XXV

«La muerte de Van Thiegel no alteró la vida en Yangambi. Su única consecuencia fue la discusión que enfrentó a varios oficiales en los momentos que siguieron al fallecimiento. Unos decían que la botella de coñac que lo iba a acompañar a la tumba tenía que estar vacía; otros, que llena. Al final lo enterraron con la que había tenido en las manos en los momentos previos al duelo».

Ferdinand Lassalle escribía en el porche del Club Royal mientras esperaba la llegada del Princesse Clémentine. Richardson entraba y salía del almacén seguido en todo momento por dos sirvientes. En la playa, los askaris hacían guardia.

Alzó los ojos del cuaderno y miró al río. Los waki volaban ahora muy alto, pero descartó la posibilidad de meterlos en la crónica. No podían ser el símbolo de la situación. En caso de expresar algo, hablarían de su estado de ánimo, porque desde aquel porche él se imaginaba su destino, Bruselas, en lo alto, como si Europa fuera una enorme montaña y la ciudad se hallara en la cima, y le costaba creerse que podría salir de allí en un vapor, llaneando, sin tener que remontar el vuelo.

Se fijó en Richardson. Era curioso, no se daba cuenta de que estaba en un agujero; ni él, ni los otros oficiales, ni los askaris de fez rojo, ni nadie. Les pasaba lo que a los caballos de un libro de Émile Zola. De visita en una mina muy profunda, el escritor preguntó a los mineros cómo se las arreglaban para sacar de allí a los caballos percherones que usaban para el transporte, siendo los animales tan grandes y la entrada a las galerías tan estrecha. Uno de los mineros se lo explicó: «Ah, no los sacamos. Los meten cuando sólo tienen unos meses y se quedan aquí para siempre». Según aquel hombre no había motivo para la compasión. Puesto que los caballos no conocían otro mundo, se amoldaban a lo que tenían.

Lassalle siguió escribiendo en su cuaderno:

«Después de enterrar a Van Thiegel, todos acudieron a interesarse por la herida que Chrysostome tenía a menos de cinco centímetros del corazón. Livo les explicó que la bala sólo le había causado un rasguño en el hombro, y que en una semana estaría bien gracias al ungüento que le había proporcionado la curandera de su tribu. El joven Chrysostome se mostró apenado por el duelo, porque aquélla no era manera —lo repitió dos o tres veces— de resolver disputas entre cristianos. El capitán intentó tranquilizarle. Había que tener en cuenta que el teniente estaba cambiado, emponzoñado, metamorfoseado en serpiente mamba. Redondeando a su manera aquel razonamiento, Chrysostome mostró la medalla de la cinta azul, y declaró: “Sí, ha sido un duelo entre la Virgen y la serpiente. Y ha vencido la Virgen, como siempre”. Sus palabras trajeron una gran paz a la paillote en la que nos hallábamos reunidos, dándonos la impresión de respirar un aire puro. Así estaban las cosas, cuando llegó el momento más emocionante. Lalande Biran sacó una cajita de nácar del bolsillo y se la ofreció al herido. Como no podía abrirla con una sola mano, el mismo capitán se encargó de hacerlo. Contenía dos bellos pendientes de esmeraldas. “Sé que el paradero de estos pendientes le atormentaba, Chrysostome, por ser la joya su regalo de compromiso para la desgraciada Bamu —dijo el capitán—. Yo me temía que la serpiente se los hubiera arrebatado después de cometer su crimen, y ordené a Donatien que los buscara. Mi asistente es un hábil buscador, y aquí están los pendientes”. A Chrysostome, por fin, tras jornadas enteras sin abandonar su gesto sombrío, se le escapó una sonrisa. Los demás también sonreíamos. Donatien no pudo contener la emoción, y acercándose a Chrysostome le dio un apretón de manos».

Richardson fue hasta el porche del club y se sentó al lado de Lassalle. Suspiró.

—Ha sido Livo —declaró sin apartar los ojos de la selva—. Acabo de encontrar la prueba en el almacén. Tres cestas apestosas. Trajo las serpientes dentro de las cestas. Además, faltan unas diez cajas de galletas y un montón de salami. No hay duda.

—Lo recuerdo perfectamente —respondió Lassalle después de la sorpresa inicial—. Cuando volvíamos de Samanga, se subió al barco un poco más arriba del Lomani. Y traía consigo tres cestas de junco.

—Las cestas son de junco trenzado, en efecto.

—¿Qué va a hacer?

—No lo sé. Donatien conocía su mugini, pero yo no. Ya se verá. Ahora voy a pedirle un favor. Tiene que ayudarme a escribir dos cartas. Lo de la escritura no se me da muy bien.

—Lo haré con mucho gusto. Traiga papel y sobres y acabaremos enseguida.

—Y un poco de café. Todavía falta una hora para que llegue el barco.

Lassalle no quería dejar a medias la crónica, por lo que volvió a concentrarse en su cuaderno.

«En la paillote del herido todos pensamos que la serpiente había sido aplastada. Creímos que se había cumplido aquello que anuncia la Biblia y que el joven Chrysostome repitió: “Una mujer te aplastará tu cabeza con el calcañar”. Era la hora del atardecer, el final de una dura jornada, y todos estábamos cansados. Tras una cena ligera, nos retiramos a descansar. Y en el lecho, al menos a mí, me invadió la misma paz que sentí en la paillote. Pero al rayar el alba, la paz se quebró. La serpiente no había sido aplastada, y quería seguir extendiendo su ponzoña.

»El noble soldado Richardson vino a mi paillote a comunicarme que Lalande Biran estaba agonizante y que hiciera el favor de acudir a su lecho de muerte. De camino, supe que Donatien había muerto. Ambos habían sido atacados por sendas serpientes mamba. “Antes le pasó a Van Thiegel, ahora al capitán y a Donatien. Parece una invasión”, me dijo Richardson cuando accedíamos a la Casa de Gobierno.

«Encontré a Lalande Biran a punto de exhalar el último suspiro. Jadeaba, e intentaba llevarse la mano al cuello, donde tenía la mordedura. “Dígame algo, capitán”, le pedí. Me parecía importante recoger sus últimas palabras. Palabras de un gran poeta, palabras de un gran soldado. Volvió hacia mí sus ojos aristocráticos. Con los labios torcidos, haciendo un esfuerzo sobrehumano, de su alma brotaron estas palabras que nunca olvidaré: “Me marcho a la octava casa”. Palabras enigmáticas para muchos, pero no para quienes están familiarizados con los secretos de la cábala. Efectivamente, la octava casa, en astrología, es la de la muerte».

Richardson estaba de nuevo en el porche. Sirvió café y le dejó delante tres sobres y tres hojas de papel.

—Al final serán tres cartas. Yo tengo muy mala letra. Por eso se lo pido —dijo—. Pero primero vamos a tomarnos el café.

—Se pueden hacer las dos cosas a la vez —dijo Lassalle. Cerró el cuaderno y cogió una hoja.

—La primera es para la viuda del capitán, Christine Saliat de Meilhan —dijo Richardson—. La segunda, para un amigo íntimo del capitán, el duque Armand Saint-Foix. Y la tercera para la Dirección de la Force Publique. Hay que decirles que yo, Eric Richardson, estoy ahora al cargo de Yangambi, pero que manden cuanto antes un capitán y un teniente. Estoy demasiado viejo para estos trotes. Además, algo me dice que los rebeldes van a atacar cualquier día de éstos. Probablemente Livo era uno de ellos. En fin, esperemos que Chrysostome se cure pronto.

Cuanto más oía a Richardson más ganas sentía Lassalle de marcharse de Yangambi.

—¿No hay que escribir a la familia de Donatien? —preguntó.

—Creo que tenía un ciento de hermanos, pero no tenía relación con ellos. Incluso en Navidades sólo le escribía la Force Publique. Así que un trabajo menos.

Cuando acabó con las cartas, el vapor del Princesse Clémentine llenaba la playa, y los dos se encaminaron hasta la plataforma de madera, Lassalle con una maleta en la mano y Richardson con las tres cartas. En el vapor, en la parte de proa, había una gran jaula metálica como las que se emplean en los zoológicos.

—Lo que nos faltaba, que nos encarguen un león —dijo Richardson—. Pues no tengo ninguna intención de ir a cazar. Que se lo pidan a los de la estación de Kisangani.

Cuando estuvieron enfrente del vapor, Richardson abrió los brazos.

—¡No entiendo nada! —exclamó.

La jaula del barco no estaba vacía. Dentro había un león.

—Yo tampoco —dijo el periodista. Pero no quería pensar en ello. Tenía ya suficientes anotaciones sin abrir un nuevo capítulo dedicado a los leones.

Un hombre con la insignia de la Force Publique se acercó a ellos. También él traía una carta en la mano. Lassalle supo entonces que el problema de Richardson no era la letra, sino la vista. No era capaz de leer la carta, y se la pasó a él.

—¿Qué dice? —preguntó. En realidad, fue más un suspiro.

Dentro del sobre con el sello del Zoológico Real de Bruselas, la nota daba cuenta del envío de su león más viejo. Lo mandaban a Yangambi por deseo expreso del secretario de Leopoldo II, el duque Armand Saint-Foix, para que muriera en la selva con la dignidad que correspondía al rey de los animales.

Bajaron la jaula a la playa. Richardson y Lassalle se quedaron contemplando al león. Hacía esfuerzos por levantarse, pero las patas traseras no le respondían. Se le doblaban al intentarlo.

—Al llegar a Matadi estaba mejor —informó el hombre con la insignia de la Force Publique—. Pero la última parte del viaje lo ha dejado para el arrastre.

—No sirve ni para una competición de tiro —dijo Richardson—. No puedo imaginar para qué lo quería Lalande Biran.

—Cosas de poetas —dijo Lassalle—. Sabrá, supongo, que Saint-Foix y Lalande Biran figuran en varias antologías de poesía belga.

—Pues yo no —se impacientó Richardson—. Y en cuanto se marche usted lo mato.

El león no movió un solo músculo. Continuó tumbado, entretenido con los movimientos de los hombres que descargaban los bultos.

Un mono chilló muy cerca de la playa. El león no se inmutó. Parecía sordo.