A la mañana siguiente decidí bajar al pueblo con la bicicleta que me había prestado Gaspard. Había sido una suerte que librara los martes y que justo coincidiera con mi segundo día en Sark. Aquello me había permitido dormir diez horas seguidas y recuperarme del viaje, la fiebre y el cansancio de una tarde entera planchando sábanas.
La luz de la mañana, que entraba tímidamente por la pequeña ventana de mi cuarto, me había animado a hacer una excursión por la isla.
También quería buscar a Jim e indagar un poco más sobre Patrick Groen. La advertencia de su nota me había dejado totalmente desconcertada. ¿Qué había querido decir con que no esperara nada dulce en aquel lugar? ¿Tan grave había sido mi delito? ¿Pretendía castigarme por haberme comido una estúpida chocolatina de cortesía para huéspedes? Aunque yo no era más que una empleada, su acusación de robo resultaba excesiva. ¿Acaso no era aquello lo que había insinuado con «intente controlar su afición a coger cosas que no son suyas»?
En cualquier caso, el cochero parecía la única persona dispuesta a hablar de él sin tapujos.
Aunque la noche anterior había aprovechado que Ingrid tenía guardia para interrogar a Gaspard y a Rahul, había ciertas cosas sobre nuestro jefe que nadie parecía dispuesto a decir en voz alta.
Mientras pedaleaba por el sendero embarrado que separaba el hotel de Sark, dejé que el sol acariciara mis mejillas. Tras días de lluvia, las nubes habían dado paso a un cielo azul y despejado. Admiré cómo los rayos reverberaban sobre la hierba mojada haciendo brillar las laderas con un verde esmeralda.
Las esquilas y los balidos de un rebaño cercano me hicieron frenar a pocos metros de toparme con una docena de ovejas. Me bajé de la bici y esperé pacientemente a que cruzaran mientras recogía moras silvestres. El arbusto crecía junto al muro de piedra que bordeaba La Seigneurie, el castillo medieval de Sark.
Me asomé a su muralla y pude ver a un jardinero recortando afanosamente los setos de palacio mientras un fox terrier seguía a sus pies el hábil movimiento de la tijera podadora.
La visión de aquel perro me hizo recordar algo que había dicho Gaspard durante la cena, al mencionarle que había oído un maullido desde mi habitación.
—El seigneur es la única persona en esta isla que puede tener animales domésticos.
Aunque estaba segura de haberlo oído, no insistí. Su explicación me había dejado muy sorprendida. ¿Cómo era posible que un gato fuera un privilegio exclusivo de una persona?
Al ver mi cara de asombro, Rahul añadió:
—Aunque parezca increíble, sólo hace cinco años que la isla dejó de ser feudal… Pero a muchos efectos continúa funcionando como hace siglos. Algunas de sus costumbres vigentes parecen de novela de caballerías.
—Cuéntame alguna —rogué emocionada.
—Si un vecino se siente ofendido por otro isleño, por ejemplo, puede invocar el Clameur de Haro, un ritual que consiste en tirar el sombrero al suelo, arrodillarse y recitar una plegaria que obliga al ofensor a cesar en su actitud hasta que una persona ajena decida quién tiene razón.
—Eso explica muchas cosas. Como las estrictas normas de Silence Hill… que parecen de otra época, o estos uniformes con cofia y delantal de puntilla.
—Pues yo creo que estás très jolie —dijo el francés con una sonrisa encantadora.
Rahul puso los ojos en blanco antes de seguir con su explicación:
—El viejo Groen formaba parte del Chief Pleas, una especie de parlamento formado por veintiocho miembros, de los cuales doce son los terratenientes más poderosos de la isla. Ellos son quienes toman las decisiones importantes junto al señor feudal.
—A cambio deben entregarle un pollo vivo cada año y tener en su casa una escopeta por si fuese necesario defender la isla de asaltos extranjeros —añadió Gaspard divertido—. Aparte del seigneur, la isla se divide entre terratenientes y vasallos. Amos y siervos.
—Y por lo visto, Patrick Groen es nuestro amo… Un joven arrogante y misterioso que se esconde entre las sombras.
Los dos chicos se miraron antes de explotar en una carcajada.
—Este hotel es tan tradicional como la propia isla —dijo finalmente Gaspard—, pero no debes hacer caso de las leyendas. Lo único importante es que paga religiosamente todos los meses. Y muy bien, por cierto.
—En cuanto a la ropa —concluyó Rahul—, es más un reclamo turístico que otra cosa. Este hotel está en el lugar más recóndito de una isla casi inaccesible en invierno. La gente que se hospeda en Silence Hill desea aislarse del mundo. Aquí encuentran las comodidades de un buen hotel, pero sin cobertura de móvil, wifi o televisión por cable. Nuestros clientes quieren sentirse como en otro siglo… Y nosotros formamos parte de esa ambientación victoriana que ellos buscan al alojarse aquí. Eso es todo.
Mientras apuraba la sopa de cebolla con huevo poché en un bol de barro cocido, me sentí realmente como en un escenario del siglo XIX.
Las primeras casas del pueblo aparecieron en mi horizonte devolviéndome al presente. Aparqué la bici junto a una verja de madera y me dispuse a visitarlo. Me bastaron unos minutos para recorrerlo entero y admirar sus construcciones de piedra gris con tejado de pizarra. Las fachadas estaban revestidas de verdes enredaderas y coloridos rosales.
Conté media docena de cafeterías, bares y restaurantes, pero la mayoría tenía colgado el cartel de «cerrado» en la puerta. Tampoco había mucha gente por las calles sin asfaltar, así que deduje que sólo abrían durante los meses estivales, cuando los turistas doblaban, con seguridad, la población de aquella inhóspita y pintoresca isla.
Tanto los rótulos de los establecimientos como las señalizaciones de los lugares de interés, estaban escritos en inglés y en francés. Aquello era un reflejo de hasta qué punto convivían la cultura normanda y la británica.
Había incluso una típica cabina telefónica roja londinense. Mi móvil apenas tenía cobertura en la isla. De todos modos, las llamadas internacionales resultaban muy caras, y había acordado con mi padre que sólo lo usaría para emergencias. Entré y marqué el número de casa. Quería hablar con mi padre y explicarle que había llegado bien a Sark. Nadie respondió, así que tuve que conformarme con dejarle un mensaje en el contestador.
Decepcionada, me detuve un instante junto a un establecimiento vintage. Alcé la vista hacia el rótulo de estilo antiguo que pendía en un extremo. «Books & Cups», leí. Junto a las letras se hallaba también el dibujo de una taza gigante con varios libros en su interior.
En el escaparate se exponían obras antiguas y ediciones actuales rodeadas de teteras y tazas de distintos estilos. Me pareció una buena combinación. No se me ocurría mejor plan que un té caliente y una agradable lectura para las frías tardes de invierno.
Una joven muy guapa con un vestido de flores me sonrió desde el otro lado del cristal. La saludé con la mano y seguí caminando con la idea de entrar a curiosear un poco más tarde.
Al pasar junto a una taberna, The Black Dog, un fuerte olor a guiso me recordó que aún no había comido. Entré hambrienta y me acomodé junto a una pequeña ventana de cristales traslúcidos.
La luz de una lámpara verde apenas iluminaba el interior de aquel local de mesas pequeñas, sillones raídos e incómodas butacas de madera. Las paredes estaban forradas con tiras de roble, imitando las antiguas barricas de ron.
Un hombre con ropa de trabajo, agarrado a su pinta, me echó una indiscreta mirada desde la barra. Tras ella, un joven con un delantal de piel marrón tiraba una cerveza en una jarra de cristal.
En una esquina, un anciano de pelo blanco, con gorra marinera y abrigo largo, completaba la clientela de aquel antro.
Eché un rápido vistazo a la carta grasienta sin acabar de decidirme. El ambiente opresivo y el fuerte olor a cerveza me animaba a largarme de allí. Sin embargo, no quería resultar descortés y no me moví de la silla.
—¡John, una Mild Ale y un poco de queso para la señorita! —gruñó el anciano mientras se sentaba a mi lado.
Al levantar la vista me topé con su mirada fría de un solo ojo. El parche que le cubría el otro le daba un aspecto siniestro. Igual que el tono bronce de su piel curtida o la coleta plateada que le caía lacia sobre los hombros.
Entendí que había pedido una pinta cuando el dueño del local me puso delante una jarra con un líquido oscuro.
Miré al anciano buscando cómo rechazarla amablemente, pero no me atreví. Había algo en su forma de mirarme que no admitía negativas.
—En este pub se sirve la mejor cerveza tostada de todo el Canal. No formarás parte de esta isla hasta que su caldo corra por tus venas y pruebes nuestro grog.
Me acercó la jarra y observé un instante sus enormes manos agrietadas y llenas de cicatrices. A pesar de sus ropas deslucidas no tenía aire de ser un simple marinero, sino más bien un capitán acostumbrado a ser obedecido.
Un regusto amargo invadió mi paladar.
Después de varios sorbitos, empecé a apreciar el sabor de la malta chocolateada y la harina de avena de aquella cerveza.
Animada por el alcohol, me atreví a imitar su voz cascada dirigiéndome al tabernero.
—¿Qué pasa con ese grog? —exclamé, pensando que se trataba de un tipo de queso.
—Todo a su debido tiempo, jovencita. —La carcajada del viejo retumbó en las paredes de aquel pequeño local—. Esta cerveza es ligera y de baja graduación… Pero todavía estás verde para el ron de nuestras barricas.
Busqué la mirada del joven de la barra para asegurarme de que no me sirviera aquella bebida. Suspiré aliviada al verle agitar la mano y reír por lo bajo.
—Me llamo Jack —continuó el viejo del parche.
—Louise.
Apretó mi mano con tanta fuerza que tuve que frotármela cuando la soltó.
—Explícame, Louisse —alargó la ese haciéndola silbar en sus labios—, ¿qué te ha traído hasta esta isla barrida por el viento húmedo del norte?
—Silence Hill.
—¿Te hospedas en ese hotel? —Enarcó una ceja extrañado.
—Trabajo allí.
—Buena suerte, entonces.
El tabernero trajo un plato con patatas asadas, carne y queso que me hizo salivar al instante.
—¿Por qué cree que voy a necesitarla?
—La señora Roberts es un hueso duro de roer. Y el señor Groen… —La jarra tembló en su mano—. Pero tú pareces una chiquilla espabilada.
—Iba a decir algo sobre el señor Groen.
—Jovencita. —Tomó aire y puso una mano sobre mi hombro—. En esta isla sólo hay dos tipos de personas…
—Amos y siervos. Lo sé. Y el dueño de Silence Hill es mi…
Su índice rugoso silenció con suavidad mis labios.
—Hoy es tu día libre, ¿verdad, Louise? No hablemos de nadie que pueda amargártelo.
Aquella respuesta me dejó sin palabras. ¿Tan terrible era ese hombre que incluso un viejo lobo de mar como aquél se arrugaba ante la simple mención de su nombre?
Tampoco era la primera vez que alguien hablaba así del ama de llaves. El cochero había sido todavía más explícito al definirla a ella y a la cocinera como «personas malvadas».
—¿Sabe usted dónde vive Jim? —Pinché un trozo de queso y me lo llevé a la boca.
Sentí cómo me ardía la lengua y apuré media cerveza de un trago.
—Este queso está curado con mucha pimienta para que el salitre no se lo coma. Ya te acostumbrarás —me explicó—. ¿A quién has dicho que buscas?
—A Jim, el cochero de Silence Hill.
—No conozco a nadie en esta isla con ese nombre… ¿Cómo es?
—Lleva gafas. Es alto, delgado…
—¿El escocés?
Asentí al recordar su acento.
—Apenas se le ve por el pueblo. No es muy hablador que digamos… Sólo sé que está escribiendo una novela. Aunque con esa forma de hablar tan cerrada, tampoco es que se le entienda mucho.
Pensé que exageraba. A mí no me había costado entenderle. Me había parecido un chico amable y respetuoso. Hablaba despacio y solía esperar unos segundos tras cada frase para asegurarse de que le había comprendido.
—Ese chico sólo se alimenta de sus ensoñaciones. Hay que ser muy rarito para creer que aquí encontrará inspiración para una novela de aventuras. ¡En esta isla jamás pasa nada!
—Seguro que usted ha visto muchas cosas…
—En los últimos veinte años, lo más emocionante que ha vivido esta isla ha sido un intento de invasión.
—¿En serio? ¿Quién haría una cosa así? ¿Piratas?
—Un físico francés llamado André Gardes —respondió ignorando mi comentario—. Después de anunciar su invasión, con carteles por todo el pueblo, se sentó en un banco a esperar la hora señalada: las doce del mediodía. Por supuesto, nadie lo tomó en serio. Sólo un policía creyó su amenaza y lo encontró de noche en un parque público con un pistola en la mano.
—¿Y qué ocurrió? —pregunté asombrada.
—Se sentó junto a él y le hizo creer que estaba de su lado. Después, le felicitó por el arma que había escogido y le pidió que se la mostrara para admirarla mejor. —Contuve el aliento mientras Jack daba un largo trago—. Cuando Gardes accedió complacido, el policía le dio un puñetazo en la nariz. Y así puso fin al intento de invasión de Sark.
Aquella historia resultaba tan absurda que me costaba creer que fuera real.
—Supongo que Gardes no estaba de acuerdo con el sistema político de la isla —reflexioné en voz alta.
—Al contrario, el francés quería ser el nuevo señor feudal. Acababan de despedirle del trabajo y pensó que invadir la isla y atentar contra el actual seigneur podía ser una buena solución para sus problemas.
—¿Y qué ocurrió con él?
—Pasó varios días en nuestra cárcel, una choza de piedra con capacidad para dos presos. Pero en seguida lo trasladaron a otra prisión inglesa de mayor seguridad.
Tras un silencio en el que me costó contener la risa, el viejo bajó la vista al mapa que había dejado sobre la mesa y marcó una cruz roja en Port à la Jument.
Durante unos segundos tuve la extraña fantasía de que aquella señal podía ser la marca de un tesoro escondido.
—Aquí es donde vive el novelista —dijo señalando el punto—. Alquiló la vieja casa del acantilado. Todavía no entiendo cómo sigue en pie. Un día de éstos el viento del oeste barrerá esas ruinas y a tu amigo con ellas.
Estuve a punto de decirle que apenas conocía a Jim, pero tras darle las gracias y pagar lo que había consumido, me dirigí a la salida dispuesta a continuar mi aventura por la isla.
El aire helado oxigenó mis pulmones nada más salir del Black Dog. Las nubes habían tomado posesión del cielo y una luz blanquecina envolvía ahora la isla. Me sorprendió que el tiempo hubiera cambiado tanto en apenas unos minutos. Había niebla y amenazaba lluvia, así que pedaleé con brío en dirección noroeste. Tuve que concentrarme para no perder el equilibrio. El barro y las hojas secas del camino hacían que las ruedas resbalaran continuamente.
Tras cruzar un viñedo, me adentré en un pequeño valle cubierto de hojas secas. El viento otoñal había desvestido los árboles y cubierto el sendero que conducía a la costa con un manto ocre y crujiente.
Aunque unas pequeñas gotas habían empezado a mojarme mientras me dirigía a la cima, no me di cuenta de que llovía con fuerza hasta llegar a la casa junto al acantilado.
Había una luz encendida en la ventana más alta de su inclinado tejado a dos aguas.
Corrí a guarecerme bajo el alero y llamé con los nudillos.
Nadie respondió.
Tras unos segundos volví a insistir, sin éxito.
Me calé la capucha y me separé unos metros de la fachada para mirar de nuevo hacia arriba.
Tras un visillo, pude ver la silueta de un joven con gafas sentado con un libro en la mano. Era Jim. Supuse que absorto en la lectura no había oído cómo llamaba a su puerta, así que grité su nombre con todas mis fuerzas.
¿Cómo era posible que no me oyera?
El viento y la lluvia agitaban los pinos del jardín con tanta fuerza que temí que arrancara alguno de raíz.
Antes de irme, volví a intentarlo.
Mientras bajaba de nuevo por el sendero embarrado hacia Sark, con el viento en contra, quise entender por qué alguien que había sido tan amable conmigo el día anterior se negaba ahora a abrirme la puerta.
¿Sería aquel islote, que volvía a la gente huraña?