XXIV

Mientras marchaba en busca de los caucheros cautivos en el cercado de la selva, Van Thiegel estuvo a punto de perder el control de sí mismo a causa de que las dos partes de su cabeza discutían continuamente sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Su desacuerdo tenía que ver con Madelaine. Una de las partes insistía en que la muchacha era su conquista número 185, mientras la otra, impaciente, repetía «¡vale!, ¡vale!, ¡vale!». Pronto, la disputa entre las dos partes se hizo más agria.

—O sea que suman en total 156 negras y 29 blancas —calculó la primera.

—No, 155 negras y 30 blancas —le corrigió la segunda—. Madelaine tenía más de blanca que de negra.

—Te equivocas. ¡Son 156 negras y 29 blancas!

—No, 155 negras y 30 blancas.

Los askaris que formaban parte de la partida miraban asombrados a Van Thiegel, que en los tramos más tupidos lograba abrirse paso como un auténtico gastador, apartando a machetazos todas las lianas, las zarzas y las raíces que se le interponían en el camino. Semejante esfuerzo hubiese dejado a cualquier otra persona incapacitada para pensar, pero en su caso las dos partes en liza no se rendían. Cuando parecía que se habían puesto de acuerdo, empezaban otra vez, siempre desde el mismo punto:

—O sea que suman en total 156 negras y 29 blancas —decía la primera.

—No, 155 negras y 30 blancas —le respondía la segunda.

Los askaris lo miraban con recelo. Van Thiegel iba dando gritos, pero no a la manera de quien trata de infundirse ánimos, sino como un mono rabioso. Cuando llegaron al cercado encontraron a los cautivos apiñados en un extremo, muertos de miedo. Los suboficiales negros tuvieron que amenazarlos con el chicotte para que se pusieran en formación.

Resultó que las labores de intendencia habían fallado y que nadie se había acordado de las provisiones para los cautivos, de modo que además de muertos de miedo estaban muertos de hambre. Viendo su estado, la cabeza de Van Thiegel se enzarzó en una nueva discusión. La primera parte argumentaba que no merecía la pena perder el tiempo buscando víveres cuando era mucho más sencillo prescindir de los caucheros demasiado debilitados para hacer frente a la marcha hasta Yangambi; la segunda parte replicaba que no se podía reducir tan a la ligera un grupo de empleados al servicio de Leopoldo II, y que no era difícil conseguir provisiones en aquella zona de la selva. Era mejor tomarse un par de días, cazar unos cuantos monos, dar de comer a los hombres y regresar con todo el grupo. Quizás Lalande Biran se enfadaría porque la responsabilidad del puesto militar de Yangambi había quedado en manos de un oficial como Donatien y porque se habían empleado cuatro o cinco días en arreglar una cuestión que se podía haber resuelto en dos; pero la culpa, en todo caso, era del propio Lalande Biran por haber encerrado casi un centenar de caucheros en medio de la selva con tan poca previsión.

La caza de los monos supuso un descanso para Van Thiegel, por la atención que requería y porque por las noches, agotado, lograba dormir. Pero al tercer día, las imágenes empezaron a multiplicarse en su cabeza igual que cuando se emborrachaba. Chrysostome, Lalande Biran, Donatien, Livo, su madre, su padre, el rey Leopoldo, el legionario de los cuatro huevos, todos ellos y muchos más estaban de nuevo allí visibles —por decirlo así— para su ojo interior. Temió que, como otras veces, las imágenes empezaran a girar en la rueda de la ruleta. Pero no fue así aquella vez, porque la imagen de Chrysostome se impuso a las demás: Chrysostome con los tres primeros botones de la camisa desabrochados; Chrysostome con su cinta azul y con la cadena de oro que había obtenido de Lopes a cambio de sus cartuchos; Chrysostome consultando la hora en el reloj de plata que Lalande Biran le había dado por el cuerno de rinoceronte.

En un principio le pareció mejor tener una sola imagen que la ruleta de imágenes girando sin parar; era mucho más descansado. Pero con el paso de las horas se fue dando cuenta de su lado malo. La imagen revelaba la verdad, a saber, que estaba preocupado, que le tenía miedo a Chrysostome. Por eso se había ausentado de Yangambi. Por eso se había convencido a sí mismo de que su presencia era necesaria para llevar de vuelta a los caucheros cautivos. Pero no era así. Los askaris hubieran podido ocuparse perfectamente de todo bajo el mandato de un suboficial negro.

No había que darle muchas vueltas al asunto. Era verdad que estaba asustado. Quizás Chrysostome no se enterara enseguida de lo que había pasado con su Madelaine, pero sería cuestión de una semana, como mucho. Chrysostome iría al mugini de la joven a visitarla, le contarían lo que había pasado y, naturalmente, el muy pueblerino saldría a por él para hacerle un agujero en la frente. ¡Si al menos fuera un mal tirador! Pero no se le podía negar aquel mérito, tenía una puntería excepcional. El hombre que había derribado un guepardo, el que a una distancia de casi doscientos metros acertaba en la cabeza a un mandril, no tendría ningún problema para acabar con él.

Era duro reconocerlo. Él, Cocó Van Thiegel, que en sus años de juventud había servido en el ejército belga, sargento de la Légion Etrangère, teniente de la Force Publique, el soldado siempre dispuesto a apuntarse a una batalla o a una partida para cazar rebeldes, alguien que, por decirlo claramente, no conocía el miedo, se amilanaba ante aquel pueblerino. Le tenía miedo. Y el sentimiento no era reciente, sino que había estado ahí desde el primer día.

Su cabeza se volvió a dividir en dos partes.

—Te estás cagando en los pantalones —dijo una de ellas.

—Te voy a decir lo que vas a hacer —dijo la otra—. Vuelves a Yangambi de noche, te acercas sin hacer ruido a la paillote de Chrysostome y le cortas el cuello con el machete. Se acabaron los problemas.

—¿Y si está despierto? —dijo la primera parte.

La segunda no respondió.

Van Thiegel dio orden al suboficial negro para que pusiera en marcha a los cautivos. Tenían que regresar a Yangambi, no podían esperar más, si alguno de ellos continuaba débil lo mejor era dejarlo donde estaba. Cuando el suboficial le respondió que no había ningún problema, que hubieran podido emprender el regreso la víspera después de que los hombres se hartaran de carne de mono, a Van Thiegel se le hizo aún más evidente su comportamiento. Tomó una decisión: no iba a quedar como un cobarde delante de Richardson, Lopes y los otros oficiales. Debía regresar, y matar a Chrysostome lo antes posible.

Por un momento, a fuerza de pensar en ello, la rabia que le provocaba el verse humillado fue más intensa que el miedo, y se aferró a aquel sentimiento mientras regresaban a Yangambi. Con la rabia, la imagen de Chrysostome se debilitaba y ocupaba su lugar el análisis de las posibles maneras de acabar con él. ¿Cómo hacerlo? El machete era una opción, sin duda. Otra, entrar en la paillote de Chrysostome nada más llegar a Yangambi y reírse de su poca hombría para que, en el momento en que aquél intentara agarrar el rifle enfurecido por la burla, pegarle un tiro. Luego alegaría legítima defensa. Tenía asimismo la posibilidad de recurrir a la ayuda de Lalande Biran y confesarle con toda sinceridad lo que había pasado. Que la tal Madelaine se había puesto como un guepardo, que su loro chillaba de forma irritante, y que así, sin más, mientras los dos forcejeaban, no había controlado bien sus fuerzas y la había matado involuntariamente.

—He hecho mal, Biran, me hago cargo —le diría—. Pero si Chrysostome intenta vengarse, tampoco eso estará bien. Se salga o no con la suya, no estará bien. Al fin y al cabo, los dos somos miembros de la Force Publique. Llámele, por favor, y hágale saber qué castigo establece el código militar para el que mata a un compañero.

El castigo era el fusilamiento. Si Lalande Biran se lo recordaba, Chrysostome entendería enseguida las reglas del juego.

Entraron en Yangambi al atardecer y, tras dejar a los caucheros en manos de los askaris, Van Thiegel se quedó a cenar con los suboficiales negros. Luego, ya de noche, se retiró a su residencia. No se veía ningún oficial ni en la calle principal ni en la Place du Grand Palmier. Debían de estar todos en el Club Royal.

Entró en su alcoba, se sentó en la cama y se sirvió una copa de coñac. Entre las posibilidades que había barajado, la de recurrir a Lalande Biran parecía la mejor. Era la más regular, la más militar. Al cabo, era su superior y como tal estaba obligado a defenderle. Por otra parte, por muy frío que fuera, el pueblerino no querría morir fusilado.

Pensar en Lalande Biran le recordó a Christine, y levantó la almohada buscando su foto. Pero no estaba. Dejó la copa de coñac y miró debajo de la cama. En vano; no había otra cosa que sus botas y sus calcetines. Fue al despacho, pero incluso antes de poner los pies en él ya sabía que no iba a estar allí. Lo comprendió de golpe. ¡Donatien se había pasado varios días completamente solo en Yangambi! La había cogido él, sin duda. ¡Aquel perro siempre estaba metiendo las narices donde no le llamaban! ¡El muy traidor!

Se sentó ante el escritorio. La foto habría llegado ya a manos de Lalande Biran. Tenía que admitirlo, se le estaban complicando las cosas.

Se quedó esperando la visita de Lalande Biran. Era seguro que vendría, de eso no cabía duda. Su única duda era referente a su actitud, es decir, si mencionaría directamente el asunto de la foto o si empezaría con uno de sus discursos, hablando de esto y aquello pero sin ir al grano ni dar ninguna pista sobre la venganza que tenía en mente. Si actuaba así, pensó Van Thiegel cogiendo el rifle que se encontraba encima de la mesa para asegurarse de que estaba cargado, le dispararía sin contemplaciones, porque todavía no había nacido el hombre que jugara con él como el gato con el ratón. De esa manera, como le gustaba repetir al propio Lalande Biran, alea jacta est, todo quedaría decidido. Acabaría con el capitán, acabaría con Donatien, acabaría con Chrysostome, y se ocultaría en la selva hasta que se calmara la situación. No sería el primer desertor de la Force Publique. La única pega era que tendría que renunciar a Christine y enterrar su ilusión de convertirla en su mujer número 200. Todo tenía un precio.

Vio a Richardson en el umbral de la puerta del despacho. No se movía, tan tímido como un mendigo que hubiera ido a pedir limosna, y no apartaba la vista del rifle.

—¿Qué miras? —le preguntó. Después del pensamiento que acababa de pasarle por la cabeza, la presencia de Richardson le desagradaba. Él quería ver a Lalande Biran. Y pegarle un tiro.

—Tenemos que hablar, Cocó —dijo Richardson—. De legionario a legionario.

—Querrás decir de ex legionario a ex legionario.

—Como quieras, pero tenemos que hablar. Chrysostome quiere desafiarte a un duelo.

Van Thiegel no dejó el rifle, pero le hizo un gesto a Richardson para que se sentara. Cogió dos vasos y sirvió coñac.

—Vamos a beber un trago —dijo. Richardson seguía de pie, y él le volvió a pedir que se sentara—. Y ahora cuéntamelo todo desde el principio —añadió, cuando el veterano le hubo obedecido. Por una vez, su cabeza estaba tranquila. No parecía que se le fuera a dividir. Ni siquiera en dos. Eso le daba confianza.

—Cuando Chrysostome supo lo que le había pasado a su novia fue como si le hubiera mordido una mamba —dijo Richardson—. Parecía que se había quedado sin respiración, que no era capaz de mover los labios, que el veneno le recorría las entrañas matándoselas una a una y que de un momento a otro toda su piel se cubriría de…

Richardson se calló, buscando la palabra adecuada.

—Resume, por favor —le dijo Van Thiegel. Lo que estaba oyendo le alegraba, pero aquel modo de hablar le recordaba a Lalande Biran.

—Luego, de pronto, recobró el movimiento y se puso a gritar como loco. Te digo la verdad, Cocó: le has hecho mucho daño. Pocas veces he visto a un hombre tan dolido. El capitán dice que la chica era su primer amor y que por eso ha sido tan duro para él.

Richardson se calló. Sostenía el vaso con ambas manos.

—Tienes que comprenderlo, Cocó. No hemos visto otra alternativa. El capitán intentó convencerle de que no merecía la pena ponerse así por una nativa, pero él no cedió. Quería ir a por ti y acabar contigo. Entonces el capitán le propuso el duelo, y ha aceptado.

—Bebe —le dijo Van Thiegel. Richardson bebió un trago largo.

—Si me aceptas, seré tu padrino. El de Chrysostome será el periodista, Lassalle —le dijo.

—¿Cómo va a ser el duelo? Todavía no me lo has dicho.

—Con el rifle, en la playa del río. A ciento cincuenta metros el uno del otro. Mañana domingo.

—Mañana.

—Sí, mañana.

Van Thiegel volvió a llenar los vasos.

—Ciento cincuenta metros. Demasiada distancia para mí. Como padrino, no deberías haberlo aceptado. Hubiese preferido que fueran veinte metros. Así yo también lo derribaría. Es lo que más me va a fastidiar, que él me derribe y no poder derribarle yo a él.

—He pedido el lado del Club Royal. Es el mejor. El domingo al mediodía no tendrás sol en los ojos. Chrysostome sí.

—¡Qué más da si lleva sombrero!

—Intentaré prohibirlo, Cocó.

Van Thiegel terminó el coñac que le quedaba en el vaso y se desperezó.

—Ahora me voy a la cama. No ha sido fácil traer a los negros desde el cercado —dijo.

—Cocó, una cosa más —le dijo Richardson. Se puso de pie—. Siguiendo las costumbres, hoy, víspera del duelo, va a haber una cena extraordinaria en el Club Royal. Iremos yo, Lopes y los otros oficiales de tu grupo, unos diez o doce. He hablado con Livo y está todo preparado.

—¿Dónde se van a juntar los del otro grupo? —preguntó. Agarró la botella de Martell y bebió a gollete.

—Chrysostome no ha querido celebraciones. Ya sabes cómo es.

—Sí, ya lo sé. Un pueblerino marica que no sabe ponerse encima de una mujer. Pues si él no quiere celebraciones, yo tampoco. Descansaré para tener buen pulso mañana.

—Como quieras. No me importará comerme tu parte —dijo Richardson.

Van Thiegel se retiró a su alcoba. Cuando se desvistió y se metió dentro del mosquitero, alzó la botella como para brindar. Fue su forma de despedir a Richardson.

En sueños, Van Thiegel creyó encontrarse de nuevo en medio de la selva, y que un suboficial negro le acariciaba el pecho. Quiso darle una bofetada, pero el suboficial esquivó el golpe, y empezó a tocarle el vientre moviendo la mano en círculos como si quisiera aliviarle el dolor de tripas; pero a él no le dolían las tripas, y además la mano no era tibia como la de su madre. Por segunda vez quiso darle una bofetada, esta vez más fuerte; pero el suboficial era muy ágil, y su golpe se perdió en el vacío. Durante unos instantes, la mano fría le hizo caricias en los muslos y en las rodillas, y luego subió de nuevo al vientre. Esta vez quiso darle un puñetazo, y lo intentó tres veces. Siempre en vano, pues el suboficial tenía buenos reflejos. Maldiciendo, se tanteó la espalda en busca del rifle, pero no estaba allí. Pensó que el suboficial negro le había robado el arma, y que por eso se atrevía el muy cerdo a pasear aquella mano helada por su cuerpo. Conocía al suboficial, pero no tenía idea de que fuese marica. Sería, quizás, pareja de Chrysostome.

Al despertar, la luz del sol de la mañana penetraba hasta la alcoba. Ante él, con la mitad del cuerpo levantado, había una mamba. Era muy fuerte. Nerviosa, metía y sacaba la lengua sin parar.

Sintió la necesidad de mover las piernas, pero nada más doblar las rodillas la mamba avanzó hasta su vientre. Además de fría, su piel era áspera.

Cerró los ojos y volvió a poner las piernas rectas, muy despacio. Cuando miró de nuevo, la mamba parecía aún más nerviosa. El movimiento de su lengua era frenético.

Algo le pasó por el cuello, unos pies diminutos que le hicieron cosquillas en la piel. Cuando le bajó hasta el brazo, vio que era un ratón. La serpiente tenía la boca completamente abierta y movía la cabeza adelante y atrás, como haciendo cálculos para no errar. Pero el ataque no llegó, y siguió olfateando con la lengua. ¿Qué olía tan fuerte, llenando todo el aire? Van Thiegel tocó un cristal con el costado derecho, y la piel se lo reveló antes que la nariz. Era la botella de Martell, la botella vacía, que había derramado su contenido. Lo comprendió al fin. La serpiente estaba nerviosa porque olía el ratón y el coñac a la vez. Y el coñac le era extraño. El nuevo olor le desconcertaba.

Vio el machete al lado de la cama, en su funda, colgando del cinturón de sus pantalones. Lo tenía al alcance de la mano, pero no le iba a ser fácil servirse de él. Debía levantar el mosquitero, en un primer movimiento; en el segundo, agarrar el machete y atacar a la mamba.

El ratón le venía hacia el cuello, subiéndole por el pecho. Parecía torpe, como si la presencia de la serpiente lo hubiera dejado aturdido. Lo cogió en la mano y, sin aguardar un instante, se lo arrojó a la serpiente igual que se lo hubiese arrojado a un perro. Levantó las piernas con fuerza y la mamba salió despedida contra el mosquitero.

Cuando alcanzó el machete y le cortó la cabeza, la serpiente tenía aún el ratón en la boca, a medio tragar. Van Thiegel gritó de alegría. Era su victoria más clara en mucho tiempo. La Muerte había venido a buscarle; pero ahora yacía allí, en el suelo de la habitación. Seguía moviendo la cola en un último intento por impulsar su cuerpo hacia delante o, quizás, por engullir el ratón. Pero, como habría dicho Lalande Biran, no habría otra selva para él. Y para el ratón tampoco.

Los movimientos de la cola fueron debilitándose. Cuando cesaron, Van Thiegel se vistió muy despacio, riéndose para sí. Su cabeza no dejaba de sorprenderle. Aquel domingo por la mañana, unas horas antes de medirse con Chrysostome, estaba más tranquila que nunca. No se dividía, no tenía dentro una ruleta, no le asaltaba con malos recuerdos.

Levantó la serpiente con la punta del machete hasta la altura de la cintura. La cabeza le colgaba de un pequeñísimo trozo de piel. Pesaba bastante. Debía de tener en los colmillos el suficiente veneno para acabar con un elefante.

Richardson estaba sentado en uno de los bancos de la Place du Grand Palmier con dos rifles a su lado. Lo vio dormido, y se acercó muy despacio. Dos veces se le resbaló la serpiente en el machete, cayendo al suelo, y dos veces la levantó pacientemente.

—¡Atención, Richardson! —gritó.

Cuando el veterano oficial abrió los ojos él le arrojó la serpiente a la cara, echándose a reír a carcajadas al verlo tirarse del banco y rodar tres o cuatro metros por el suelo.

—¡Estás demasiado viejo para hacer guardias! —le dijo.

Richardson se había quitado el sombrero y se frotaba las mejillas y la frente con la manga de la camisa. Al lado del banco, la serpiente parecía un trozo de látigo. Se le había desprendido la cabeza, roto por fin el hilo de piel que la sujetaba al resto del cuerpo.

—¡Hacía años que no veía una mamba! —dijo sosteniendo la cabeza del reptil entre el dedo índice y el pulgar—. ¡Qué fea es! ¡Tan fea como tú, Cocó!

Van Thiegel seguía riéndose, y sus carcajadas subieron de tono cuando Richardson le tiró la cabeza de la serpiente, dándole en el pecho.

—¡No sabes cómo me alegra verte así, Cocó! Te veo estupendamente.

—Me parece que hoy le voy a dar una sorpresa a ese marica.

—¿Qué te apetece hacer, Cocó? Faltan cinco horas para el duelo.

Van Thiegel levantó la serpiente del suelo, esta vez con la mano.

—Quiero regalarme un buen desayuno —respondió—. ¿Te gusta la serpiente asada?

—Hace mucho que la probé, en mis tiempos de legionario. Ya ni me acuerdo —dijo Richardson.

—Pues, entre otras cosas, hoy comeremos un poco de serpiente. Vamos a ver si Livo nos la puede preparar a la parrilla.

Las horas de la mañana no pasaron ni particularmente despacio ni particularmente deprisa. En general fue como si el mundo hubiese empezado a girar según un compás intermedio —au fur et à mesure—, imprimiéndoselo a todos los seres, tanto a los monos de la selva como a los pájaros o a los peces del río; también, en un nivel superior, al viento, a la corriente del agua, a las nubes y al sol.

Los mandriles y los chimpancés chillaban de vez en cuando, ni muy lejos, ni muy cerca; los waki volaban tranquilos, ni muy arriba ni muy abajo; los peces se deslizaban con el mismo sosiego, ni muy al fondo ni muy en la superficie. El viento movía las hojas del ocume, la teca y las palmeras, pero no sus ramas. Y la corriente del río, aunque era fuerte, no arrastraba troncos de árboles como en la estación de las lluvias. En cuanto a las nubes, por decirlo con una metáfora más atrevida que las anteriores, parecían barcos de vapor que no tuvieran prisa. En el mismo cielo, el sol brillaba suavemente.

Los habitantes de Yangambi fueron los únicos seres que no se adaptaron al compás general aquel domingo por la mañana. Los que estaban en la aldea —Lalande Biran, Ferdinand Lassalle, Donatien, Chrysostome, los otros oficiales, los suboficiales negros, los askaris de fez rojo— anduvieron más callados que de costumbre, sin dejarse ver en ningún sitio; por su parte, los del Club Royal —Van Thiegel, Richardson, Livo, los otros sirvientes— se hicieron notar por lo contrario, por el alboroto y el bullicio.

En el porche del club, Livo asó la serpiente primero por encima, para despellejarla, y luego a fuego más fuerte hasta que su carne quedó bien dorada. Cuando le pareció que estaba hecha, cogió un trozo con el cuchillo y se lo ofreció a Van Thiegel.

Los sirvientes que andaban por allí se rieron cuando Livo arrugó la nariz por el olor de la serpiente. Ciertamente, olía mal, como a vísceras de gallina.

Van Thiegel respiró hondo, como deleitándose con aquel olor, y las risas volvieron a resonar en el porche. Cuando se metió el trozo de carne en la boca, todos callaron. Por unos instantes, la acción quedó en suspenso. Luego vieron a Van Thiegel correr hacia la orilla del río y escupir lo que tenía en la boca. Volvió al porche maldiciendo, pero riéndose.

—Livo, trae salami y galletas. Y café. Trae todas las cosas ricas que veas en el almacén —dijo Richardson.

Mientras comían, el ritmo del mundo se calmó aún más. Se callaron los mandriles y los chimpancés, desaparecieron los waki del aire, los peces descendieron a las profundidades del río, se pararon las nubes, perdió fuerza el sol.

—Esto sí es comer como personas —dijo Richardson con una tranquilidad que no tenía en su corazón. Se daba cuenta de la poca fuerza del sol. Sus rayos no serían un obstáculo para Chrysostome. Cocó se estaba quedando sin ventaja.

—Como reyes, Richardson. He oído decir que el rey Leopoldo II se vuelve loco por el salami —dijo Livo.

En su corazón había menos tranquilidad aún que en el de Richardson. Su oimbé estaba completamente negro. Se sentía furioso. No podía entender lo que había pasado. La serpiente que dejó en la cama de Van Thiegel llevaba días sin comer, el ratón estaba atontado por la gota de coñac que le había hecho tragar. ¿Por qué no se había abalanzado la serpiente sobre el ratón? ¿Por qué no le había mordido al Mono Borracho?

—Livo, trae una botella de coñac. Es hora de beber un poco —le dijo Richardson.

Livo fue al almacén. Había escondido allí las cestas, detrás de las cajas de galletas. Les habló a las dos mambas que quedaban.

—Vuestra compañera ha sido estúpida. El Mono Borracho le ha cortado la cabeza con el machete.

Su oimbé se tiñó de un negro más profundo. Cogió una botella de Martell y regresó al porche.

—Esto es lo que me ha salvado —dijo Van Thiegel haciéndose con la botella—. La mamba ha dudado con el olor a coñac, y yo he aprovechado el momento.

—A nosotros no nos gusta su carne. A ella no le gusta nuestro coñac —dijo Livo.

Las palabras del Mono Borracho le mostraban el camino. No había que darle coñac al ratón. O, quizás mejor, había que olvidarse del ratón y vaciar la cesta encima del cuerpo. Actuaría así con Donatien y con el capitán. Acaso se despertarían y lo verían, pero merecía la pena arriesgarse.

Van Thiegel se llenó la copa por segunda vez.

—Cocó, no bebas tan aprisa. ¡Te lo aconseja tu padrino! —le dijo Richardson.

Livo cogió la piel chamuscada de la serpiente y la estuvo enrollando hasta formar dos bolas.

—Livo, dame eso —le dijo Van Thiegel—. ¡Dime algo, légionnaire! —le ordenó a Richardson, después de meterse las dos bolas en los oídos. Las palabras le salieron más alto de lo debido.

—No queda mucho tiempo. Deberíamos empezar a probar el rifle —le dijo Richardson.

—¡Qué bien! No te he oído nada —dijo Van Thiegel—. No me las pienso quitar hasta que nuestro capitán termine su discurso. Estoy seguro de que será la parte más insufrible del duelo.

Richardson se puso de pie.

—Vamos a probar con el rifle, Cocó.

—El teniente no necesita entrenamiento —dijo Livo.

—Para disparar no. Pero antes hay que hacer tres movimientos para tomar posiciones. Y cuanto más rápido se hagan, mejor.

—El último trago, Richardson —dijo Van Thiegel llenándose de nuevo la copa. Se sentía bien, con la cabeza en su sitio. El pueblerino se iba a llevar una sorpresa. Él no pensaba hacer tres movimientos. Se levantaría del suelo, echaría el pie atrás y le dispararía sin más, al pecho. De nada le servirían la cinta azul y todos los demás colgantes. Y si Lalande Biran le venía a soltar un discursito sobre el juego limpio para lucirse delante del periodista enano, le pegaría el segundo tiro a él. Y luego ya se vería.

Van Thiegel tenía los tapones hechos con la piel de la serpiente en los oídos cuando entró en la playa, y Richardson lo guió hasta el centro. Chrysostome llegó casi a la vez, acompañado del periodista Lassalle. Se detuvieron a diez pasos el uno del otro.

Van Thiegel no oía nada, sólo veía. Toda la gente de Yangambi se había situado enfrente, en la parte superior de la playa. En primera línea, sus compañeros, Lopes en un extremo, Donatien en el otro, Lalande Biran en medio, un poco adelantado. Detrás, en la segunda, tercera y cuarta filas estaban los askaris y sus correspondientes suboficiales. Al fondo, con cierto desorden, los nativos. Izada en el mástil, la bandera azul con la estrella amarilla de la Force Publique parecía pesar mucho. No tenía movimiento, no corría ni pizca de aire.

Lopes abrió la boca, y todos los militares, los askaris con más brío que nadie, se pusieron primero en posición de firmes, y a continuación de descanso. Lalande Biran empezó entonces a hablar, abriendo y cerrando la boca con ímpetu, sin pausas. ¡Cómo le gustaba hablar al muy cornudo! Él soltando discursos en la orilla del río Congo y Christine sola en París, saltando de una cama a otra, de un amante a otro. Pero al final aquella mujer sería suya, porque había nacido para ser su mujer número 200. De eso no le cabía duda.

Giró la cabeza en dirección a Chrysostome, pero los ojos se le fueron hacia el periodista. Estaba sacando una foto con su Kodak. Otro marica, aquel Lassalle.

Acarició el cañón del rifle y lo separó unos centímetros del suelo. Sintió su peso, y sintió también el peso de los doce cartuchos. El cargador estaba lleno. No era normal. Lo normal en los duelos era que cada tirador tuviera una sola bala, y si erraban, el asunto quedaba zanjado, no había perdedor. Sin duda, los cargadores habían sido llenados siguiendo las instrucciones de Lalande Biran. Tanto el pueblerino como él podrían disparar doce veces. Estaba claro, el muy cornudo quería librarse de él. Pero se iba a joder.

Richardson fue hasta él y le tocó en el brazo. Lalande Biran tenía la boca cerrada. Chrysostome y el periodista caminaban hacia el otro extremo de la playa.

Cuando se quitó los tapones de los oídos le sorprendió el silencio. Oía menos ruidos que cuando los tenía puestos.

—¡Date por muerto, marica! ¡Pueblerino! —gritó.

Pero Chrysostome se hallaba demasiado lejos para que le alcanzaran todas las malas palabras con las que se le llenaba la boca. Se dirigió a Lalande Biran:

—¡Biran! ¡Si tu campeón no acierta ya puedes echar a correr!

Por último les habló a los oficiales blancos, a Donatien en particular.

—¡Y si acierta, enterradme con una botella de coñac!

—El sol pega ahora un poco más fuerte —le dijo Richardson, conduciéndolo a su puesto.