Decepción
La bruma se abrió difuminando el puerto de Plymouth ante nuestras intrigadas pupilas. Aquel 20 de octubre de 1501 divisábamos, por fin, la isla que nos albergaría y recibiría para el resto de nuestros días.
La noche anterior no fue en absoluto digna de recordar, pues el sueño difícilmente conciliado entre tanto bamboleo se turbó ante una pesadilla. Tumbada en una cama, me despertaba junto a un joven sudoroso, pálido e inerte. No tenía rostro, y no supe darle a esa ilusión una explicación lógica. El porqué de que acudiesen a mi mente semejantes pensamientos fue un misterio. Para mí, la premonición no existía y no me dejaba asesorar fácilmente por astrólogos, como muchos hacían.
La desazón que la mar infinita causó en todo el séquito desapareció de inmediato para dar paso a una incontrolable ansiedad por tocar tierra firme. Algo muy esperado, habida cuenta que la mayoría de ellos habían nacido tierra adentro y no conocían lo eterno que puede llegar a parecer el mar.
Aguardábamos impacientes, en la ensenada del puerto, que la marea subiese para poder acercarnos aún más a la costa. Eran órdenes estrictas del capitán.
Desde allí, acompañando a las ráfagas de viento, se oían los vítores del pueblo cantando al son de la música de las campanadas. Se divisaban infinidad de estandartes conmemorativos que decoraban la ciudad, y pensé que entre toda aquella multitud estaría el príncipe Arturo esperándome. Posiblemente se acercase en una barcaza a nuestra nao siempre y cuando el protocolo se lo permitiese.
Pasaron horas antes de que pudiésemos acercarnos a la costa sin temor a encallar, pero nadie cruzó el tramo que nos separaba del puerto para abordarnos con una bienvenida. Tuve al menos tiempo para recuperar el rubor desaparecido de mis mejillas por la travesía y engalanarme como la ocasión requería.
Una vez en la barcaza, continué soñando. El sonido de los remos sobre el agua acompasaba los latidos de mi corazón. Nerviosa, busqué con la mirada entre el gentío.
Saqué un pequeño retrato sobado del bolsillo de mi bajo sayo y observé aquel rostro como si fuese el único digno de admirar. Era el vivo reflejo de un niño que para entonces debía de haber crecido. La verdad es que ansiaba ver a un hombre joven en su lugar. Un hombre hecho y derecho, con rasgos muy similares a los del dibujo, pero al mismo tiempo más angulosos y perfilados. ¿Estaría rodeado de su guardia y por eso no alcanzaba a divisarlo? ¿Se habría dejado barba y por eso no lo reconocía? Seguramente era eso, esperaba darme una grata sorpresa. Por más que estiraba el cuello y centraba mi atención, me resultó imposible descubrirle.
Contuve la respiración. Por fin, desde la lejanía distinguí con mucho esfuerzo una figura delgada y ricamente vestida rodeada de su guardia personal, aunque no parecía real.
Nada más poner un pie sobre el pantalán, corrí a su encuentro adelantándome a todo el séquito. Según se acortaba la distancia, mis piernas se frenaban hasta que la carrera se hizo paso. Aquel hombre que el deseo me hizo ver como Arturo era sin duda mucho mayor, su pelo era canoso y clericales sus vestimentas.
Me detuve de inmediato. Sin duda me había precipitado. Pronto supe que la inquietante figura era el obispo de Bath. Acudía como representante del Príncipe de Gales a mi encuentro para acompañarme a Dogmersfield, en Hampshire.
Allí era donde el encuentro tan ansiado se produciría. La impaciencia me traicionó.
Fue la primera decepción que tuve al tocar tierras inglesas, pero aquello no me afectó en el ánimo dado que como cualquier quinceañera enamoradiza ansiaba conocer el amor estuviese donde estuviere. La sangre hervía en mi interior.
Los embajadores, tanto de Castilla como de Aragón, esperaban tras el representante de la Corona inglesa. Pronto reparé en la gran enemistad y rivalidad que existía entre los dos hombres a cuyas indicaciones estaría sometida hasta ser entregada formalmente a Inglaterra. Mis ansias de amor no me cegaron al punto de olvidar que mi llegada a aquellas tierras lejanas se debía únicamente a un acuerdo de paz y concordia entre dos Reinos.
Dubitativa, entre empujón disimulado y pisotón malintencionado, tendí mis dos manos ante los embajadores. Uno tomó la derecha, el otro la izquierda; y los dos dieron un cabezazo saludándome al unísono.
Fue tan cómica la trifulca que no pude contener una sonrisa. Había captado su manera de ser casi de inmediato.
De un lado, don Rodrigo González de la Puebla, y del otro, Fuensalida. Sólo habrían de ser los primeros de la larga lista de embajadores sucedidos en mi reinado. Uno era un ser mordaz y viperino. El otro, en cambio, dados su semblante y constitución, era un miembro del clero amigo del buen comer y de uno que otro vicio que le hacía un conversador culto, vivaz y divertido.
La verdad es que mi obligación era no tender hacia ninguno de los dos extremos, por lo que hacía verdaderos esfuerzos por no demostrar mi favoritismo hacia Fuensalida.
Entre esos dos hombres habría yo de lidiar, y no pude evitar, dada mi juventud, preferir al jovial antes que al antipático.
Agradecí el saludo, y mirando a Fuensalida le pregunté:
—¿Dónde está mi señor? ¿Por qué, en vez del Príncipe de Gales, me mandan a un obispo? ¿Acaso es costumbre en estos lares que la familia real no acuda a los puertos? El obispo de Bath me miró extrañado, sin duda no entendía nada de castellano. De la Puebla frunció el ceño de inmediato, dado que no había sido el elegido para mis palabras, y Fuensalida sonrió ante la muestra de confianza y preferencia que le otorgué. Repetí la primera pregunta en latín por deferencia al obispo inglés. Fue él quien me contestó:
—A Su Alteza el Príncipe de Gales le hubiese gustado acudir. Pero los médicos se lo han prohibido. Está enfermo y su salud no es del todo lo sana que quisiésemos, por lo que ha de guardar reposo. Mientras se restablece, es menester que residáis en mi propia casa.
Ante semejante respuesta no cabía réplica posible. En silencio, subimos a los carruajes que nos aguardaban en la calleja colindante e iniciamos el viaje. Tomé el rosario que tenía colgado en mi cinto. Recé una oración y pasé otra cuenta, rogando a Dios por su salud.
En realidad, era la segunda que rezaba en muy poco tiempo. Un cuarto de hora antes, en la barcaza, había rogado a Dios que Arturo estuviese en el puerto mientras le buscaba. No fue así, por lo que insistí en mi rezo.
Pensé que el Señor me probaba con desilusiones, pero más tarde supe que lo que hacía era prepararme para el futuro. Los gritos de clamor ensalzaron un poco mi ánimo ante tanto sueño quebrado. No caería más en ello: no me permitiría el lujo de imaginar cosas gratificantes para sentirme defraudada a la postre. Sería mejor esperar los acontecimientos y vivirlos según acudiesen.
El 14 de noviembre embarqué de nuevo. Esta vez bajo un dosel y sobre una rica barcaza engalanada que surcaría el río Támesis rumbo a Greenwich. Una vez en San Pablo, tomaría estado y al fin sería reconocida como Princesa de Gales, futura Reina de Inglaterra.
Doña Elvira, tras de mí, vigilaba cada uno de mis movimientos, y doña María, a escasos metros, sonreía tanto que parecía ser ella la que iba a casarse. Sonaron clarines, trompetas, tambores, flautas, chirimías y, con el primer movimiento de los remeros, la muchedumbre agolpada en la ribera del río gritó enardecida a nuestro paso.
Di gracias a Dios por el velo que cubría mi rostro. Sin haberlo calculado intencionadamente, aquel fino paño me escudaba de un millón de irrespetuosas miradas. Sentí cómo los ojos del pueblo recorrían mi semblante escudriñándolo sin pudor ni respeto. La expectación de todos, lejos de sosegarme, me incomodó.
Temblaba de la emoción cuando sentí la pequeña mano de mi cuñado tomando la mía. Enrique, a sus diez años, se mostraba más seguro de sí que su hermano Arturo, e intentó apaciguarme ante el nerviosismo.
—No os preocupéis, cuñada, pues sois la novia más hermosa que ha cruzado esta corriente desde hace muchos años. Sólo deleitan su observar, admirándoos.
Eso me tranquilizó relativamente. Al menos aquel niño regordete, pelirrojo y avispado me infundía valor al reflejar una mezcla de picardía con admiración en sus ojos.
Margarita y María, las hermanas más pequeñas de Arturo, nos observaban dándose codazos de complicidad.
De la boda poco puedo decir. No sé si en mi fuero interno ansiaba su olvido o si, en realidad, la premura repentina de su celebración la hizo rápida. Supongo que la fortaleza del vínculo que de aquel acto manaba era tan nula como todo lo que de ella derivó a posteriori.
Haciendo un esfuerzo ímprobo, recuerdo que me faltó devoción ante el sacramento, ya que sólo intentaba apartar la vista del rostro de Arturo. A pesar de ello, una fuerza indescriptible me empujaba a observarle.
¡Cuánto distaba aquel hombre del que había imaginado corriendo a mi encuentro! De su mentón no asomaba un pelo; ni siquiera una sombra que inclinase a pensar en una barba incipiente. Su voz sonaba aguda y femenil. Su torso era más estrecho aún que el mío. Su pelo era luengo y rubio; y, por último, su figura me parecía enclenque y escuchimizada. Cuando monseñor solicitó su ratificación audible y positiva como respuesta ante el matrimonio, Arturo sudaba tembloroso y estaba a punto de derrumbarse como un castillo de naipes ante un soplido.
Su consentimiento fue casi inaudible por falta de resuello y el mío le imitó por no hacerle de menos. La verdad es que la decepción me apretaba la garganta. Me limité a rezar con los ojos cerrados para tener fuerzas y para que nadie intuyera mi desengaño.
Pasado el trance, comenzaron los festejos. Abrimos los recién casados el baile, pero a la mitad de este sentí el cansancio de mi esposo, y cediéndole mi brazo para apoyarse le acompañé a su sitial.
Permanecí dos bailes más junto a él sin cruzar palabra y a la espera de que recuperase el resuello, observando con envidia sana cómo doña María de Salinas bailaba en corro con las infantas María y Margarita. El infante don Enrique se acercó a nosotros y pidió permiso a su hermano mayor para sacarme a bailar. Arturo lo dio, y no pude evitar el saltar entusiasmada ante una digna huida del aburrimiento.
Terminado el primer baile, continuamos danzando, y tan entretenida me vi que perdí la noción del tiempo. Bailamos al uso español y al inglés, e incluso nos permitimos la osadía de inventar algún que otro paso. Zapateamos al son de una melodía nueva que se prestaba a ello inclinándonos los dos sin querer al mismo tiempo, lo que produjo el choque inevitable de nuestras frentes y sendos chichones. Ante el dolor inesperado, no pudimos más que reírnos a carcajadas y todos los presentes nos corearon.
Sujetándome la diadema, miré divertida a mi pareja de baile.
Aquellos ojos claros me hipnotizaron, e incluso consiguieron hacerme olvidar que mi reciente esposo aguardaba sentado mi regreso. La euforia del momento delató mi falta absoluta de interés por Arturo.
Repentinamente, doña Elvira irrumpió en el baile con tal expresión de disgusto en el rostro que los músicos, atónitos, dejaron de tañer sus instrumentos. En el centro de la pista quedamos paralizados, a la espera de una segura represalia.
—Su Alteza no ha terminado aún de entender cuál es el mensaje que todos pretendemos inculcaros para vuestro bien. No reprendo las dádivas y mercedes que otorgáis a todos los que a vuestro lado pasan, pero estas, para ser buenas y meritorias, han de ser moderadas. Bien podéis vestir al desnudo o dar de comer al hambriento, pero no podéis danzar con quien no debéis pues así sólo ofenderéis a Dios y a vuestro marido, que obligado por vuestro desaire se ha ausentado de las celebraciones de su propio desposorio.
Miré cabizbaja y arrepentida al lugar en donde le había dejado. La dueña aguafiestas y carente de toda imaginación continuó recitando aquellas palabras que ya en su día nos había procurado el cardenal Cisneros.
—Vuestra actitud no es más que una licencia ilícita que provoca una soltura no católica ni honesta. Es tan disoluta que incita al pecado. No olvidéis que este suele llegar agazapado como el Diablo y disfrazado de divertimiento. Reconoced vuestra falta.
Silenciosa, asentí y me retiré.
Esperé toda la noche a que mi señor don Arturo requiriese mi presencia en sus aposentos; quizá no fuese tan niño como a simple vista aparentaba.
Desgraciadamente, no fue así.
Más tarde supe que no se había ausentado por mi modo de actuar. La verdadera causa había sido un malestar en su estómago.