamente prohibidas. Cualquier miembro del servicio que confraternice será despedido inmediatamente.
Le di la vuelta al papel buscando alguna fecha o pista que indicara cuándo había sido escrito. Aunque algunas de aquellas estúpidas órdenes continuaban vigentes en Silence Hill, aquel decálogo parecía de otro siglo.
«Hazte lo más invisible que puedas», «Nunca des tu opinión», «No mires a los ojos de tu amo…». Sonreí al recordar que a pesar de haber estado tan cerca de Patrick Groen, no había infringido esa última regla. Por suerte, no decía nada acerca de mirar el resto de su anatomía.
Me estremecí al darme cuenta de que, si no me daba prisa, infringiría una de aquellas normas. «Por puntualidad se entiende diez minutos antes de la hora establecida».
Estaba a punto de salir cuando oí unos pasos al otro lado de la puerta.
Alguien se acercaba.
Un mal presentimiento me hizo temer que tal vez me habían visto adentrarme en la zona prohibida…
Pero la realidad era mucho peor que eso.
Paralizada, vi cómo una nota se deslizaba por debajo de la puerta. Me agaché a recogerla y la desdoblé con el corazón en un puño.
Contuve el aliento mientras la leía:
Apreciada Srta. Luisa:
No han pasado ni cuarenta y ocho horas desde su llegada y ya es la segunda vez que tengo que llamarla al orden.
Estaba decidido a pasar por alto el asunto de los bombones, pero en esta ocasión su osadía ha ido demasiado lejos.
Preciso una reunión privada, y de carácter urgente, para fijar la sanción.
Preséntese esta noche, a las doce en punto, en la biblioteca del ala oeste. Supongo que no tengo que explicarle dónde se encuentra…
Atentamente,
P. G.