«El Campo del Paño de Oro»
De inmediato nos dirigimos a la retrasada entrevista en el Campo del Paño de Oro. Dada la desconfianza y la cautela que debíamos mostrar, por muy amistoso que fuese el encuentro, nos acompañaron unas cinco mil almas entre la guardia y los miembros de nuestro séquito.
Así, además, impresionaríamos a todos con el multitudinario despliegue.
Se enviaron a Calais todos los enseres necesarios para el avituallamiento del campamento más lujoso y mejor enjaezado que jamás se hubiese visto. Tiendas de campaña, tapices, mobiliario, vajillas, dos mil catorce carneros, setecientos congrios, cincuenta y dos garzas, cuatro celemines de mostaza se amontonaban en la pradera esperando un lugar idóneo que ocupar en viviendas o mesas. Seis mil operarios y dos mil albañiles construían un palacio de ladrillo y tela para justas, torneos y festines. Todo a nuestro alrededor contribuía al frenético despliegue de un regio encuentro.
Intentaríamos mostrarnos amistosos ante nuestros eternos enemigos, a pesar de que las contiendas durante siglos entre los dos países habían creado entre ambos pueblos un sentimiento receloso difícil de olvidar para las venideras generaciones. Ni siquiera las continuas fiestas, reuniones, justas y demás eventos consiguieron caldear el gélido ambiente que del roce de los cuerpos entre franceses e ingleses manaba.
Exceptuando un par de veladas en las que el vino corrió a raudales y las voluntades flaquearon, no recuerdo un solo instante relajado en el transcurso de aquellos dieciocho días. Ninguna de las dos partes supimos fingir, pero al menos puedo aseguraros que pusimos todo nuestro empeño en ello.
Precisamente una de aquellas noches en las que al terminar de cenar Enrique andaba tan ebrio o más que Francisco, alardearon los dos Reyes sobre su propia fuerza mientras los sirvientes escanciaban continuamente sus copas sin apenas descanso.
Soltaban con ligereza sus lenguas, y pensé que sería el momento idóneo para comprobar el estado de ánimo del Rey francés ante su derrota al no haber sido elegido Emperador frente a Carlos.
Le miré desafiante mientras sujetaba su fornido semblante hombro con hombro con el de Enrique.
—Siento lo de vuestro frustrado intento frente a los príncipes electores. Pero si lo pensáis, es lógico. Mi sobrino Carlos ha de ser el sucesor de su abuelo Maximiliano, y está preparado para ello. Camino de su coronación se detuvo en nuestras costas y me ha sido grato el conocerle. Creo que dado el poder que ha acumulado es mejor tenerle a bien, y por ello hemos de luchar todos por mantener la paz.
Francisco me dedicó una mirada beocia y turbia. En su tono de voz se adivinaba el rencor, el ansia de venganza y la mentira. Cualquier persona con un mínimo de sensibilidad lo hubiese percibido a pesar de su pronunciación pegajosa.
—Mi señora, vuestro sobrino Carlos y yo cortejábamos a la misma dama. Utilizamos e ideamos todo tipo de argucias válidas que nos situasen más cerca de nuestro objetivo. Y finalmente fui yo el vencido y él el elegido por los príncipes electores.
Se escurrió y casi se cayó.
Cuando consiguió enderezarse continuó:
—Ante esta pérdida lamentable, sólo puedo quedar tranquilo en conciencia por haber intentado todo lo que en mi mano estuvo a pesar de fracasar.
Diciendo esto se apoyó de nuevo en el hombro de Enrique y le susurró algo al oído. Nada alcancé a escuchar en cuanto a qué le dijo, pero la reacción de Enrique fue inmediata. Mi señor se apartó del lado del francés, por lo que este perdió apoyo cayendo de bruces en el suelo.
El Rey de Inglaterra se inclinó para asirle del cuello y levantarle del suelo.
—Si osáis retarme, hermano, es menester que luchemos ahora mismo los dos.
Todos quedamos en silencio a la espera de que aquellos dos hombres corpulentos y fuertes comenzasen la contienda. Inclinados hacia adelante, los dos Reyes daban vueltas el uno frente al otro en posición de ataque. Procuraban mantener el equilibrio entre los traspiés y balanceos que la embriaguez les proporcionaba.
Contuvimos la respiración. Era como si se estuviese librando una nueva batalla entre los dos Reinos. Enrique, más corpulento que Francisco, le miraba desafiante a los ojos. Gracias al Señor, iban desarmados y no había peligro de muerte en este juego.
Intentó Enrique que el francés tropezara poniéndole la zancadilla.
Este, a pesar de su altura y delgadez, evitó la caída ágilmente.
Enrique repitió su treta a los pocos minutos de manera diferente.
Francisco se inclinó raudo, le sujetó de la pantorrilla con asombrosa destreza y le retorció la pierna provocando una estruendosa caída.
El odio del orgullo herido se reflejó en la mirada de Enrique.
Enrojecido por la furia, se levantó dispuesto a acabar con aquel presuntuoso. Era el momento de separarlos. El noble juego se tornaba odioso y vengativo.
Los más allegados de ambos séquitos no dudaron en separarles.
Había que impedir a toda costa la ruptura de una alianza por un simple sentimiento infantil y falto de cordura. Los dos Reyes se miraban jadeantes como perros hambrientos ante una presa inalcanzable. Sujetos por sus súbditos, la cordura regresó a sus seseras y un segundo de pensamiento les amilanó ante aquel impulso absurdo.
Me acerqué a Enrique y le tomé del brazo con la intención de llevármelo a nuestras tiendas. No refunfuñaba. Ni siquiera musitó.
Sólo se dignó a mirar a Francisco con odio y rivalidad. Le apreté fuertemente del antebrazo intentando que así tornase el completo juicio a su borracha sesera y lo conseguí.
Cuando estábamos a punto de salir lo enmendó todo.
—Que tengáis buenas noches, hermano.
Francisco sonrió:
—Lo mismo os deseo.
Las relaciones diplomáticas estaban salvadas tanto como la paz, aunque el rencor del uno por el otro subsistiría de por vida. Todos los presentes lo sabían.
Durante aquellos días se escuchaba sin cesar una melodía compuesta para el evento; era pegadiza y todos la tarareaban sin agotarse, dejándose llevar por su armonía.
Tocada por laúd, viola, chirimías y gaitas sonaba sin descanso, saliendo a nuestro encuentro en todo momento y llegando a impregnar nuestros oídos de tal modo que en el profundo deleite de los momentos silenciosos parecía zumbar entre susurros. La melodía se tituló como el lugar en el que nos reunimos:
«El Campo del Paño de Oro», y fue recordada durante mucho tiempo como un símbolo de la paz que tan poco duró.
Tras nuestra entrevista con Francisco, como estaba convenido, vimos a Carlos y todo quedó en conocimiento del Emperador, que no tardaría mucho en enfrentarse con el francés.