Sacrílega destitución
El 18 de junio me llamaron de nuevo para presentarme ante el tribunal. Enrique, después de nuestra última conversación, fue incapaz de aparecer, presentándose por poderes. Yo lo hice en persona, cortejada por mis defensores. Se corrió el rumor de que el Rey pretendía celebrar su cumpleaños a finales de ese mismo mes, casándose con Ana, y que por eso se agilizaba el proceso.
Mi defensa era clara. Solicitaba el sobreseimiento de la causa por tres motivos. Tres pilares a mi modo de ver indiscutibles y muy difíciles de contradecir, aunque con los tiempos que corrían bien se podrían tergiversar las cosas más certeras y palpables.
En primer término, me oponía al lugar en el que se había reunido el tribunal por ser adverso y proclive a acentuar mi probable indefensión.
Segundo, pedía la destitución de algunos jueces por no ser ecuánimes. Y tercero, alegaba la litispendencia de la causa en Roma.
Nada podía ser juzgado por dos tribunales a un mismo tiempo.
Como era de esperar, mi solicitud fue rechazada y fui citada para la primera vista tan sólo tres días después. Me presenté, pues no podía dejar que pensasen que tenía miedo.
Entré dispuesta en la sala y no pude evitar mirar a Enrique. Allí estaba, sentado bajo el dosel exactamente encima de los asientos de Wolsey y Campeggio. El resto de los miembros del tribunal se situaron a ambos lados del estrado.
Llamaron en primer lugar a Enrique.
—Enrique, Rey de Inglaterra, compareced ante este tribunal.
—Heme aquí, mis lores.
—Catalina, Reina de Inglaterra, compareced ante este tribunal.
No pude evitarlo, me sentía como una rea a punto de ser ajusticiada sin saber el porqué de su castigo.
Me levanté nerviosa. No contesté, rodeé a los obispos y subí al otro lado de la tribuna arrodillándome a los pies de Enrique. Era lo último que podía hacer por mi causa, ya que no creía en absoluto en aquel tribunal. Ignoré la presencia de todos y me dirigí a él como si fuésemos los únicos presentes en aquella sala. Aún albergaba la esperanza de que recapacitase.
—Señor, os suplico por última vez. Por todo el amor que ha habido entre nosotros, os ruego que me hagáis justicia y derecho. Imploro que mostréis compasión por mí, la Reina de Inglaterra, ya que no tengo consejo imparcial. Ignoro a este tribunal y a vos acudo como cabeza del Reino. Pongo a Dios y a todos los presentes como testigos de que soy y he sido para vos una mujer humilde y obediente. Siempre rendida a vuestra voluntad. He amado a todos los que vos amabais y consentido tanto a vuestros amigos como a mis enemigos en nuestra propia casa, simplemente por haber sido fieles a Vuestra Majestad.
»Habéis tenido de mí seis hijos en veinte años, a pesar de que a cinco de ellos Dios los ha querido llamar de este mundo a su presencia.
»Y por último, y por ello lo más importante, Vuestra Majestad sabe, y pongo a Dios por testigo, que cuando me tuvisteis por primera vez era doncella. Por todo ello invoco a vuestra conciencia pues la mentira siempre sale a la luz, y no ha de vivir tranquilo el hombre que la escuda.
Estaba segura de que lo admitiría. Callé y le miré fijamente a los ojos, pero según pasaban los segundos a mí se me hicieron minutos esperando una respuesta. Un gélido silencio se apoderó de la sala y me defraudó una vez más, pues no llegó a romperlo. No fue capaz de mantener mi mirada, por lo que desvió la suya, altiva y desafiante, hacia el tribunal. Tenía preparadas un sinfín más de alegaciones, pero después de su actitud quedé totalmente vapuleada. Sólo pude emitir con un hilo de voz mi alegato final.
—Os solicito humildemente que me ahorréis el sufrir otra vista en el tribunal, pues de poco valdrá mi alegato ante los votos pagados.
Así, totalmente miserable y compungida, pasé frente a todos y me retiré destrozada. Ni siquiera conservaba un ápice de orgullo que mantuviese regio mi semblante.
La tercera vez que me llamaron me negué a comparecer.
Los testigos parecían haber sido absueltos de la pena de perjurio y contaban sandeces sin fundamento.
Decidí mostrar una indiferencia clara hacia aquel tribunal. La inseguridad que padecía ante el veredicto no habría de reflejarse en mi rostro ni un solo segundo. Aquello siempre se hubiese utilizado en mi contra.
El tribunal no necesitaba mi presencia para pronunciarse, pues ya tenía muy clara la sentencia.
¿Para qué humillarme de nuevo? Más que un tribunal, era un circo fraguado en una tienda de mentiras y embustes proclamados por trovadores, malabaristas y juglares de muy pobre calaña, que en mucho distaban de los hombres nobles de Iglesia que debieron componerlo. Los pocos partidarios que tuve en el tribunal tuvieron que corregir sus votos a la hora de contabilizarlos, pues hasta los suyos fueron manipulados.
De todo hubo. Wolsey tuvo el descaro de pedir al Rey, ante todos, que jurase que él no había tenido nada que ver en su propósito de nulidad. ¡Qué afán de protagonismo! Enrique lo negó. ¿Qué otra contestación podría dar? Aceptar que aquel hombre había dirigido todos sus actos era como rendir pleitesía hacia alguien menor, siendo él el máximo representante del poder terrenal en Inglaterra. Quizá Wolsey había de tener más adelante, a este respecto, un leve cargo de conciencia, pues nunca supuso que el Rey sería capaz de separarse de la Iglesia católica, pero nunca sabremos si entonces actuó por celos hacia Cromwell o por convicción plena. Su opositor, presente en el tribunal, acechaba en contra del cardenal como un buitre carroñero al servicio de los Bolena. Lo cierto es que al poco tiempo sería destituido y declarado culpable del fracaso de la anulación pontificia, así como persona non grata.
La herejía se filtraba por todas las piedras, y todos olvidaron que el Papa había negado la potestad del tribunal de Blackfriars de juzgar la validez de mi matrimonio.
Todo parecía perdido cuando de pronto, a mediados de julio, llegó un nuevo embajador. Su nombre era Eustaquio Chapuys, venía de Turín y tenía las sienes canosas.
Dudé que fuese tan efectivo como Mendoza, y me equivoqué, porque traía la mejor y más esperanzadora noticia que pude recibir por aquel entonces. Desde Roma se había decidido el refrendo apostólico. La causa se llevaría allí. ¡Por fin el papa Clemente se pronunciaba claramente! Apartaba además de mi causa a los dos cardenales que se habían tornado mi pesadilla. Campeggio y Wolsey no podrían ya interferir en el asunto. Aquello me daba unos meses de descanso hasta que se iniciase el proceso debido en el Vaticano, alejado al fin de las zarpas corruptas y maleables de mis hasta entonces jueces.
Aquel hombre trajo inesperadamente bajo el brazo mi salvación y la vuestra, mi querida María. Ana Bolena tendría que tragarse hasta engolliparse su ambición, cargada de histeria. Fue comentado en la Corte el ataque de bilis que experimentó al enterarse de mi fortuna.
Estaba claro que no se conformaría únicamente con ser titulada por vuestro padre como Marquesa de Pembroke. Ella quería ser Reina de Inglaterra sobre todas las cosas.
A los pocos días, vuestro padre me sorprendió. Como antaño, vino a cenar a mis aposentos, desconcertándome. Pensé, ingenua de mí, que las últimas noticias recibidas del Vaticano, aunque tardías, le habían hecho recapacitar ante lo dictaminado, y que ya andaba cansado de su caprichosa concubina.
Recordaré esa noche por siempre jamás, pues mi suposición inicial resultó errar de pleno. Sería el 30 de noviembre el último día que nos viésemos. Sentados a la mesa, y en silencio, opté por iniciar la conversación como si no hubiese ocurrido nada. Siempre pensé que a toro pasado era absurdo echar las cosas en cara, y recordar desagravios. Qué mejor manera de apaciguar los ánimos que hablarle de Vuestra Alteza. Así lo hice.
—Me gustaría que María viniese más a menudo.
Me contestó frío y distante.
—Sois libre de ir a verla a Ludow. Ella es la Princesa de Gales, y como tal ha de estar en sus tierras.
—No puedo ir allí. Mi lugar está junto a Vuestra Majestad como vuestra legítima esposa que soy.
No llegamos a la cuarta frase sin alterar la conversación, porque ante mi contestación dio un fuerte puñetazo en la mesa. Un plato cayó estruendosamente al suelo y se partió en mil pedazos. Me asusté y cerré los ojos ante su temperamento. No los había abierto cuando oí sus gritos.
—¡Es que no tenéis orgullo! ¡Ana pasa ante vuestra merced pavoneándose y eso no os basta para desistir de vuestra cruzada! Vuestra señora madre consiguió acabar con la herejía en Castilla, y vos conseguiréis acabar con mi paciencia. Sois tozuda e incansable.
Procuré conservar la calma para poder así ser más precisa en mi respuesta.
—Lo soy y lo seré, Enrique. Le he rendido mi vida a mi Reino, que es el vuestro, y no me voy a cruzar de brazos ante su destrucción, la de su religión y la vuestra propia. Salid a la calle y escuchad a vuestros súbditos. Todos os aclaman, Enrique, al igual que me aclaman a mí. Sin embargo, abuchean a la mujer que pretendéis a vuestro lado. Todo un pueblo no se puede equivocar, y menos si es el vuestro. ¡Abrid los ojos, Enrique, como el sensible poeta que fuisteis! Lo habéis escrito y cantado un millón de veces. La juventud pasó y no podemos retenerla.
»Yo ya no os puedo dar un hijo, pero sí todo el amor, la compañía y el cariño que necesitéis para seguir gobernando. La ambición no es buena. Dios nos dio una hija, y ella reinará con acierto y justicia.
No me escuchó.
—¡La ciega sois vos, Catalina! Carecéis de orgullo. Decidme, ¿cómo podéis amar a un hombre que ya ni siquiera os desea? No me dejé vencer.
—Estáis equivocado, Enrique. Lo que yo os profeso no es lujuria sino amor, y en eso se basa un matrimonio. El tiempo os lo dirá. Mi juez es el Papa y él decidirá.
Apretó las mandíbulas y los puños.
—Lo conseguisteis. No pensaba decíroslo, pero vuestra terquedad me fuerza a ello. He hablado con todos los doctores y hombres sabios y juristas de este mi Reino. Y todos apoyan mi causa. Si el Papa no decide en mi favor, le acusaré de herejía y me casaré con quien quiera.
Arrugó el mantel en su puño apretado para no asirme a mí. Se levantó y desapareció sin más.
Ni un adiós, ni un abrazo, ni una lágrima. Sólo la pataleta de un niño caprichoso que no había podido obtener lo que quería en el preciso instante en que lo pretendía.
Podría haber llorado, mas no lo hice. Estaba demasiado cansada para llorar. No nos despedimos.
Veinte años juntos compartiendo un Reino y todos los sentimientos que nos habían sido otorgados a lo largo de toda una vida en común, y ni siquiera un hasta luego.
No le volví a ver. Esperé con angustia y ansiedad a que la puerta se abriese y regresase a mi mesa a cenar. Pasaron los minutos, las horas y los días. En el fondo sabía que aquello no sucedería, pero no lo quise admitir. Para Dios yo sería su mujer para siempre. Mi matrimonio había sido válido e indisoluble, y así me comportaría.