Capítulo VIII

Reencuentros

El día de Epifanía me levanté al amanecer para ir a misa. De camino hacia la capilla, recordé la lejana y definitiva toma de Granada un día de Reyes, muchos años atrás. Aquel día había sido caluroso en Andalucía y, sin embargo, hacia la misma fecha en Inglaterra los corredores rezumaban una humedad gélida.

Las visitas de Enrique se distanciaban cada vez más, como era de esperar, por lo que rápidamente recuperé aquel estado lamentable en el que antaño vivía. Sólo le pedía a Dios que me mandase una señal de aliento y alegría entre tanta tiniebla. Al salir de la capilla recibí la sorpresa.

De la Puebla y Fuensalida aguardaban en el corredor. Sorprendentemente, los dos sonreían.

Fuensalida fue el primero en adelantarse a dar las albricias.

—Señora, ¿a que no adivináis quién espera a que amaine la tempestad para atracar en el puerto de Melcombe Regis, en Dorset?

Quedé pensativa. Sabía que después de la muerte de mi madre, Castilla aguardaba a Juana para jurarla como Reina. Según mis cálculos, por aquel entonces estarían partiendo de Zelandia. Que yo supiese, no tenían proyectado pasar por Inglaterra. A no ser que… Dejé las conjeturas y les pregunté.

—¿No será por ventura mi hermana Juana? Los dos embajadores asintieron a la vez. Era la primera vez que les veía ponerse de acuerdo en algo.

Mi mustio estado de ánimo se hinchó de alegría y con un pequeño brinco giré sobre mí misma dispuesta a ordenar a mis damas nuestra partida.

—¡Benditas tormentas que a tan regios náufragos apartan de su rumbo! Soy incapaz de esperar. Disponed todo para nuestro encuentro. Seremos nosotros los que lo provoquemos.

La desagradable voz de De la Puebla me interrumpió. Aquel hombre parecía disfrutar haciendo infelices a los de su entorno.

—Os precipitáis, mi señora.

Le miré indignada, esperando una explicación. Me la dio de inmediato, con la boca tan cargada de maldad que parecía tenerla llena de mantecado.

—Su Majestad el Rey, vuestro suegro, me ha ordenado que evite vuestra incursión hasta nueva orden.

Le miré desafiante.

—Decidme, doctor De la Puebla: ¿para quién y en representación de quién trabajáis vos? No se dio por aludido.

—Me consagro a un solo negocio que me fue encomendado por vuestro padre; el de intentar que las relaciones entre España e Inglaterra no se vean enturbiadas por ningún evento desagradable, y sólo eso es lo que procuro.

Alcé el mentón y le miré retándole.

—Os digo que andáis trastornado porque ha venido mi hermana, la futura Reina de Castilla, y que a ella le debemos rendir pleitesía. No a un Rey que me tiene presa por no devolver a nuestra Corona mi dote ni proponer otra alternativa aparentemente clara. ¡Bienvenida sería una pensión de viudedad! Por otro lado, es evidente que el rey Enrique no me devolverá a España sin reintegrar antes la dote incautada. Si lo hiciese, se crearía un enemigo de por vida en nuestros Reinos.

Me alcé el sayo para reiniciar mi camino sin intención de recibir una respuesta. Fuensalida sonrió satisfecho de presenciar nuestro altercado y sólo entonces interrumpió.

—El Príncipe de Gales os manda su bendición y me envía para que sepáis que él no está de acuerdo con la determinación de su padre. Se alegra de que podáis ver a vuestra hermana.

No era la primera vez que Enrique enviaba mensajes opuestos a las órdenes de su vetusto padre. Era como si quisiese hacerme ver que no comulgaba con la ruptura de nuestros desposorios, pero era esto algo que, al mismo tiempo, no podía hacer público.

Esa era al menos mi única esperanza para seguir creyendo útil mi permanencia allí, aferrándome, por tanto, a cualquier indicio o elucubración que motivase una salida victoriosa.

Avanzaba yo al frente de mis damas, y únicamente sonreí antes de continuar el paso. De la Puebla miró enfadado a Fuensalida y apretó los puños. Las constantes peleas entre nuestros embajadores ya resultaban cómicas. En algunas ocasiones me hacían reír más aún que los bufones.

Tardaría poco tiempo en darme cuenta de que lo que De la Puebla intentaba evitar no era nuestro encuentro, sino una posible alianza entre Maximiliano de Habsburgo e Inglaterra.

La juventud venda los ojos ante los ladinos que saben ganarse mediante concesiones superfluas y alegres a sus señores. Me cerré ante la ilusión y vi el peligro en que podría poner a Castilla aquella alianza. Nunca se me olvidaría lo que mi madre me había enseñado: No antepondría mis intereses a los de mi Reino.

El peligro de la prohibición del Rey a nuestro encuentro me hizo esperar pacientemente. Pero al fin llegó la noche propicia en la que podría salir de incógnito sin ser descubierta.

Juana había llegado aquella misma tarde desde Exeter, donde la tuvieron apartada de la Corte y de mi persona. Ajena a todo en el castillo de Arundel, esperó casi un mes a que Felipe su esposo la llamase a Londres. El plan para nuestro fortuito y sigiloso encuentro fue difícil de trazar, pero al final conseguimos llevarlo a cabo.

Mi corazón latía con fuerza.

Entré en Windsor disfrazada de criada y nos reunimos en un cuarto de sirvientas para no ser descubiertas.

Con gusto repartí las escasas monedas que me quedaban para sobornar a sus moradoras. Estas fingieron a la perfección ser mudas, ciegas y sordas.

Me sentía una furtiva peligrosa embozada en aquella mugrienta capa.

Acababa de arrojarla sobre la mecedora, frente al hogar de aquel cuartucho, cuando se abrió la puerta.

Nos abrazamos al instante. Juana estaba mucho más delgada y su pelo se había oscurecido con los años. Nada más separarme de ella sentí pánico.

—¿Estáis segura de que no os echarán de menos?

Juana sonrió.

—El banquete ha terminado. El Rey Enrique está tan borracho que no se tiene en pie, y Felipe, mi marido, ronca ya sin sentido en sus aposentos. ¿Y a Vuestra Majestad? ¿No notarán vuestra ausencia?

Me encogí de hombros con sarcasmo.

—Mi querida hermana. Hace ya años que nadie me echa en falta. Es más: casi siento cómo algunos ansían que desaparezca. Para el rey Enrique hace tiempo que soy un estorbo.

Juana me abrazó y apartó de mi frente un mechón que, rebelde, había escapado de mi toca para interponerse en la visión de mi ojo derecho. Con aquel gesto sentí por un instante el cariño fraternal que tanto añoraba. El regocijo me hizo cambiar de actitud. No merecía la pena perder un segundo más con lamentaciones.

Juana me tomó de las manos y alzó mis brazos. Recorrió detenidamente con la mirada toda mi figura.

Según iba avanzando en la inspección, su ceño se iba frunciendo.

Sin duda no encontró en mí a la mujer que esperaba. La dejé terminar, ya cuando su cabeza gacha se detuvo en mis chapines descoloridos y gastados. No pude más que quitarle hierro al fuego y zarandearlos al aire alzando la pierna.

—Todo tiene su gracia: observar, por ejemplo, cómo los brocados descosidos bailan al son de los pies, y cómo la tela que se guarneció bajo ellos conserva todo su terciopelo y colorido; dejan ver lo que fueron y lo que son sin problema.

Me miró sorprendida ante tanta miseria y fue incapaz de articular palabra. Sólo apretó con compasión mis dos manos presas aún en las suyas. Rompí el silencio de nuevo.

No estaba dispuesta a que la melancolía destrozase un encuentro tan esperado.

—Mi querida hermana, son gajes del oficio. Vuestra Majestad disfruta de los bienes terrenales con normalidad. Son tantas las gracias que Dios os ha otorgado que incluso ahora os premia con la Corona de Castilla. Yo, en cambio, me he visto privada de muchas cosas a las que nunca había dado importancia. La miseria nos pule el alma con la necesidad, y si hay algo que aprendimos de la austeridad de nuestra señora madre fue el saber vivir con mucho y con poco. Hacedme caso. Esto no importa, Dios proveerá.

Se negó a aceptar una salida tan rápida y me acarició la mejilla.

—Catalina, os dejé siendo una niña risueña y vital, y me encuentro con una mujer pálida y ojerosa.

La tristeza se refleja en esos abultados párpados, y el habitual rubor de vuestras mejillas ha desaparecido. Vuestro estado es inadmisible, os prometo que intercederé por vuestra causa ante nuestro señor padre.

Le besé la palma de las manos, y con la mirada le rogué que no continuase. Juana percibió sin esfuerzo mi deseo. A pesar del tiempo transcurrido, no habíamos perdido aquel extraño sentir que antaño entre las tres hermanas pequeñas teníamos al comunicarnos sin palabras.

Cambié inmediatamente de tema. ¡Había tantas cosas que quería preguntarle! Todas se agolpaban en mi mente confundiéndose.

—¿Supisteis algo de nuestra señora madre al morir? ¿Cómo estaba cuando visitasteis por última vez Castilla? ¿La encontrasteis más tranquila o seguía presa de la ansiedad entre tanta cruzada? Se debió de sentir muy sola sin nosotras, y siento no haber podido despedirme de ella.

Juana me contestó:

—Estaba como siempre, Catalina. Fernando, el hijo que parí estando en Castilla la última vez, quedó con ella, y sin duda la acompañó en su enfermedad.

La miré sorprendida ante tanta frialdad al dejar a un niño tan pequeño separado de su madre. Los rumores decían que su amor por Felipe era enfermizo, tanto que lo supeditaba a cualquier obligación real o maternal.

—Quizá tengáis razón. Con Fernando párvulo posiblemente llenó el vacío que en su día dejó Miguel. Con un nieto se cubre el espacio del otro. Pero decidme, ¿no echasteis en falta a vuestro hijo? Me miró incómoda ante la pregunta y bajó el tono de voz.

—Confío en la educación que en la corte castellana se le dará a Fernando, y sé que él no precisa de mi presencia tanto como su padre. Felipe está sometido a la influencia perniciosa de todas las mujeres que le rodean, y muchas de ellas no son trigo limpio. Hacedme caso, Catalina. Si alguna vez os desposáis con el Príncipe de Gales y le amáis como yo amo a Felipe, andad con cuidado y abrid los ojos. Sólo os puedo dar un consejo al respecto: rodearos de damas viejas y feas, porque son las únicas que no tentarán carnalmente a su Rey.

Me desconcertó. ¿Qué tenía que ver una cosa con la otra? Sin duda su sesera se mostraba obcecada con los celos y necesitaba un calmante ante unas preocupaciones tan absurdas. Desde niñas sabíamos que el yacer de un hombre fuera de su matrimonio era una práctica habitual, y que poco se podía hacer al respecto.

—No habéis de sufrir de celos, Juana, tomad como ejemplo a nuestra madre. Cuatro hijos ilegítimos tuvo nuestro padre y nunca les vimos discutir por ese tema. La lujuria invadía al Rey con frecuencia y, a pesar de amar a nuestra señora madre, se daba a otras mujeres. Según he oído, se comenta que ya ha envejecido, y que si no se despoja de sus apetitos dará muy pronto su alma al Creador y su cuerpo a la tierra. Dios no lo quiera hasta que no decida al menos mi destino. Figuraos que, según tengo entendido, ha escrito al embajador De la Puebla para casar a Juana, la hija que tuvo con la señora de Tárrega, con el Rey de Escocia, nuestro enemigo. Con todos quiere pactar, y como no le quedamos más hijas legítimas, tira de las bastardas para llegar a acuerdos.

Suspiré, demostrándole a Juana mi desdicha. Ella me escuchaba como si yo fuese la mayor de las dos.

Sin duda, el sufrimiento que había venido padeciendo maduró mi discernir antes que el de ella.

Proseguí centrándome en su preocupación, para calmar sus celos.

—Si nuestra señora madre sentía que nuestro padre miraba a alguna dama o doncella de su casa con señal de amores, prudentemente despedía a la mujer con mucha honra y provecho. Su agudeza y discreción no dejó nunca ver a nadie su disgusto. Habéis de pensar que, para don Felipe, Vuestra Majestad es la primera y será la única mujer que él tendrá. Dad tiempo al tiempo, pues ya sabéis que la edad deteriora y siempre habrá mujeres más bellas a nuestro alrededor. Siempre será mejor ignorarlas o sufriremos sin remedio la comparación permanente, y no hay mayor desprecio que el no hacer aprecio.

Ella comenzó a llorar y preferí devolver la conversación hacia nuestra madre.

—Sosegaos, y decidme qué sabéis de los enterramientos de nuestra madre en el convento de San Francisco de la Alhambra, de Granada.

Juana se limpió los ojos.

—Poco más que Vuestra Merced, ya que regresé a Flandes después de parir a Fernando y haber sido jurada heredera. Me despedí de ella con un adiós bastante breve y frío ya que andaba ansiosa de ver a Felipe, que se había marchado dejándome preñada de Fernando y al lado de nuestra madre enferma, que, lejos de sospechar de mi esquivo marido, no comprendía mi prisa por partir a su lado. La verdad es que en aquel momento no reparé en que nunca más la vería. Andaba obsesionada día y noche en lo que Felipe estaría haciendo.

Suspiré. Dijese lo que dijese, Juana siempre habría de reconducir la conversación hacia el mismo punto.

—Al menos a vos os acompañó a Laredo cuando partisteis por primera vez, y tuvisteis la oportunidad de verla otra vez un año antes de su muerte. A mí ni siquiera me acompañó al puerto. Estaba ya decaída, y aquellas ganas de vivir tan suyas se iban desvaneciendo.

»Si todavía siguiese viva, podría recurrir a ella en este sinvivir en que me hallo, porque lo que es nuestro señor padre parece demasiado ocupado para entretenerse con mis problemas. Según me ha dicho el embajador, en estos días se casa de nuevo con doña Germana de Foix, y eso sin contar con que antes osó pedir en matrimonio a doña Juana apodada “La Beltraneja”, la misma que tantos quebraderos de cabeza diera un día a nuestra madre. Quiero a nuestro padre, Juana, pero hay veces en que me desconcierta. Si nuestra señora madre levantase la cabeza, no me sentiría abandonada, pues seguro que podría regresar con Vuestra Majestad como una más de vuestro séquito y sin causar gasto alguno.

Esta vez fue Juana quien me consoló.

—No penséis eso. Es cierto que don Fernando es egoísta, pero recordad que sois la preferida de nuestro padre. Si no os ofreció a vos en vez de a nuestra hermana bastarda al de Escocia, sin duda es porque guarda algo más para su querida hija Catalina.

—Ojalá tuvieseis razón, pero es la incertidumbre la que me tortura y mata cada día un poco más.

—Pensad en cosas alegres, Catalina. Dentro de poco partiremos y no sé cuándo nos veremos de nuevo, quizá cuando otra tormenta me traiga a vuestras costas.

Juana se animó.

—Para que os contentéis, os prometo que la próxima niña que tenga recibirá vuestro nombre en su bautizo. Así, si no nos vemos, siempre os recordaré junto a mí cada vez que la llame.

Ya amanecía, y cabizbaja le pregunté por mi último temor:

—¿Es cierto, Juana, que estáis pensando en desposar a Leonor, vuestra hija mayor, con el príncipe Enrique? Ella sonrió de nuevo.

—Catalina, para tranquilizaros, os diré que Leonor tiene sólo nueve años. ¿Cuántos matrimonios que se pensaron cuando éramos niñas se truncaron? No la tengáis como una enemiga porque no lo es. Es simplemente un peón para los juegos de Felipe y sus diplomáticos.

Aquello me tranquilizó relativamente. Los cambios de bando eran asiduos, y en el transcurso de los siete años que le quedaban a Leonor para casarse y consumar podrían acontecer un sinfín de negocios imprevisibles. De todas maneras, muchas eran ya mis contrincantes.

Los partidarios de Francia pedían a Margarita de Alençon, hija de Luis XII de Francia, para casarse con el Príncipe de Gales.

Los partidarios de los Habsburgo apostaban por Leonor, mi sobrina e hija de Juana; e incluso los pocos que seguían queriendo una alianza con Castilla lo hacían por Leonor: al fin y al cabo, ella sería la hermana del futuro Rey. Incluso la hija del duque Alberto de Baviera parecía tener más posibilidades que yo.

La baraja de mujeres estaba en las manos de todos, y todos se permitían el lujo de ofrecer su opinión sin que nadie se la solicitase. Yo sabía, al igual que Enrique, que aquella decisión sólo dependía de una persona, el Rey, su padre, pero este no parecía estar dispuesto a pronunciarse al respecto.

Juana era afortunada, al menos podía hacer proyectos de futuro.

Yo, en cambio, quedaba allí de nuevo en manos de un abominable y viejo Rey de Inglaterra y de la decisión de un padre que sólo pensaba en los intereses de su Reino mucho más allá de los personales.

Durante aquella noche hablamos de muchas otras cosas.

Al amanecer del día siguiente recibí una carta sellada con el distintivo del vetusto rey Enrique. Se me ordenaba partir de inmediato hacia Richmond junto a la princesa María. Las monedas que repartí entre la servidumbre debieron de levantar ampollas en otros desdichados, que habrían soltado la lengua.

El Rey quería apartarme aún más de la Corte. Supe después que había quedado prendado de la figura de Juana, y que incluso se enamoró de ella. Osó comentar, con lascivia en su mirada, que era una pena que estuviese desposada, pues buena cosa sería para ella el que se casase con él ahora que estaba viudo.

Se me revolvió el estómago, pero cumplí con las órdenes, separándome de mi hermana sabía Dios hasta cuándo.

Aquel mes de abril despuntaba la primavera, pero a mí se me encogió el alma de nuevo cuando vi partir a la sangre de mi sangre rumbo a La Coruña.

Juana habría de ser la última de mis parientes que vería en toda mi vida. En un futuro conocería a su hijo Carlos, pero aquello resultaba aún algo muy lejano. Como si lo intuyésemos, nos despedimos emotivamente.

A los nueve meses recibí una alegre noticia. Juana paría una niña póstuma, a la que bautizó, recordando la promesa que aquel día me hizo, con el nombre de Catalina. Aquella niña habría de convertirse en su consuelo y acompañamiento durante muchos años en su encierro de Tordesillas. De la Puebla me relató cómo Juana perdió el juicio siguiendo el féretro de Felipe, ya cadáver, por todos los Reinos de Castilla.