Lo más dulce de Silence Hill

Mientras me dirigía al hotel, noté cómo mis piernas temblaban y mis pies se hundían en la mullida alfombra de césped que tapizaba el jardín. Me sentía algo turbada por el viaje y la fiebre, pero las palabras del cochero habían acabado de alterar mi ánimo.

A pesar de todo, aquel majestuoso edificio bordeado de verdes prados y jardines no me pareció el lugar siniestro que me había descrito. Más bien al contrario, evocaba el escenario victoriano de alguna novela de Jane Austen. Había incluso un estanque con patos y cisnes que se deslizaban entre vistosas plantas acuáticas.

Como un gigante de piedra caliza, aquella mansión de tres plantas en forma de U parecía querer abrazarme con sus alas extendidas.

Antes de cruzar el vestíbulo, leí el cartel que había sobre un atril justo a la entrada:

BIENVENIDO A SILENCE HILL

UN PARAÍSO DE CALMA BAJO LAS ESTRELLAS

Nada más cruzar el umbral, admiré la decoración elegante y acogedora del hall. Alcé la vista desde la enorme lámpara de araña que pendía de un alto techo hasta las paredes con estampado Liberty.

No había nadie al otro lado del pequeño mostrador, así que me senté en el sofá Chesterfield de cuero gastado que había junto a la chimenea encendida.

Sobre la repisa, presidía el retrato en sepia de un hombre maduro y elegante con aspecto de galán antiguo. Lucía un traje con pajarita y el pelo peinado hacia atrás. A pesar de su expresión severa, la suavidad de sus rasgos y el hoyuelo que se abría en su barbilla le dotaban de un gran atractivo. Supuse que se trataba del difunto señor Groen. Su mirada fija me hizo sentir incómoda, como si de alguna manera pudiera observarme desde el más allá.

Al bajar la vista, unos bombones captaron mi atención desde una bandeja de plata. Tomé uno y dejé que el chocolate se deshiciera en mi boca. Tenía el estómago vacío y el sabor dulce me produjo un suspiro de placer.

Antes de arrugar el envoltorio y depositarlo sobre la mesa observé el emblema que había grabado junto al nombre del hotel: un escudo azul con una flor amarilla. Era el mismo motivo que se repetía en las alfombras y en las densas cortinas recogidas a ambos lados del ventanal.

Afuera, llovía de nuevo.

La suave cadencia de las gotitas chocando contra el cristal fue calmando mi ánimo y sumiéndome en un extraño sopor.

Cerré los ojos de puro agotamiento.

Un instante después, alguien me sacudió los hombros con suavidad.

Una chica pelirroja, con uniforme de doncella antigua, me produjo un sobresalto, como si se tratara de una aparición. No tendría más de veinte años, pero su cara demacrada, con profundas ojeras, y un recogido con cofia nada favorecedor la hacían parecer mayor. Llevaba un entallado vestido azul oscuro y un delantal blanco almidonado y con puntilla.

Junto a ella, una mujer de riguroso negro y pelo blanco me sonreía afable.

La pelirroja dejó de mirarme un segundo para posar sus ojos tristes en el envoltorio arrugado que había dejado sobre la mesa de nogal. De reojo vi cómo lo cogía con disimulo y se lo metía rápidamente en el bolsillo del delantal.

La mujer de negro se dirigió a mí:

—¿Louise? No te esperábamos hoy, querida.

Aunque su tono era tan amable como su expresión, sus ojos eran fríos e insondables.

—Logré convencer a un pescador de Guernesey… —empecé a explicarle.

—Permíteme que me presente —me cortó con una sonrisa—. Soy la señora Roberts, el ama de llaves. Y ésta es Ingrid, tu compañera. Ella te enseñará todo lo que debes saber aquí. Préstale atención y hazle caso en todo lo que te diga. Si tú fallas, ella habrá fallado también.

No acabé de entender qué había querido decir con aquello. ¿Significaba que harían responsable a aquella chica de cualquier torpeza que yo cometiera? Dirigí una rápida mirada a Ingrid esperando una explicación, pero se limitó a bajar la cabeza.

—Sé bienvenida a Silence Hill —continuó la señora Roberts ladeando dulcemente la cabeza.

Antes de que pudiera darle las gracias, hizo un gesto para que recogiera mi mochila y las acompañara.

Recé para que me mostraran mi cuarto y me dejaran un rato para instalarme. Estaba agotada y tenía los pies helados. Hubiera dado cualquier cosa por cambiarme y ponerme unos calcetines secos.

Tosí deliberadamente para que captaran mi deseo antes de seguirlas por un largo pasillo enmoquetado. No pude evitar un suspiro de decepción cuando la señora Roberts abrió una puerta y me envolvió un olor a guiso.

En aquel momento, el sonido de una campanilla hizo que se irguiera sorprendida. Después se alisó la falda, emitió una débil disculpa y volvió sobre sus pasos en dirección al hall.

—Ingrid, preséntale tú misma al resto del personal.

La pelirroja asintió antes de hacerme pasar a la cocina.

Había un chico arrodillado en el interior de una chimenea. Rascaba el hollín endurecido mientras otro, de rasgos exóticos, desplumaba un pavo sobre una enorme mesa de madera. El cabello oscuro y la tez morena, con grandes ojos almendrados, delataban su raza hindú.

Me pareció que murmuraba algo mientras acariciaba el ave con una mano y le arrancaba la piel con la otra.

—Chicos, ésta es Louise, la nueva camarera de habitaciones —anunció Ingrid con voz neutra.

El que limpiaba el hogar se levantó y nos dirigió una amplia sonrisa. Unos blanquísimos dientes relucieron en su rostro manchado de tizne y ceniza.

Bienvenue à cette maison, mademoiselle —dijo en francés al tiempo que se inclinaba en una graciosa reverencia—. Gaspard Dubois para servirla.

—Cuidado con él, Louise. Bajo toda esa mugre se esconde el gran seductor de Silence Hill —me advirtió el chico exótico mientras se limpiaba las manos en el delantal y me extendía una—. Yo soy Rahul.

—Nuestro asesino en serie y gurú particular —añadió Gaspard—. Por el día mata gallinas a sangre fría y las despluma en la cocina. Por las tardes da clases de yoga y meditación en el spa del hotel.

—Muy versátil —dije siguiéndoles la broma.

—En este hotel hay que saber hacer de todo —añadió Gaspard encogiéndose de hombros—. Si no que le pregunten a Ingrid…

Ambos miraron a la pelirroja antes de bajar la vista avergonzados.

Quise preguntar qué habían querido decir con aquello, pero el silencio incómodo de los dos chicos y los ojos brillantes de mi compañera me disuadieron de hacerlo.

—Margot está a punto de llegar del mercado —dijo ella finalmente sin variar su gesto sombrío—. Más vale que acabéis vuestros quehaceres antes de que eso ocurra.

Después de aquello acompañé a Ingrid al cuarto de la colada. Había una enorme lavadora en funcionamiento, una secadora de igual tamaño y un montón de sábanas arrugadas junto a una tabla de planchar abierta. A un lado, una estantería de madera contenía una pila de ropa perfectamente doblada que perfumaba el ambiente con un agradable aroma floral.

—Pensé que íbamos a mi habitación —le confesé temblando—. Me muero por cambiarme de ropa.

—Considera estas paredes como tu segunda habitación —respondió, poniendo en mis manos un uniforme completo como el que llevaba ella—. Y ésta tu única ropa a partir de ahora. Sígueme, te mostraré tu cuarto.

Mientras subíamos por una escalera de caracol que giraba en pequeños círculos desde el sótano, me alegré al cruzar la segunda planta. Era una suerte que mi habitación se hallara justo arriba. Silence Hill se alzaba en la colina más alta de la isla, así que adiviné las impresionantes vistas que tendría desde allí.

Me sorprendió que Ingrid tuviera que encender la luz nada más entrar en ella. Al momento me di cuenta de que aquella buhardilla no era el lugar luminoso que yo había imaginado. Había una pequeña ventana, tan alta que sólo podría ver a través de ella si me encaramaba a algo. El techo inclinado indicaba que estaba en la parte superior de la casa y que tal vez en el pasado había formado parte del desván.

El papel rayado de las paredes se había despegado en las esquinas y había pelusas de polvo campando a sus anchas por el parquet.

Una cama de hierro, con la pintura blanca desconchada, un armario de madera y un tocador antiguo con un espejo ovalado componían el mobiliario de aquel cuarto en el que ni siquiera había baño.

Solté mi mochila y me dejé caer sobre el colchón.

—Todo lo que necesitas está en ese armario —me explicó Ingrid—. Encontrarás ropa de cama, un uniforme de recambio y tu neceser de aseo personal.

—Gracias, pero he traído mis propias cosas —respondí, abriendo mi bolsa para buscar un par de calcetines de lana.

—No van a servirte de mucho. ¿Es que no te han explicado las normas?

—Me enviaron una carta. Mencionaba algo sobre ducharse todos los días, peinarse bien…

—Es algo más que eso —me cortó—. Está terminantemente prohibido usar cualquier jabón o producto cosmético que no sea el de la casa. Y lo mismo ocurre con la ropa, el calzado, el peinado o el maquillaje. Son muy estrictos con esta norma.

—¿En serio? ¿Por qué?

—Son las normas —respondió secamente y se encogió de hombros.

La miré extrañada durante unos segundos. No acertaba a entender por qué aquella chica parecía tan triste y amargada.

—Ven, siéntate —dijo con un tono más dulce señalando el banco que había frente al tocador—. Te enseñaré a peinarte.

Me acomodé y dejé que Ingrid peinara mi cabello con un cepillo cuadrado de cerdas finas que había sobre el tocador. Quería advertirle que mis rizos no eran fáciles de domar, pero me limité a observar cómo los descomponía en una encrespada melena negra.

Mientras contemplaba mi reflejo me pregunté quién se habría mirado en aquel espejo por última vez. Me costó reconocerme en la chica de facciones menudas y expresión cansada del otro lado. Unas profundas ojeras teñían de malva mi pálido rostro y resaltaban aún más mis ojos saltones. Incluso las pecas que me inundaban la nariz y las mejillas parecían pintadas sobre mi tez mortecina. Suspiré resignada. Con el pelo hacia atrás, tenía aspecto de lechuza asustada. Mi mirada azul también parecía distinta, más intensa y profunda, como si hubiera entrado en sintonía con el mar que nos rodeaba.

—Será más complicado de lo que imaginaba —se quejó Ingrid al ver cómo arrugaba la nariz después de un tirón—. Tu pelo es imposible.

—¿Para qué ese elaborado recogido si luego se oculta bajo la cofia? —pregunté antes de suspirar—. Ya, las normas…

Ingrid puso los ojos en blanco antes de separar el cabello en dos partes. El recogido consistía en dos trenzas de raíz a los lados unidas a una central con la que se enrollaban en un tenso moño. Me apretaba tanto, que empecé a notar cómo mis ojos se achinaban. Intenté guiñarlos, pero sólo conseguí esbozar una estúpida mueca que hizo reír a Ingrid.

Al hacerlo conseguí ver a la chica joven que se escondía bajo esa máscara de amargura.

Yo también reí.

—Este trabajo no te gusta —afirmé arrugando de nuevo la nariz.

—Si me gustara peinar cabezas, me habría hecho peluquera.

—Me refería a Silence Hill. Se nota a leguas.

—Pagan bien —suspiró.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Cinco años —dijo sacando una foto de su bolsillo y mostrándomela sin soltarla—. Los mismos que tiene Marie Kate.

Reconocí en la niña del retrato sus mismos ojos grises.

—Es tu hija.

—Vive con mis padres. No tienen muchos recursos, así que…

No hizo falta que acabara la frase. Ingrid y yo no éramos tan distintas después de todo. Nuestra misión en Silence Hill era ganar dinero para enviarlo a la familia. No aparentaba más de veinte, así que deduje un embarazo siendo sólo una adolescente de quince.

—Mañana tendrás que peinarte tú solita, así que será mejor que atiendas —me increpó.

—¿Dónde está el baño?

—Siguiendo el pasillo a la derecha encontrarás un pequeño aseo en esta misma planta. Está medio escondido y nadie lo usa… —Enmudeció un instante, preocupada—. Pero ni se te ocurra pasar más allá. Es el ala oeste. Y está…

—Terminantemente prohibido acceder allí. Son los aposentos de nuestro amo, el señor Groen —acabé su frase y bromeé bajando la voz—. Seguro que allí es donde la bestia guarda la rosa mágica que se deshoja con cada aliento de vida.

—Siento ser yo quien te lo diga, princesa, pero no estás en ningún cuento de hadas.

—Ingrid, ¿tú le has visto alguna vez? —le pregunté aprovechando el clima de confidencias—. El cochero me ha explicado que es un hombre muy mezquino y que todo el mundo le teme. Jim dice que usa máscara y que por las noches…

El cepillo resbaló de sus manos y su expresión volvió a ensombrecerse.

—Si crees que estoy aquí para contarte chismes, estás muy equivocada. Y yo de ti no haría caso de ese cochero fisgón. Las cosas le irían mucho mejor si reservara su imaginación para sus estúpidas novelas…

Sonreí al darme cuenta de que quizá Jim me había tomado el pelo. Aun así, por algún extraño motivo, no pude evitar un poso de decepción al saber que aquella historia del señor Groen podía ser una simple invención novelesca.

—Te espero en diez minutos en la lavandería —sentenció antes de irse.

Nada más cerrar la puerta, abrí el armario y busqué un uniforme y ropa de cama. Me sorprendió encontrar también varios conjuntos de lencería y medias de lana. El vestido entallado se ajustaba a mi cuerpo como una segunda piel, era muy tupido y calentito, pero casi no me dejaba respirar, y me pregunté si seguiría cabiendo en él después de la cena.

Tras anudarme el delantal almidonado y colocarme bien el cuello de puntilla, me miré al espejo. No me identifiqué con la chica repeinada de aspecto decimonónico que tenía delante.

Aún me sobraban varios minutos y se me ocurrió una idea. Quería saber qué vistas tenía desde mi ventana, así que arrastré el somier hasta situarlo justo debajo y me subí de un salto. Al descorrer las cortinas, una nube de polvo me obligó a toser. Había excrementos de pájaro y mugre al otro lado del cristal, pero el gozne estaba oxidado y sólo conseguí abrir una hoja después de mucho esfuerzo.

Me asomé para comprobar que la única vista desde mi ventana era otra habitación situada en el ala opuesta. Tenía las cortinas descorridas y se veía un sillón orejero con el respaldo mullido y abotonado. Sobre él reposaba un libro. Traté de enfocar la mirada pero me resultó imposible leer el título.

Decepcionada, bajé de la cama y abrí las sábanas para colocarlas. Al hacerlo, un paquetito cayó al suelo. Estaba envuelto en papel de estraza y tenía mi nombre escrito con letra caligráfica.

Lo recogí con curiosidad.

Era una cajita de bombones como el que me había comido un rato antes en recepción. Estaba a punto de llevarme uno a la boca cuando descubrí una tarjetita que lo acompañaba:

Apreciada Srta. Luisa:

Para evitarle futuras tentaciones, aquí tiene un obsequio de la casa.

Esta vez lo pasaremos por alto, pero en lo sucesivo intente controlar su afición a coger cosas que no son suyas.

Saboree estos bombones a conciencia porque será lo más dulce que halle en Silence Hill.

Atentamente,

P. G.