Las palabras de Lalande Biran y del obispo pusieron el colofón a la comida de despedida que se celebró en el Club Royal antes de que el Roi du Congo siguiera viaje hacia Léopoldville. El obispo declaró que la imagen de la Virgen, obra de un nuevo Michelangelo, se hallaba ya en la cima de Samanga, y que en el futuro protegería a todos cuantos surcasen las aguas del río Congo. A su vez, Lalande Biran resaltó que la satisfacción de la Force Publique era grande. Habían pasado casi tres jornadas enteras río arriba y río abajo y no habían visto ni rastro de los rebeldes. Los católicos de Europa y los súbditos de Leopoldo II podían sentirse tranquilos. El reino estaba en paz.
Lalande Biran preguntó si alguien quería tomar la palabra, y Lassalle, poniéndose en pie, manifestó que él como periodista también se sentía satisfecho de su trabajo, pero que en su caso el mérito sería sobre todo de su ayudante, el señor Kodak. Gracias a las fotos, incluso en los casos en que el texto era mediocre —sonrió en este punto—, los lectores de Europa y América podrían hacerse una idea clara acerca del Congo.
—Nosotros decimos pequeñas mentiras. El señor Kodak no —concluyó abriendo su sonrisa. Se oyeron unos cuantos aplausos en torno a él.
En general, fue un banquete sin alegría. A pesar de los discursos y de los brindis, a pesar de los exquisitos pescados a la parrilla que Livo y los otros sirvientes trajeron a la mesa y de todas las molestias que se tomó Donatien para que las copas de champagne no estuvieran vacías, el ambiente —el oimbé del ambiente— se mantuvo todo el tiempo morado. La mayoría de los que habían venido de Europa estaban impacientes por embarcar de nuevo y abandonar Yangambi; los residentes en Yangambi, los oficiales de la Force Publique, no deseaban otra cosa que quedarse solos de una vez y volver a la rutina. La única excepción la constituía la mesa principal. Su oimbé era más negro que violeta debido a la ausencia del teniente Van Thiegel. Su silla estaba vacía. Nadie en Yangambi conocía su paradero.
—Está en la selva, realizando una inspección rutinaria —dijo Biran, dirigiéndose al obispo—. Hay que asegurarse de que los alrededores estén limpios de rebeldes. El teniente bebe un poco más de lo debido, pero es un soldado responsable.
El obispo asintió con la cabeza.
—¿Está seguro de que regresará? —preguntó Lassalle al oído del capitán. Richardson y él estaban al corriente de lo sucedido con Bamu. Había intentado entrevistar a Livo y corroborar lo que le había contado el capitán, pero sin éxito.
—No sé lo que hará ese cerdo —le susurró Lalande Biran mientras separaba las espinas del pescado. «Je ne sais pas ce que fera ce cochon».
—Comamos en paz este pescado delicioso pero difícil —dijo el obispo, y todos los comensales le dieron la razón.
Después de la comida, una vez que el Roi du Congo hubo partido rumbo a Léopoldville, Lalande Biran, Richardson y Lassalle se dirigieron a la Casa de Gobierno a paso tan ligero que Lassalle tuvo que hacer un esfuerzo para no quedarse rezagado. A unos metros, Donatien les seguía con el café.
Al llegar a la Place du Grand Palmier, Lalande Biran se detuvo a dar instrucciones al suboficial negro responsable de la guardia. Agarró a continuación la bandeja que traía Donatien y fue a reunirse con Lassalle y Richardson, que le esperaban en la Casa de Gobierno.
Los tres hombres tomaron el primer café en silencio. Cuando estaban con el segundo, asomó en la puerta el suboficial negro. Tras él venía Chrysostome, flanqueado por dos askaris con los rifles levantados.
Lalande Biran saludó militarmente a Chrysostome y le habló con calma.
—Me veo obligado a encerrarle en el calabozo. Baje al sótano, se lo ruego.
Chrysostome vaciló, y los askaris le apuntaron con sus rifles.
—No oponga resistencia, haga el favor —le dijo Lalande Biran, indicándole con un gesto que bajara las escaleras de piedra.
Había poca luz en el sótano, sólo la que entraba por un ventanuco abierto en la parte alta de la pared del calabozo, y a los askaris les costó meter la llave en la cerradura. Lalande Biran les ordenó que se marcharan, ocupándose él mismo de cerrar la puerta con llave.
—Tengo que darle una mala noticia —le dijo a Chrysostome cuando los dos estuvieron solos—. Su amiga, la joven Bamu, ha muerto. La mató Van Thiegel mientras intentaba violarla.
Quizás Chrysostome hizo algún gesto, algún ligero movimiento, pero Lalande Biran no lo percibió. Las motas de polvo, visibles en el rayo de luz que entraba por el ventanuco, continuaron flotando en calma. Un mono chilló, pero muy lejos.
Lalande Biran tenía preparado un discurso inspirado en las palabras que Napoleón había pronunciado en el funeral de uno de sus soldados. Al parecer, las penas del amor habían empujado al joven al suicidio, y el emperador quiso advertir a sus compañeros de que las batallas duras no se libraban únicamente en campos como el de Borodino o el de Marengo; los campos de batalla sentimentales resultaban, a veces, más peligrosos.
—Sé muy bien, Chrysostome, que sus creencias no le permiten suicidarse, y que usted no sería capaz de algo así —pensaba decirle al final del discurso—. Pero he temido que al conocer la noticia saliera usted corriendo a matar a Van Thiegel. Y eso es algo que, como jefe de la estación militar de Yangambi, me corresponde evitar. Hay unas reglas que todos los soldados deben respetar. Si le parece que su honor ha quedado manchado, puede usted retar a Van Thiegel a un duelo. El periodista de Bruselas, el señor Ferdinand Lassalle, ha aceptado ser su padrino.
Pero Chrysostome permanecía callado, sin darle opción a estrenar su discurso.
—El teniente Van Thiegel se encuentra en la selva. Regresará mañana o pasado mañana —dijo Lalande Biran.
Dentro del calabozo se oía algo más la respiración de Chrysostome, pero no había más sonidos. En la sala de la Casa de Gobierno también reinaba el silencio. Richardson y Lassalle esperaban acontecimientos.
—El Señor es raro —dijo Chrysostome al final—. ¿Quién iba a pensar que buscaría la ayuda de ese sucio borracho para salvar mi pureza?
Lalande Biran se quedó un poco desconcertado.
—El Señor será raro, pero no tanto como usted —dijo al cabo. Descartó las historias de Napoleón y sus soldados, y le planteó claramente el asunto del duelo—. Si le parece que su honor ha quedado manchado, lo mejor que puede hacer es desafiar al teniente Van Thiegel a un duelo. El periodista de Bruselas, Ferdinand Lassalle, se ha ofrecido para ser su padrino.
—Bien —dijo Chrysostome—. Si quiere a doscientos metros, y si quiere a veinte. Y si en vez del rifle prefiere el machete, a mí me da igual.
—Los padrinos decidirán los detalles.
Lalande Biran ya había hablado con Richardson y con Lassalle. El duelo sería con rifles, en la playa de Yangambi, no en el campo de tiro. Lo único que quedaba por determinar era la distancia. Pero seguramente sería la misma que en el campeonato de tiro contra los mandriles.
—Entonces, está de acuerdo. No va a salir corriendo a buscar al teniente —le dijo, abriendo la puerta del calabozo.
—Me gustaría que el duelo fuera cuanto antes —dijo Chrysostome.
—Tendrá lugar en cuanto el teniente regrese a Yangambi. El domingo por la mañana, si es posible.
Richardson y Lassalle se sorprendieron al verlos aparecer en las escaleras, y siguieron con la vista a Chrysostome hasta que salió por la puerta. Lalande Biran lo vigiló incluso de allí en adelante, mientras cruzaba la Place du Grand Palmier. Quería ver su comportamiento al pasar por la casa de Van Thiegel. Chrysostome no se paró, no levantó la cabeza, no escupió; siguió derecho hacia su paillote.
Lassalle quiso saber lo que había pasado en el calabozo.
—Pensaba que se volvería loco al conocer la noticia y que saldría a buscar a Van Thiegel —le explicó Lalande Biran—. Por eso se me ocurrió meterlo en el calabozo, para que no hiciera nada militarmente irregular. Pero, ya lo han visto, no ha perdido la serenidad.
—Este hombre es un enigma —sentenció el periodista.
—¿A qué distancia los pondremos, capitán? —le preguntó Richardson.
—¿Cuánto fue el día de los mandriles?
Richardson suspiró.
—Creo que al final fueron ciento ochenta metros, poco más o menos. Pero como padrino de Cocó yo pediría una distancia menor. De lo contrario, Chrysostome jugaría con ventaja.
Lalande Biran negó con la cabeza.
—No, ciento ochenta es el mínimo. Puesto que cada uno contará con doce cartuchos, supongo que en algún momento acertarán.
—Como padrino de Cocó pido que sean ciento veinticinco metros —insistió Richardson.
Se había dado cuenta de que aquel día el capitán llevaba la alianza matrimonial en el dedo, cosa poco habitual en él. Quizás fuera verdad lo que le había contado Donatien, que Cocó le había robado del despacho una foto intime de su mujer. Eso explicaría el empeño del capitán en el asunto del duelo. Un modo de fusilamiento, el único posible. El fusilamiento regular no cabía en aquella ocasión. No se podía fusilar a nadie por una fotografía, y menos a un teniente.
Lalande Biran se dirigió al periodista.
—¿A usted qué le parece? Yo he dado mi opinión, pero al fin y al cabo le toca decidir a usted. Para algo es su padrino.
—Podríamos quedarnos con una distancia intermedia, ciento cincuenta metros —propuso Lassalle—. Pero ¿habrá realmente duelo? ¿Volverá el teniente Van Thiegel a Yangambi?
—No es un cobarde. Volverá —dijo Richardson.
—Y si no vuelve iremos a la selva a buscarle, lo traeremos aquí y lo fusilaremos —dijo Lalande Biran.
Richardson se llevó la taza de café a los labios, pero estaba ya vacía.
—De acuerdo —dijo levantándose—. Que sean ciento cincuenta metros. Y será en la playa, ¿verdad?
—Sí. Como padrino y periodista prefiero la playa —dijo Lassalle.
—Entonces voy a hacer las mediciones —dijo Richardson, y se marchó.