Capítulo XII

Contiendas vencidas

El peso de la infiltrada arena en nuestros zapatos nos descalzaba y hacía tropezar. Se formó un pasillo humano entre el séquito y lo cruzamos avanzando hacia la barcaza. Los remeros esperaban a que el Rey embarcase para empujarla hacia la mar sin que Enrique tuviese siquiera que rozar el agua. Ellos le conducirían hacia la nao real que, perfectamente avituallada para la travesía, aguardaba fondeada frente a la playa de Dover.

Mirando a lontananza, resultaba imposible adivinar el horizonte.

Un grueso biombo formado por cuatrocientas embarcaciones de la armada sesgaba la visión. Eran la escolta y el ejército que navegarían cruzando el Canal de la Mancha en pos de su Rey rumbo a la contienda con los franceses.

Era aquel, sin duda, el preciso momento de la partida, y no cabía razón lógica para su demora. Catorce mil hombres escondidos en el Reino enemigo esperaban las órdenes oportunas para atacar. Enrique soñaba con dictarlas.

Del brazo llegamos a la barcaza, y Enrique se pronunció en voz alta y claramente para que todos lo escuchasen.

—¡Nombro gobernadora de estos mis Reinos en mi ausencia a la Reina Catalina, mi esposa! Se oyeron los vítores del pueblo.

Me emocioné. Nuestra pasión podría ser efímera y el distanciamiento de nuestros cuerpos evidente, pero en aquel momento Enrique, una vez más, le hacía saber al pueblo quién era la Reina de Inglaterra.

El Rey partía dejándome a cargo de su Reino y demostrándome así su confianza. Me incliné hacia él y le susurré al oído.

—Os doy las gracias por vuestra confianza. Juro que no os defraudaré.

Me abrazó con cariño.

—No hay nadie en este Reino más capaz que Vuestra Majestad para cumplir con este cometido. Sólo espero que los escoceses no aprovechen mi ausencia para incordiar de nuevo. De todos modos, demostrarían una vez más su talante incauto y desinformado. No saben bien con quién han de topar. La verdad es que les compadezco si os imaginan débil y sumisa. ¡Qué decepción se llevarán si lo intentan!

Aquello no me intimidó, pero me sorprendió. La alianza de la Santa Liga en contra de Francia me tenía tan ocupada que no se me había ocurrido pensar en un posible ataque por parte de nuestros vecinos del norte.

Enrique intuyó mi malestar y, tras alentarme, me tranquilizó.

—Si ocurriese lo comentado, no temáis, Catalina. El Conde de Surrey ya está apostado y dispuesto a defender nuestra frontera con Escocia. Por el otro flanco, Wolsey os defenderá de todos aquellos como Suffolk, que sin duda intentarán usurparos el poder desde Londres.

Me quedé callada. ¡Cómo no, Wolsey! Debí de haberlo supuesto.

Sólo asentí. No era el momento de discutir de nuevo. Enrique partía hacia la guerra sin fecha prefijada para su regreso; esto, y la falta de descendencia para la Corona, hacían la despedida demasiado angustiosa como para echar más leña al fuego.

Me besó en la frente.

—Gobernad con diligencia y cuidaos de los enemigos.

Asentí de nuevo con la cabeza inclinada y sumisa. Permanecí en la playa hasta que divisamos cómo su nao levaba anclas. Tenía el corazón acongojado; mi temor a que se arriesgase demasiado y pusiese en peligro su real persona era lógico debido a su arrojo e inconsciencia.

Muchas veces se dejaba guiar más por la pasión y el corazón que por la sesera y el juicio. Se jugaba la vida en ello.

Enrique atinó de pleno con sus suposiciones. En cuanto Jaime de Escocia consiguió organizar sus tropas, nos atacó, siguiendo a pies juntillas nuestra larga tradición de contiendas. Lo más rápido que pude envié refuerzos a Surrey. No me falló, y una vez más aplastamos al enemigo.

Esperaría pacientemente a vencer en la guerra y no en una batalla antes de escribir a Enrique. En nada quería emular con las mías las victorias que al parecer ellos estaban consiguiendo. Al fin pude hacerlo escuetamente:

Mi señor:

Todos vuestros súbditos están muy contentos y dan gracias a Dios de haber estado ocupados con los escoceses. La tomaron como un pasatiempo.

Una vez más, Dios nos acompañó y la sangre derramada de los nuestros se justificó ante la derrota enemiga. Mi corazón se alegra también de ello, y ando muy ocupada haciendo estandartes, banderas y emblemas para celebrar nuestra definitiva victoria.

Levanté la vista. Orgullosa, miré el techo del salón de armas cuajado de los mismos estandartes que en sólo unos días ondearían al viento frente a los de los emblemas descosidos, descoloridos y pobres de los escoceses antes de rendirse.

Distraída, me manché el dedo índice de tinta y tomé un paño para limpiarme.

En ese momento se abrieron las puertas. El arzobispo de Canterbury encabezaba un grupo reducido de hombres que entraban en el salón. Inmediatamente me informó:

—Señora, el Rey os ha enviado un barco con dos regalos muy especiales.

Tras él, dos nobles aguardaban a ser presentados. Por la guardia que los rodeaba eran sin duda presos enviados desde Francia. Por su condición y prerrogativas no portaban grilletes ni cadenas.

Me sentí desconcertada. Eran los prisioneros más elegantes que nunca había recibido. Sin duda, con este presente Enrique me comunicaba la victoria sin la necesidad en que yo me vi de manipular papel, pluma o sucios tinteros.

Con sólo mirar al rostro al Duque de Longueville y al caballero Bayard supe que la victoria definitiva en Francia estaba asegurada. Estaban demacrados y ni un viso de esperanza se reflejaba en sus ojos. Me impacienté frotando el dedo ante la indeleble mancha de mi piel. Preferí no ocupar mi mente en aquel momento con la desdicha de los presos. Ya los juzgaría Enrique a su llegada, que sin duda estaba pronta.

—¡Bajadlos a los calabozos! Y tratadlos según su condición y posición —ordené satisfecha, y susurré para mí misma—: Os prometo, Enrique, regalaros una victoria similar a la que con estos presos hoy me habéis agasajado.

Tuve la oportunidad de hacer mi promesa efectiva al poco tiempo.

Partí rumbo a la contienda final, que tenía lugar a unas veinticuatro millas de la frontera con Escocia.

Precisamente en Flodden, y me sentía obligada a acudir presta para animar a mis huestes.

El combate fue tan rápido y sangriento que cuando llegué al campo de batalla me lo encontré sembrado por miles de cuerpos que yacían ya inertes.

Los dos nobles presos franceses que había dejado tras de mí no eran nadie al lado de los caídos en la contienda. El más destacado fue el propio Rey de Escocia, o al menos eso me aseguraban los vencedores, y ordené que me lo mostrasen. Quería comprobar la certeza total de la victoria. Nunca me daría por satisfecha si no veía con mis propios ojos el rostro del Rey escocés.

Mientras nosotros veíamos las bajas reducidas a un millar entre campesinos y soldados, los enemigos habían perdido no sólo a su Rey, sino también a la mayor parte de sus nobles. En total, unas seis mil almas enemigas teñían de rojo el verdor de los prados.

Acostumbrada desde pequeña a ver despojos humanos, como en Granada, no me acobardé. Los lamentos de los moribundos se fueron haciendo más tenues mientras buscaban el cuerpo del Rey.

Una vez localizado este, crucé sobre la alfombra de cadáveres hacia donde indicaba el general de mi ejército. Pisaba fuerte y sin dudar sobre aquella fúnebre alfombra aún caliente sin detenerme ante algún que otro quejido bajo mis borceguíes. La tentación me asaltó un par de veces y a punto estuve de detenerme a atender a los heridos, pero no lo hice. Ese era trabajo para un sanatorio, pero en el campo de batalla nunca una reina debía demostrar debilidad alguna ante sus enemigos. Esto lo había aprendido de mi señora madre.

Al ver el cuerpo inerte del monarca escocés sólo me incliné para asirle del pelo y rogar al soldado que a mi lado estaba que lo decapitara. Con su cabeza pendiendo de mi mano me dirigí a Surrey:

—La quiero en lugar bien visible, para que mis súbditos saboreen la victoria recreándose con esta visión. Ante esta cabeza, todas las mujeres e hijos que perdieron a los suyos encontrarán un poco de consuelo; no así como mi cuñada Margarita, que no la tendrá para rendirle el homenaje debido.

Nunca me gustó regodearme en la muerte de un enemigo, pero es muy cierto que ello supone gran remedio y curativo para las almas maltrechas por el dolor.

La pobre hermana de Enrique hacia tiempo que estaba casada con nuestro enemigo, y pensé para mí que no le dolería demasiado su viudedad. Ella era, por avatares del destino, la Reina viuda de Escocia. Como una Tudor, quizá pudiese lograr que al fin iniciásemos una alianza sin duda mucho más fácil que la continuación eterna de la contienda vivida. Nuestra correspondencia sólo se encaminaría a la búsqueda de la paz. Además, si Margarita accedía, pasaría a la historia como la Reina regente de Escocia capaz de conseguir la paz con Inglaterra.

La conocía bien y confiaba en ella. Al menos, como una de las princesas cultas, bellas y aclamadas por los ingleses antes de irse a Escocia; Margarita no tenía parangón y sin duda pensaría en la propuesta. ¡Sería ejemplar el que se consiguiese la paz de dos pueblos tan enemistados de la mano de dos mujeres regentes! El diálogo triunfaría sobre las armas.

Inmersa en las negociaciones y los sueños de paz, aguardaba la llegada de Enrique. La contienda había terminado pero Enrique, por algún motivo, se retrasaba. Según las últimas noticias, Maximiliano le mimaba tanto que andaba ensimismado con toda la pompa, el lujo y el fasto que rodeaban su corte. Mi señor, siempre amigo del buen vivir, parecía preso entre tanto boato.

Comencé a impacientarme: la ostentación no era la virtud más loable en un Rey cristiano, y sabía Dios si Enrique había perdido la mesura. Según se me informaba, no sólo abusaba con gula de la mesa sino que, también, más de una dama belga bien dispuesta calentaba asiduamente su lecho sin demasiados remilgos.

No lo había pensado hasta el momento. Lo cierto es que su retraso ya estaba empezando a hastiar mi capacidad de espera; pero al fin y al cabo, me refugié en aquel viejo refrán: «Ojos que no ven, corazón que no siente». Algún día tendría que regresar, y allí estaría yo aguardándole para celebrar tanto sus triunfos como los míos. Todas las semanas le escribía, y todos los correos regresaban con noticias del Rey de que la guerra había terminado, que la paz estaba hilvanada y sólo quedaban pocos descosidos que zurcir; y que su regreso era inminente.

Ruego a Dios que os envíe muy pronto a casa, porque sin Muestra Majestad ninguna alegría puede ser completa y por ello rezo a Nuestra Señora de Walsingham. Siento por lo menos la satisfacción de poderos ofrecer la victoria, ya que no he logrado hasta el momento daros un heredero sano y fuerte.

Enrique regresó a finales de septiembre y cabalgó para encontrarse conmigo, lo que me hizo olvidar todo resquemor y dudas ante su amor. Por aquel entonces la peste asolaba Londres, por lo que la entrada del ejército pasó desapercibida.

Su estancia junto a mí no duraría mucho tiempo, pero me sirvió para reconocer un cambio claro en su carácter. Nada más llegar me demostró un distanciamiento mayor que nunca. Y cuando cayó enfermo ni siquiera dejó que le cuidara, como en otras ocasiones.

Una tarde acudí a su aposento y me senté junto a su cabecera dispuesta a hacerle compañía. Me miró con desagrado, y con gesto despectivo me rogó que me fuese. Me desesperó. No pude contener mi ira.

Llevaba días intentando pernoctar a su lado y siempre actuaba del mismo modo. Me despedía descortésmente para quedarse en compañía de una de sus barraganas: esta se llamaba Bessie Blount; a diferencia de otras muchas, consiguió dejar huella en todas las memorias que la conocieron dado que supo otorgar al Rey lo que más ansiaba.

Me retiraba a mis aposentos rezando e intentando no desvelarme demasiado a causa de sus devaneos.

Rogaba a Dios que mejorase de su mal, fuese cual fuere el que le aquejaba.

Unos decían que era sarampión; otros, viruelas o peste; e incluso llegaron a pensar que estaría afectado por algún tipo de enfermedad venérea de las que atacan a los hombres y que las mujerzuelas no padecen.

Estaba mejorando, y gracias a ello las elucubraciones sobre su enfermedad se acallaron, dejando al agotamiento que traía como único responsable de su mal.

Una noche me dirigí a su aposento pues no estaba dispuesta a aceptar un desaire sin explicación como única respuesta a mis preocupaciones.

—No os entiendo, Enrique, a qué viene este desprecio hacia vuestra esposa. Me comporté como una perfecta gobernadora en vuestra ausencia y os esperé con ansiedad para que celebrásemos juntos la victoria sobre Escocia. En vez de eso, os siento lejano y distante.

Se incorporó y aproveché el movimiento para apoyar un almohadón más a sus espaldas. Él me dio un manotazo.

Me mordí la lengua e inspiré para no perder el control.

—Mi señor, sólo os pido una explicación.

Me miró con desprecio y comenzó:

—Escuchadme, porque no lo voy a repetir. Vuestro señor padre me ha mentido de nuevo. A mí y a todos los que conmigo confiaron en él. Me siento ridículo al haber tropezado dos veces en la misma piedra, pero cedí a vuestras peticiones y pacté con él —enrojeció de ira y apretó sus puños—. Os aseguro que jamás lo haré de nuevo. Nunca más escucharé vuestros consejos con respecto al Rey de Aragón. ¡Así se seque la saliva de vuestra boca implorando!

No entendía nada.

—No me culpéis, mi señor, de lo que ignoro.

Se tranquilizó ante mi desesperanza.

—Resulta curioso cuán enterada andáis de los negocios de Inglaterra, y en cambio ignoráis los de vuestro Aragón.

Me encogí de hombros. Enrique prosiguió:

—Hasta esta misma mañana era un mero rumor posible, pero no certero. Anoche, al fin, uno de los presos que trajimos a Londres fue explícito ante la tortura. Al parecer, sus fuentes son suficientemente fidedignas como para comprobar la veracidad de sus relatos.

Se calló, dudando si continuar. Miró mi vientre abultado ante mi nuevo embarazo. Se mostró dubitativo, pero decidió proseguir.

—Don Fernando de Aragón, vuestro padre, Catalina, saltándose el tratado de Lille por el que Maximiliano, él mismo y yo acordamos atacar a Francia, ha pactado con el enemigo una tregua a la que al parecer muy pronto se unirá en secreto Maximiliano. Mis aliados conjuran en contra de Inglaterra, pasándose al lado de Francia.

El estómago se me retorció y la angustia me atenazó el alma. Enrique se regodeó en mi pesar silencioso.

—¿Qué os sucede? ¿Lo dudáis acaso? Pues para más engrosar la porfía que mantenéis a favor de vuestro padre, os diré que hasta los matrimonios están acordados para sellar la alianza. Fernando, vuestro sobrino, el hijo de Juana, se casará con Renata, la hija del Rey francés; y Leonor, la mayor, con el mismísimo Rey de Francia. ¿Os sentís capaz, mi señora, de defender aún a vuestro padre?

No pude contestar. Comencé a llorar y salí disparada de la estancia, dejando a Enrique en los mismos brazos en que había dormido la noche anterior. Muy a mi pesar comprobé que lo que decía era cierto. Sólo nos quedaba una salida al respecto: hacer las paces con Francia y acercarnos a ella al igual que el resto; Wolsey no cabría en sí de gozo.

Estaba claro que mi padre había engañado a Enrique dos veces, y que si lo consentíamos, lo haría de nuevo. Me sentía ultrajada por el mismo que un día me había llamado «mi pequeña», el mismo que me había considerado la preferida de sus cuatro hijas. Estaba claro que desde que mi madre murió, mi señor padre anteponía sus intereses por Aragón a cualquier otro sentimiento.

Sentí que mis triunfos como embajadora en otros momentos se desmoronaban, pues ya me sería muy difícil, por no decir imposible, convencer a Enrique de la buena fe de mi padre. ¿Cómo iba a conseguir demostrarle algo en lo que ni yo misma creía? La mentira nunca había sido mi fuerte, ni era un campo de batalla en el cual supiese moverme con holgura y satisfacción.

Simplemente, me sentí defraudada por el embuste de alguien a quien hasta el momento adoraba y respetaba: mi señor padre.

Tanto me dolió la discusión que, por desgracia, sentí de nuevo cómo el feto nonato que albergaban mis entrañas se deslizaba hacia la pérdida de la vida. La cólera me invadió ante la engañifa a la que nos sometía la mala sangre de quien me había engendrado.

Me tumbé en el lecho jurándome a mí misma no interceder nunca más en su favor y en contra de mi marido.

Mi cuñada María irrumpió, presta a cuidarme con cariño. A los pocos minutos de estar en mi aposento comenzó a sollozar.

—¿Qué os sucede? No sólo a Vuestra Majestad le duele la ruptura de la alianza. También a mí me incumbe. Enrique ha decidido ofrecer al francés todo lo que en su mano estuviese para llegar a una alianza, y dentro de los pactos acordados he entrado yo sin ser consultada previamente.

Se tumbó junto a mí y continuó balbuceando tristemente acerca de su porvenir.

—¿Os lo imagináis, Catalina? Enrique parece haber olvidado por completo la repugnancia que nos produjo en su día el deseo libidinoso que demostró nuestro anciano padre al centrar sus esperanzas en un matrimonio con Juana, vuestra joven hermana.

Posó sus manos en lagrimadas sobre las mías y me imploró con angustia:

—Os lo ruego, Catalina. Vos sabéis mejor que nadie lo que es sentirse a merced de una alianza. ¡Ayudadme! A mis diecisiete años es más lógico que me despose, como en su día se acordó, con Carlos de Gante, vuestro sobrino, que con un anciano achacoso y malintencionado.

¡Luis de Francia! No pudo continuar. Pegó un puñetazo de rabia a los pies de la cama y reinició su muestra de desconsuelo. A pesar de que me sentía la mujer más infeliz del mundo ante el cuarto embarazo fracasado, intenté consolarla acariciándole el pelo.

—Hemos hablado de ello muchas veces, María. Vuestra obligación será la que os impongan. Sufriréis menos si la acatáis sin réplica alguna. Sólo os puedo dar un consejo. Olvidad a Carlos; él es claramente lo que pudo ser y no fue. Sus embajadores dejaron ya clara la negativa ante vuestro matrimonio. Seguid los pasos de Margarita, vuestra hermana; ella se casó con nuestro enemigo el Rey de Escocia, y hoy más que nunca procura la paz.

Me miró indignada, pero comenzó a calmarse. María se sentía como moneda de cambio entre vaivenes y vejaciones. Al fin aceptó el hecho con resignación, como todas las damas de aquel momento, conscientes de que semejante sacrificio se prestaba para el bien de Inglaterra, su Reino. Estaba claro que a sus dieciocho años recién cumplidos no soñaba ni mucho menos con un anciano de más de cincuenta, aunque fuese el Rey de Francia, pero muy a su pesar tendría que comulgar con ruedas de molino.

Totalmente rendida ante lo evidente, percibió repentinamente mi desesperación ante la impotencia de una maternidad frustrada en el intento. Una maternidad deseada y víctima de un maleficio no deseado.

Palpándome el vientre sobre la sábana, me besó en la frente en un segundo de recapacitación.

—Parezco insensible. Vuestra Majestad anda destrozada en silencio, y yo acudo a vos solicitando consuelo. No desesperéis, nunca ha de perderse la esperanza.

Suspiré, intentando encontrar algún resquicio en aquella supuesta esperanza.

—Dios os oiga, María.

Mi queridísima cuñada dio con ello por zanjada su dadivosidad en el consuelo e inmediatamente cambió de tema regresando a su sin vivir y eludiendo el mío.

—Lo que más me indigna de la decisión de Enrique es que en realidad hay una persona que lo manipula cada vez más, y él no es consciente de ello. El Rey es como un títere de feria a merced de los hilos que le manejan; cada vez son más gruesos, y pronto se tornarán en cadenas de hierro. ¡Sólo Vuestra Majestad puede recortarlos!

Sabía a quién se refería. Inconscientemente, bajé el tono de mi voz.

—¿Creeríais que no he pensado en ello, María? He intentado separar al Cardenal de vuestro hermano, pero es prácticamente imposible. Él cada vez gana más terreno en el gobierno de este país, y es ladino e inteligente. Conoce a la perfección los defectos y las virtudes del Rey, y sabe hasta dónde llegar en todo momento.

Con un ademán le pedí a María que se acercase más a mí para susurrarle al oído:

—Mientras Wolsey siga haciendo de los caprichos de Enrique su razón de existencia, nada podremos hacer. Sabéis como yo que es impaciente, y el Cardenal hace que cualquier sinrazón que se le pase por la cabeza sea un deseo cumplido inmediatamente y sin pero alguno.

Miré a mi alrededor y vi cómo una de mis damas nos observaba con demasiada curiosidad y sin ningún disimulo. María aguardaba con los ojos muy abiertos a que continuase.

Bajé aún más la voz y pegué su oído a mi boca desconfiando hasta de los miembros de mi casa.

—Wolsey se empeña ahora en la alianza con Francia, y parece que lo ha conseguido a costa de vuestro sacrificio. Hay que actuar con mucha cautela y no tenerle a mal con nosotras, porque el que le menosprecie será un incauto inconsciente de su verdadero poder.

La dama que escuchaba se acercó a alisar las sábanas y mantas de mi cama. Encolerizada por su evidente indiscreción, le pegué un empujón. Hasta ella, por casarse con un lord, me había traicionado. Alcé momentáneamente la voz:

—¡Los espías ya ni siquiera son discretos!

Se separó cabizbaja y sonrojada hacia un rincón.

Continué susurrando:

—Por el momento, creo que sólo podéis rezar para que el proyecto de vuestro matrimonio se trunque tan fácilmente como mi embarazo.

María sólo asintió admitiendo su destino.

Los rezos de María debieron de ser muy píos y fervientes, porque quedó viuda el 1 de enero de 1515, tan sólo dos meses y medio después de haber contraído enlace con el rey Luis XII de Francia.

A este Rey le sucedió Francisco I, y con él toda esta trenza de alianzas se disolvió. Francisco, lejos de seguir con los proyectos de su antecesor, miraba al Milanesado con ambición.