El viento agitó mi pelo mojado. Un gélido estremecimiento me recorrió la columna.
Por extraño que fuera, poner el pie en aquella isla me había hecho tomar conciencia, por primera vez, del empleo que había aceptado y de sus duras condiciones.
Pensé en Barcelona y en la vida que dejaba atrás. Los plátanos habían empezado a teñir de marrón la ciudad y a inundar las aceras de hojas secas, pero todavía hacía buen tiempo. Aquél debía ser mi primer año de universidad, pues me había inscrito en filología inglesa, y las clases comenzaban esa misma semana.
¿Qué demonios hacía entonces en aquella fría y solitaria isla a más de mil kilómetros de casa?
Me recordé que tenía una misión allí: ayudar a mi padre.
Tuve que reconocer también que una parte de mí se sentía extrañamente excitada y llena de curiosidad por lo que pudieran depararme los próximos meses.
Por suerte había dejado de llover.
Respiré hondo antes de cargarme la mochila a la espalda y dirigirme al túnel de roca que daba entrada a Sark. Nada más atravesarlo, aspiré un agradable aroma a salitre mezclado con coco. No tardaría en acostumbrarme a aquella fragancia que desprende la flor amarilla de la retama, cuyo perfume se vuelve más intenso en los días húmedos.
Al otro lado me encontré con una explanada de tierra y un camino sin asfaltar que se perdía colina arriba. Había una especie de remolque turístico enganchado a un tractor, tan oxidado y viejo que deduje que hacía tiempo que no se usaba.
Me pregunté si Silence Hill estaría muy lejos de allí.
Con los preparativos del viaje no había tenido ocasión de informarme mucho sobre el lugar donde pasaría aquel año de mi vida, pero sabía que era la isla británica más pequeña del Canal de la Mancha y que su superficie no superaba los cinco kilómetros cuadrados.
Miré al cielo con preocupación y decidí seguir el sendero antes de que la tormenta se me echara encima. El sol, cuyos rayos apenas lograban iluminar el día, estaba cubierto por nubes de lluvia.
No había caminado ni cien metros cuando un carro tirado por un magnífico caballo apareció ante mis ojos. El chico que lo conducía se detuvo junto a mí y bajó de un salto.
El aspecto reluciente de aquel carruaje señorial contrastaba con la indumentaria desaliñada de su cochero. Lucía una chaqueta de pana raída, una gorra inglesa y unos pantalones oscuros con el bajo remangado a la altura de las botas.
Me fijé en sus gafas de pasta. Aunque se trataba de una montura retro, descarté cualquier intención de estilo en ellas. Aun así, le otorgaban un aire bohemio e intelectual.
—Me llamo Jim. Y tú debes de ser Louise —dijo mirándome fijamente.
Asentí a la versión inglesa de mi nombre, asumiendo que tendría que acostumbrarme a que me llamaran así.
Tras colocar mi bolsa en la parte trasera, Jim me ayudó a subir al carruaje.
—No te esperábamos hoy. El mar sigue muy revuelto.
—¿Y por qué has venido a recogerme?
Mis dientes castañetearon antes de toser.
—No he venido a buscarte a ti, pero ya que estás aquí, será mejor que te lleve cuanto antes a Silence Hill. —Me miró de arriba abajo con reprobación—. Enferma no servirás de mucho a la señora Roberts.
Tardé unos segundos en procesar lo que decía. El idioma no era un problema —una parte de mí era británica—, pero el cochero tenía un fuerte acento escocés. Su pronunciación grave y la forma de alargar las vocales o marcar las erres le delataba. Aun así, hablaba despacio y podía seguirle bastante bien.
Jim chasqueó los labios y soltó suavemente las bridas hasta poner el caballo al paso. Unas ondas castañas acariciaban su nuca por debajo de la gorra. Había una expresión tensa e intimidatoria en su rostro de mandíbula fuerte, pómulos marcados y perfil ligeramente aguileño.
El estrecho banco y su posición —con las piernas separadas para dominar las riendas— hacía que nuestras rodillas se rozaran continuamente.
Durante unos minutos circulamos en silencio por aquel sendero bordeado de colinas verdes tapizadas de flores silvestres. Sentía la espalda rígida y un temblor que hacía imposible que adoptara una actitud relajada. Aun así, aquel chico había despertado mi curiosidad de forma extraña.
—¿A quién esperabas?
—A tu amo. El señor Groen.
—Querrás decir a mi jefe… —le corregí.
Jim no respondió pero una sonrisa maliciosa curvó sus labios.
—¿Acaso no está en el hotel? —pregunté.
—Va y viene de Londres pero, excepto la señora Roberts y la cocinera, nadie sabe con exactitud cuándo se dejará caer por Silence Hill. El señor Groen es un hombre…
—¿Esquivo?
—Altivo. —Apretó los dientes al pronunciar la palabra—. Jamás se mezcla con los empleados ni con los habitantes de Sark. No los considera dignos de su posición. Es un hombre muy mezquino.
—A mí me eligió personalmente entre más de cien candidatas. Y lo hizo por mi situación personal… —Me sorprendió la vehemencia con que defendía a alguien que ni siquiera conocía—. Mi padre está enfermo y necesito el dinero para su tratamiento. Si el señor Groen fuera un hombre mezquino no me habría contratado. Ni siquiera tengo experiencia.
—Piensa lo que quieras… Pero te apuesto cualquier cosa a que dentro de una semana habrás cambiado de opinión y estaremos haciendo el camino inverso de regreso al muelle.
Sus palabras me produjeron un escalofrío. Mi empleo no contemplaba vacaciones y sólo permitía un día libre a la semana, lo que hacía imposible que pudiera viajar a casa mientras durara el contrato. No estaba segura de que aquello fuera muy legal, pero el sueldo compensaba esas duras condiciones que, en cualquier caso, yo había aceptado. A cambio, todos los meses ingresarían en la cuenta de mi padre una cantidad nada desdeñable.
—No me asusta el trabajo duro —repliqué convencida.
—¿Cuántos años tienes, Lou? —Su voz se dulcificó.
Nadie me llamaba así, pero, curiosamente, me gustó cómo había sonado en labios de aquel chico.
—Diecisiete… Cumpliré los dieciocho el mes que viene.
Alcé la mirada con disimulo desde sus largos dedos, que dominaban con destreza las riendas, hasta su gorra empapada.
—¿No eres demasiado joven para encerrarte en un hotel como Silence Hill?
Quizá un hotel perdido en una diminuta isla del Canal no era el mejor destino para una chica de mi edad, pero sí el mejor pagado que había encontrado. El rostro de Román cruzó un instante mis pensamientos para recordarme el motivo real por el que había preferido aquel empleo a otros en mi propia cuidad, como cuidar a una pareja de ancianos o servir mesas en la cantina de la facultad.
—Tú tampoco eres ningún viejo —respondí, volviendo al presente—. ¿Qué edad tienes?
—Algunos más que tú… Pero yo no trabajo allí. Sólo hago de chófer de vez en cuando para ellos. Llegué hace poco más de un año, justo cuando Patrick Groen tomó el relevo de su padre.
Un súbito temblor me sacudió por dentro.
Jim soltó una mano de las riendas y tocó mi frente antes de mover la cabeza de un lado a otro contrariado. Aquel roce me produjo un escalofrío.
Tenía los dedos helados y la palma extrañamente suave.
—Sólo tengo un poco de frío. —Me estremecí.
—Estás ardiendo. Será mejor que te acuestes en cuanto llegues al hotel. El viento de Sark es traicionero y odia a los forasteros… Igual que este maldito pueblo.
En aquel momento, las ramas de unos tilos se abrazaron sobre nuestras cabezas formando una arcada. Al otro lado, unas casas señoriales de piedra y tejas grises nos dieron la bienvenida a la villa. Dispuestas en fila, a ambos lados del camino, conté poco más de una decena. Entre ellas había varias tiendas con porches de madera, algún hostal y un par de cafeterías pintorescas.
—Ésta es la calle principal de Sark, la Avenida —me explicó.
—No imaginaba que este lugar fuera tan… —busqué la palabra apropiada— sencillo.
Jim arqueó una ceja divertido.
—Bonito eufemismo para definir un islote donde está prohibido cualquier vehículo a motor que no sea un tractor, las calles no están asfaltadas y ni siquiera hay alumbrado público…
Mientras dejábamos atrás las calles de la aldea y nos internábamos por un sendero entre prados y tierras de cultivo, tuve la impresión de haber hecho un viaje al pasado.
A medida que avanzaba el día, el cielo se volvía cada vez más gris y desapacible y el ambiente más frío.
—Tan sencillo como su gente —añadió antes de torcer los labios de forma maliciosa—. Buenas personas pero cortas de miras. No les gustan los forasteros… Ni el ruido. A partir de las seis de la tarde no verás una alma por la calle.
—Si tanto te desagrada esta isla y su gente, ¿qué haces aquí?
—Yo no he dicho que no me guste… Esta isla solitaria es un paraíso para mí. Pero no creo que tú llegues a encajar nunca en ella.
—Pero si no me conoces —murmuré ofendida entre dientes.
Habíamos ascendido hasta una colina coronada por una casita de estilo rural. Miré abajo, hacia el acantilado, donde las olas furiosas golpeaban las rocas como si quisieran derribarlas.
Me pregunté qué tipo de persona se alojaría en otoño en una isla como aquélla, tan castigada por el viento y las fuertes mareas. Aunque estaba a punto de averiguarlo, me moría de curiosidad por llegar a mi destino y conocer un poco más sobre quien iba a ser mi jefe.
—Cuéntame más cosas de él —le rogué.
—¿De quién? ¿Del señor Groen? Alguien capaz de poner unas normas tan rígidas y retrógradas llevaría a pensar en un anciano de noventa años que dirige su negocio agarrado al puño de plata de su bastón, ¿verdad?
Asentí sin saber muy bien adónde quería llegar.
—Pero ahora viene lo más gracioso: tu amo —repitió la palabra de forma intencionada— sólo tiene veintitrés años.
—¿Qué aspecto tiene?
—No lo sé. De hecho, nadie en la isla lo ha visto jamás…
—Pero eso no tiene ningún sentido. Has dicho que va y viene de Londres, y que hoy precisamente habías bajado al muelle a recogerle.
—Dirige su hotel desde la sombra de sus aposentos. —Su voz adquirió un matiz de inquietud—. Sólo sale de noche y algunos dicen que suele taparse el rostro con una máscara. Cosa bastante estúpida en esta isla.
—¿Por qué?
—En Sark no hay contaminación lumínica. Recuerda que no hay alumbrado público. De hecho, el Observatorio de Arizona la ha elegido como la primera isla de cielo oscuro del mundo —me explicó sin apartar la vista del camino—. Cuando se hace de noche, puedes ver todas las estrellas del firmamento… Pero, si no hay luna, es imposible distinguir nada a un palmo de tus narices.
Aunque aquel dato me pareció fascinante, el misterio del dueño de Silence Hill me produjo más curiosidad que la propia isla.
—¿Y por qué usa máscara?
—Nadie lo sabe con exactitud pero algunos creen que se desfiguró la cara. Su padre y él sufrieron un accidente cuando viajaban a una casa familiar que poseen en el Lake District de Inglaterra. El viejo salió muy mal parado. Se dice que en su lecho de muerte le hizo jurar a su único hijo que dirigiría personalmente el hotel. Hasta entonces, Patrick apenas había pisado la isla. Fue criado en internados para ricos y formado en las mejores escuelas de Londres.
—Es bastante obvio entonces por qué no se relaciona con la gente del pueblo —reflexioné en voz alta—. No es arrogancia ni altivez lo que le impide acercarse a los demás… Sino las heridas de su rostro.
Jim soltó una carcajada.
—Espera a conocerlo antes de defenderlo.
Me pregunté cómo estaba tan seguro de que coincidiría en algún momento con alguien que se escondía entre las sombras.
—Es el dueño de Silence Hill —continuó como si hubiera leído mi pensamiento—. Aunque no se muestre, hace cumplir sus órdenes y todo el mundo le teme.
El carro atravesó un puente de piedra envuelto por la bruma que ascendía de un arroyo. A continuación, un muro frenó nuestro paso y nos detuvimos ante una altísima verja de hierro. Al otro lado, el edificio imponente de Silence Hill, rodeado de un extenso jardín, se alzaba orgulloso en la colina más alta de la isla.
—Un consejo antes de irme —dijo Jim tirando de las riendas para detener el caballo—: El ama de llaves y la cocinera son personas malvadas. No te atrevas nunca a enfrentarte a ellas porque son capaces de envenenar tu plato.