Aprende de la experiencia
Mi amadísima María:
Aquí, en el castillo de Kimbolton, hace frío y la oscuridad alimenta mi tristeza. Es un infierno embarrado e insalubre que estimula mis dolores de estómago y mis mareos.
Voy a ser sincera en esta carta que adhiero al paquete que os envío.
Hace un tiempo me llegó la noticia de que el matrimonio de vuestro padre conmigo ha sido anulado, por lo que Vuestra Alteza ha sido declarada bastarda.
Semejante declaración es tan dura para Vuestra Alteza como para mí. Su aceptación significa que yo, la Reina Catalina de Inglaterra, no he sido otra cosa que una más de las concubinas que yacieron con vuestro padre. Lo que no podrán negar con mentiras es que lo fui durante veinticuatro años, y dudo que ninguna otra mujer lo supere. ¡Hemos de hacer oídos sordos a semejantes calumnias! Sé que os han prohibido acercaros a menos de cuarenta y cinco millas de Kimbolton y eso me apena, aunque sí os soy sincera, hace mucho tiempo que perdí la esperanza de veros de nuevo. Por eso hoy he terminado de escribiros la historia de mi vida. Sé que ello denota un claro signo de vanidad, pero no he encontrado, mi querida María, otra manera mejor de transmitiros mi sapiencia y experiencia sobre estos vuestros Reinos. Leed tranquila y aprended de mis virtudes y errores, pues serán ese el último eslabón de la cadena que en vuestra formación necesitáis para ser la futura Reina de Inglaterra.
Rezo a Dios durante horas. A punto estoy de llagarme las rodillas en el reclinatorio para que me conceda mi último quehacer.
Suplico al Señor que me ayude en esta la última empresa de mi vida, la de reintegraros en el poder robado a Vuestra Alteza Real, la Princesa de Gales, mi hija, y a reinstaurar el catolicismo en nuestros Reinos. Dios Todopoderoso os probará hija mía, y confío en que os tratará con mucho amor. Habréis de aceptar su voluntad con alegría o resignación según lo que acontezca.
Ofreceros a Él, y si tenéis remordimientos limpiad vuestra alma con la confesión. Sé que a vuestro lado camina lady Shelton, tía de la Bolena, tentándoos como el Diablo y por mandato de nuestra enemiga. Sed fuerte y perseverad. No os dejéis manejar. Ella os pedirá sin duda que me neguéis junto a la Iglesia católica. Incluso es posible que intente vuestra renuncia al trono. Mantened vuestro corazón casto y vuestro cuerpo limpio, lejos de toda tentación o mala compañía.
Manteneos inflexible ante tanto vituperio, pero nunca faltéis el respeto debido a vuestro padre. Responded escuetamente y obedeciendo en lo posible sin llegar a tirar piedras sobre vuestro propio tejado. Ana Bolena intenta despojaros por todos medios de vuestras gracias en favor de su bastarda Isabel. Me desplazó a mí, y procurará lo mismo con Vuestra Alteza.
Respecto a nuestra enemiga, sólo os puedo dar un consejo. No la maldigáis, más bien rogad por ella, pues muy pronto intuyo que la compadeceremos todos y lloraremos su suerte. La prepotencia la ciega y no es capaz de ver más allá de dos palmos de sus narices. Vuestro padre sólo la quiere para que le dé un varón y como no sea capaz de ello la compadezco más que a ninguna otra mujer de esta tierra, porque sé lo que es ser repudiada por no ser fértil. Hablad poco con esa mujer y manteneos distante de ella. La discreción en estos tiempos de desdicha.
Puñaladas e intrigas son en muchas ocasiones un salvoconducto para la vida.
Vuestros derechos y creencias son inalienables, María. Por mucho que me intenten separar de Vuestra Alteza para recordároslo, hago lo imposible por que nunca lo olvidéis. Os escribo con cariño doquiera estéis, y no os preocupéis por escribirme, que sé por doña María que también lo tenéis prohibido. No os pondré en una picota obligándoos a ello.
Aún no logro entender, y las lágrimas abotargan aún más mi entendimiento, cómo Enrique, vuestro padre, consintió en romper con vuestra religión. Finalmente, el papa Clemente declaró perfectamente válido nuestro matrimonio y condenó el de Ana, pero aquello no le importó. Casi cinco años aguardé esta resolución, hija mía, y al llegar lo hizo tarde y mal, cuando los ánimos de los débiles hacía ya tiempo que andaban cansados e incrédulos. Hasta ese entonces habréis de saber que guardé la esperanza de que retrocediera en su equivocación, pero no fue así.
Con vuestro primo Carlos, el Emperador, no puedo contar para esta empresa. Sé que necesita más que nunca su alianza con Enrique para derrocar de una vez por todas a Francisco de Francia. En la balanza de los asuntos de Estado, mi situación no es primordial ante los intereses de mi sobrino.
Querida hija, siempre he vivido sometida a mi deber. Desde que nací fue esta la lección mejor grabada en mi mente, y moriré haciendo honor a mi obligación y sacrificio. Pero soy anciana, y al menos en recompensa a mis pesares puedo permitirme un leve devaneo en el soportar del devenir, y revolucionarme junto a Vuestra Alteza ante una injusticia que atenta contra la ley de Dios y sus mandamientos.
Apoyadme y escuchadme, María.
He rogado a mi amadísimo señor, vuestro padre, después de perdonarle por haberme arrojado a tantas calamidades y haber rogado a Dios por el perdón de su alma, que os guarde y cuide con la diligencia de un buen padre de familia, entregándoos lo que os es debido. Moriría más tranquila sabiendo que os restituyeron como heredera de estos vuestros Reinos, pero supongo que la impaciencia nunca triunfó en mi vida y, por tanto, no seré agraciada por Dios en este deseo.
No os aflijáis por ello, ni convirtáis vuestro corazón en pétreo por no poder despedirme.
Para mí, el saber que lucharéis con vuestra vida por la defensa de la fe católica y vuestra posición es el máximo consuelo. Soportad la pobreza que os venga dada, y aunque os vigilen, denigren, degraden o insulten, sed íntegra y fuerte.
Mentid si es necesario para salvar la vida, y sobre todo no comáis de mano sospechosa. Los que nos quieren, todos los días me alertan sobre el peligro y aun así no sé si mis dolores, que más que eso parecen entuertos, se deben más al veneno que a la enfermedad.
Me siento morir, hija mía, y por ello mandé a buscar a Forest al convento de Smithfield pues necesito verle tanto como a Vuestra Alteza para despedirme de esta mi vida en la Tierra.
Juan me hubiese dado la extremaunción como es debido, pero también le fue prohibido visitarme, por lo que en su lugar me la otorgó un joven cura al que nunca vi con anterioridad. ¡Ni siquiera me dejan despedirme de los míos! Os digo adiós con un par de consejos que engrosan esta lista.
Mostraos reservada y desconfiada. A vuestros diecinueve años ya sabéis tristemente cómo hacerlo con disimulo. Leed con detenimiento mis palabras, hija mía, porque una vez muerta poco más podré hacer por Vuestra Alteza.
Cuando las aguas se calmen, y os aseguro que siempre lo hacen, enmendad el mal hecho, que casi siempre hay tiempo para ello.
Vuestra madre que os quiere, Catalina, Reina de Inglaterra.
* * *
Años después…
A mi amadísima señora, Reina y madre mía, que lo fue de estos mis Reinos:
No puedo morir sin contestaros a aquella carta que antaño me entregaron cuando todo mi ser lloraba por vuestra ausencia. María de Salinas la puso en mis manos, junto a la historia de vuestra vida y las pocas joyas y pieles que aún conservabais. Me dijo ella que en los últimos seis días no dormisteis más de dos horas, y por la letra temblorosa y emborronada de esta vuestra última carta a la que hoy contesto era evidente vuestra falta de fortaleza. Según vuestra fiel dama, aún retorcida por los retortijones de vuestro estómago, demacrada y moribunda, tuvisteis fuerzas para confesar de nuevo.
A los pies de vuestra cama quedaron sin entregar todos los regalos que para vuestra mermada Corte procurasteis en vuestro presidio junto a un montón de encajes.
Conservo aún un total de dieciséis tiras de encaje negro español cosidos sobre tela de lino con hilo de seda. En su momento los utilicé para vestiduras, cuellos, puños y demás aderezos que por Vuestra Majestad vestí. Es una herencia que aprecio, pues el pensar que tuvisteis aquellos hilos en vuestras manos me consuela. Tengo la intención de legarlos en un futuro a los campesinos de Bedforshire por lo que os quisieron y la lealtad que os demostraron. Así, al menos, tendrán un recuerdo de vuestro paso por aquellos lugares.
La Epifanía para Vuestra Majestad transcurrió entre retortijones y dolores. Fallecisteis a las dos de la tarde del día 7 de enero, después de haber estado toda la noche anterior vomitando bilis.
Vuestro entierro fue glorioso según me contaron, pues vetada me fue la asistencia debido a que os enterraron como Princesa y no como Reina. Al menos, y como rogasteis, yacéis en el coro de la abadía de Peterbourgh, y allí permanecéis en el monasterio de los franciscanos con el hábito de la orden. En esto sí respetaron vuestra voluntad, y no la de otros muchos que quisieron trasladaros junto a tío Arturo, vuestro primer marido. Dispondré en un futuro que os entierren junto a mí en Westminster, como ha de ser en una Reina. Sobre vuestra lápida dejaré mi carta a falta de dirección terrenal.
He cumplido a rajatabla todos y cada uno de vuestros consejos a pesar de que el Rey, mi señor padre, como era de esperar, nunca escuchó vuestras rogativas. De nada le sirvió esto, porque Dios quiso al final poner todas las cosas en su lugar y la Corona llegó a mis sienes.
Vuestras palabras fueron visionarias. A mí, la entonces Princesa de Gales, me nombraron bastarda, y como tal viví muchos años de mi vida. Respecto al futuro de la Bolena también fuisteis certera, pues si hubieseis vivido unos meses más la hubieseis compadecido como vaticinasteis. La mujer que arruinó nuestras vidas murió decapitada y acusada de adulterio. La obsesión de mi señor padre por tener un varón fue tan desmesurada que llegó a tomar a cuatro mujeres más después de Ana Bolena para conseguir su propósito, y a pesar de ello no lo consiguió.
Antes de que me coronasen, lo hicieron con mi hermano Eduardo, el VI de este nombre. Era el producto del matrimonio de mi señor padre con la Seymour: reinó desde los once años, pero murió pronto. Mis enemigos nombraron Reina por aquel entonces a una usurpadora inesperada, lady Jane Grey, aquella niña noble que un día trajisteis a mi lado en la corte como dama de compañía y que repentinamente me desplazó. En tanto que nieta del duque de Suffolk accedió al trono y fue proclamada Reina por el partido protestante. Sólo reinó nueve días, pues sus partidarios no pudieron borrar de las mentes de mis fieles mi existencia.
Lo primero que hice al acceder al trono fue ejecutarla. Fue la primera de una larga lista, y siento reconocerte, madre, que he tenido que derramar más sangre de la que nunca quise.
Quedó probado, por tanto, que la maldición en la que se escudaban los ignorantes no estaba en vuestro matrimonio, sino en el mismo Rey. Antes que todo, tuve que mentir para salvar mi vida, y llegué a renegar de la religión católica, pero después he luchado por ella y lucharé por ella hasta la muerte.
Querida madre: los sacrilegios fueron muchos y la nueva Iglesia anglicana aceptó muchas cosas que nunca hubiesen sido admisibles en la católica. Los ministros de la Iglesia anglicana obtuvieron licencia para desposarse. La confesión fue erradicada como obligación y dejó de ser una mera declaración de perdón concedida por Dios. Muchos símbolos a los que siempre fuimos devotos, como la iconografía en la iglesia y el agua bendita, desaparecieron.
Jesús sólo estaba presente espiritualmente en el pan y vino consagrados.
Hoy ha retornado a la liturgia y está presente en cuerpo, sangre, alma y divinidad. El Papa consagra de nuevo a nuestros cardenales y obispos; el resto son ilícitos. Todo regresa a su debido cauce. Yo, la Reina María, estoy sólo por encima del Parlamento, y el obispo de Canterbury está sometido al Vaticano. El orden jerárquico tradicional se impone.
El libro de la letanía de Cranmer ha sido prohibido, y todos los que no acaten mis órdenes son castigados con la misma dureza con que lo fueron los que un día os fueron fieles. No me importa que por ello me apoden La Sanguinaria, porque al recordar a hombres como vuestro confesor Forest, que murió en la hoguera asado como un cochino sólo cuatro meses después de fallecer Vuestra Majestad, me llevan los demonios.
La Iglesia católica, apostólica y romana prevalece hoy en este mi Reino. Necesité hacer una criba entre nuestros enemigos, pero al fin y al cabo lo conseguí. Desde niña recuerdo una y mil veces las cabezas expuestas en la Torre de Londres, y es algo que no me impresiona demasiado debido a la asiduidad con que así se manifestaban mis predecesores. Incluso mi señor padre ejecutó a dos de sus esposas después de que Vuestra Majestad muriese.
Ordené aquellas ejecuciones por obligación, como tantas otras cosas y procurando no pensar demasiado en ello. No fue por vengar la muerte de los católicos que murieron defendiendo su religión, sino para mejor convencer del camino a seguir a los débiles incrédulos.
Espero dejar sucesores para que prosigan mi labor, y que Isabel, la hija de la Bolena, no me tome el relevo. Si fuese así, no moriría tranquila, pues todo mi trabajo en defensa de la fe y el Sumo Pontífice acabarían en la nada.
Felipe, el hijo de vuestro sobrino, el Emperador, viene a desposarse conmigo, y con él procuraré fijar la definitiva alianza con la que tanto soñasteis.
No me casé con el padre, pero pronto lo haré con el hijo. Porto la rosa roja, símbolo de los Tudor, en una mano. Y tras mi matrimonio con Felipe penderé de mi cuello el joyel de la perla peregrina de los Austrias.
A vuestra muerte fui criada entre intrigas e inseguridad, y ahora que sin descendencia me veo, pongo todas mis esperanzas en mi sobrino Felipe para dar un heredero a la Corona y conservar vuestra estirpe. En cierto modo, y sin perdonarle, siento el desasosiego que debió de sentir mi padre al verse sin descendencia.
No pierdo la esperanza.
En tanto que mi madre, la Reina Catalina que fuisteis, sabéis que el sacrificio es la razón de ser de nuestra posición como Reyes, y tendré que vivir el resto de mis días con el peso de todas aquellas muertes a mis espaldas por el bien de la religión católica e Inglaterra.
Madre, sois afortunada porque no llegasteis a conocer los sucesivos y pecaminosos matrimonios de mi señor padre. Con Vuestra Majestad estuvo casado veinticuatro años, la mayoría de ellos felices. Sus otras cinco mujeres no llegaron a tenerle entre todas más de once años, lo que demuestra que vos fuisteis la más duradera y a la que más quiso. Tuvisteis de él lo mejor como hombre y como Rey católico, defensor de la fe que fue.
Ana Bolena y Jane Seymour, la madre de Eduardo, murieron el mismo año que Vuestra Majestad.
Con lo cual es paradójico pensar que mi señor padre enviudó de sus tres primeras mujeres en el año del Señor de 1536. Tras ellas contrajo tres pecaminosos y falsos matrimonios con Ana Cleves, Catalina Howard y Catalina Parr. Quizá eligió a dos tocayas de Vuestra Majestad recordándoos. No lo sé, pero quiero pensar como vuestra hija que soy, y actual Reina de Inglaterra, que os quiso más que a ninguna, pero que sometido a su deber se vio obligado a perderos.
Vuestra hija que os quiere, María, Reina de Inglaterra.