Capítulo XVII

El reconocimiento de un bastardo. Retrato de Enrique

Envié a Carlos un pésame sabiendo que estaría sufriendo por la muerte de su antiguo maestro, el papa Adriano. Wolsey se mostraba más intolerante aún con todos.

Clemente VII había sucedido en el trono pontificio a Adriano y a él ni siquiera le habían mencionado.

Sin duda intentaría una alianza secreta con Francia.

Arrugué el primer comunicado de Carlos en mucho tiempo. Me temblaron las manos. Había decidido desposarse con Isabel de Portugal, la hija de mi hermana María, y por tanto deshacía lo acordado con respecto a Vuestra Alteza.

Ya no quería a la Princesa de Gales como mujer.

El embajador español me consolaba.

—Es lógico, mi señora, dado que la Princesa de Gales tiene sólo nueve años. El Emperador necesita liquidez para continuar con su campaña y no puede esperar. Isabel trae bajo el brazo una dote de novecientos mil ducados que no pueden ser despreciados en este momento. No os lo toméis como una ofensa, sino como una razón más de Estado.

Lo comprendí.

—Es cierto, mi buen Mesa, que no es más que otra alianza. Pero al enterarse de ello el Rey mi señor, instigado por Wolsey, me lo reprochó; como si fuese yo la responsable de las decisiones del Emperador, mi sobrino. Está tan indignado que amenaza con obligarle al pago inmediato de sus deudas para con nosotros por el desagravio.

»No es extraño ya que nuestras arcas estén vacías y el pueblo se niegue a contribuir por considerar excesivos los pechos a que se ve obligado. El cardenal Wolsey no sabe ya a qué recurrir para llenarlas, y temo por ello, pues es capaz de cualquier cosa. El Rey jura que, en venganza, prometerá a la princesa María con Francisco de Francia. Puede hacerlo, ya que ha quedado libre gracias a vuestro Emperador. A mi señor no le importa que el francés haya sido prisionero de Carlos en Pavía, y llevado a Madrid para ser encarcelado en la Torre de Lujanes, ni que esté prometido con Leonor, su hermana y mi sobrina. Para el Rey de Inglaterra todo se puede deshacer en contra del Emperador, y ahora que está libre el francés después de haber firmado el Tratado de Madrid, en el que sólo se presupone la paz de la cristiandad, os tendréis que atener a las consecuencias, porque tanto vuestra merced como yo sabemos que ese acuerdo es endeble y quebradizas las voluntades de los firmantes; tanto, que me atrevo a vaticinar sin temor a errar su pronta ruptura.

Mi desesperación, así como la confianza que tenía desde antaño con aquel hombre, me hicieron olvidar que estaba frente al embajador del enemigo de mi marido. Le estaba contando todo lo que a sus oídos debería estar vetado. Sólo me lo recordó una mirada hacia el retrato de Enrique que Hans Holbein le acababa de hacer. Me mordí la lengua dando por zanjada la conversación.

Mesa no tuvo tiempo de escribir ni una línea informando al Emperador de lo que se cocía porque en ese preciso instante irrumpió en la sala Wolsey escoltado por la guardia. Detuvieron al embajador bajo sospecha, y desde ese preciso instante pasó a ser persona non grata en la corte. El representante español de Carlos siguió a sus carceleros con valentía y sin rechistar. Habían de transcurrir unos años desde su detención antes de que las aguas se calmasen de nuevo y Carlos enviase a su suplente, un clérigo español llamado don Íñigo de Mendoza, pariente del Duque del Infantado y a quien yo había conocido un tiempo atrás, cuando niña, en la toma de Granada acompañando a su tío, el gran Cardenal.

Acababa de desaparecer el desafortunado Mesa en dirección a los calabozos cuando entró el Rey, mi señor.

Me miraba con recelo. No habló de su empresa política ni de la detención. Venía a atizarme con algo mucho más doloroso, que nos incumbía a Vuestra Alteza y a mí. Era como si hubiese fraguado una conjura en mi contra y hubiese decidido no calmarse hasta vencerme. Lo soltó a bocajarro.

—Estoy cansado de esperar impacientemente lo imposible, y prefiero que lo sepáis por mí en vez de por cualquiera de vuestras chismosas damas; que las lenguas se afilan y tergiversan lo acontecido.

»Mi hijo, el niño de Bessie, cuenta ya con seis años.

Me tapé los oídos. Él se acercó a mí y separó mis palmas de las sienes.

—Habéis de oír lo que he de deciros.

Me indigné.

—Es absurdo, Enrique, que yo tenga que preocuparme de vuestros devaneos. Vuestros bastardos no son mis asuntos. No pienso enloquecer como Juana ante cualquier prueba de infidelidad. No hay mayor desprecio que el no darle aprecio, y es lo que hago.

Me tapé de nuevo los oídos.

Vuestro padre gritó, enfadado:

—¡Es vuestro asunto desde el mismo momento en que sois incapaz de darme un varón! Me puse firme y le escuché.

Se calmó, pasando al susurro:

—Las intrigas en mi contra son asiduas y sólo tenemos una hija, Catalina. Cualquiera puede atentar el día menos pensado contra nuestra vida. Los ambiciosos son muchos. El ejemplo de Buckingham os lo demostró. Si a María le ocurriese algo, muchos de mis parientes se sacarían los ojos por el trono. Prefiero ser precavido y asegurar la posición de todos los de mi sangre que viviesen.

Tragó saliva y continuó:

—He decidido reconocer a Enrique, el hijo de Bessie, como bastardo real en toda regla, y otorgarle las gracias que por ello se merece. Para eso he convocado a la Corte. Será creado caballero y nombrado Conde de Nottingham además de condecorado con todo lo que se merece.

Enrojecí de furia y le agarré de los brazos.

—¿Le haréis también Príncipe de Gales? Decidme si lo haréis. ¿Seríais capaz de arrebatar a vuestra hija su legítimo título para entregárselo al hijo de una ramera? Se enfadó aún más.

—No insultéis a Bessie. Ella nunca os ha faltado al respeto como Reina.

Sonreí sarcásticamente.

—Si no como Reina, sí como mujer. Al igual que en este momento lo hace Ana Bolena y con anterioridad lo hizo su hermana María.

Enrique comenzó a impacientarse con cierto aire de sorprendido.

Continué:

—¿Qué? ¿Pensabais que lo ignoraba? No, Enrique. Al principio rogué a Dios que vuestras infidelidades cesasen. Más tarde le rogué que no me hiciese partícipe de ellas. Al final, sin haber sido escuchada, me rendí al silencio y la tolerancia. No soy ingenua, ni estoy tan sorda y ciega como hubiese deseado en muchos instantes a lo largo de tantos años de matrimonio.

Enrique me alzó la mano. Me callé al instante. Estaba impacientándose demasiado y decidió retomar el inicio de la conversación.

—Sólo os digo, Catalina, que María, nuestra hija, no será despojada de su título como Princesa de Gales; pero también ella ha de comportarse como tal. He estado pensando y creo que a sus nueve años ya tiene edad razonable como para ocupar sus posesiones. He ordenado que todo su séquito, incluidos tutores y profesores, dispongan lo necesario para partir hacia Ludlow.

Imploré, pero no hubo manera.

—No me separéis de ella, os lo suplico.

Se mantuvo impertérrito ante mis lágrimas. Ni siquiera eso reblandeció su corazón, y continuó frío y distante:

—Margarita, la condesa de Salisbury como su aya y madrina, le acompañará. Si ha de ser Reina como pretendéis, algún día había de separarse de vuestros sayos.

Quedé destrozada y sólo recuerdo aquella carta que os escribí cuando ya estabais apartada de mi lado y un viso de alegría me cubrió ante la posibilidad de veros de nuevo.

Os ruego, María, que no creáis que ha sido el olvido el que me ha hecho retener al emisario del correo que me enviasteis.

Perdonad por no haber contestado inmediatamente a vuestra carta, pero ya debéis saber cómo me encuentro.

Las largas ausencias de vuestro padre y las vuestras mismas me han afectado. Mi salud es poco aceptable, y confío en que Dios transforme mis preocupaciones en un final feliz a pesar de nuestra separación.

Redactas bien en latín y eso me alegra. Hace tan sólo unas semanas, vuestro padre estaba convencido de que lo mejor para vos sería casaros con el pequeño Rey de los escoceses después de no haberlo hecho con Carlos, vuestro primo. Esta proposición al menos traería la paz a esta isla. Pero… no sé por qué os lo digo si todo parece cambiar de nuevo como era de esperar, dado que este niño tiene sólo dos años. Ahora se fragua de nuevo la alianza con Francia en contra de vuestro primo Carlos, y Enrique, vuestro padre, os ha prometido al Delfín; os lo notifico para que estéis enterada porque, ¿quién sabe si este vuestro futuro esposo llegará a serlo visto lo acontecido? Carlos, el escocés y ahora el hijo del Rey de Francia. Con tanto ajetreo y cambio no me sorprendería que llegaseis a perder el interés por tan importante empresa. Sea lo que quiera Dios que fuere, en este caso nos beneficia, porque el francés ha enviado a sus embajadores para conoceros y están en Richmond esperándoos, por lo que podremos aprovechar esta visita para vernos. Estoy deseándolo, hija mía.

Encomendaos a la Virgen María esta noche.

Vuestra madre, que os quiere.

Catalina, Reina.

Empecé a sentirme sola y tuve el triste presentimiento de que mi vida ya no se enmendaría. Las personas a las que quería estaban demasiado lejos en ánimo o presencia.