Epílogo. Sueños en el horizonte

La isla se iba haciendo pequeña a medida que el ferry se alejaba del puerto. Agarrada a la barandilla, cerré un instante los ojos y aspiré el aroma a salitre, mezclado con la suave fragancia de la aulaga, que arrastraba hasta mí la húmeda brisa marina.

El aire soplaba a favor, apartándome el pelo de la cara, para que el sol de abril pudiera acariciar mis mejillas.

Cuando abrí los ojos, Sark seguía allí, en el horizonte, con sus verdes acantilados, sus praderas de flores y sus playas de arena blanca rodeadas de bruma. Observé los árboles doblegados por el viento en una suave reverencia, y me imaginé al seigneur paseando por sus tierras y saludando a sus vecinos. Si me esforzaba, podía oír el trino de los pájaros haciendo sus nidos tras el invierno, y a las abejas zumbando entre campanillas azules y margaritas, atraídas por el olor de la retama. En mi mente, oía incluso el trote de los caballos y el suave siseo de los carros abriendo surcos sobre los caminos de tierra.

Una punzada de nostalgia me atravesó al pensar en todo lo que dejaba atrás. Habían sido meses de duro trabajo, pero también de intensas emociones.

Un abismo me alejaba de la chica asustada que había llegado en otoño a aquel islote del Canal para ayudar a su padre enfermo. Quería demostrarme que era una chica fuerte, pero nunca habría imaginado que tendría que enfrentarme a un extraño juego para lograrlo.

Echaría de menos la isla.

Pero sobre todo a las personas que dejaba en ella.

En aquel momento, el ferry de Jersey pasó a poca distancia, con nuevos turistas para Sark.

Me fijé en una niña de rizos pelirrojos que jugaba en la borda con una cometa. Tenía los ojos grises y la nariz moteada de pecas. No podía distinguirlas desde mi barco, pero las había visto en la foto que guardaba su madre en el bolsillo del delantal. Era Marie Kate.

Agité el brazo emocionada y la pequeña me devolvió el saludo con la mano libre.

Las sirenas de ambos buques sonaron al unísono al cruzarse. Y no pude evitar un respingo.

—¿Estás bien? —Patrick apareció en aquel momento y apretó mi mano con firmeza.

Había ido a dejar las maletas a la sala de equipajes, así que le expliqué emocionada lo que había ocurrido:

—He visto a la hija de Ingrid en aquel ferry. Me habría gustado tanto ver el reencuentro… Ha sido un gesto muy bonito permitir que su hija viva en Silence Hill con ella.

—No fue idea mía… Ni siquiera sabía que tuviera una hija. Lo propuso Margot. Pero me parece una solución magnífica. Esos muros necesitan un poco de alegría.

Pensar que en aquellas paredes convivirían las dos madres con sus hijas me produjo un sacudida de nostalgia familiar.

—¿Estás nervioso? —le pregunté—. En unas horas conocerás a mi padre.

—¿Debería estarlo? —preguntó enarcando una ceja.

—No… Es un buen hombre. Pero será divertido ver cómo intentas convencerle para que su única hija estudie en Londres y se instale contigo.

—Ya inventaré algo —bromeó.

—¡Ni se te ocurra! No más juegos ni mentiras, Patrick —le regañé divertida.

Hablar de mi padre me hizo recordar el suyo, y lo mal que lo había pasado desde muy pequeño. Me reconfortó recordar que hubo un tiempo en que fue feliz en Silence Hill, cuando la cocinera le leía cuentos y le preparaba tortitas. Sonreí al imaginarlo correteando por sus pasillos y volví a pensar en la hija de Ingrid. Intuía que a Margot se la ganaría en seguida, pero ¿qué ocurriría con el ama de llaves?

—Espero que la señora Roberts no martirice mucho a la pequeña Marie Kate con sus estúpidas normas. —Me estremecí al mencionarla.

—Ella sabe perfectamente que Elisabeth es quien lleva las riendas ahora.

Sonreí al recordar el momento del muelle, cuando el cuento de Rahul no sólo había cambiado la decisión de la librera, sino también el destino de quienes la rodeábamos.

Al quedarse en la isla y asumir la dirección de Silence Hill, Elisabeth había liberado a Patrick y había hecho felices a muchas personas. Especialmente a su madre. La noticia había sido la mejor medicina para Margot. Recuperada del todo, la cocinera y su hija habían podido cumplir también el sueño de madame Perrier, celebrando juntas las Navidades.

La vida de Rahul también había cambiado. Aunque el corazón del hindú era sabio y capaz de ver «una celebración en cada aldea», el amor de Elisabeth había puesto los fuegos artificiales que faltaban en su fiesta.

—Mi hermana es una chica bondadosa y justa —continuó Patrick devolviéndome al presente—. Y la señora Roberts acatará todas sus decisiones. Por fortuna, la obediencia es una de sus virtudes.

Las palabras pomposas de Patrick, pronunciadas con su acento posh, me hicieron sonreír. Todavía me costaba distinguir si bromeaba, actuando de vez en cuando como un londinense pijo, o si le salía de forma natural a consecuencia de su educación refinada.

Como su hermana, él también tenía afición por la lectura y llevaba en la maleta un buen cargamento de clásicos ingleses para el viaje.

Aquello me hizo pensar en la librería. Elisabeth había decidido trasladar el Books & Cups a Silence Hill y que fuese su madre quien lo regentara. Había una estupenda sala en la primera planta y aquello atraería a clientes de otros hoteles que quisieran disfrutar de una tarde de libros y pasteles.

A las obligaciones del hotel debía sumar su escaño en el Parlamento de Sark. Los lugareños y el propio Beaumont habían visto en Elisabeth a la candidata perfecta. No sólo porque la adoraban, sino porque tenía sangre de la isla y era una Groen. Al aceptar el cargo se restablecía una tradición de siglos y reparaba el agravio cometido por Patrick al rechazarlo un año atrás.

—En cuanto a la niña —Patrick retomó el tema—, la señora Roberts tendrá que acostumbrarse. A juzgar por cómo mira Gaspard a Ingrid, quizá pronto vengan más… Sark es un lugar perfecto para criar niños.

Una sonrisa traviesa asomó a sus labios.

—¿No eres un poco joven para pensar en hijos? —pregunté divertida—. Antes te espera Hollywood. Recuerda que tienes que impresionarlos con tus guiones.

—¡Desde luego! —rió—. Sólo hacía planes. Me gusta soñar contigo.

—Mi padre me dijo una vez que los sueños son como el horizonte. Sabes perfectamente que cuando te acercas un paso, él retrocede un paso. Das diez y se aleja diez. —Enmudecí un instante recordando sus palabras—. Nunca alcanzarás el horizonte, pero justamente ésa es su fuerza y su razón de ser. Porque el horizonte nos sirve para avanzar. Para seguir caminando, igual que los sueños…

—Y las musas —añadió él—. Tú me inspiras, Lou… Pero yo no quiero que te alejes nunca como el horizonte, quiero que caminemos juntos hacia él.

Nuestras miradas se posaron en la franja de tierra que se unía al mar en la lejanía. Aquella visión de Sark me hizo pensar en madame Perrier.

Por fin entendía las palabras de la anciana.

—El amor es una isla —murmuré sin apartar la vista del horizonte.

Amaba a Patrick Groen, con máscara o sin ella. Y ese sentimiento me hacía más feliz incluso que saberme correspondida.

Patrick me rodeó con sus brazos y, durante unos instantes, nos fundimos en un beso perfecto.

Luego acercó sus labios a mi oído y susurró:

—Si el amor es una isla, yo quiero naufragar en ti.