Capítulo XXII

Tranquilidad de conciencia

Me sorprendió la visita temprana del obispo John Fisher. Traía sin duda noticias de sir Thomas More, que como canciller del Rey me mantenía informada de todo puntualmente.

Mi fiel amigo no debía de ser portador de albricias, pues no pudo esperar a una hora prudencial para informarme. Hasta el momento, todo parecía marchar viento en popa. El Papa no sólo se limitó a avocar la causa de la nulidad a Roma. Desde que en febrero había ceñido con sus propias manos las Coronas de Lombardía e imperial sobre las sienes de Carlos parecía más receptivo que nunca.

Quince días después de la coronación en Bolonia publicaba un breve dirigido a mi señor don Enrique. En el documento prohibía al Rey de Inglaterra contraer nuevo matrimonio bajo pena de excomunión por bigamia.

No era un secreto que el papa Clemente, después de su liberación, agradaba a Carlos en todo lo que le solicitaba. Quizá la aceptación de mi causa como prioritaria fue una de las consecuencias de su puesta en libertad. Nunca lo sabríamos. Lo único cierto en todo ello era que el Sumo Pontífice parecía leer al fin mis cartas plagadas de rogativas y acompañadas por cientos de firmas de hombres buenos y nobles de Inglaterra que apoyaban mi causa.

Enrique no se dignaba visitarme.

Ya lo haría. Su orgullo había sido herido y tardaría en aceptar la situación. Todo parecía estar recobrando lentamente su debido orden y concierto. No alcanzaba a comprender, ni esperaba un paso atrás en todo el proceso. Intrigada, pregunté:

—Mi buen Fisher, ¿qué negocio os trae tan de mañana?

Me saludó y habló.

—Wolsey ha muerto en la abadía de Leicester. Murió escuchando cómo el pueblo, desde el exterior, le abucheaba. Ellos no perdonan, y menos cuando la vida nos abandona. La plebe se regodea en la muerte de algunos y cree que es la mejor hacedora de justicia.

No me dolió, sólo le pude recordar intrigando y espiando agazapado detrás de un tapiz. Hacía meses que Cromwell se había salido con la suya.

—Poco después de haber recibido las órdenes del Vaticano desestimando al tribunal de Blackfriars fue acusado de Lesa Majestad y apartado de la corte. No fue encarcelado porque ya entonces pidió clemencia ante su enfermedad. Fue trasladado a la abadía en vez de ajusticiado.

—Una vez se lo advertí. El Demonio siempre las devuelve.

Me arrodillé dispuesta a rezar por el alma de Wolsey. Fisher me acompañó.

—Aquel hombre podría estar lleno de defectos, pero había entregado su vida al Rey y este le correspondió dándole la espalda en la primera oportunidad. Espero que ahora sea tiempo de recapacitar para Enrique.

La expresión de escepticismo de mi compañero de reclinatorio me dejó perpleja.

—No es únicamente eso lo que veníais a comunicarme. Decidme lo que calláis.

—El Rey os ruega que elijáis alguno de sus palacios para trasladar vuestra residencia.

No podía creerlo. Estaba tan segura de mí misma…

—Debéis de estar en un error.

Su Majestad vendrá, juró hacerlo pasado el verano. Si se ha retrasado, es sólo por motivos de Estado. Ya veréis cómo todo cambia.

Fisher posó la frente sobre sus manos y comenzó a rezar moviendo los labios entre susurros. Estaba claro que prefería no escucharme ni contradecirme.

—¿Por qué vacila y evita nuestro encuentro ahora que el Papa lo pide? No me contestó, agachó aún más la cabeza y continuó orando. Un pensamiento espeluznante me vino a la cabeza. Cromwell estaba a su lado.

—¿No se planteará un cisma? Cromwell es muy capaz de esbozar un retorno a la antigua Iglesia anglicana y tentarle con el poder que ello le proporcionaría, pero estoy segura de que mi señor nunca lo aceptará.

John Fisher cerró los ojos y rezó con más ahínco. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y le imité.

Terminadas mis oraciones y calmada mi ánima, me levanté. Fisher me tomó de la mano.

—Mi señora, no os engañéis. Como temimos hace años, la Iglesia católica se tambalea y nosotros tenemos la desdicha de vivir en uno de los Reinos que más en entredicho la sitúa. Su Majestad, el Rey Enrique, está peor asesorado que antes, y sus consejeros le inculcan como gota en la nuca de un torturado la idea de una total separación del catolicismo. Es tanta la tentación que padece que ya no recuerda su pío proceder.

Fisher se detuvo un instante.

Sujeta a sus manos para no perder el equilibrio, le rogué que continuase.

—Intimidan al clero chantajeando a unos y amenazando a otros con la misma o peor suerte que la que sufrió Wolsey. Casi todos se doblegan a ello, y no les culpo pues hemos de tener en cuenta que la carne es débil y que ellos deben todas sus prerrogativas y gracias al Rey. Tienen miedo a que la suelta y ejecutora mano real les señale. El sínodo está reunido ante las presiones de Enrique, y algunos, los más débiles, ceden ya a su propósito de legislar la instauración de la ancestral y antigua Iglesia anglicana. Olvidan sin duda la tradición, las creencias, y el que esta vetusta religión lleva separada del Vaticano desde hace siglos. Su Majestad, el rey Enrique, si todo continúa por estos derroteros, pronto será reconocido como la cabeza suprema de nuestra Iglesia y nuestro clero. Para empezar, ya se ha prohibido la publicación de las bulas papales en el Reino.

Sólo pude balbucear:

—Decidme, ¿cuántos le quedan fieles a Roma? Me tranquilizó a medias.

—Son muchos los que siguen defendiendo el orden jerárquico que la Iglesia apostólica, católica y romana tuvo siempre. Cristo y Dios en primer lugar, el Papa como su representante terrenal y después los demás. Sir Thomas More se plantea ya su renuncia al cargo de canciller por no querer jurar a Enrique como cabeza de la Iglesia, y no dudéis en que yo le secundaré.

Le apreté fuertemente las manos. Los dos sabíamos que aquella muestra de fidelidad bien podría significar la muerte.

—Demostrado queda que la Iglesia necesitaba urgentemente la reforma por la que tanto luchasteis los humanistas por el temor a que esta reforma fuese equivocada. Primero Lutero, ahora Enrique. Dios nos pone a prueba. Los dos sabemos que la voluntad es débil, y que muchos cederán en el sínodo.

»Después de convencer al clero, osarán proponer lo mismo a la Cámara de los Comunes, y más tarde a la de los Lores. Estos se rendirán a los propósitos de Enrique en menos de dos semanas. Después de eso, todos los que defendamos la causa contraria seremos castigados con una muerte injusta.

Fisher sonrió.

—Conmigo ya lo intentaron, mi señora, pero no tengo miedo. Mi conciencia está tranquila. Hará dos meses intentaron envenenarnos con un caldo. Muchos de mi casa murieron, pero Dios no quiso llamarme a pesar del estómago maltrecho. Defenderé hasta la muerte al Santo Padre y a Vuestra Majestad. Ese es mi quehacer en esta vida terrenal, y con ello cumpliré encomendándome a san Cipriano y a san Bernardo.

—Dios os oiga, Fisher. Esperemos que el Papa reabra pronto la causa y no se rezague más, pues los ánimos se alteran y enardecen por días. La presión a la que el Rey está sometiendo a todos sus súbditos es demasiado fuerte como para que no estalle en uno u otro sentido. ¿Es que no comprende el Papa que él anda lejos y Enrique está junto a ellos? Juega con la paciencia de todos, pero es bien sabido que la paciencia tiene un límite y este está a punto de finalizar.

El obispo me tranquilizó.

—Ya que don Enrique no la tiene, tened vos paciencia, Vuestra Majestad.

—Mucho me pedís, Fisher. Pero prefiero acogerme a la esperanza de su arrepentimiento. Sueño todas las noches con que repudia a la Bolena y me llama a su presencia porque el Papa dictó al fin su sentencia, desestimando la nulidad de nuestro matrimonio. Pero como sabemos, se rezaga. Los que intrigan alrededor del Rey son los verdaderos responsables de sus errores. En el fondo, Enrique es bueno y está lleno de virtudes, pero la ambición está poniendo en peligro su honor y la salvación de su alma. El Papa ha de dictar sentencia urgente y pronunciarse. Tanto desconcierto nos hiere a todos, pero estoy segura de que su fallo a nuestra solicitud acallaría para siempre las afiladas lenguas que se alimentan de su silencio.

»Si no se pronuncia rápidamente, me ayudará en poco y me ofenderá en mucho. Sólo os puedo decir que amé a mi señor don Enrique y continuaré haciéndolo como su esposa que he sido y seré hasta el día de mi muerte. Cualquier prueba en contra de ello será burda y falsa. En nuestras conciencias quedará la verdad a pesar de que me culpe de su creciente impopularidad.

Dimos por finalizada la conversación y Fisher se retiró. La espera, como en otras ocasiones a lo largo de mi vida, sería mi única alternativa.

Ignoré la orden de mi traslado, pero al siguiente verano una comitiva enviada por Enrique a Greenwich me ordenó que desalojase el palacio y me dirigiese a More en Easthampstead, Berkshire. El destino no estaba mal pensado. Rodeada de bosques, quedaría totalmente olvidada de la mano de Dios y de su pueblo.

Enrique, vuestro padre, no se atrevió siquiera a despedirse. Ni en ello mostró su valentía. Me prohibían veros, hija mía, y me ordenaban reducir mi séquito. Él no regresaría hasta que yo no hubiese desaparecido de Greenwich.

No opuse resistencia. Iría a donde mi señor me ordenase, pero dejé en claro a mi escolta que hubiese sido más veraz y leal a los ojos del pueblo mi reclusión en la Torre de Londres, o incluso una injusta ejecución. Así, al menos, todos sus súbditos sabrían cuál era el destino que le procuraba el Rey a la madre de su hija María, la futura Reina de Inglaterra.

Aquellos hombres habían acudido de noche y a hurtadillas para que me alejase cual una proscrita. Tenían órdenes estrictas de que mi salida de la ciudad fuese lo más discreta posible, pues se temía la reacción de los londinenses ante mi destitución.

Me hubiese gustado gritar mi pena en voz alta, y tan fuerte como las mujeres lo hacían habitualmente en el mercado al vender su mercancía. Pero no me sentía con fuerzas. Una despedida digna, falta de ceremonial y silenciosa era lo que quería Enrique, y a ello debía yo someterme como su esposa por siempre.

Me vestí de gala, y a través de las cortinillas de mi carroza retuve cada calleja de aquella ciudad que había sido mi hogar durante casi treinta años. En ese preciso instante me despedí de mi marido como si Enrique hubiese estado a mi lado.

—Enrique, quedáis libre para confundir, amenazar, sobornar, manejar, librar de criterio y voluntad a todos los hombres de vuestro Reino. Ellos os apoyarán en todos vuestros despropósitos, y quizá así consigáis tener otro bastardo. Pero por mucho que os obcequéis, la lejanía de mi cuerpo no significa la de mi alma. Vaya a donde fuere, seguiré siendo la Reina de Inglaterra, vuestra esposa, y por vuestra alma rogaré hasta mi muerte.

Mi estancia en More fue muy corta. De allí me llevaron a Ampthill, en Bedforshire, para que me hallase aún más alejada de la corte cuando Enrique fingiese ese matrimonio absurdo que para Dios no era válido. En mi lejano presidio oía noticias y recibía muy de vez en cuando alguna que otra visita. Forest, mi antiguo confesor, lejos de olvidarme, vino a verme. Él seguía defendiendo a ultranza sus ideales e integridad, al igual que Fisher y More.

De algún modo se lo agradecí y reproché al mismo tiempo.

—Sé que demostráis vuestro valor, y que desde el púlpito de San Pablo no sólo habéis osado defender la validez de mi matrimonio con Enrique sino que también habéis insultado a Cromwell y advertido a vuestros feligreses del robo por parte de la Corona que sería la supresión de los conventos, incluido el de los franciscanos. Arriesgáis demasiado, y eso es peligroso.

Mi confesor sonrió.

—No es para menos. El Rey quiere matar dos pájaros de un tiro al separarse de la Iglesia. En primer lugar, casarse con Ana Bolena; y en segundo, engrosar su economía a costa de nuestros bienes.

Me sentí satisfecha al saber que alguien informaba al vulgo de la realidad.

—Hacéis bien, pero tened cuidado, os lo ruego. Mirad que si os propasáis al transmitir vuestro sentir quizá os detengan, y muy poco podréis hacer por nuestra causa una vez preso.

—Nunca es demasiado. Todos nos rebelamos como podemos. Sir Thomas More ha devuelto los sellos provenientes de su oficio de canciller, dimitiendo del cargo. No arriesgo más que todos aquellos que os aclaman por las calles. Estoy dispuesto a luchar con la palabra y el razonamiento contra la guadaña que muchos piensan utilizar al reformar nuestra Constitución. Según los rumores, se tiende al poder absoluto del Rey. Este será apoyado por prelados y comunes. Lo que no alcanzan a entender es que les será difícil segar de un hachazo trescientos años de costumbres, leyes, estatutos y libertades.

Asentí, escuchándole animada. Eran cada vez menos los que me hablaban tan claramente de lo que acontecía en Londres. Forest prosiguió como si esta vez fuese yo la que le estuviese confesando.

—La terquedad es la única arma que podemos esgrimir para enfrentarnos a tan grandes agravios. Los prelados que abjuraron en contra del Papa caerán tarde o temprano. O si la justicia no es tal, morirán atormentados por el cargo de conciencia que les provocará su traición. En sus semblantes se refleja el dolor cada vez que se inclinan ante su majestad el Rey, y no es de extrañar pues le juraron superior al Papa.

Me derrumbé.

—Da la impresión de que todo se desmorona. Veinticuatro años de matrimonio, la legitimidad de este nuestro Reino, la Corona, la Iglesia e incluso los valores morales que a todos nos inculcaron desde la cuna. Luchasteis desde hace años con escritos y conferencias por que todos asimilasen las buenas ideas que procurabais transmitirles. Sin embargo, en vez de servirles de muleta, vuestras teorías humanistas parecen haberlos empujado al abismo. Lo cierto es que se huele una mezcla de traición, deslealtad y sangre. Todo ello despide un hedor insoportable.

»Los que hace tan sólo un año me aclamaban libremente, hoy no duermen presa del pavor ante la amenaza. Sus vítores se han acallado. El miedo hiela la sangre de muchos y aplasta la voluntad de otros. Aunque me lo ocultéis, sé que las primeras acusaciones de traición ya se han dictado. En la Torre de Londres ya no quedan calabozos en donde hacinar a los más leales idealistas.

Forest se entristeció ante mi pesar.

—Nunca digáis eso, mi señora. Si hay algo que mantiene viva la llama de nuestra causa es vuestro tesón, vuestra fortaleza y la entereza con la que defendéis vuestro matrimonio. Ya no discutimos sobre la validez del mismo. La autoridad de la Iglesia católica es la que pende de un hilo. Todos hemos de defenderla unidos y hasta la muerte. Vuestros padres lucharon contra la herejía sin desistir, y eso es algo que ciertamente mamasteis desde muy joven. Hoy os toca a vos cumplir con ese cometido.

Me recosté en la silla.

—Estoy cansada. Agotada de pedir ayuda a mi sobrino, el Emperador, y de recibir cartas con soluciones lentas e irresolubles. El Emperador anda muy ocupado defendiendo la verdadera religión contra el turco, y me tiene abandonada. Ni siquiera la noticia de la boda secreta de Enrique con Ana a inicios de este año parece haberle incitado a la acción. Hace una semana que Crammer declaró nulo mi matrimonio basándose de nuevo en mi presunta e incierta consumación del mismo con Arturo. No esperó ni dos días para declarar válido el matrimonio de Ana y coronarla.

»Todos sabemos que esa declaración a los fieles cristianos no nos altera, pues yo seguiré por siempre siendo la legítima mujer de Enrique. El Rey podrá vivir, holgar o casarse con mil mujeres, pero ante los ojos de Dios yo seguiré siendo su verdadera esposa. Hay días en los que la esperanza me abraza y pienso que su falsa y clandestina boda se hizo en secreto únicamente para acallar la histeria e insistencia de la Bolena; pero hay otros días en los que Dios parece retirarme la fortaleza que necesito y decaigo en la tristeza sin remedio. La ramera de mi señor está embarazada de cinco meses, y se pavonea de haber podido conseguir lo que yo ansié más de dos décadas de mi vida y no logré antes de quedar infecunda. Según creo, la ramera asegura a todos que los más prestigiosos astrónomos y adivinadores del futuro predicen que su hijo será varón. Rezo una y mil veces por que esté equivocada. Tanta certeza en algo tan incierto no puede ser buena. Ruego a Dios porque Enrique reflexione y comprenda su error. De seguir así, la excomunión por parte de Clemente está asegurada.

Mi confidente bajó el rostro.

—¿Qué os sucede?

Se sinceró.

—Vuestro temor ya es evidencia. Sé, mi señora, que la excomunión es segura. Sólo falta que llegue, pues un correo más rápido que el que la porta arribó ayer con la noticia de la misma.

Me sentí morir. Aquello significaba que Enrique estaba ya castigado por el Papa. Conociéndole, la última esperanza de que se arrepintiese quedaba truncada. Su desmedido orgullo no le dejaría inclinarse ante Clemente para solicitar el perdón.