Zobeida

El mismo viento que doblegaba los árboles de Sark me arrojó al suelo mientras pedaleaba de regreso al pueblo. A pesar de mi esfuerzo por mantener el equilibrio, el aire y la lluvia eran más fuertes que mi voluntad y tuve que hacer una parte del camino a pie, arrastrando la bicicleta.

Cuando llegué a la calle de las cafeterías y restaurantes, estaba completamente empapada, dolorida y manchada de barro.

El escaparate de la librería que había visto una hora antes me devolvió una imagen muy penosa de mí misma. Tenía el pelo alborotado, la ropa mojada y una herida abierta en la frente.

La chica del delantal de flores me señaló el baño y me ofreció una toalla seca. Me lavé la cara y me sequé la ropa como pude.

—¿Con quién te has peleado? —me preguntó nada más salir del aseo—. Déjame ver esa brecha.

Me senté en uno de los taburetes giratorios que había junto al mostrador. Observé cómo se mordía el labio mientras sus dedos largos y delgados sujetaban mi barbilla e inclinaba mi cabeza hacia atrás.

Pensé que era muy hermosa. Tenía la tez dorada, los ojos azules y un bonito cabello rubio recogido en un moño informal.

Era alta y desprendía un agradable olor a vainilla. Me pregunté si se trataba de algún perfume o si, sencillamente, era el aroma de las tartas y pasteles que la envolvían en aquel local. Había una buena colección sobre el mostrador, en tarteras de cerámica, cubiertas con campanas de cristal.

—Será mejor que curemos esa herida —dijo antes de desaparecer por la trastienda y regresar al instante con una caja metálica de galletas. Al abrirla me di cuenta de que era un botiquín.

»Me llamo Elisabeth… —Humedeció un algodón con alcohol—. Y tú eres… Lou, ¿verdad?

Un fuerte escozor me hizo arrugar la frente cuando limpió la herida. Aliviada, me relajé al notar cómo soplaba delicadamente sobre ella antes de ponerme una tirita de sutura.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Me lo ha dicho Jim —me susurró al oído.

Seguí la dirección de su mirada y vi al chico de la gorra inglesa sentado en una esquina, junto a una enorme estantería repleta de libros. Estaba leyendo tranquilamente mientras bebía a sorbitos de una taza humeante.

—¿Hace mucho que ha llegado? —le pregunté extrañada.

Acababa de verle en su casa del acantilado. ¿Cómo era posible que estuviera allí tan pronto?

—¿Por qué no se lo preguntas a él? —Sonrió—. Me temo que ha acabado con toda la tarta de jengibre, pero te prepararé una infusión capaz de resucitar a un muerto.

Aquellas palabras me dieron una idea de cuál era mi estado.

—Espero que tu contrincante esté peor que tú —dijo Jim a modo de saludo—. Estás…

—Horrible, lo sé. —Ocupé una silla junto a la suya—. No me he peleado con nadie. ¡Ha sido el viento quien me ha atizado de lo lindo! Y no lo entiendo. Esta mañana el día era tranquilo, hacía sol… Y ahora…

Las palabras salieron con rabia de mi boca. ¿Por qué me sentía tan enfadada?

—Te lo advertí —replicó con tono burlón moviendo la cabeza—. No ha pasado ni un día y ya estás renegando de esta isla. En menos de una semana…

—¿Cuánto hace que estás tú aquí?

—Un año aproximadamente, ya te lo dije ayer.

—Me refiero a este lugar, al Books & Cups.

—No mucho… —Me miró con desconfianza—. ¿Por qué lo preguntas?

—Vengo de tu casa. Te he visto a través de una ventana, leyendo… ¿Por qué no me has abierto?

—No te habré oído —respondió antes de volver a las páginas de su libro—. El viento sopla muy fuerte en ese lado de la isla.

—Pero has tenido que salir justo después que yo, y no nos hemos cruzado en el camino. Además, parece que llevas aquí un buen rato…

Las migajas de tarta y su tetera casi vacía así lo indicaban.

—Hay atajos. Tú has debido de escoger el sendero largo y te has entretenido con las flores. —Tomó un mechón de mi pelo y me quitó un hierbajo—. Pero el lobo ha tomado el camino bueno y ha tenido tiempo de llegar antes que tú e, incluso, de comerse la tarta.

—¿Y cómo se las ha arreglado el lobo para no mojarse? —pregunté muy seria.

Observé cómo se quitaba las gafas y las limpiaba suavemente con el borde de su camisa. Tenía los ojos de un verde extraño, grandes y rasgados como los de un gato. Cuando se las puso de nuevo, pensé que aquellas lentes de aumento no le hacían ninguna justicia. Al igual que la camisa de franela, demasiado grande y gastada, o los pantalones de pana.

—Con un buen chubasquero.

Señaló uno azul que aún goteaba el suelo desde el perchero.

Por un momento me sentí estúpida sometiéndole a aquel interrogatorio. Estaba claro que no me había oído y que había sido más rápido que yo…

Elisabeth se acercó entonces para traerme una infusión que olía a hierbabuena, limón y eucalipto. Al preguntarle a Jim si deseaba algo más, no me pasó por alto su forma cómplice de mirarla y cómo ella se mordió una sonrisa mal disimulada.

—¿Qué quieres de mí?

Le miré sorprendida sin saber qué responder en aquel momento.

—Has ido a buscarme a mi casa… —añadió.

Dudé un instante antes de meter la mano en el bolsillo y mostrarle la nota que mi jefe había dejado en mi habitación.

Mientras repasaba aquellas líneas le expliqué:

—Me comí una chocolatina que ofrecían en recepción.

—Te lo dije, ese tío está pirado. —Dobló el papel y me lo devolvió antes de ponerse en pie—. Pero no esperaba que te rindieras tan pronto… Quieres que te lleve al puerto, ¿no es así?

Negué enérgicamente con la cabeza y le rogué que se sentara.

—Sólo quería contártelo… Tú eres la única persona que se ha atrevido a hablarme de él… Aunque Ingrid dice que no debería hacerte caso y que todo lo que explicas son invenciones de novelista.

Soltó una carcajada.

—¿Y tú qué crees, Lou?

—Yo te creo a ti. —Bajé la voz aún más hasta convertirla en un susurro—. Y quiero que me cuentes todo lo que sepas de él.

—No gran cosa. —Suspiró antes de cerrar el libro—. Sólo sé que su padre tenía casi sesenta años cuando se casó en segundas nupcias con una empleada del hotel treinta años más joven que él. Contra todo pronóstico, el viejo Groen enviudó nada más nacer su hijo. Consternado por la pérdida de su mujer, alejó a su único heredero inscribiéndole desde muy niño en los mejores internados de Inglaterra.

—Pobre niño rico.

—El «niño rico» tenía ínfulas de artista y al acabar el instituto se empeñó en ingresar en una prestigiosa escuela de artes escénicas.

—¿Y lo consiguió?

—El dinero puede ser muy persuasivo —respondió con una sonrisa irónica—. Era un zoquete, un mal estudiante incapaz de memorizar dos versos seguidos, así que lo descartaron como actor. Pero lo aceptaron en dirección escénica y fue sacándose los cursos a golpe de talonario. Sin embargo, cuando por fin tenía un proyecto ambicioso, una película con actores jóvenes de la Royal Shakespeare Company de Londres, el accidente truncó su sueño. En su lecho de muerte, el viejo le hizo jurar que lo único que dirigiría a partir de entonces sería su casposo hotel en esta isla perdida del Canal.

—De director de cine a director de hotel —resumí divertida—. Sumado a que se desfiguró el rostro… No me extraña que ahora sea un déspota resentido que disfruta atormentando a sus empleados con estrictas normas y notas amenazadoras.

Jim me miró sorprendido antes de sonreír de una forma extraña.

—No bajes la guardia, Lou. Y sobre todo, no confíes en nadie de Silence Hill.

—No lo haré —dije antes de romper la nota en pedacitos—. Sólo en ti.

Aunque hacía apenas un día que nos conocíamos, Jim me inspiraba confianza. No obstante, me parecía extraño que supiera cosas tan personales de alguien tan misterioso como Patrick Groen.

—¿Cómo sabes todo esto?

—Me lo contó el viejo. Fui su cochero personal durante un par de meses antes de su muerte. Era un charlatán y me tomó confianza mientras le acompañaba en sus recados por la isla.

Asentí en silencio mientras recolocaba en mi cabeza toda aquella información.

La infusión de Elisabeth se había enfriado un poco y le di un sorbo largo. Jim aprovechó el silencio para abrir de nuevo su libro.

—¿Qué estás leyendo? ¿Caperucita roja?

—Ése me lo acabé ayer. —Sonrió antes de mostrarme la portada—. Ahora estoy con otro tipo de cuentos.

Las ciudades invisibles, de Italo Calvino… ¿Está bien?

—Son cuentos cortos sobre ciudades fantásticas que Marco Polo describe al rey de los tártaros. Todas tienen nombre de mujer y son alegorías del deseo, la muerte, los sueños… Algunos son muy inquietantes, como la historia de Zobeida.

—¿De qué trata?

—De un hombre que sueña con una chica muy hermosa que corre desnuda por las calles de una ciudad. Tras perseguirla por enrevesadas calles, siempre despierta sin lograr alcanzarla. Obsesionado, busca esa ciudad por todo el mundo con la esperanza de encontrarla también a ella. Pero pronto se da cuenta de que ese lugar no existe. Así que decide construir la ciudad y levantar un muro en todas las esquinas donde la mujer de sus sueños desaparece… Él cree que de esa manera logrará atraparla, pero lo único que consigue es encerrarse en su propia trampa.

Después de un silencio, Jim me preguntó:

—¿Tú crees en los sueños, Lou?

Enmudecí durante unos segundos pensando todavía en aquella extraña historia.

—Hace tiempo que dejé de soñar…

—¿Tan mal te ha tratado la vida?

—No me refería a esa clase de sueños… Lo decía en un sentido literal. Por las noches sólo duermo. —Tomé aire antes de seguir hablando—: Desde que murió mi madre, no he vuelto a soñar. Al principio no lograba pegar ojo y me recetaron pastillas para dormir… Caía fulminada nada más tomármelas. Ahora ya no las tomo, pero sigo durmiendo profundamente.

—Lo siento.

—No es tan grave. —Me encogí de hombros—. Sueño mucho despierta.

—Me refería a lo de tu madre. ¿Qué edad tenías cuando ocurrió?

—Catorce…

Me sorprendí al notar un incómodo nudo en la garganta. Habían pasado cuatro años desde su muerte, y tenía el duelo superado. Lo había dicho una psicóloga… ¿Por qué me sentía tan triste en aquel momento sólo con mencionarla? Me respondí que en aquella isla solitaria, alejada de todo mi entorno, era normal que la echara de menos.

Era inquietante sentir de nuevo el aguijonazo de la culpa. La terapia había logrado atenuar el dolor, pero la espina seguía ahí clavada y escocía cada vez que hurgaba en ella.

Agradecí que Jim no siguiera indagando sobre su muerte. No me apetecía explicarle que había tenido un accidente de tráfico tras una fuerte discusión conmigo. Yo había montado en cólera porque no me dejaba ir a una fiesta. Le había dicho cosas horribles…

Su coche se había salido de la calzada y se había despeñado por un paso elevado. La policía había barajado somnolencia entre las posibles causas —no había muchas más en una carretera ancha y bien asfaltada, con perfecta visibilidad—, pero yo sabía que no había sido así. Era imposible que se hubiera dormido al volante con el estado de nervios con el que había salido de casa.

La voz de Jim me devolvió al presente:

—¿Cómo es que hablas tan bien inglés siendo española?

—Mi madre era británica, de Southampton. Aterrizó en Barcelona para dar clases de inglés y allí conoció a mi padre.

—¿También era profesor?

—Bedel…

—Eso explica tu aspecto. —Me miró fijamente antes de reaccionar con una sonrisa a mi cara de extrañeza—. Me refiero a tus orígenes, no a que tu padre fuera el conserje de una escuela…

Ambos reímos.

—El pelo negro y tu porte son muy españoles, pero tu piel blanca y pecosa es claramente inglesa. En cambio tus ojos… parecen una mezcla de ambas raíces. —Se aproximó para mirarlos más de cerca—. Azules pero con pestañas muy oscuras y espesas… Son bonitos.

Estaba acostumbrada a que elogiaran mis ojos. Eran grandes, rasgados y de un azul oscuro muy poco habitual en mi entorno. «Profundos como un topacio», solía decir mi madre. Mi amiga Laura estaba convencida de que, si me lo proponía, podía convertirlos en mi mejor arma. «Tú sólo tienes que poner ojos de Bambi enamorada…», me decía cuando quería que convenciera a algún profesor de que nos cambiara una fecha de examen, o a sus padres para que la dejaran dormir en mi casa. Pero los comentarios raramente provenían de un chico. Los de mi clase solían fijarse en otro tipo de atributos que en mí no eran destacables. El único en alabarlos había sido Román… Y ya no estaba segura de que hubiera sido sincero ni siquiera en eso.

El halago de Jim había sonado amable, sin ningún tipo de emoción romántica.

—Gracias —respondí con la misma cortesía—. ¿De dónde eres tú, Jim?

—De Edimburgo.

—¿Y qué te trajo a Sark?

—Un sueño. —Pareció sonrojarse al confesar eso.

—No me digas que tú también soñaste con Zobeida…

—Soñé la novela que estoy escribiendo.

—Cuéntame eso.

—Yo nunca había pensado en escribir una novela —explicó atropelladamente—. Acabé periodismo y empecé a trabajar en un diario local… Pero una noche turbulenta, después de redactar una crónica de última hora, tuve un sueño muy vívido. Los sueños suelen ser fragmentarios y sin sentido, pero el mío era una historia completa y detallada, con argumento y desenlace. El escenario era tan real que me desperté muy sorprendido.

—Continúa…

—A medida que pasaban los días, los detalles cobraban vida en mi cabeza y me acordaba de más cosas. El sueño implicaba a dos personas, un chico y una chica, y una isla muy poco poblada en medio del oleaje. Tuve el presentimiento de que podía ser una isla del Canal y me puse a investigar a través de Google Earth. Así fue como di con Sark…

—La isla de tus sueños —dije emocionada—. Pero ¿de qué iba la historia?

—De un chico que vive en una casita junto a un acantilado y escribe una novela.

—Ese argumento me suena…

—Recorrí la isla y di con la casa. No vivía nadie en ella, así que decidí alquilarla y esperar a ver si me sucedían las cosas que había soñado.

—Pero a tu relato le falta algo. No hay novela que se aguante sin una buena historia de amor —bromeé mirando a Elisabeth con una sonrisa—. Has dicho que salía una chica… ¿Cómo era?

Enmudeció un instante y me miró fijamente a los ojos antes de decir:

—Exactamente como tú.